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Una semana después de entrar a trabajar en el departamento de copistas, y cuando creía que su futuro estaba ya asegurado, fue a visitar a Greta, que vivía en un edificio en ruinas. La muchacha estaba radiante. Se había comprado un vestido rojo con lunares blancos y ya no conservaba nada de la tristeza que había embarcado con ella. Sus padres, en cambio, estaban demacrados. Greta había conseguido trabajo como mecanógrafa en una gran oficina, pero su padre no había tenido suerte con las telas.
—Es muy difícil entrar en el negocio para un extranjero —le dijo el señor Zolla, mientras le servía una copa de vino—. Fui tentado por el canto de las sirenas. Ahora no puedo comenzar ni puedo volver. Tengo cincuenta y cinco años. ¿Qué debo hacer, señor Balestri?
Silvio no sabía qué responder. El señor y la señora Zolla miraban con resentimiento a su hija, como si ella los hubiera condenado al viaje insensato y al edificio que se caía a pedazos. Su alegría los insultaba.
Mientras comían queso, salame italiano y aceitunas, comenzaron a hablar de fechas. Greta quería que las cosas estuvieran resueltas el mes siguiente; la madre aconsejaba esperar hasta después de Navidad. Silvio seguía la conversación un poco distraído, hasta que comprendió que estaban hablando de una boda.
Ignazio Zolla le palmeó la rodilla:
—Tengo pensado viajar a América del Sur, donde tengo familiares, a la espera del momento para regresar a Milán. Pero primero hay que resolver este asunto. Ahora que usted tiene un trabajo…
Hasta ese momento, Balestri había hablado de su futuro, dando por hecho sucesivos ascensos, entusiasmando sin prudencia al señor y a la señora Zolla. Se dispuso a echar un poco de realismo sobre su porvenir:
—Recién empiezo. Ni siquiera soy un arquitecto, apenas un copista. ¡Si vieran ese sótano, todo el día con luz artificial! Y mis compañeros: viejos, ciegos, sordos, dormidos, enfermos…
Pero el señor Zolla no estaba dispuesto a tolerar ningún gesto de humildad.
—Conocemos bien su valor, Silvio, y no conseguirá rebajar sus méritos ante nosotros. Sé que está ansioso por casarse con nuestra hija pero no quisiéramos apurar innecesariamente las cosas. Tres meses y no antes. Así llegaremos sin apuro a hacer una pequeña fiesta (no saldrá cara, ya que no conocemos a nadie) y a preparar el vestido.
—Tela no faltará —dijo la señora Zolla, y la risa de su marido dio por cerrado el asunto.