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Allí estaba. Abandonada en una acera de Madison Avenue, en el Enclave Este de Manhattan. Casi podría haber sido una pequeña rama caída que algún robot de mantenimiento defectuoso hubiese pasado por alto. Pero no era una pequeña rama prodigiosamente recta, ni un cuchillo láser caído, ni una línea negra truncada y dibujada en el cemento nanocubierto, que no iba a ninguna parte. Era una jeringa del Cambio.
El doctor Jackson Aranow la recogió.
Estaba vacía, y no había forma de decir cuándo había sido utilizada. La aleación negra no se oxidaba, ni se abollaba ni deterioraba. Jackson no lograba recordar la última vez que había visto una en la calle, tirada. Tres o cuatro años, tal vez. La hizo girar entre sus dedos como si fuera el bastón de una majorette, miró a través de ella como si de un telescopio se tratara, señaló el edificio y dijo: «Bang.»
—Bienvenido —respondió el edificio. El brazo extendido había colocado a Jackson dentro del campo del sensor. Se guardó la jeringa en el bolsillo y entró en el porche de seguridad.
—Doctor Jackson Aranow, para ver a Ellie Lester.
—Un momento, señor. Adelante, todo despejado, señor. Encantado de serie útil, señor.
—Gracias —dijo Jackson, en tono un poco envarado. Le disgustaban los acentos afectados de los edificios.
El vestíbulo era grotesco por lo recargado. Un sucio programado con una calle de ladrillos amarillos que cambiaban cada treinta segundos a un sendero diferente, aunque todos desembocaban en paredes vacías. Una Venus de color verde neón con un reloj digital en el vientre, colocada sobre una hermosa y antigua mesa Sheraton, junto al ascensor. El aparato hablaba en voz alta y cantarina.
—Encantado de recibirlo, sahib. Me satisface profundamente que visite a la memsahib Lester. Por favor mire aquí, permítame acercar humildemente el explorador de retina… gracias, sahib. Le deseo todo lo mejor.
Jackson no creía que Ellie Lester le cayera bien.
Fuera de la puerta del apartamento se materializó el holograma de un hombre negro vestido con una desteñida camisa de algodón y descalzo.
—Sho se alegra de que haya llegado, señor. Sho se alegra. La señorita Ellie lo está esperando dentro, señor. —El holograma empezó a caminar arrastrando los pies, sonrió y apoyó una mano translúcida en la puerta que se abría.
El apartamento se parecía mucho al vestíbulo: una mezcla cuidadosamente dispuesta de costosas antigüedades y estrafalarios objetos kitsch. Una rata de papel maché comiéndose a su cría sobre un exquisito aparador del siglo dieciocho. Un televisor antiguo lustrado y brillante bajo una escultura con filamentos de diamante, cubierta por una espesa capa de polvo. Falsas sillas, todo ángulos peligrosos y extrañas protuberancias, en las que resultaba imposible sentarse. «En una era de nanotecnología, incluso de primitiva nanotecnología —decía el último número de la revista Design—, la presencia material de objetos se vuelve vulgar, incluso impertinente, y lo único que cuenta es la agudeza de su distribución." Los dos pececillos de colores del atrio estaban ingeniosamente muertos, flotando junto al pequeño holograma de un hundido Pequod.
Ellie Lester apareció por una puerta lateral. Su estatura había sido modificada genéticamente, detalle que a Jackson le permitió calcular su edad: las niñas programadas para alcanzar el metro ochenta habían estado fugazmente de moda en los años ochenta, cuando la presencia material aún no era intrascendente. Ahora que Design había decidido que lo era, Ellie compensaba su estatura con inteligencia. Sobre sus pechos desnudos llevaba un collar que alternaba brillantes cuentas de láser con cagarrutas de animal nanocubiertas: su falda plisada era roja, blanca y azul. Jackson recordó que esa noche se celebraría la elección.
—Doctor, ¿dónde demonios estaba? ¡Hace diez minutos que lo llamo!
—Tardé cuatro minutos en conseguir un coche robot —dijo Jackson suavemente—. Y usted me dijo que su abuelo ya estaba muerto.
—Bisabuelo —aclaró ella, arrugando el entrecejo—. Por aquí.
Caminó cinco pasos por delante de Jackson, lo que permitió al hombre apreciar sus larguísimas piernas, su perfecto trasero y su melena pelirroja de corte asimétrico. Pensó en apuntarla con la jeringa del Cambio y susurrar «bang». Pero la dejó guardada en su bolsillo. La parodia en realidad no era tan ingeniosa ni fascinante como pensaba Design.
«Cobarde», se burló su exmujer; a quien nunca podía olvidar del todo.
Recorrieron varias habitaciones grotescas. El apartamento era aún más grande que el de Jackson en la Quinta Avenida. En las paredes colgaban cuadros burlescos con marcos recargados; la Mona Lisa riendo como una hiena, Una tarde de domingo en el Grande Jatte en un frenético movimiento de puntos fundidos.
La habitación del muerto era muy distinta, pintada de blanco y sin más elementos decorativos que unas pequeñas fotografías predigitales agrupadas en una sola pared. Junto a la cama se veía un mudo robot. La muerte había aflojado los labios y los músculos de las mejillas del anciano. No estaba modificado genéticamente, pero en sus tiempos debía de haber sido apuesto. Tenía la piel muy arrugada, y sin embargo mostraba el aspecto saludable de todos los que habían recibido la jeringa del Cambio, sin marcas, bultos ni asperezas, ni nada causado por células anormales o toxinas del organismo. Ya no existía nada de eso.
