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Después de algunas noches de insomnio, decidió contratar a un detective privado. Al principio pensó en acudir a la agencia de detectives que llevaba los casos de la compañía: sobre todo los pequeños robos y la venta de información a empresas rivales. Pero Caylus lo convenció de que era mejor hacerlo con alguien de afuera, para no mezclar a la compañía con su pasado. Cuando le preguntó a Caylus si conocía alguno de confianza, su amigo le respondió, sonriendo, que él conocía criminales, pero no detectives.

En la página de policiales de un diario de la tarde, Balestri encontró un pequeño aviso. Estaba en el ángulo inferior de la página, y mostraba un gran ojo detrás de una lupa. La agencia se llamaba Nolan Investigaciones y, según decía el aviso, hacía más de treinta años que el detective Nolan se dedicaba a su trabajo.

La oficina quedaba encima de un cine. Mientras Balestri subía la escalera le llegaban las voces y la música de la película, y Balestri sintió como si de algún modo él mismo estuviera entrando en un film. Detrás de una puerta con vidrio esmerilado lo esperaba un joven de poco más de veinte años, que todavía luchaba con el acné. Balestri pensó que era el chico de los mandados del detective. Pero el muchacho le tendió una mano insegura y se presentó: Soy el detective Nolan. Cuando Balestri le preguntó si era el verdadero Nolan, quien, según el aviso, tenía más de treinta años en el negocio, el muchacho le dijo que en realidad el verdadero Nolan era su tío, que había muerto dos meses atrás. Señaló una foto que colgaba de la pared: en un marco negro, un hombre de sombrero de unos cincuenta años intentaba desterrar de su cara todo rasgo de emoción. Murió por causas naturales, agregó el joven Nolan, como para que no quedaran dudas de que nunca había existido un criminal capaz de sorprender a su tío en un descuido. Él había heredado la oficina, el empleo y, a juzgar por el traje tres talles más grande que vestía, también su guardarropas. Su tío había resuelto muchos casos difíciles, y él estaba por hacer lo mismo. Había podido trabajar muy poco con él, pero en esos pocos días había aprendido todo lo que necesitaba saber.

A pesar de su evidente inexperiencia, Balestri lo contrató: era barato y anónimo. Parecía tan insignificante que Balestri podía estar seguro de que no traería resultados, pero tampoco problemas. El joven detective aceptó unos billetes como adelanto, y por el temblor con que los tomó Balestri supo que no había tocado una suma semejante en su vida.

Balestri estaba preparado para la ineficacia del joven Nolan, pero no para la magnitud de sus esfuerzos. A partir de aquella breve entrevista en su oficina, Nolan empezó a acosarlo para pedirle pistas: viejas amistades, papeles que hubieran quedado olvidados en un cajón, los nombres de sus vecinos. Quiso contactarse también con la familia de Greta en Montevideo, pero Balestri, sin darle razones, se lo impidió.

Cada semana Nolan le entregaba un informe completo donde constaban todos los pasos que había dado. Al principio Balestri leyó los informes, pero después empezó a dejarlos caer en el cajón del escritorio sin echarles una mirada. Los informes eran exhaustivos, y estaban llenos de datos inútiles y de errores de ortografía. Cansado de los continuos llamados y las apariciones imprevistas de Nolan, Balestri le advirtió que no lo molestara hasta que no tuviera una pista firme.

La sexta lámpara
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