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El teledirigido apareció, volando a baja altura, por encima de los árboles, no más rápido que un pájaro, ni de mayor tamaño. La cámara grabadora en miniatura que llevaba en la trompa mostró el enclave que había abajo, que iba agrandándose paulatinamente. Sola en su oficina, Jennifer Sharifi se inclinó hacia la pantalla.

Había oscurecido la pared de la oficina que daba al espacio exterior. Por el momento, no deseaba la competencia de las estrellas. De la misma manera que no deseaba compañía, ni siquiera la de su esposo, Will. La de él menos que ninguna. El resto del equipo involucrado en el proyecto estaba observando la prueba desde los Laboratorios Sharifi. Jennifer creía que se merecía esta concesión personal.

El enclave de California se fue acercando progresivamente. Hasta el momento, habían actuado sobre dieciséis campos Vividores, pero habían sido meros ensayos. Éste era el primer enclave Auxiliar en ser penetrado por el virus Strukov, y el primero también en probar el correspondiente teledirigido de distribución creado por el contratista peruano de Jennifer. Para infectar a los Vividores, sólo habían tenido que perforar una tienda de campaña plástica. Los enclaves protegidos con un escudo de energía-Y eran algo muy diferente. El enclave de California era un primer paso comparativamente fácil.

—Cincuenta y ocho minutos —anunció una voz sin inflexiones desde otro terminal incrustado en un ángulo, al otro lado de la habitación. Jennifer no se volvió.

El enclave del norte de California era pequeño. Originalmente, había sido una colonia de vacaciones sobre la costa del Pacífico. Bajo un escudo de energía-Y que se extendía unos setenta centímetros por encima del océano y se hundía profundamente en su lecho, vivían cuatrocientos setenta Auxiliares. Bajo la cúpula invisible había exuberantes jardines genemodificados, una deslumbrante playa artificial, edificios nano construidos de dimensiones fantásticas, con todos los lujos imaginables, y sólo armamento menor. Durante las Guerras del Cambio se había enarbolado el argumento de la seguridad, no así el de defensa. ¿Por qué tenía que haber algún tipo de ataque a gran escala sobre un pequeño enclave de vacaciones, ocupado en su mayoría por personas retiradas? Los ladrones no podían atravesar el escudo de energía-Y. No era necesario nada más.

Pero al enclave le gustaban las aves. Gaviotas, cóndores, pájaros carpinteros, golondrinas, más las exóticas aves marinas, producto de la ingeniería genética. Y no había razón alguna para temer a las aves… Los Vividores carecían de la tecnología necesaria para la guerra biológica, y tampoco eran capaces de conseguirla, o al menos de comprenderla, en el caso de que la obtuvieran. Lo sabía todo el mundo. A dos metros por encima del suelo, el escudo de energía-Y admitía la entrada de aves.

El teledirigido voló lentamente a través del escudo, tan lentamente como un pájaro. Ninguno de los habitantes lo advirtió. Descendió con igual lentitud, mostrando cada vez más detalles con su cámara prevista de teleobjetivo. La última imagen transmitida, tomada a un metro veinte de altura, provenía de un elegante jardín púrpura: una piscina con agua color violeta, macizos de violetas, en las que incluso los tallos y las hojas combinaban matices de lavandas, malvas, lilas, orquídeas, heliotropos. Un conejo genemodificado color ciruela volvió sus ojos color violeta hacia el cielo. Las lentes mostraron sus suaves pupilas oscuras, que parecían manchas de tinta sobre raso teñido.

El teledirigido estalló sin hacer ruido. Una ligera niebla se extendió sobre una zona más extensa de lo que parecía posible. En el mismo momento, todos los remanentes de la misma sonda se desintegraron en sus componentes atómicos. Las brisas artificiales que soplaban dentro del enclave, a las que se unían las naturales provenientes del océano, dispersaron la sustancia en todas direcciones. El enclave mantenía siempre una temperatura de veinticinco grados; las ventanas de las lujosas mansiones estaban abiertas al aire impregnado del aroma de las flores. Sobre una pantalla, a la derecha de Jennifer, sonó una campanilla.

—Señora Sharifi, tiene una llamada del doctor Strukov.

Jennifer se volvió hacia la pantalla. Antes de que pudiera indicarle que la aceptaba, apareció el holo de Strukov, poniendo de manifiesto sin palabras su superioridad. Jennifer no permitió que su rostro mostrara reacción alguna.