Tampoco la enfermedad. El Limpiador Celular, la mitad del mágico Cambio, se ocupaba de eso. La nanomaquinaria, hecha con proteínas autorreproductoras modificadas genéticamente, ocupaba el uno por ciento de las células de las personas. Al igual que los glóbulos blancos, los minúsculos bioordenadores tenían la capacidad de abandonar el torrente sanguíneo y desplazarse libremente por los tejidos del organismo. A diferencia de los glóbulos blancos, los Limpiadores Celulares tenían la capacidad de comparar el ADN autóctono con variaciones no estándar y destruir no sólo las sustancias extrañas, sino también las variaciones aberrantes de ADN. Virus. Toxinas. Células cancerígenas. Células óseas irregulares. Además, el Limpiador Celular ahorraba una larga lista de sustancias preprogramadas que pertenecían al organismo, como minerales esenciales y bacterias simbióticas. Desde el Cambio, ningún médico llevaba consigo antibióticos ni antivirales. Ningún médico examinaba cuidadosamente a los pacientes en busca de enfermedades infecciosas. Ningún médico necesitaba hacer un diagnóstico. Jackson, que se había graduado en la Facultad de Medicina de Harvard el mismo año que Miranda Sharifi había proporcionado al mundo las jeringas del Cambio, no era un especialista: era un mecánico.
La «práctica» de Jackson incluía lesiones por traumas, inyecciones con la jeringa del Cambio a los recién nacidos y certificados de defunción. Como médico era tan obsoleto como una Venus de color verde neón. Una parodia.
Pero no en este momento.
Jackson sacó su equipo del maletín y encendió el comunicador médico oficial. Ellie Lester se acomodó en la única silla de la habitación.
—¿Nombre del fallecido?
—Harold Winthrop Wayland.
Jackson rodeó el cráneo del muerto con el monitor cerebral. El cerebro no mostraba actividad eléctrica ni circulación sanguínea.
—¿Número de ciudadano y fecha de nacimiento?
—AKM-92-4681-374. 3 de agosto de 2026. Tenía noventa y cuatro años. —Casi escupió la edad.
Jackson colocó el dermalizador en el cuello de Wayland. El instrumento se desenrolló y se extendió sobre su rostro en una densa red de delicadas neuronas sintéticas, desapareció bajo el cuello de su pijama de seda y reapareció por encima de sus pies, como un capullo reptante y sondeante. Ellie Lester apartó la mirada. En el monitor no se vio ninguna lesión ni otra señal de intromisión en ningún punto de la piel, ni siquiera la menor marca de un pinchazo. Todos los tubos de alimentación estaban en perfecto estado de funcionamiento.
—¿Cuándo descubrió el cuerpo del señor Wayland?
—Exactamente antes de llamarlo a usted. Entré para ver cómo estaba.
—¿Y cuando lo encontró tenía el mismo aspecto que ahora?
—Sí. No lo toqué. Y no toqué nada de lo que hay en la habitación.
La red del dermalizador se replegó. Jackson introdujo la sonda pulmonar en la fosa nasal izquierda de Wayland. En cuanto rocé la membrana mucosa, la manguera se abrió paso y desapareció en el árbol bronquial, en el interior de los pulmones.
—Última expansión pulmonar a las 6.42 hora del Este —dijo Jackson—. No hay pruebas de asfixia. Muestras de tejido aseguradas. Ahora, señora Lester, dígame todo lo que recuerde sobre la conducta del difunto durante los últimos días, para que yo pueda incluirlo en los archivos.
—Nada fuera de lo común —dijo ella fríamente—. No salía demasiado de esta habitación, salvo para ser trasladado a la sala de alimentación. Puede acceder a los registros de los robots, o llevarse el frasco entero. Intenté vigilarlo cada pocos días. Esta noche, cuando entré, estaba muerto y el robot, inactivo.
—¿Sin haber dado señales de alteración al sistema de la casa? Qué raro.
—Emitió señales. Puede ver todos los registros de la casa y comprobarlo usted mismo. Pero yo no estaba aquí y la conexión con el comunicador no funcionaba. Y sigue sin funcionar. No la toqué, para que usted pudiera verla.
—¿Entonces cómo me llamó? —preguntó Jackson.
—Con mi comunicador móvil. También llamé a la tienda de reparaciones. Puede consultar…
—No, no me interesa ninguno de sus archivos —la interrumpió Jackson. Notó su tono de desdén e intentó modificarlo. El comunicador oficial seguía abierto—. Pero a la policía tal vez sí. Yo sólo certifico defunciones, señora Lester; no las investigo.
—Pero… ¿eso significa que va a notificar a las autoridades? No entiendo. ¡Es evidente que mi bisabuelo ha muerto de viejo! ¡Tenía noventa y cuatro años!
—En estos tiempos, muchas personas tienen noventa y cuatro años. —Jackson evitó su mirada. Sus ojos pardos estaban modificados genéticamente, pero eran inexpresivos y brillantes como los de un ave—. Señora Lester, ¿a qué se refería cuando dijo que el señor Wayland sólo salía de esta habitación cuando el robot enfermera lo trasladaba a la sala de alimentación?
Los ojos brillantes de ella se abrieron desmesuradamente y lanzó una mirada maliciosa y triunfal al comunicador.
