23

Theresa despertó de un sueño profundo y se encontró otra vez en su cama, aunque no recordaba cómo había llegado hasta allí. ¿Acaso Lizzie Francy la había llevado hasta casa en un robot transportador? Seguramente era eso lo que había ocurrido.

Y ella, Theresa Aranow, había sacado a Lizzie de la cárcel. Permaneció inmóvil, maravillada de sí misma. La espalda le dolía, la piel le escocía, la calva cabeza le ardía. Todos sus músculos parecían de agua. Sin embargo, se había obligado a salir del apartamento, había ido hasta la cárcel y liberado a una desconocida, una joven a la que había visto sólo una vez en su vida. A pesar de su terror, de sus dudas y de su angustia, que no eran diferentes a lo que siempre habían sido. Su mente no era diferente. Sólo que, de alguna manera, cuando fingía ser Cazie Sanders, se convertía en ella.

No una Cazie fingida. Se convertía en Cazie. Por un rato, de cualquier forma, y dentro de su propia mente.

¿Significaba eso que, si ella podía cambiar de alguna manera su mente, cualquiera sería capaz de hacerlo? ¿Sin necesidad de las jeringuillas de los Insomnes, que ya no existían?

El robot enfermero flotó hasta su cama.

—Es la hora de la rehabilitación física, señorita Aranow. ¿Le gustaría comer algo antes?

—Sí. No. Déjame pensar, por favor.

Theresa observó al robot. Durante seis semanas había escuchado a Jackson o a Vicki mientras le daban instrucciones al aparato. Conocía las palabras.

—Realiza un gráfico cerebral, por favor. Imprime los resultados.

El robot se colocó en la posición requerida, extendió cuatro pantallas alrededor de su cabeza y emitió un leve zumbido. Theresa se mantuvo inmóvil y pensó en aquella noche del otoño anterior, cuando Cazie había llegado con sus amigos, aquellos hombres fríos y atemorizantes, vestidos con andrajos, portando terminales y aspirando sus inhaladores. Cuando el robot dejó salir la impresión, la apoyó sobre su rosado cubrecama floreado.

—Ahora, realiza un nuevo gráfico cerebral exactamente dentro de cinco minutos.

—Realizar dos gráficos tan seguidos no es el procedimiento habitual. Los resultados no…

—Hazlo de todas maneras. Sólo por esta vez, ¿de acuerdo?

Estaba suplicándole a un robot. Cazie jamás suplicaría ante un robot. Theresa cerró los ojos y se transformó en Cazie. Estaba irrumpiendo en la cárcel, insistiendo en llevarse a casa a Lizzie… estaba en el Aeródromo de Manhattan Este, efectuando los pasos necesarios para alquilar un charter… estaba enfrentándose a Cazie —¡Cazie enfrentando a Cazie!—, diciéndole que debía tratar mejor a Jackson, diciéndole a Cazie qué buena persona era realmente Jackson, despidiendo a Cazie…

El robot enfermero volvió a zumbar.

Theresa cerró los ojos. Cuando volvió a ser Theresa, estudió ambas impresiones, tratando de compararlas. No sabía lo que significaban los diagramas, ni los números, ni los símbolos que figuraban a los lados. La mayoría de las palabras le resultaban demasiado difíciles incluso para poder leerlas. Pero lo que sí sabía era que todos esos datos diferían de una hoja a otra.

De manera que era real.

Su cerebro funcionaba de manera diferente cuando fingía ser Cazie, cuando ella decidía que funcionara diferente. Podía decidir cambiar su química, o su electricidad, o lo que indicaban las mediciones de los gráficos. Era real.

—Es la hora de la rehabilitación física, señorita Aranow. ¿Desea comer algo antes?

—No. Desactívate, por favor.

Theresa se levantó de la cama. Sentía las piernas temblorosas, pero logró mantenerse en pie. No tenía tiempo para tomar una ducha, sin embargo… no quería malgastar sus fuerzas. Aunque seguramente ofrecía el aspecto de una mendiga desaliñada…

Se detuvo. Una mendiga. Alguien sin poder para dar órdenes, sin poder tras el cual ampararse, sin poder para negociar. Sin poder para resultar amenazadora.