—Buenos días, señora Sharifi. Naturalmente, ha observado la transmisión.

—Sí.

—Sin defecto alguno, ¿verdad? Espero que el pago haya sido enviado a Singapur.

—Así es.

—Bien, bien. ¿Y la programación de distribución permanece sin alteraciones?

—Sí. —Más pruebas en enclaves mejor protegidos, siguiendo una escala ascendente hasta objetivos militares y gubernamentales. Ésos, por supuesto, serían los más difíciles de penetrar, y los más cruciales. Si Strukov lograba infectar los enclaves federales de Brookhaven, Cold Harbor, Bethesda, Nueva York, y el Washington Mall, y las bases militares de California, Colorado, Texas y Florida, sería capaz de infectar cualquier lugar.

La puerta de su oficina se abrió y volvió a cerrarse, contra sus deseos expresos. Will dijo a la holoimagen de Strukov:

—Hasta ahora, muy bien. Pero, por supuesto, aún no hay pruebas de que esta versión de su virus vaya a funcionar.

Jennifer jamás había podido enseñarle a Will las ventajas tácticas de no mostrar rivalidad.

—Por supuesto que funcionará —replicó Strukov, con una sonrisa que dejó al descubierto sus dientes perfectos—. O tal vez duda usted del mecanismo de distribución. Por supuesto, esa responsabilidad no me incumbe a mí, sino a sus ingenieros peruanos. Quizá quieran discutir sus preocupaciones con respecto a esa tecnología con su brillante nieta, Miranda Sharifi.

—Eso es todo, doctor Strukov —dijo Jennifer.

—À bientôt, madame.

—No confío en él —dijo Will, después de que se cortara la comunicación.

—No hay razones para no hacerlo —respondió Jennifer con calma. Tenía que reflexionar acerca de Will Sandaleros, de su papel de socio y marido. Si no era capaz de contener su disgusto y sus celos…

—Todavía no quiere facilitar una muestra del virus a los Laboratorios Sharifi para su análisis. Y nuestros genetistas no logran producir un modelo congruente. La bioquímica es tan condenadamente indirecta…

—Nosotros solicitamos efectos indirectos —interrumpió Jennifer, hablándole a la pantalla—. Redes de noticias. Canal 164. —Era la más rigurosa de las estaciones Auxiliares, y transmitía desde Nueva York.

—No confío en él, es todo —repitió Will.

—Cincuenta minutos —anunció el terminal del rincón.

—… Estallido de una lucha entre Vividores en Iowa —decía la red de noticias—. Los oficiales de seguridad han asegurado a todos los canales que el Enclave de Peoria no corre peligro, como tampoco las zonas agrícolas protegidas del sur de Illinois. Las robocámaras que registran la lucha muestran varios campamentos de Vividores involucrados, posiblemente unidos. La causa, como en todo el resto del país, parece ser la escasez de jeringuillas del Cambio entre todos estos infortunados campos Vividores que…

Jennifer se concentró en las imágenes, transmitidas sin editar, excepto por una rápida rotación de cámaras. Un ataque a plena luz —¿el día anterior?—, realizado por treinta o cuarenta Vividores sobre uno de sus escuálidos campamentos. Los Vividores que allí vivían se hallaban sentados, desnudos, bajo la lona de color claro que cubría su terreno de alimentación. ¿Por qué no se habían marchado al sur para pasar el invierno, como tantos otros? No importaba. El segundo grupo de Vividores, ataviadas con viejas vestimentas hechas con tejido sintético del suministrado por el gobierno y una abigarrada colección de ropas comestibles de confección casera, aparecieron en pantalla y abrieron fuego. La gente gritó, y la sangre saltó en rojos chorros contra la lona baja. Un segundo antes de que le dispararan, un bebé lanzó un grito.

Jennifer congeló la imagen y la examinó. Los atacantes iban armados con AL-72, un arma de asalto militar. Eso significaba que tenían aliados Auxiliares, o bien que habían sido capaces de introducirse en el banco de datos de un arsenal, federal o estatal, probablemente esto último. Sus violadores de sistemas informáticos se estaban volviendo más audaces. Y, a medida que adquirieran más conocimientos y más armas, se volverían potencialmente más peligrosos, no sólo para los Auxiliares, sino para las inversiones financieras de Sanctuary en Estados Unidos, y para el propio Sanctuary.

—… otro grupo de Médicos para Socorro Humano ha partido de la zona trinacional de…

—Cuarenta minutos —anunció el terminal del rincón.