—Vaya, doctor Aranow… ¿no consultó los archivos de su paciente mientras venía hacia aquí? Le dije que autorizaría el acceso.
—El viaje hasta aquí fue corto. Sólo vivo a tres manzanas de distancia.
—¡Pero tuvo cuatro minutos de ociosa espera! —lo observó desde su silla alzando una ceja en una expresión de triunfo. Aranow habría apostado cualquier cosa a que el cociente intelectual de ella no había sido modificado genéticamente.
—No entré en los archivos médicos del señor Wayland. ¿Por qué el robot enfermera tenía que trasladarlo a la sala de alimentación?
—Porque él sufría la enfermedad de Alzheimer, doctor Aranow. La padecía hacía quince años, mucho tiempo antes del Cambio. Porque su tan cacareado Limpiador Celular no puede reparar el daño de las células cerebrales, no puede, doctor… sólo destruye las anormales. Consecuencia: cada año tenía menos células cerebrales. No era capaz de encontrar la sala de alimentación, y mucho menos quitarse la ropa y alimentarse. Su mente ya no existía y él no era más que un caparazón babeante, insustancial y vacío. ¡Y su lesión cerebral finalmente acabó venciendo y mató a su cuerpo, a pesar de que había sido insensatamente Cambiado!
La joven respiraba con dificultad. Jackson supo que lo estaba provocando, desafiándolo a que le dijera: usted lo mató. Entonces seguramente ella lo demandaría.
Pero no se dejó provocar. Comparada con Cazie Sanders, con quien se había casado y de quien se había divorciado, Ellie Lester era una simple aficionada.
—Por supuesto, la causa de la defunción debe ser establecida por un examinador médico de la ciudad de Nueva York, después de la autopsia. Este informe preliminar está concluido. Comunicador fuera.
Guardó el comunicador en su bolsa. Ellie Lester se puso de pie; era un par de centímetros más alta que Jackson. Suponía que la autopsia revelaría uno de los inhibidores chinos o sudamericanos que simplemente hacían que el cerebro olvidara lo que debía hacer, que dejara de enviar señales al corazón para que latiera o a los pulmones para que respiraran. Aunque tal vez la autopsia no lo mostrara si se trataba de una droga lo suficientemente avanzada para la tecnología existente. ¿Cómo la habría suministrado?
—Tal vez volvamos a encontrarnos, doctor —dijo ella.
Jackson Aranow comprendió que más le valía no responder. Cogió su móvil e hizo una llamada a la policía; echó un último vistazo a Harold Winthrop Wayland. La pantalla de la pared se encendió. El sistema de la casa debía de haber sido programado con anterioridad.
—¡… resultados finales de la elección! El presidente Stephen Stanley Garrison ha sido reelegido por escaso margen. Sin embargo, el aspecto más sorprendente de los resultados es el índice de participación. En un censo electoral de noventa millones, sólo ha votado el ocho por ciento. Esto representa una caída de…
Ellie Lester lanzó una estentórea carcajada.
—«Sorprendente.» Dios, ese hombre es el colmo. ¿Por qué iba a seguir votando la gente?
—Tal vez como un acto de ingeniosa parodia —dijo Jackson y supo que con sus palabras le había dado el triunfo. Y no resultaba nada cómodo que ella fuera tan estúpida de reconocerlo.
No lo acompañó hasta la puerta. Tal vez Design también había decidido que los buenos modales no tenían importancia. Pero cuando salió del dormitorio del muerto, por primera vez miró atentamente las pequeñas fotos enmarcadas que colgaban de la pared. Salvo la última, todas eran copias predigitales, desteñidas y de color desigual. Edward Jenner. Ignaz Semmelweiss. Jonas Salk. Stephen Clark Andrews. Y Miranda Sharifi.
—Sí, él también era médico —dijo Ellie Lester en tono malicioso—. En los tiempos en que ustedes eran realmente necesarios. Y ésos son sus héroes: cuatro Vividores y una Insomne. ¿Lo ve? —Se echó a reír.
Jackson salió. El holograma del negro había sido reemplazado por un esclavo romano desnudo, muy musculoso, apuesto pero evidentemente sin modificaciones genéticas. Un Vividor. El esclavo se arrodilló mientras Jackson pasaba, bajó la mirada y abrió la boca. Unos grilletes translúcidos de oro holográfico lo sujetaban al picaporte de Ellie Lester.
—Es una retorcida, lo sé —le dijo Jackson a su hermana Theresa—. Así que no debería preocuparme. De hecho, no me preocupa.
—Te preocupa —dijo Theresa en tono suave—. Y así debe ser.
Estaban sentados en el patio del apartamento, tomando una copa antes de la cena, que consistiría en la anticuada comida por vía bucal. La pared del patio que daba al parque era un escudo-Y transparente. Cuatro pisos más abajo, Central Park era un derroche de colores otoñales bajo su invisible cúpula de energía. Los enclaves de Manhattan habían votado recientemente el restablecimiento de las estaciones modificadas, aunque la votación había sido reñida. Por encima del escudo, el cielo de noviembre tenía un color ceniciento.
Theresa llevaba un vestido holgado con estampado de flores que caía en graciosos pliegues hasta sus tobillos; Jackson tuvo la vaga impresión de que era anticuado. El rostro de ella sin maquillaje era un óvalo pálido bajo su pelo rubio plateado. Era doce años más joven que Jackson, que tenía treinta.
