10
Jennifer se encontraba sentada frente a su escritorio, en Sanctuary, dibujando con una pluma caligráfica negra. Era asombroso lo tranquilizador que le resultaba este arte trivial, para el que no utilizaba un programa de dibujo sino tinta real sobre papel. Dos veces al día se permitía tomarse veinte minutos para dibujar lo que se le ocurriera, lo primero que le viniera a la mente. ¿Una forma de concentrarte?, había preguntado Caroline Renleigh, la jefa de comunicaciones de Sanctuary, lo que sólo demostraba qué poco la comprendía Caroline. La atención de Jennifer no necesitaba concentrarse. El dibujo era una pausa refrescante en una atención incansable.
Su oficina, situada en el arbitrariamente denominado «extremo sur» del cilindro orbital, compartía el espacio de la cúpula con la cámara del Consejo de Sanctuary. Hacia el «norte», las cúpulas de granjas y viviendas y los laboratorios y parques conformaban una vista agradable y ordenada que se curvaba suavemente en el cielo. Hacia el «sur», la oficina lindaba con el plástico transparente de alta resistencia que sellaba la estación orbital. El escritorio de Jennifer estaba situado de cara al espacio.
Cuando era más joven, había mantenido su consola de espaldas a esa negrura. En su oficina, durante las reuniones del Consejo, Jennifer siempre había mirado hacia Sanctuary y su suave sol artificial. Después de los largos años pasados en la prisión de la Tierra, había llegado a comprender que esto era una debilidad imperdonable. Ahora acomodaba la silla de manera tal que siempre estuviera encarada al espacio. A veces lo que veía era el vacío, con estrellas demasiado lejanas incluso para la tecnología Insomne: la escapatoria inalcanzable. Otras, lo que se le ofrecía era la Tierra, que llenaba opresivamente toda la ventana, recordándole por qué su gente necesitaba escapar. Jennifer contemplaba los dos panoramas. Por pura disciplina.
No podía llevar a su gente aún más lejos del enemigo. Estaba la Luna, sí… pero allí había ido Miranda, con sus traidores. La generación de las modificaciones genéticas, que se suponía debían representar la vuelta de tuerca de la represión genética hasta retomar su significado, asegurando que los Insomnes continuaran expandiendo su superioridad sobre los Durmientes. Y que, en cambio, habían traicionado a sus creadores, enviándolos a la cárcel por traición.
Marte estaba colonizado por varias naciones, pero la más ambiciosa de ellas era el Nuevo Imperio de China, poderoso y peligroso. Los Insomnes habían recibido una bala en la nuca.
Titán pertenecía a los japoneses, que ya estaban extendiendo sus dominios a las restantes lunas de Júpiter. Más razonables que el Nuevo Imperio, sin embargo nunca se habían llevado bien con los marginales étnicos. Después de una generación —o dos, o tres— podrían volverse en contra de un Sanctuary orbital de Júpiter, tal como Estados Unidos se había vuelto contra el Sanctuary original, en la Tierra. Y entonces los tataranietos de Jennifer tendrían que volver a bailar la sangrienta danza una vez más.
No, no podía llevar a su gente a ningún otro sitio que no fuera esta estación orbital, este frágil refugio de acero y titanio, construido antes de que apareciera la nanotecnología. Tampoco podía desafiar abiertamente a la Tierra. Lo había intentado y había fracasado, y por eso había pasado veintisiete años en prisión. Cuando se tiene un enemigo que acosa, injuria y asesina a tu propia gente, un enemigo contra el cual no se puede luchar ni del cual es posible huir, entonces es preciso operar en la clandestinidad. Usar la astucia. La cautela. Hacer que la debilidad del enemigo se vuelva contra él, y hacerlo de manera que nunca se entere de qué fue lo que le robó su efectividad. Con ese método nunca se obtenía un triunfo declarado, pero Jennifer había aprendido que podía arreglárselas sin eso, con tal de que lo que ganara fuera más importante: la seguridad para su gente. Era su responsabilidad.
