25
Jackson aguardó junto a la horrible mole de un edificio destrozado, con su equipo bien oculto en las sombras. Era el procedimiento habitual. El edificio había sido construido con espuma premoldeada, razón por la cual no podía incendiarse, pero, salvo eso, había sufrido toda clase de destrozos. Demolición, saqueos, choques, tal vez incluso bombardeos. Antiguas destrucciones, que comenzaban a ser cubiertas por la forma mutada de kudzu que cubría el resto de St. Louis, posiblemente el lugar más desagradable que Jackson había visto en su vida.
En los últimos siete años, había estado en un buen número de lugares desagradables.
Theresa y Dirk habían terminado de prepararse y habían echado a andar. Dirk, de ocho años, poco acostumbrado al arte de prepararse, se colgó con fuerza de la mano de su madre. Lizzie, por supuesto, no había necesitado prepararse; jamás había contraído el virus inhibidor. Pero estaba guiando a Dirk, quien durante el último año había hecho enormes progresos en la tarea de convertirse en otra persona; lo llamaba «Treeboy». Dirk había aprendido a prepararse con la adaptabilidad de la juventud, que al parecer seguía estando presente, bajo la inhibición artificialmente inducida en su amígdala. «Treeboy», creado por su imaginación pero neuroquímicamente real, era más valiente y más libre que el propio Dirk. Jackson había visto los gráficos cerebrales que lo probaban.
Theresa era la que marcaba el camino. Theresa, la más andrajosa de los tres. Theresa, cuyo rubio cabello, que había vuelto a crecer, era el más tupido de los tres. Theresa, la que tenía las manos más vacías, aunque para ella era más difícil que para nadie.
Theresa, que finalmente había alcanzado la felicidad.
Los tres mendigos se acercaron al edificio semidestruido donde acampaba el clan infectado. Todos los Vividores, naturalmente, habían huido hacia el interior. Theresa, Lizzie y Dirk se agazaparon frente a la puerta cerrada y comenzaron a suplicar.
—Algo de ropa, por favor. Oh, por favor, dadnos ropa de abrigo, si os sobra, las noches son tan frías…
Jackson sabía que permanecerían allí durante días, si era necesario. Esta vez, no creía que fuera así. Las mendigas llevaban un niño con ellas. Todos los inhibidos, dentro y fuera de los enclaves, estaban más dispuestos a recibir a las mujeres y a los niños. La Orden del Cerebro Espiritual —Jackson detestaba el nombre, pero había sido elección de Theresa—, contaba con tres mil miembros a lo largo del país, además de los médicos afiliados y las corporaciones que los patrocinaban, pero sólo el veintiocho por ciento de ellos eran varones. Sin embargo, el número iba en aumento. La Orden estaba creciendo.
Casi con la misma rapidez con que se propagaba la inhibición. Las compañías farmacéuticas más importantes —Kelvin-Castner, Lilly, Genentech Neurofármacos, Silverstone Martin—, estaban ya a punto de encontrar un antídoto. Habrían estado aún más cerca si la plaga inhibidora se hubiera transmitido con más facilidad. Pero la humanidad había tenido suerte. Si una persona perteneciente a un campamento o a un enclave se contagiaba, habitualmente se contagiaban también todos los demás habitantes, a causa de las malas condiciones sanitarias y de los hábitos alimenticios de los Cambiados. Pero la transmisión entre campos y enclaves era lenta, porque una vez infectados, los inhibidos no recibían ni realizaban visitas.
Theresa estaba cambiando esa costumbre.
—Por favor, al menos una chaqueta… —rogó el pequeño Dirk.
A veces, la gente del campamento se limitaba a abrir la puerta y a lanzar al exterior lo que les solicitaban: ropa, una jarra de agua, un cono de energía sobrante para calefacción. Los mendigos no se iban. Lo más destacable de las órdenes religiosas, pensó Jackson, que seguía aguardando entre las sombras para representar su parte, era su perseverancia. Chiflados, tal vez, pero perseverantes. Y, en ocasiones también, efectivos.
La puerta de los Vividores se abrió con un crujido. Un hombre seguido por una niña se deslizaron al exterior. Jackson aguzó la vista para distinguirlos con más claridad. La niña no estaba Cambiada. Jackson observó las llagas en carne viva que ostentaba a ambos lados de la cabeza: lesiones circulares, con costras en el centro y los bordes descamados. Tiña, seguramente. Pero en todos los demás aspectos parecía sana, aunque inhibida. Pero no tan inhibida como otros. El neurofárrnaco inhibidor, al igual que cualquier otra droga, no afectaba por igual a todos los individuos. Incluso había unos pocos casos de inmunidad natural, ansiosamente estudiados por las empresas farmacéuticas y la CDC.
La niña caminó detrás de las piernas del hombre, pero amparada tras ellas, espió a Dirk.
Treeboy sonrió.
Tal vez Jackson no tendría que esperar demasiado para desempeñar su papel, después de todo.
El equipo estaba listo, cargado sobre un flotador. Medicinas, robot enfermero. Y, lo más importante, cartuchos con holos para ser pasados en el mismo terminal del campo, un terminal al que estaban acostumbrados, que formaba parte de una rutina cotidiana. Theresa había decidido empezar por los holos sobre el cuidado médico de los niños no Cambiados. Incluso los más inhibidos probarían algo nuevo, si estaba en peligro la vida de sus hijos. Cuantos más niños sin Cambiar nacían, más desesperados se volvían los inhibidos… y ésa era la clave para entrar en sus vidas.