Theresa era frágil. No por su delgado cuerpo modificado genéticamente, sino por su mente. En su fuero interno, Jackson creía que algo había salido mal durante el proceso de ingeniería genética, como ocurría a veces. La modificación genética era un proceso complejo: cuando el cigoto se convertía en blastómeros, ya no era posible ninguna manipulación permanente. Al menos no podía hacerlo nadie sobre la Tierra.
De niña, Theresa detestaba ir a la escuela y se aferraba llorando a su desconcertada madre en una actitud callada e impotente. No le gustaba jugar con otros niños. Permanecía días enteros en su habitación, dibujando o escuchando música. A veces decía que quería envolverse en la música y fundirse en ella hasta dejar de existir. Los estudios médicos mostraban una elevada reactividad en su sistema de respuesta estrés-hormona: elevados niveles de corrisol, glándulas suprarrenales hipertróficas, ritmo cardíaco, motilidad intestinal y muerte de células nerviosas asociados con depresión presuicida. Su umbral de excitación límbico-hipotalámica era muy bajo; cualquier situación nueva le resultaba intensamente amenazadora.
En una era de aminas biogénicas manipuladas por encargo, nadie tenía que seguir siendo frágil. A lo largo de su infancia, Theresa había tomado y abandonado neurofármacos para equilibrar su química cerebral. El Limpiador Celular habría convertido este proceso en un tratamiento peligroso, ya que destruía todo lo que consideraba ajeno al organismo, lo que no coincidía con los patrones de ADN ni con los conjuntos aprobados de moléculas almacenados en sus diminutos e inimaginables ordenadores basados en proteínas, alojados en y entre las células humanas. Pero en la época en que el Cambio produjo el Limpiador Celular, eso ya no importaba. A los trece años, Theresa anunció —no, esa era una palabra demasiado fuerte para Theresa, ella nunca «anunciaba»—, comentó que había acabado con los neurofármacos «definitivamente».
En esa época, los padres de ambos murieron en un accidente de aerocoche, y Jackson se convirtió en el tutor de su hermana. Jackson había argumentado, razonado, rogado. Todo fue en vano. Theresa no quería recibir ayuda. No discutió; el debate intelectual la confundía. Simplemente se negó a permitir que buscaran una solución médica para sus problemas médicos.
Sin embargo, al menos no intentó suicidarse, que era el temor secreto de Jackson. Se volvió aún más retraída y esquiva, como una de esas mujeres pálidas y delicadas de épocas pasadas. Theresa se dedicaba a bordar. Estudiaba música. Entre otras actividades intrascendentes estaba escribiendo la vida de la mártir Insomne Leisha Camden, otra mujer que había sido totalmente eclipsada por una generación diferente de mujeres mucho más implacables.
Cuando se produjo el Cambio, Theresa fue la única persona que Jackson conocía que se negó a utilizar la jeringa. No podía alimentarse a través del suelo. Era sensible a virus, bacterias y todo tipo de toxinas. Podía padecer cáncer.
A veces, cuando estaba de mal humor, Jackson pensaba que la esquiva debilidad neurológica de su hermana, tan divorciada de su inteligente dulzura, era la razón por la que él se había convertido en médico. Y en los últimos tiempos se le había ocurrido que la fragilidad de Theresa era también el motivo de que se hubiera casado con una persona como Cazie.
Mientras observaba a su hermana servirse otro zumo de fruta —ella jamás bebía brillo del sol, alcohol ni ninguna de las endorfinas sintéticas como el Endorbeso—, Jackson pensó que era un error que su vida estuviera tan modelada por una hermana menor tan blanda, tenaz e innecesariamente loca. Que había sido débil al permitir que eso ocurriera. Y que con respecto a Theresa sus sentimientos eran fuertes, aunque dadas las circunstancias, ése era un pobre consuelo.
—Las personas como Ellie Lester no son enteras —dijo Theresa.
—¿Qué quieres decir?
En realidad no le interesaba saberlo; eso podía conducir a otra de las tortuosas y vacilantes discusiones sobre la espiritualidad, y el brillo del sol que contenía su copa le estaba produciendo una sensación adormecedora. Sus huesos empezaban a relajarse y sus músculos a balancearse, y los árboles de más abajo susurraban en un escenario armonioso que no le exigía ningún esfuerzo. No quería hablar. Y menos aún comentar los datos sobre Ellie Lester que había buscado al llegar a casa y que incluían el descubrimiento de que ella heredaría el control de la inmensa fortuna de su bisabuelo. Lo mejor era dejar que Tessie parloteara. Él se quedaría sentado en la susurrante penumbra y no la escucharía.
Pero lo único que dijo Theresa fue:
—No sé qué quiero decir. Simplemente sé que no son personas enteras. Ninguno de ellos. Ni ninguno de nosotros.
—Ajá.
—Hay algo que no acaba de cuadrar en nuestro interior. Eso es lo que creo, Jackson. Realmente.
No daba la impresión de creerlo. Parecía insegura, como siempre, con su vacilante e inconexo discurso y su vestido floreado holgado. A Jackson se le ocurrió que en un enclave en el que los banquetes solían terminar cuando la gente se desnudaba para alimentarse comunitariamente, hacía años que él no veía el cuerpo de su hermana.
Entonces Theresa dijo a toda prisa:
—Hoy he leído algo espantoso. Realmente espantoso. Envié a Thomas a la base de datos de la biblioteca para que buscara datos para mi libro. Por algo que Leisha Camden escribió en el 2045.