Se quitó el camisón y se dirigió, vacilante, hasta el cuarto de Jackson. Tomó del armario unos pantalones y una camisa, luego los desgarró y cortó con la ayuda de unas tijeras. De un tiesto que contenía flores genemodificadas, enormes capullos color púrpura que seguramente le había regalado Cazie, cogió un puñado de tierra y la frotó contra la ropa de Jackson. La tierra probablemente estaba genemodificada con toda clase de aditivos, pero aun así ensució los pantalones y la camisa. Le quedaban muy grandes: los ató con un trozo de cordel.

Cuando se miró en el espejo, tuvo ganas de llorar. La calva cabeza quemada, el rostro hundido, las sucias ropas andrajosas, el andar débil y tembloroso. No, no debía llorar. Debía sentirse exultante. Éste era su don, y finalmente lo iba a utilizar.

—Sígueme, por favor —le dijo al robot enfermero, y sintió un gran alivio al ver que le obedecía.

Consiguió llegar hasta el techo, subir al coche aéreo y recorrer todo el camino hasta el campo del río Hudson sin transformarse en Cazie. Estaba tratando de no malgastar su don. Cuando el coche aterrizó lejos de la vista del campamento Vividor, respiró profundamente, y comenzó.

—Señorita Aranow —dijo el robot enfermero desde el asiento situado a su lado—, le recuerdo que, es la hora de la rehabilitación física. ¿Desea comer algo antes?

Theresa no le hizo caso.

Era una mendiga, una mendiga con el don: el don de necesitar a esta gente asustada. El don de necesitar ser alimentada, ser bienvenida, ser aceptada. Tenía hambre, se sentía débil, y los necesitaba. Les traía el don de la necesidad, para salvarlos.

—Señorita Aranow, le recuerdo que es…

Era una mendiga, una mendiga con el don. El don de necesitar a esta gente asustada. El don de necesitar ser alimentada, ser bienvenida…

—¡Señorita Aranow!

—Quédate aquí durante media hora, y luego sígueme.

Ella no era Theresa, era una mendiga. Una mendiga con un don. El don de necesitar…

La caminata hasta el campo estuvo a punto de acabar con sus fuerzas. El campo parecía desierto, pero la mendiga sabía que no era así. Caminó agazapada hacia fuera, se situó frente a una ventana, a la vista de todos, y comenzó a gritar.

—¡Tengo hambre, tengo mucha hambre…!

Y la tenía. Theresa tenía hambre, la mendiga tenía hambre. Theresa era la mendiga, con el don.

Finalmente se abrió la puerta y una anciana asomó la cabeza para mirar hacia fuera con temor.

—Por favor, señora, no estoy Cambiada, no he comido, estoy enferma, tengo hambre, no me deje aquí…

El miedo de la mujer pesaba en el aire; Theresa casi pudo olerlo. Sin embargo, el viejo rostro de la anciana se arrugó de compasión. La mendiga vio que, a lo largo de su larga vida, la viejecita había conocido de cerca el hambre, la enfermedad y la soledad.

Lentamente, la anciana se arrastró al exterior. Y junto a ella, las otras dos personas a las cuales debía de estar ligada: otra anciana como ella, y una joven, cuyas enérgicas facciones se asemejaban a las de la segunda mujer. Una de ellas llevaba un cuenco, otra una manta, la tercera una taza de plástico. Se detuvieron a tres metros de la mendiga, respirando afanosamente, tensas de miedo.

—Por favor, por favor, ya no puedo moverme…

El miedo luchó con los recuerdos. Las dos ancianas, que recordaban los viejos días anteriores al Cambio, días de hambre y enfermedad, volvieron a ser por breves instantes las personas que habían sido entonces. Se encaminaron hacia Theresa, la forastera en apuros.

—Vamos, ya, ¿cómo es que no estás Cambiada, tú? Come esto, vamos… Mira sus brazos, Paula, son como palillos, ellos…

Un cuenco de plástico y una cuchara. Una mezcla de comida pegajosa, con aspecto de avena cocida pero que sabía a nueces silvestres, ligeramente amargas, a la que se había intentado disfrazar, sin éxito, con demasiado azúcar de arce. La mendiga lo devoró por completo.