Responsabilidad, autocontrol, deber. Las virtudes morales sin las cuales no era posible realización ni grandeza alguna. En la Tierra habían olvidado esas virtudes. Strukov, el legendario mercenario, traicionaba a su clase cada vez que aceptaba diseñar virus patológicos por dinero. Los aristócratas del Nuevo Imperio de China se habían establecido en Marte, pero habían dejado que sus propios pobres lucharan solos en el infierno de virus genemodificados en que las facciones en pugna habían transformado el oeste de China. Y los Auxiliares norteamericanos, que mantenían Sanctuary legal y financieramente vinculado a Estados Unidos —en razón de los altos impuestos que pagaba la estación orbital— habían abandonado sus principios morales para ir en pos de placeres vacíos, en los enclaves protegidos con sellos-Y.
Después de eso, sólo quedaba el espacio.
Estación orbital Sanctuary, el último bastión de la responsabilidad. De la responsabilidad, el autocontrol, el deber. De una moral que era capaz de ver más allá del placer momentáneo, de arrinconar las necesidades individuales de cualquier persona aislada, para interesarse por las necesidades de toda la comunidad. El resto del mundo había olvidado que «la comunidad» tenía bases biológicas, además de sociales. Un ser humano pertenecía no sólo a aquellas comunidades que elegía por razones profesionales o geográficas, sino también a aquella dentro de la cual había nacido. Su primera obligación debía ser la lealtad a la comunidad que lo había sustentado, de lo contrario la cadena de generaciones sustentadoras se rompía. Y esa lealtad debía ser una elección, no un dogma indiscutible. Eso era, en definitiva, lo que significaba ser plenamente humano: no ser leales a la manada, como los lobos, sino poder elegir otra manada diferente. La elección moral.
Los Durmientes, deslumbrados por una tecnología que debía haber sido sierva y no ama, habían olvidado esa clase de moralidad. Peor para ellos. Acabarían destruyéndose ellos solos. La obligación de Jennifer era la de asegurarse de que no destruyeran primero Sanctuary en el proceso.
Completó su dibujo a tinta. Una intrincada figura geométrica, con las líneas y los ángulos tan precisos como si hubiera usado un transportador. Siempre dibujaba figuras geométricas. Pero todavía le quedaban cuatro minutos de su tiempo para dibujar. Comenzó a dibujar otra figura al final de la página.
—¿Jennifer? Aquí hay algo que deberías ver —comentó desde la puerta Paul Aleone, vicepresidente de finanzas de las Empresas Sharifi. Paul, al igual que Caroline Renleigh, había sido uno de los doce Insomnes que habían estado detrás del plan para obligar a Estados Unidos a permitir la secesión de Sanctuary. También él había sido traicionado por sus nietos y condenado a pasar diez años en la Prisión Federal de Allendale. Se podía confiar en él.
Jennifer hizo girar su silla para mirarlo a la cara y le sonrió.
—Mira —dijo Paul, extendiéndole un fajo de hojas impresas. Aquel hombre tenía la belleza de un genemodificado y todavía se movía con la agilidad de un joven. Claro que sólo tenía setenta años—. El programa de la red de noticias de Caroline transmitió esta señal por los canales de la Tierra. La consigna era «Billy Washington». Es el Vividor que…
—Recuerdo quién es —lo interrumpió Jennifer. Sanctuary, naturalmente, siempre controlaba los bancos de datos de la GSEA, junto a los de la mayoría de las otras agencias gubernamentales. Billy Washington, su esposa Annie Francy y la hija de ésta habían sido los primeros conejillos de Indias para los experimentos biológicos de Miranda. Junto a un Auxiliar de la GSEA protegido por una cobertura tan intrincada que ni siquiera Sanctuary había podido descubrir de quién se trataba.
—El programa también anunciaba «Lizzie Francy» —agregó Paul—. La hijastra de Washington. Ahora tiene diecisiete años. Ella y su llamado clan están tratando de elegir un candidato para la oficina de gobierno.
—¿Un candidato Vividor? —Jennifer revisó los impresos. Aunque todos reflejaban el habitual sensacionalismo Durmiente, supo discernir los hechos que se ocultaban detrás de la retórica. En Willoughby County, Pensilvania, un buen número de Vividores se había registrado en el censo electoral, cosa que antes hacían devotamente, pero que ya no era habitual desde que Miranda Sharifi había convertido al ochenta por ciento de la civilización en nómadas que ya no buscaban diversión ni manadas de animales, sino tan sólo el sol. Estos votantes de Pensilvania tenían planeado presentar su propio candidato a la oficina del condado en una elección extraordinaria el 1 de abril. Un candidato Vividor.