Jackson se preparó para escuchar. Theresa solía enviar a Thomas, su sistema personal, a explorar las bases de datos históricos, y a menudo interpretaba mal lo que encontraba. O se indignaba. O lloraba.
—Thomas me trajo una frase de un médico famoso que conoció a Leisha. Se llama Hans Drietrich Lowering. Dijo: «No hay nada que pueda llamarse mente. Sólo hay un conjunto de reacciones eléctricas y fisiológicas a las que colectivamente llamamos cerebro.» ¡Qué te parece!
Jackson se sintió embargado por la pena. Su hermana parecía muy perturbada, inútilmente indignada por esta vieja y nada sorprendente noticia. Pero la pena estaba salpicada de inquietud. En cuanto Theresa pronunció la palabra «espantoso», Jackson tuvo un repentino destello de Ellie Lester, más alta que él, mostrando los dientes en una furia que no podía permitirse en el comunicador médico oficial. Había parecido espantosa, una espantosa y hermosa giganta, y gracias al desenfado que le hacía sentir el brillo del sol, Jackson pudo admitir lo que había negado antes: la había deseado. A pesar de que Ellie en realidad no era espantosa, sólo ávida. Ni realmente hermosa, sólo provocativa. Y no más giganta que el hundido holograma en miniatura del Pequod junto al pececillo de colores muerto en la piscina del patio.
Se movió incómodo en su silla y dio otro sorbo.
—Es espantoso negar que existe la mente —decía Theresa—. Por no hablar del alma.
—Tessie…
Se inclinó hacia delante y pareció un pálido e insustancial borrón en la penumbra; su voz estuvo a punto de quedar quebrada por el llanto.
—Es realmente espantoso, Jackson. No somos simples sensores, ni procesadores, ni sistemas eléctricos, como los robots. Somos seres humanos, todos lo somos.
—Cálmate, cariño. Sólo es una frase escrita hace mucho tiempo. Un dato anticuado de un viejo archivo.
—¿Entonces la gente ya no cree que sea verdad? ¿Ni los médicos?
Claro que lo creían. Theresa era la única que podía sentirse tan perturbada por esa estereotipada afirmación hecha hacía setenta y cinco años y basada en otros clichés que tenían doscientos años.
—Tessie, cariño…
—¡Tenemos alma, Jackson!
Se oyó otra voz que decía:
—¡Oh, Dios, basta de parloteo sobre el alma!
Entró sonriendo, bromeando, llenando la habitación con su presencia y su metro sesenta de vitalidad. Cazie Sanders. Su exesposa. La misma que se negaba a salir de la vida de Jackson, ya que el divorcio no era más que otra de las cosas que pasaba por alto en cuanto las había logrado. Con la excusa de que era amiga de Theresa, Cazie entraba y salía cuando quería del apartamento de los Aranow, los tomaba y los dejaba a su antojo, como hacía con todo.
Con ella entraron dos hombres a los que Jackson no conocía. ¿Uno de ellos sería su actual amante? ¿O los dos? Echó un vistazo al de más edad y supo que tomaba algo más fuerte que brillo del solo Endorbeso. Delgado, alto, poco musculoso, tenía el cuerpo deliberadamente andrógino de una estrella del vídeo, vestido con una tosca túnica de algodón castaño en forma de funda, que ya tenía unos pequeños agujeros por los tubos de alimentación de su piel. El más joven —cuya belleza modificada genéticamente le recordó la imagen del esclavo del holograma de Ellie Lester— llevaba puesto un holotraje opaco que parecía confeccionado con miles de abejas furiosas y reptantes. Su boca se curvaba en una mueca permanente. ¿Era posible que Cazie se acostara con alguno de aquellos dos enfermos? Jackson no lo sabía.
Resultaba difícil explicar por qué se había casado con Cazie, aunque no mucho. Era hermosa, de rizos cortos y oscuros, piel del color de la miel y ojos rasgados y dorados, moteados de verde claro. Pero todas las mujeres modificadas genéticamente eran bellas. Sin duda Cazie no era tan encantadora, leal ni amable como Theresa que, junto a su ex cuñada, quedaba desdibujada. Casi desaparecía, parpadeaba débilmente como un holograma averiado.
Cazie ardía con una fuerza vital, sin modificaciones genéticas, siniestramente inteligente, primaria y erótica como la lluvia torrencial. En otros tiempos, cuando la tocaba —febril, lánguida o tiernamente, con Cazie no se podía prever—, Jackson sentía algo férreo y frío que se disolvía en su centro, algo que normalmente no sabía que tenía. Se sentía conectado a anhelos ancestrales, indescriptibles y poderosos. A veces, al hacer el amor con Cazie, mientras ella lo arañaba y su pene se movía ciegamente dentro de ella como un misil caliente y vivo, se sorprendía al oírse sollozar, o gritar, o cantar, completamente transformado en una persona cuyo recuerdo después lo inquietaba. Cazie nunca se inquietaba por nada. Al cabo de dos años de matrimonio, se había divorciado de Jackson porque era «demasiado pasivo».
Durante las ajetreadas semanas de la partida de Cazie, él había temido que nada en su vida volvería a ser como durante esos dos años. Y en efecto, no lo había sido.