—Está muerta de hambre, ella… Paula, apenas puede moverse, no la podemos dejar aquí, nosotras…

Desde detrás de la pesada puerta asomaron Josh, Mike y Patty, tomados de las manos. Jomp. Débilmente, la mendiga levantó su calva cabeza, llena de cicatrices. No la reconocieron.

—¿No está Cambiada, ella? Jesús…

—Está empezando a llover, no puede quedarse aquí, ella, fuera, en su estado…

Mike la levantó. La mendiga hizo una mueca de dolor cuando la tomaron en brazos. Mike la llevó adentro, mientras los demás iban detrás de él en fila india.

Una habitación en penumbras, extraña, rostros poco familiares que la observaban a hurtadillas, con gran temor… Comenzó a sentir que se le formaba un nudo en la garganta, y que su corazón latía desbocado. Pero ella no era Theresa. Era la mendiga. La mendiga con un don. Ellos necesitaban que los necesitara.

El niño sin Cambiar, el mismo que había visto en la ocasión anterior, en otra vida, la observaba desde detrás de las piernas de su madre. Así que aún seguía vivo. Y había crecido; la mendiga pudo ver que ya era un muchachito. Tenía la nariz chorreante de mocos. Su tullido brazo izquierdo, más corto que el derecho, le colgaba flojamente del hombro.

—Gracias —dijo al círculo de rostros. Algunos retrocedieron, pero la mayoría sonrió, asintiendo—. Ahora, ¿me permitiréis daros algo, ya que me habéis ayudado?

Alarma inmediata. Algo diferente, algo nuevo. La mendiga se preguntó, en la parte de su mente que pertenecía a otra persona, cómo se modificarían sus gráficos cerebrales ante esas palabras.

—Podéis hacer esto, aceptadlo —dijo—. Es sólo un robot. Los habéis visto docenas de veces.

La puerta del edificio había quedado abierta. El robot enfermero, siguiendo sus instrucciones, fue tras la mendiga. El niño sin Cambiar, que no había visto demasiados robots en su vida, comenzó a llorar.

—Es una unidad médica —explicó la mendiga, con desesperación. Tal vez, si hablaba como ellos…—: Una unidad médica, ella. Como las que teníamos antes, nosotros. No puede Cambiar a ese niño, pero puede darle una medicina para el resfriado. Puede arreglarle el brazo, eso. —Y, una vez más—: Podéis hacerlo.

—¿Hacer qué, nosotros? —preguntó Josh. Seguía siendo el más inteligente, y el menos asustado.

La mendiga le habló directamente a él.

—Hacer algo nuevo, Josh. Podéis hacerlo, vosotros, si es algo bueno y de verdad lo deseáis. Puedo enseñaros cómo, yo.

Estaba yendo demasiado deprisa. Josh palideció y retrocedió un paso. Pero también distinguió el breve destello de interés en sus ojos, antes de que se perdiera en el miedo. Él sería capaz. Aprendería a cambiar su química cerebral fingiendo que era una persona diferente. Quizá no todos podrían, pero algunos, sí. Como Josh. Y tal vez eso bastara.

Un hombre se estaba alejando del robot enfermero, arrastrando a sus dos compañeros con él.

—No, no, estamos bien, nosotros. ¡Llévatelo, tú!

Pero la madre del niño tullido se mantuvo, temblorosa, en su lugar. Theresa se acercó y con una punta de su andrajosa y sucia camisa le limpió la nariz al niño. La madre la dejó hacer, aunque su mano se cerró con fuerza sobre el hombro sano del muchachito. Aun así, dejó que la mendiga, que terminó con toda la mano llena de mocos, tocara a su niñito. Ella tenía una razón para luchar contra el miedo.

Toma un neurofármaco, Theresa. Es un problema médico.

Ante ese pensamiento, volvió a ser Theresa. Theresa débil, Theresa asustada, Theresa en un lugar extraño con gente desconocida. Sintió que su respiración se tornaba irregular. Pero ella había sido la mendiga, había llegado hasta allí, había creado una diferencia… y la vez siguiente sería la mendiga por un lapso más prolongado. Les enseñaría a los demás a hacerlo, sólo que no en ese momento, estaba demasiado débil, tenía miedo, pero estos otros entendían lo que era el miedo, y la cuidarían…

Tuvo tiempo para un nuevo pensamiento antes de que la envolviera la oscuridad. Theresa, no la mendiga, pensó: Es un problema médico sólo en parte, Jackson. Sólo en parte.