Jennifer permaneció inmóvil, reflexionando.
—En términos de nuestros propios intereses, hay dos maneras de ver esta cuestión —señaló Paul—. Una es que, cuanto más desacuerdo haya entre los Durmientes, más tiempo dedicarán a pelear entre ellos, y menos atención nos prestarán a nosotros, al margen de lo que decidamos hacer. La otra, la negativa, es que los Vividores en el poder forman una segunda entidad contra la cual debemos protegernos, una desconocida y menos previsible que la aristocracia Durmiente. Y esas redes de noticias parecen sugerir que el poder Vividor es una posibilidad cierta. Incluso teniendo en cuenta sus exageraciones histéricas.
Jennifer volvió a mirar los titulares impresos:
AMENAZAS PARA EL GOBIERNO VIGENTE: «QUEREMOS HACER LAS COSAS A LA MANERA VIVIDORA PARA GENERAR EL CAMBIO», DICE EL CANDIDATO A SUPERVISOR DE DISTRITO POR PENSILVANIA
PONER LA ADMINISTRACIÓN DE LOS ORFANATOS EN MANOS DE LOS NIÑOS: REVOCACIÓN DE LAS PRIORIDADES DE LA DECIMOCUARTA ENMIENDA
OLIGARQUÍA LEGAL: ¿UN GOBIERNO CUYO MOMENTO BIOLÓGICO HA LLEGADO POR FIN?
¿CÓMO SUCEDIÓ? UNA COMISIÓN INDEPENDIENTE PARA INVESTIGAR LOS AGRAVIOS DE LA CAMPAÑA DE PENSILVANIA
«DEJAD A MI GENTE EN LIBERTAD»: LA INADECUADA FÓRMULA QUE ENMASCARA EL DESASTRE GUBERNAMENTAL
«ES HORA DE RECONSIDERAR LAS PRUEBAS DEL REGISTRO DE VOTANTES», DECLARA EL LÍDER MAYORITARIO BENNETT
—Pasé las probabilidades por un programa Eisler de significación —dijo Paul—. Si el candidato Vividor gana estos comicios, los efectos se extenderán mucho más allá de un simple condado. Tiene un porcentaje de incidencia del 4,71. Una victoria Vividora tiene el ochenta y siete por ciento de probabilidades de convertirse en el núcleo de un sistema de transformaciones fundamentales.
—¿Tiene posibilidades de ganar? —preguntó Jennifer.
—No.
—¿Dinero?
—Por supuesto. Los candidatos Auxiliares comprarán la elección.
—Entonces, nuestra preocupación consiste en que…
—Un campo de prueba. —Paul se pasó la mano por el pelo, todavía abundante y de un castaño brillante. Los hombres de Sanctuary llevaban el cabello corto y con un estilo sencillo; al igual que las mujeres. La larga cabellera negra de Jennifer era una excepción. Lo llevaba recogido en la nuca. Will decía que le daba aspecto de matrona romana. Era una de las pocas cosas que le gustaban de todo lo que había dicho Will últimamente—. Sé que teníamos planeado probar el compuesto de Strukov en un enclave Auxiliar —siguió diciendo Paul—. Después de todo, ellos son nuestro objetivo. Pero utilizar a esta tribu Vividora puede ser aún más ventajoso. No tenemos nada que ver con la elección, ni como titulares ni como candidatos. Nadie tiene ninguna razón para pensar que estamos involucrados.
—¿Pero los Vividores no suelen hibernar en inmensos sitios en ruinas? La distribución del compuesto podría ser mucho más difícil.
—En realidad, no —respondió Paul—. Willoughby County es básicamente un páramo de colinas y montañas de poca altura. El clima invernal es tedioso. En todo el condado hay sólo veintiún asentamientos Vividores. Todos ellos poseen terrenos de alimentación cubiertos por carpas de plástico, fácilmente penetrables por misiles. Y ninguno de ellos cuenta con radar de ninguna clase, con lo que sí cuentan los enclaves Auxiliares. En la última página de los impresos hay un mapa.
Jennifer lo estudió, y luego estudió la página con las ecuaciones de Eisler.