Una vez hecho el primer paso, Theresa iba introduciendo paulatinamente los holos sobre preparación. Ella, constantemente asustada, les enseñaba a vencer el miedo imaginando una personalidad diferente. Luego, más adelante, aprenderían las técnicas de retroalimentación que convertirían en neuroquímicamente real esa personalidad diferente. Temporal, pero real. Y lista para ser utilizada cuando fuera necesano.
O hasta que alguien encontrara una solución médica al mismo problema.
Una solución médica sería sin duda más simple, más efectiva, más rápida. Sólo habría que tomar un neurofármaco.
Con el neurofármaco adecuado, uno podía volverse menos temeroso, más temeroso, más fuerte, más esperanzado, menos colérico, más aletargado… cualquier cosa. Pero Theresa y sus discípulos no utilizaban neurofármacos. Así que la pregunta fundamental no era, tal como siempre había supuesto Jackson, ¿en qué medida las personas están dominadas por su neuroquímica? La pregunta correcta era ¿por qué estaban dominadas por cualquier otra cosa que no fuera su neuroquímica? ¿Por qué —y cómo— los hombres y mujeres eran capaces de elegir en contra de su propio miedo, fuerza, esperanza, cólera, inercia? Porque claramente podían elegirlo. Así lo estaba haciendo Theresa, ante sus propios ojos. De modo que la cuestión no consistía en saber si el ser humano era un simple puñado de elementos químicos, sino más bien si podía convertirse en cualquier otra cosa, y cómo.
Jackson no conocía las respuestas. Después de siete años, todavía se sentía incómodo ante las preguntas.
Se sopló las manos; estaba haciendo más frío. Activó los filamentos de calefacción-Y entretejidos en sus ropas. Theresa, Dirk y Lizzie desaparecieron en el interior del edificio. Ya era hora, porque los harapos de los mendigos no contaban con filamentos calefactores entretejidos. Tampoco disponían de escudos personales. Los mendigos portaban transmisores a distancia, controlados por el equipo de médicos y enfermeros que estaba tras ellos, que a su vez estaban cubiertos por robots de seguridad cuidadosamente ocultos, con equipos de alta seguridad. En los siete años que llevaba funcionando la Orden del Cerebro Espiritual de Theresa, los robots de seguridad sólo habían sido necesarios en tres oportunidades. Los inhibidos no eran grandes camorristas.
El sol comenzó a ponerse tras las ruinas de St. Louis. Otra noche de vigilia. Jackson suspiró, activó la tienda protectora de energía-Y, y colocó dentro el flotador. Llamó a Vicki.
—Hola, Jackson. ¿Qué tal va el asalto? ¿Ya ha caído Troya?
Jackson sonrió.
—Acabamos de entrar el caballo de madera. Que Lizzie no te oiga llamarlo así.
—La gente que es presa de una manía religiosa temporal carece de sentido del humor. Aunque sea una manía temporal de siete años. ¿Cómo estás, amor mío?
—Solo. —Jackson miró más atentamente el rostro de Vicki en la pequeña pantalla portátil—. ¿Cómo estás tú? Pareces… ha pasado algo.
—Sí —admitió Vicki. Sus ojos violeta reflejaron la luz, como vino tinto.
—¿Alguien encontró el antídoto? —preguntó Jackson.
—No. No se trata de eso. Aunque K-C sigue afirmando que están cerca. Es otra cosa… es evidente que no has estado mirando las noticias. La Facultad de Medicina de Chicago ha hecho un anuncio.
—¿Un anuncio? ¿Cuál?
—Óvulos y esperma. Congelados durante siete años, desconocidos hasta que llegaron, traídos por un robot programado cronológicamente, la semana pasada.
Un lento latido comenzó a sonar en los oídos de Jackson. En la distancia, más allá de las sombras, la puerta del edificio Vividor volvió a abrirse.
—Óvulos y esperma. ¿De quiénes?
—¿No te lo imaginas, Jackson? De todos los SuperInsomnes. Miranda Sharifi, Terry Mwakambe, Christina Demetrios, Jonathan Markowitz… todos los genios muertos que nosotros, los simples mortales, no sabíamos cómo reproducir,
Jackson no contestó nada. Una pequeña figura se deslizó por la puerta del campo, internándose en las largas sombras del crepúsculo.
—La Facultad de Medicina de Chicago fue el lugar donde fueron programados los primeros Insomnes, hace ciento veinticinco años. Leisha Camden, Kevin Baker, Richard Keller… Miranda Sharifi debía de tener una vena sentimental, después de todo.
—Así que vamos a empezar todo de nuevo.
—Si los fertilizan, sí. El debate será feroz. ¿Necesitamos más dei a partir de las machinae redescubiertas? ¿O será mejor que sigamos equivocándonos por nuestra cuenta?
La pequeña figura no era otro que Dirk. Desde donde se encontraba, Jackson pudo ver que el niño estaba aterrado, regocijado, orgulloso de sí mismo, ansioso por volver al interior. Dirk le hizo señas frenéticas para que entrara en el edificio.
—Vicki, tengo que irme. Están listos para dejarme entrar.
—¿Ya?
—Ya. Theresa se está volviendo muy hábil en esta tarea.
—Santa Theresa. Muy bien, Jackson, ve y convierte a los paganos. Te quiero. —La pantalla quedó en blanco.
Dirk estaba agitando las dos manos. Jackson apartó de sí el comunicador, le devolvió las señas, y cogió el flotador. El equipo para enseñar a la gente a recuperar sus vidas estaba preparado: medicinas, holos didácticos, robots enfermeros, semillas, bibliotecas de cristales. Todo, detrás del inhibido Dirk, que se había convertido en Treeboy, que se había transformado en mendigo porque sólo ofreciendo sus manos vacías y abiertas podían acercarse unos a otros.
El doctor Jackson Aranow avanzó con sus dones.