Al verla en ese momento, vestida con una túnica corta, verde y dorada que dejaba un hombro al descubierto, Jackson sintió el conocido endurecimiento del cuello, el pecho, el escroto; una mezcla de deseo, rabia, competitividad y humillación al pensar que en cierto modo no había sido lo bastante fuerte para nadar en las oscuras corrientes del mar interior de Cazie. Dejó la copa. Necesitaba aclarar su mente.
—¿Cómo te encuentras, Tess? —preguntó Cazie en tono afectuoso. Sin que nadie la hubiese invitado, se sentó junto a Theresa, que retrocedió al tiempo que extendía una mano, como para calentarse con el resplandor de Cazie. La amistad de aquellas dos mujeres era algo inexplicable para Jackson. Eran muy distintas; pero una vez que una persona entraba en la vida de su hermana, Theresa se aferraba a ella para siempre. Ella sabía potenciar el aspecto protector y tierno de Cazie, como si fuera una gatita desvalida. Jackson apartó la mirada de su exesposa; pero enseguida se negó a permitirse semejante debilidad y volvió a mirarla.
—Estoy bien —musitó Theresa. Miró en dirección a la puerta. Los desconocidos parecían cada vez más inquietos.
—Tess, éstos son mis amigos, Landau Carson e Irv Kanzler. Jackson y Theresa Aranow. Vamos a un exorcismo.
—¿A un qué? —preguntó Jackson. Inmediatamente deseó no haberlo hecho.
Irv sacó un inhalador de un bolsillo de su túnica consumible y aspiró la sustancia que reordenaba su química nerviosa. Ése era el inconveniente de las drogas recreativas más tóxicas: el Limpiador Celular se ocupaba de eliminarlas en cuanto entraban en el organismo, de modo que los consumidores tenían que ir renovándolas cada pocos minutos.
—Un exor-ciiis-mo —dijo Landau con un extraño acento, arrastrando las palabras. Era el que llevaba puestas las abejas—. ¿No has oído hablar de ellos? Qué raro.
—Jackson nunca oye hablar de nada —comentó Cazie—. No abandona el enclave ni se mezcla con los Vividores.
—A veces salgo del enclave —puntualizó Jackson en tono sereno.
—Me encanta oír eso —dijo Cazie mientras se servía un vaso de brillo del sol. La uña de su dedo anular izquierdo estaba enfundada en el holograma de una pequeña mariposa encadenada que agitaba frenéticamente las alas.
—Un exor-ciiis-mo —dijo Landau con exagerada paciencia— es como una nova. Una auténtica diarrea cerebral. Te morirías de risa.
—Lo dudo —dijo Jackson y se juró que sería lo último que le dijera a esa toxina andante. Cruzó los brazos delante del pecho, se dio cuenta de que probablemente eso lo hacía parecer tan estirado como Cazie había dado a entender, y los descruzó.
—Sin duda habrás oído hablar de los cultos de la Madre Miranda —comentó Landau—. Son una especie de religión de los Vividores, algo muy típico. Miranda como la Virgen María, intercediendo ante el Divino. ¿Y para qué? No por la redención, ni la gracia, ni la salvación del mundo ni ninguna de esas deprimentes verdades eternas. No. Los seguidores de la Madre Miranda rezan por la inmortalidad. Otro Cambio. Si los SuperInsomnes pudieron concebir las primeras jeringas, dice esta ridícula teología, también pueden producir otro milagro para que los mugrientos Vividores vivan para siempre.
La carcajada de Irv fue un súbito ladrido que sonó como el hielo al romperse. Volvió a aspirar su inhalador. Placer directo-excitación central, supuso Jackson, con agregados alucinógenos y un depresivo selectivo para reducir la inhibición.
—Santo cielo, Landau, eres un esnob muy poco original. No sólo los Vividores participan en el culto de la Madre Miranda. También hay Auxiliares.
Theresa se agitó en su silla e hizo un pequeño ademán que era el equivalente cinético a un gemido. Jackson le tomó la mano.
—Pero la mayoría son Vividores —afirmó Landau—. Nuestro nuevo ochenta por ciento, autosuficiente y privado del derecho al voto. Y los Vividores son los únicos que hacen exorciiismos.
—¿Exorcizar qué? ¿Demonios? —preguntó Theresa en voz tan baja que al principio Jackson pensó que nadie más la había oído.
—No, claro que no —repuso Landau. Sus abejas zumbaron un poco más fuerte—. Pensamientos impuros.
Cazie se echó a reír.
—No exactamente. Se trata más bien de pensamientos ideológicamente incorrectos. En realidad es una comprobación política para asegurarse de que los buenos madremirandistas están convencidos de la semidivinidad de ella. Lo llaman exorcismo simplemente porque expulsa las ideas incorrectas. Entonces crean otro programa para emitir en Sanctuary.
—Un entretenimiento que es una auténtica diarrea cerebral —insistió Landau.
Jackson no pudo evitar la pregunta:
—¿Y ese ritual es abierto al público?
—Claro que no —respondió Landau—. Nosotros somos iniciados. Humildes novicios en busca de alguna fe en nuestra vida absurda y saturada de privilegios.
La agitación de Therese aumentó.
—¿Qué ocurre, Tess? —preguntó Cazie.
—¡No deberías hacerlo! —estalló Theresa. Enseguida se echó hacia atrás en la silla y se puso de pie de un salto. Jackson, que aún le sujetaba la mano, sintió que sus dedos temblaban—. Buenas noches —susurró, y se soltó.
—¡Espera, Tessie, no te vayas! —le pidió Cazie. Pero Theresa ya corría en dirección a su dormitorio.