Cuando volvió en sí, estaba acostada en una cama extraña, en la oscuridad. No, no era una cama: era una pila de mantas colocadas en el suelo, sobre agujas de pino. Podía olerlas, y sentir cómo crujían bajo su cuerpo. A ambos costados se alzaban paredes de forma irregular.

El campamento Vividor. La habían acostado en uno de sus propios sitios para dormir. Theresa lo recordó todo. Inmediatamente cerró los ojos y trató de convertirse en Cazie. Sólo Cazie sería capaz de salir de aquel lugar sin ser presa del pánico. Era Cazie, era valiente, pequeña y temeraria, era Cazie… en su cerebro se produjo el ya familiar cambio.

Se levantó silenciosamente en medio de la penumbra, y siguió la pared tanteando con la mano. Terminaba en una pesada manta colgada que hacía las veces de cortina. Después de apartarla a un lado, hubo más luz, procedente de un cono de energía situado en el centro de la cavernosa estancia. La habitación olía a gente sin lavar y dormida. Cazie atravesó el cuarto tan velozmente como se lo permitía su maltratado cuerpo. A mitad de camino hacia la puerta, el robot enfermero flotó hasta ella.

—Señorita Aranow, se ha saltado dos sesiones de rehabilitación fí…

—¡Silencio! —murmuró Cazie—. ¡No hables! Quédate aquí.

—No estoy programado para anular órdenes preestablecidas, señorita Aranow. Debo quedarme con usted.

El estúpido objeto estaba ligado a ella. Como Jomp. Cazie puso mala cara.

—Entonces, sígueme dentro de media hora. Como antes.

Se deslizó hasta la puerta y la abrió sin hacer ruido. Había luna llena, y estaba alta en el cielo. Cazie echó a andar por el sendero que bordeaba el río, rumbo al coche aéreo. Para conseguirlo tuvo que utilizar hasta la última partícula de las menguadas fuerzas de Theresa, prestadas, inventadas, naturales, y un esfuerzo final que sólo podía tratarse de un don.

—¡Oh, Dios! —dijo una voz—. ¡Oh, Theresa!

Vicki Turner. La voz de Vicki. ¿Pero qué estaba haciendo Vicki en el techo de su edificio de apartamentos, en la fría noche? Theresa, profundamente dormida antes de que el coche aéreo aterrizara, parpadeó y se hundió en su asiento.

—¡Pero mírate, Theresa! ¿Adónde has ido? Esos harapos… ¿no tienes un sombrero? Vamos, déjame ayudarte…

—Yo era Cazie —dijo Theresa—. Y la mendiga.

—¿Qué? Vamos adentro, estás temblando. Te he estado esperando aquí, porque no sabía dónde buscarte. Ni siquiera me atreví a decirle a Jackson que no estabas en casa. No, Tessie, déjame sostenerte, aquí está el ascensor…

Había vuelto a quedarse dormida. Soñaba, debía de estar delirando, extrañas visiones de enormes dientes que la perseguían a través de jardines genemodificados en los que todos los árboles la odiaban, podía sentir el odio alcanzándola en oleadas, y no lograba entender qué había hecho ella para que quisieran destruirla…

—Theresa, despierta, es sólo un sueño. Gritabas, has estado durmiendo durante horas…

Le ardía todo el cuerpo. Las visiones la habían dejado en llamas. Le dolía la cabeza.

—Yo no… no me encuentro muy bien…

Vicki, de pie junto a su cama, con una mano apoyada sobre su hombro, se quedó súbitamente inmóvil. Theresa volvió la cabeza, y vomitó sobre la almohada.

Vicki esperó hasta que hubo terminado.

—Vamos, Tessie, baja por el otro lado de la cama. No, no te vas a caer, yo te sostengo. Vamos al baño, así. Theresa, escucha, esto es muy importante. ¿Dónde está el robot enfermero?

—Lo… dejé. —Permitió que Vicki le limpiara la cara con una toalla fresca. ¡Tan fresca! Estaba ardiendo, las visiones de dientes afilados le habían dejado los brazos y las piernas como fuego, y ahora las llamas danzaban entre ellos, secas y calientes.