—Sí, comprendo —dijo, asintiendo—. Si los Vividores pierden esta elección, ¿quedan negados los efectos sobre el sistema?
—Todo quedará como antes. Y entonces podremos seguir adelante con los enclaves.
—Sí. Hazlo. Esto será una pequeña prueba previa interesante, y nos proporcionará una pauta a gran escala de los cambios del sistema.
Paul asintió.
—Queremos que haya tan pocas variables como sea posible en la campaña. Se lo advertiré a Robert. Está manejando las negociaciones de distribución. Para el fin de semana, podrá presentarte un informe.
—Nada de árabes, rusos, franceses ni chinos. Y nadie de quien se sepa que alguna vez ha trabajado con Strukov.
—Estos hombres son peruanos.
—Bien. ¿La Guerra de Dios?
—No. Independientes.
—¿Y Strukov ha estado de acuerdo en trabajar con ellos?
—Sí. Aunque sólo bajo sus procedimientos, sus asentamientos y su equipo de seguridad.
—Naturalmente —dijo Jennifer—. Concierta una cita con Robert.
—¿Para Caroline y nosotros dos?
—También Bárbara. Raymond, Charles y Eileen. Quiero que todos sepan lo que los demás están haciendo.
Paul asintió, con algo menos de alegría, y salió. No lo entendía, pensó Jennifer. Paul preferiría proporcionar conocimiento de acuerdo a cada contribución individual, como si se tratara de dinero. ¿Por qué era tan difícil para algunos de ellos —Paul, incluso Will—, captar el principio moral que sustentaba todo esto? Sanctuary era una comunidad. Sus líderes debían actuar desde la responsabilidad, el deber y la lealtad. Y nadie podía deber ni un tercio menos de lealtad u obligación que los demás. Por lo tanto, los doce que iban a proteger Sanctuary de Estados Unidos debían compartir a partes iguales los riesgos, la estrategia y la información. Cualquier otra cosa sería no actuar desde la moralidad, sino desde la ambición. Eso era lo que hacían los Durmientes. Los inmorales.
Jennifer volvió a girar la silla, de manera que mirara hacia la ventana de su oficina. Estaba llena de estrellas: Rigel, Aldebarán, las Pléyades. De pronto recordó algo que alguna vez le dijera a Miranda, mucho tiempo atrás, cuando era la pequeña Miri. Jennifer la había llevado hasta la ventana del Consejo de Sanctuary, y en ese momento había pasado un meteoro, como un rayo. Miri rió, y extendió sus bracitos gordezuelos para tocar las hermosas luces del cielo.
—No podrás tocarlos con la mano, Miri. Pero sí con la mente. Recuérdalo siempre, Miranda.
Miranda no lo había recordado. Había usado su mente, sí, pero no para llegar más allá, más arriba. En lugar de eso, había usado su inteligencia incrementada —la que le había dado Jennifer Sharifi—, para revolcarse en el fango y la suciedad de la biología Durmiente. Para el beneficio de los Durmientes que habían traicionado a Sanctuary. Como la propia Miranda.
—El amigo de mi enemigo es mi enemigo —recitó Jennifer en voz alta. Más allá de la ventana, la Tierra apareció a la vista. Sanctuary orbitaba sobre África, otro lugar que los Durmientes habían arruinado.
Su pantalla se iluminó. De nuevo Caroline. Pero esta vez la jefa de comunicaciones parecía alterada.
—¿Jennifer?
—¿Sí, Caroline?
—Tenemos nuevos… datos.
—¿Sí? Adelante.
—No por línea —objetó Caroline—. Voy a verte. De inmediato.
Jennifer no se permitió perder la compostura.
—Como quieras. ¿Puedes decirme de qué tratan esos nuevos datos?
—De Selene.
La pantalla quedó en blanco. Mientras esperaba a Caroline, Jennifer limpió la plumilla caligráfica. Hacía tiempo que se habían agotado sus veinte minutos. Al mirar hacia abajo, descubrió que, mientras pensaba en Miranda, había continuado dibujando, sin tener conciencia de lo que hacía su mano. Sobre la gruesa hoja de papel blanco, delineados y sombreados, aparecían los lóbulos frontal, parietal y temporal del cerebro humano.