—Fantástico —ironizó Jackson.
—Lo siento, Jack. No creí que fuera a reaccionar así. No es una religión de verdad.
—¿Ella es religiosa? Te doy mis condolencias —intervino Landau—. Y también a los familiares cercanos.
—Calla —ordenó Cazie—. Dios, a veces ma aburres, Landau. ¿Nunca te cansas de esa actitud desdeñosa?
—Pues no. ¿Cómo quieres que me comporte? Debo recordarte, Cassandra querida, que también tú estás a punto de asistir a un exorciiismo?
—No —le espetó Cazie—. Te equivocas. ¡Fuera!
—¡Un repentino cambio a la ira! ¡Qué excitante!
Jackson se puso de pie. Landau se tocó un punto del pecho; las abejas zumbaron aún más fuerte. Por primera vez Jackson se preguntó si todas las abejas eran hologramas, o si algunas eran armas.
Sin duda Landau llevaría un escudo-Y personal.
—¡Fuera! —gritó Cazie—. ¡Ya me has oído, asqueroso! ¡Fuera! —Sus ojos oscuros llamearon; parecía tan caricaturesca como Landau. ¿Estaba también ella fingiendo, divirtiéndose con todo aquel teatro? Jackson comprendió que era incapaz de saberlo a ciencia cierta.
Landau se estiró perezosamente, lanzó un ostentoso bostezo y se levantó. Se acercó a la puerta. Irv lo siguió sin dejar de aspirar su inhalador. No había pronunciado ni una sola palabra.
Cazie cerró de un portazo. Cuando volvió, Jackson le dijo:
—Tienes unos amigos encantadores.
—No son mis amigos. —Respiraba con dificultad.
—Los presentaste como tales.
—Sí, bueno. Ya sabes cómo son estas cosas. Lo lamento por Tessie, Jack. Realmente no sabía que Landau era tan estúpido.
Si esa humildad era fingida, se trataba de algo nuevo. Jackson no la creyó y no respondió.
—¿Debería ir a buscar a Tess? —preguntó Cazie.
—No. Dale un poco de tiempo.
Pero a sus espaldas surgió la suave voz de Theresa; seguramente había decidido salir al oír que la puerta se cerraba.
—¿Se han ido?
—Sí, cariño —respondió Cazie—. Lamento haberlos traído. No lo sabía. Son unos verdaderos imbéciles. No, peor, son unos cabrones. Fragmentos. Personas parciales.
—¡Pero eso es precisamente lo que hace un rato le estaba diciendo a Jackson! —exclamó Theresa ansiosamente—. Parece como si últimamente a la gente le faltara algo. Verás, esta tarde Jackson vio…
—No puedo hablar de un caso médico confidencial —dijo Jackson en tono áspero, aunque en realidad ya lo había hecho. Theresa se mordió el labio. Cazie sonrió; la humildad parecía haber quedado reemplazada por la burla.
—¿Un asesinato, Jack? No sé para qué otra cosa tan secreta podrían necesitarte. ¿Algo diferente del accidente mensual y los dos Cambios nacidos al mes?
—No me provoques, Cazie —dijo él en tono sereno.
—Oh, Jackson, cariño, ¿por qué no eras tan firme cuando estábamos casados? Aunque, la verdad, me parece que nos llevamos mejor como amigos. Pero Tess, cariño —se volvió hacia la muchacha adoptando otra vez un tono amable mientras Jackson sentía deseos de golpearla, o convencerla, o violarla—, tienes razón. Desde el Cambio, los Auxiliares nos estamos desintegrando. Nos sumamos a los cultos de los Vividores, o tomamos neurofármacos que destruyen el cerebro, o nos casamos con programas informáticos. ¿Has oído hablar de eso? Por una cuestión de fiabilidad. «Su Inteligencia Artificial nunca lo abandonará.» —Lanzó una carcajada mientras echaba la cabeza hacia atrás. Sus oscuros rizos se agitaron y sus ojos rasgados se convirtieron en dos estrechas ranuras.
—¡Sí, pero no debemos ser así! —opinó Theresa.
—Claro que no —coincidió Cazie—. Estamos hechos para ser absolutamente interesados, incluso los mejores. Jackson, ¿votaste hoy?
No lo había hecho. Intentó mostrarse condescendiente.
—¿Y tú, Tess? No importa, ya sé que no. El sistema político está acabado, porque todo el mundo sabe que ya no está donde se encuentra el poder. El Cambio se ocupó de eso. Los Vividores no nos necesitan, se las arreglan bastante bien en sus pequeños y anárquicos pseudo-enclaves con el alimento del terreno. Al menos eso creen. Y ése es, precisamente, el motivo por el que estoy aquí. Nos enfrentamos a una crisis.
A Cazie le brillaron los ojos; le encantaban las crisis. Theresa pareció atemorizada y Jackson le dijo:
—Theresa, ¿le has mostrado a Cazie tu nuevo pájaro?
—Iré a buscarlo —dijo Theresa y salió a toda prisa.
—¿Quién se enfrenta a una crisis? —preguntó Jackson.
—Nosotros. TenTech. Entraron a robar en la fábrica.
—Es imposible —afirmó Jackson. Luego, como Cazie solía tener la información correcta, añadió—: ¿Qué fábrica?