—¿Lo dejaste? ¿Dónde? ¿Dónde, Tess?

—El… campamento.

—¿Un campamento? ¿Un campamento Vividor? ¿Entregaste el robot enfermero a un campamento Vividor?

—Yo era… la mendiga. —Volvió a sentir que se le revolvía el estómago y vomitó otra vez.

—En el campamento. Theresa, ¿había allí algún Vividor que no estuviera Cambiado? ¿Tocaste a alguien que estuviera enfermo?

—El niño. Su nariz…

—¿Qué le pasaba en la nariz? ¿Cuál era el grado de enfermedad de ese niño?

Theresa no pudo contestar. El baño comenzó a dar saltos, y a girar, y ella volvió a vomitar, una bilis negra y viscosa.

Regresó a la cama, que ya estaba limpia. Vicki sostuvo un tazón bajo su boca, por si volvía a vomitar. A Theresa la cabeza le latía desde dentro, tanto que sólo podía ver en fogonazos, y los fogonazos lanzaban dardos ardientes contra sus ojos. Miró su habitación y le pareció un desastre. Agujeros en las paredes, muebles golpeados… ¿Eso lo había hecho Vicki? ¿Por qué?

—¿Dónde está, Theresa? Piensa, cariño. Es importante. ¿Dónde está?

—¿Qué? —dijo Theresa, porque la expresión de Vicki parecía muy preocupada y apremiante. Como la de Cazie. Nadie podía oponerse a Cazie, ni siquiera Jackson. Sólo que Theresa no podía transformarse en Cazie porque estaba demasiado débil, demasiado ardiente, le dolía demasiado…

—¿Dónde está la caja fuerte, Tess? La caja fuerte privada de tu padre. Sé que tenía una, porque Jackson lo mencionó en una ocasión. Vamos, Tessie, no te vayas. ¿Dónde está la caja fuerte?

Caja fuerte. Ella quería estar fuerte. Toda su vida había querido ser fuerte, estar a salvo, y nunca lo había logrado… Toma un neurofármaco, Tess. Pero eso no la pondría a salvo, siempre lo había sabido, necesitaba algo más, algo más grande…

—¿Dónde está la caja fuerte privada de tu padre?

—Creo que… ¿en el baño principal? La pared, detrás del inodoro… —Vicki salió corriendo. Sólo entonces se dio cuenta Tess de que no se encontraba en su dormitorio, sino en el de Jackson, que estaba acostada en la cama de Jackson y no en la suya, el dormitorio de Jackson, que en el pasado perteneció a sus padres…

En el baño se produjo un gran estrépito. Inmediatamente, Jones dijo:

—Señorita Aranow, hay un problema de fontanería en el baño principal. ¿Quiere que llame al robot de mantenimiento del edificio?

—Sí… No…

Más ruidos. Algo pesado que golpeaba con fuerza contra otro objeto. Theresa se acurrucó en la cama de Jackson. Vicki volvió a la habitación, completamente empapada.

—Muy bien, es un mecanismo anticuado. Totalmente indetectable por medios electrónicos. Se abre con una combinación numérica. ¿Cuál es el código, Theresa?… Tres números… ¡Theresa! ¡No te vayas!

—No sé… llama a Jackson.

—No puedo ponerme en contacto con él. Kelvin-Castner lo ha aislado electrónicamente, y probablemente él ni siquiera lo sabe. No puedo ponerme en contacto con Lizzie, no sé lo suficiente sobre sistemas informáticos… espera un momento: sistemas.

—¿Estoy… estoy muriéndome…?

—No, si puedo evitarlo —respondió Vicki con tono sombrío—. Y no si tu hermano es tan sentimental y candoroso como imagino. ¡Jones, información de calendario!

Theresa hizo una mueca. Vicki hablaba exactamente en el mismo tono que Cazie. Pero, cómo era posible, ella era Cazie…

—¿Qué fechas desea saber, señorita Turner? —preguntó Jones.