Jennifer cambió los canales de redes de noticias con regularidad cronometrada, dos minutos para cada uno. Por supuesto, los programas insignia ofrecían resúmenes cada hora. Pero también era importante que se mantuviera informada personalmente, por esos matices de tono que los resúmenes no podían reflejar.

Incursión Vividora en el Enclave de Miami: treinta jeringuillas del Cambio robadas. Cincuenta y dos muertos. Más imágenes de bebés sin Cambiar en Texas, niños que morían a causa de algún virus desconocido o de alguna toxina. El presidente Garrison, declarando el estado de emergencia, que todos los enclaves, salvo los autónomos, pasaron por alto. Más emisiones a Selene, suplicando a Miranda que enviara más jeringuillas del Cambio. Otro estrambótico culto religioso en Virginia, esta vez con la notable característica de estar formado por Auxiliares, y no por Vividores. Sostenían que Jesucristo estaba preparando la Tierra para el regreso de los ángeles, desde la nebulosa de Orión.

Jennifer observó, imperturbable, sin permitirse mostrar las emociones que todos estos sucesos le provocaban. ¿Qué estaba haciendo Miranda? Miranda le había dado el Cambio al enemigo… ¿por qué ahora se lo quitaba?

Las personas contradictorias son peligrosas. Nunca es posible establecer una forma de bloquear sus acciones.

—Treinta minutos —anunció el terminal del rincón.

—Jennifer, es hora de la segunda penetración —dijo Will. Su voz sonaba aguda y tensa. Jennifer apagó las noticias.

En esta oportunidad, el objetivo era un enclave menos próspero, fuera de la cúpula principal, en St. Paul, Minnesota. El enclave albergaba principalmente técnicos, que tenían la misión de mantener programadas y en funcionamiento las máquinas de la ciudad. Los técnicos, diestros y genemodificados, formaban parte de la economía Auxiliar, pero no tenían acceso a los ámbitos en que se tomaban las decisiones. La cámara del teledirigido mostró hileras de cuidadas casitas bajo la cúpula de energía, parques y flores genemodificados, una zona de juegos infantiles, una iglesia y un centro comunitario. El escudo de energía-Y no admitía aves. Los técnicos no estaban demasiado interesados en ellos.

Sin embargo, el segundo teledirigido penetró el escudo con la misma facilidad con que el primero había volado hasta el interior del opulento enclave de la costa del Pacífico. Silenciosamente, el teledirigido se disolvió, y con la misma quietud se esparció la niebla viral, flotando por encima de las casas y la zona de juegos.

Los técnicos trabajaban para vivir. No convenía volverlos tan temerosos como a los Vividores, porque se negarían a abandonar su pequeño enclave y no irían a trabajar. Pero Strukov, a partir de dieciséis beta-tests Vividores, había perfeccionado el producto. Esta versión era más sutil.

Sin embargo, seguía siendo casi imposible identificarlo por medio de análisis bioquímicos. Ni siquiera lo habían logrado los Laboratorios Sharifi. El virus iniciaba la producción y la liberación de una amina biogénica natural del cerebro, que a su vez provocaba la creación y la liberación de otra, lo que afectaba a múltiples centros de recepción y causaba nuevas reacciones electroquímicas… todo el proceso era una larga, retorcida y enmarañada madeja de encadenamientos cerebrales. El resultado final sería el de que los técnicos, sin advertirlo conscientemente, simplemente se verían impulsados a preferir lo conocido, lo familiar. Rutinas ya conocidas, caras que veían todos los días, tareas que estaban acostumbrados a hacer. El viejo amigo, la trajinada línea de pensamiento, la actitud convencional, el político titular. Para ellos resultaría demasiado inquietante iniciar, o aprender, un cambio.

De esta manera Jennifer Sharifi y el resto de su gente estarían a salvo. Más vale malo conocido que bueno por conocer.

A salvo. ¿Era posible, en realidad? Había habido momentos, allá en la Prisión Federal de Allendale, en los que había perdido la esperanza de volver a sentirse a salvo alguna vez, o tan siquiera de lograr que su gente estuviera a salvo. Sus esfuerzos previos para salvaguardar a los Insomnes habían sido brutales e ingenuos a la vez: Sanctuary, fuera de la Tierra pero vulnerable, como era el caso de todas las estaciones orbitales; el poder económico, necesario, pero insuficiente como protección; finalmente, la separación de un gobierno corrupto, a través de un terrorismo que sólo había logrado llamar tanto la atención que se había condenado solo al fracaso.