—La planta de Willoughby, Pensilvania. Bueno, no puede considerarse exactamente un robo. Pero esta tarde alguien estuvo fuera del escudo-Y con un equipo de cristal y bioeléctrico. Los sensores lo captaron. Si comprobaras tu red comercial, Jack, lo sabrías. Ah, se me había olvidado que estabas fuera, investigando asesinatos.
Jackson se contuvo. Según el acuerdo de divorcio, Cazie había recibido una tercera parte de TenTech, porque el dinero de ella había mantenido la compañía a flote durante el desastroso año en que la plaga nanosimuladora había atacado la omnipresente aleación de duragem, y el negocio había muerto como los Vividores.
—Pero nadie pudo entrar, ¿verdad? Nadie puede violar la seguridad de un escudo de energía-Y. Al menos no…
—No los Vividores, y quién más podría acercarse a esa zona agreste de Pensilvania, ¿es eso lo que quieres decir? Tal vez tengas razón. Pero por eso mismo deberíamos ir a echar un vistazo. Si no son los Vividores, ¿quién es? ¿Chicos de Carnegie-Mellon que agudizan sus habilidades para utilizar datos? ¿Espionaje industrial de CanCo? ¿SuperInsomnes como Miranda Sharifi, oscuramente interesados en nuestra pequeña empresa familiar? ¿Qué piensas, Jack? ¿Quién está metiendo las narices en nuestra fábrica?
—Tal vez los biosensores están funcionando mal. Otro fracaso como el duragem.
—Es posible —concedió Cazie—. Pero he hecho algunas comprobaciones. Nadie más tiene fallos en los sensores, sólo nosotros. Por eso creo que será mejor ir a echar un vistazo. ¿De acuerdo, Jackson? ¿Mañana por la mañana?
—Tengo trabajo.
—¿Qué tienes que hacer? Tú no estás ocupado, ése es el problema. Ninguno de nosotros está suficientemente ocupado. Aquí hay algo que hacer, algo que afecta nuestras finanzas, algo verdaderamente importante. Acompáñame.
Le dedicó una sonrisa de alto voltaje; sus ojos dorados expresaban la tímida súplica de la que carecían sus ásperas palabras. Jackson sabía que más tarde, cuando estuviera en la cama pensando en esta conversación, no podría recrear la capacidad persuasiva de Cazie. De sus ojos, de su lenguaje corporal, del tono de su voz. Sólo recordaría las palabras, sin gracia ni sutileza, y se insultaría por haber aceptado.
Cazie rió.
—A las nueve, entonces. Yo conduciré. Mientras tanto, tengo hambre. Oh, Tessie, estás aquí. Qué bonito pájaro modificado. ¿Sabes hablar, pajarillo enjaulado? ¿Sabes decir «desintegración social»?
—Sólo canta —dijo Theresa, levantando la jaula de energía-Y.
—Como la mayoría de nosotros —comentó Cazie—. Desesperados tonos discordantes. Jackson, me muero de hambre. Y no de alimentos por vía bucal. Creo que deberíamos hacer compañía a Tessie mientras come, y luego tú deberías invitarme a cenar en tu sabroso terreno de alimentación.
—Tengo que salir —se apresuró a decir Jackson.
Theresa lo miró sorprendida, pero disimuló. Él nunca sabía cuánto sabía o adivinaba ella de sus sentimientos hacia Cazie. Theresa era muy sensible a la aflicción; debía de intuir que para Jackson era imposible ir con Cazie al comedor, quitarse la mayor parte de la ropa y echarse sobre el suelo enriquecido con nutrientes mientras el cuerpo Cambiado de él absorbía cuanto precisaba, en perfectas proporciones, mediante los tubos de alimentación.
Jackson no podía hacerlo. A pesar de que esa perspectiva tenía un poderoso atractivo. Acostarse bajo las luces tibias, con sus cambiantes longitudes de onda cuidadosamente seleccionadas para que tuvieran un efecto relajante en la mente, respirar el aire perfumado, apoyarse sobre un hombro para hablar distraídamente con Cazie, ver cómo se alimentaba tendida sobre el estómago, con sus pechos pequeños y firmes en contacto con la tierra…
Imposible.
Esperó a que su erección pasara; entonces se puso de pie y se desperezó con fingida despreocupación.
—Bueno, me están esperando. Buenas noches, Cazie. Volveré temprano, Theresa.
—Ten cuidado, Jackson —dijo Theresa como de costumbre, como si pudiera existir algún peligro dentro del Enclave Este de Manhattan, protegido incluso del clima desagradable por un escudo-Y. Hacía más de un año que Theresa no salía del apartamento.
—Sí, ten cuidado, Jack —se burló Cazie tiernamente, y a él le dio un vuelco el corazón cuando creyó percibir cierto pesar mezclado con la ternura. Sin embargo, cuando se volvió, ella estaba otra vez concentrada en el pájaro de Theresa y ni siquiera lo miraba.
Mañana sería otro día.
El maldito mañana. Sería un viaje de negocios, para averiguar qué ocurría en la planta de Willoughby. Era propietario de la dichosa empresa —al menos de una tercera parte— y debía vigilar mejor los listados de las fábricas, dar órdenes a las IA que las hacían funcionar, ponerse en contacto con el ingeniero jefe de TenTech, averiguar qué problemas tenían. Debía ser más responsable con su dinero y el de Theresa. Debía…
Debía hacer muchas cosas.
Salió a la fría noche de noviembre, que bajo la cúpula parecía una tibia noche de septiembre, e intentó pensar en algún lugar donde ir a cenar, aparte de su casa.