Vicki corrió al baño, gritándole a Jones:

—El cumpleaños de Jackson, el de Theresa…

Theresa se estaba muriendo. Pero no podía morirse, tenía que cantar las vísperas con la hermana Ana. Vísperas, y maitines, y… ¿qué venía luego? Otra cosa. El bebé sin Cambiar con la nariz llena de mocos iba a cantar con ella. Se lo había prometido…

—La fecha en que Jackson se graduó en la facultad de Medicina —volvió a gritar Vicki.

Si Theresa moría, el niño de la nariz goteante moriría también.

No puedes, Jackson le discutió a la presencia fantasmal que se hallaba junto a su cama. No puedes detenerme. Puedo enseñarles cómo… ¿No te das cuenta de que es un don? Siempre ha sido mi único don. La necesidad. Tú me necesitabas para cuidarme.

Vicki se detuvo a su lado; llevaba algo en la mano. Había dejado de gritar. De hecho, apenas oía lo que decía. La voz de Vicki venía desde un lugar muy lejano y seguía hablando como Cazie.

—El código era la fecha de su boda, maldito sea él y su inútil tenacidad. La fecha de su boda con ese súcubo narcisista. Theresa, escucha…

Lo que Vicki tenía en la mano era una jeringuilla del Cambio.

—Escucha, Tess. Jackson me dijo que había guardado esto para ti, por si algún día cambiabas de opinión acerca del Cambio. Te has contagiado alguna enfermedad de ese niño Vividor en el campamento; debe de tratarse de un virus que muta a gran velocidad… Hay toda clase de microorganismos provenientes del bosque contra los cuales la gente no está vacunada. Tess, te administré antivirales de la reserva de Jackson, pero parece que no funcionan. No sé qué estoy haciendo con las medicinas, el robot enfermero no está, y no puedo ponerme en contacto con Jackson. Tiene que ser la jeringuilla del Cambio…

Theresa negó con la cabeza. Las lágrimas afloraron a sus ojos.

—Tessie, tarde o temprano tendrás que aplicártela a causa de la radiación que absorbiste en Nuevo México. Las curvas cancerígenas… voy a inyectarte, Theresa. Tengo que hacerlo.

—D-d-d… —No pudo pronunciar la palabra. Don. Su don. Desaparecería si se Cambiaba, hay que luchar para merecer el alma. Eso decían… todos ellos, los grandes personajes históricos que Thomas había citado.

—Lo siento, Theresa —dijo Vicki, aferrándole el brazo y levantando la jeringuilla.

—Mendiga —jadeó Theresa—. Don… —Cerró los ojos y la fiebre se adueñó de su cuerpo y le hizo arder el alma. Desaparecido.

No sintió nada. Cuando volvió a abrir los ojos, Vicki seguía sosteniendo la jeringuilla sobre su brazo.

—Tessie… —susurró Vicki—. ¿De verdad prefieres morir? No puedo obligarte… sí, puedo obligarte. Pero no debo hacerlo, eres tú quien debe tomar la decisión. ¡Maldito seas, Jackson! Éste debería ser tu problema.

—Mi problema —dijo Tess. Vicki la miró fijamente.

—Sí. Tu problema. Tu elección, tu vida… Por Dios, Tess, cómo puedo no… muy bien. Es cosa tuya. ¿Debo inyectarte? Si no lo hago, es posible que mueras, pero no lo sé con certeza. Si te inyecto, tu química cerebral puede cambiar en algunos aspectos, o no… ¡No lo sé, no soy médica!

Su química cerebral alterada. ¡Pero Theresa ya podía hacer algo semejante! Podía ser Cazie, podía ser la mendiga, podía obligarse a controlar su propio cerebro… un poco, al menos.

Tratándose de Theresa, eso era más que suficiente.

Aunque su cuerpo fuera Cambiado, ella era algo más que su cuerpo. ¿Pero acaso no lo había sabido siempre? ¿No era eso lo que la había llevado a discutir con Jackson con tanta obstinación?

—Tess, estás sonriendo, como… Por Dios, cariño, estás ardiendo… ¡No sé qué hacer!

—Inyéctame —resolvió Theresa, y en el momento en que la aguja se clavó en su carne, pensó, a través de los brillantes remolinos de la fiebre, que Vicki era muy distinta a Cazie, después de todo: Cazie jamás habría dicho que no sabía qué hacer.

La delgada jeringuilla se vació dentro de su brazo consumido.