Esta vez sería diferente. Nada de amenazas de guerra biológica. Nada de emisiones al mundo entero para que viera lo que era incapaz de ver. No. Esta vez, cautela y equilibrio. Paralizar al mundo con una inhibición biológica, pero tan sutilmente que jamás se dieran cuenta. Will tenía razón: jamás sabrían qué les había ocurrido.

Salvo veintisiete personas.

Esos veintisiete, si querían, probablemente podrían detenerla. Como lo habían hecho ya en una ocasión. El hecho de que hasta el momento no hubieran interferido tal vez significara que sus propios objetivos, complejos y retorcidos, coincidían con los de ella en algún punto… ¿Podía ser cierto? ¿Qué estaría haciendo Miranda?

Fuera lo que fuese, Jennifer no permitiría que echara a perder sus propios planes. No podía permitirlo.

Ésa era la parte más dolorosa: la verdadera falta de alternativas a que se enfrentaba Jennifer. Miranda era su nieta; Nikos y Christina, los nietos de su más antiguo amigo; Toshio Ohmura, su sobrino nieto político. No podía darles la espalda sin más, sin dolor alguno. Eso era lo que hacían los Durmientes: destruir los lazos más entrañables, destruir la propia comunidad sin ningún sentimiento de pérdida. Esa forma de ser embotada era precisamente lo que Jennifer combatía.

Y aun así… no había alternativa. No, si quería poner a salvo a su gente.

Sintió las manos de Will sobre los hombros.

—Jenny, ha llegado la hora —dijo él, y ella pensó que ya había pronunciado antes las mismas palabras, pero no logró precisar cuándo. No había oído el terminal del rincón. Por un instante, la habitación pareció difuminarse. Cerró los ojos.

—Treinta segundos —anunció el terminal del rincón.

Jennifer se obligó a abrir los ojos. Su pantalla se había encendido. Esta vez no mostraba ninguna imagen tomada por la cámara montada sobre un teledirigido. El monitor estaba oculto a una distancia de dos kilómetros y mostraba tan sólo un paisaje desolado y, con el teleobjetivo, el pálido resplandor de un escudo de energía-Y. No, no era un escudo de energía-Y, sino algo parecido y a la vez completamente diferente, diseñado por genios, algo que nadie había duplicado jamás en ningún otro sitio. Algo que ningún teledirigido podría penetrar, jamás.

—Veinte segundos.

Las manos de Will se tensaron sobre sus hombros. Pensó en evitar el contacto, pero por alguna razón, no pudo moverse. No podía pensar. Su mente, esa herramienta de precisión, estaba trabada por la confusión, dejaba escapar los datos referidos a Selene que le había llevado Caroline Renleigh. Selene, el lugar donde la traidora Miranda Sharifi se ocultaba del mundo.

Su nieta Miranda. La hija de Richard. Richard, su propio hijo, que había optado por sumarse a la traición de Miranda, contra su propia madre. Richard, que en ese momento se encontraba allí, junto a Miranda.

—Diez segundos.

No lograba recordar a Richard cuando era bebé. Ella era joven, y estaba dedicada por completo a la tarea de crear Sanctuary, y aún no se había entrenado para recordarlo absolutamente todo. Lo que sí recordaba era la primera infancia de Miranda. Miranda, con sus ojos oscuros y su cabello negro y revuelto, riendo frente a las estrellas, mientras Jennifer la sostenía en sus brazos, en esa misma habitación. Miranda.

Miri…

—¡No! —gritó Jennifer, y su alarido acalló la serena voz del terminal del rincón.

—Ya ha terminado, Jenny —dijo suavemente Will—. Ya está. Pero Jennifer estaba llorando, sollozando con tanta fuerza que apenas oyó al sistema, que agregaba:

—Operación Nuevo México, completada.

Más tarde se avergonzó de haber llorado, y se avergonzó de que Will la hubiera visto. Era una deshonra para su propia disciplina, pero en ese momento sólo atinó a llorar como una niña de dos años, porque no tendría que haber sucedido de esa manera, las alternativas no deberían haber sido tan terribles. Las terribles alternativas de la guerra.

Miri…

Will la abrazó como si fuera una chiquilla asustada, y aun en medio de sus sollozos, su vergüenza y su inexcusable debilidad comprendió que mientras Will —con su bondad despreciada— siguiera haciendo eso por ella, iba a conservarlo a su lado.