16

Cuando Lizzie despertó, Vicki aún estaba fuera. Era fácil descubrir quién estaba en el campo, y quién no. Todos se juntaban a la misma hora bajo la tienda del terreno de alimentación, para desayunar. Algunos —Norma Kroll, la abuela Seifert, Sam Webster—, incluso se ponían en la misma posición. Día tras día. Los miembros del clan hablaban en voz baja mientras se alimentaban, y luego abandonaban el terreno de alimentación en el mismo orden, y retornaban a las mismas tareas. Llevar suelo nuevo, con nutrientes sin usar. Limpiar el edificio. Atender a los niños, que se entretenían con los mismos juegos, con los mismos juguetes, en los mismos lugares. Confeccionar cosas, de lana o de tela, o llevar la lana o la tela hasta el bosque, o dársela al robot tejedor. Y eso un día tras otro.

El almuerzo, a la misma hora, en los mismos lugares.

Los niños dormían la siesta, jugaban o miraban holos; los adultos iban a buscar agua, o jugaban a las cartas, o hacían ejercicios. Cenaban en los mismos lugares bajo la tienda. Por las noches, los mismos cuentos, cuando el abril inusualmente frío los obligaba a permanecer dentro. ¿Seguirían dentro en junio, en agosto, sólo porque había sido su rutina en abril?

—No puedo soportarlo —le dijo Lizzie a su madre.

—Siempre tan impaciente, tú —le respondió Annie—. Disfruta de esta época, Lizzie. Es segura y pacífica. ¿No deseas la paz, tú, para tu bebé?

—¡A este precio no! —gritó Lizzie, pero Annie se limitó a sacudir la cabeza, para retornar al tapiz que estaba haciendo, de tela de lana, piedrecillas y flores secas. Cuando lo terminara, pensó Lizzie con desesperación, haría otro más. A las diez de la noche, Billy y ella se irían a dormir, porque las diez era la hora estipulada para hacerlo. Probablemente harían el amor las mismas noches, todas las semanas. No cabía duda de que Sharon y Shockey, que ocupaban el cubículo contiguo al suyo, lo hacían. Martes y sábados por la noche, domingos por la tarde.

Por lo menos, cuando Vicki estaba en el campamento, había tenido alguien con quien hablar. Vicki estaba nerviosa, agitada, frustrada, impredecible. Pero al menos era real. Se paseaba por los senderos del bosque, ensuciándose las botas de barro, desahogándose al hablar de sus miedos y de sus esperanzas. A veces Lizzie tenía la impresión de que Vicki no llegaba a distinguir una cosa de la otra.

—Debemos seguir a Jackson —había dicho Vicki, pegando con un puño sobre la palma de la otra mano—. Por mucho que deteste hacerlo, él y su repugnante amigo investigador, Thurmond Rogers, representan el único medio con el que contamos para llegar hasta la raíz médica de todo esto, Lizzie. Es un problema médico, y es posible combatirlo con un modelo médico. De alguna manera, la química cerebral ha sido modificada, y nosotros…

—Espera —interrumpió Lizzie—. Un momento.

Vicki se quedó mirándola fijamente.

—No es solamente un problema médico, esto. —Se dio cuenta de que volvía a emplear el lenguaje Vividor, y le molestó descubrirlo. ¿Acaso no aprendería nunca?—. También es político. ¡Alguien lo está haciendo, ellos! ¡No ha aparecido por generación espontánea!

—Sí, por supuesto, tienes razón. Pero no podemos enfrentarnos directamente con la causa; ya lo intentamos con la elección, ¿recuerdas? Lo máximo a lo que podemos aspirar es a manipular los resultados. Vamos, Jackson…, ¡llama!

Y, aparentemente, Jackson lo había hecho, porque Vicki se había marchado. ¿A la maravillosa casa de Jackson, en Manhattan Este? ¿A Kelvin-Castner, en Boston? Lizzie no lo sabía.

Pero lo peor era Dirk.

—¡Mira, Dirk, una ardilla!

Esa tarde lo había llevado a dar un breve paseo por el frío bosque primaveral, bien abrigado con su mono de invierno, con su oscuro flequillo caído sobre la frente, debajo de la brillante capucha roja. Durante el corto trayecto, Dirk mantuvo la cabeza hundida en el hombro de Lizzie, y se había negado a levantar la vista. Suavemente su madre lo obligó a mirar hacia arriba.

—¡Mira la ardilla! ¡Corre, corre!

El animalito, que se hallaba a unos seis metros de distancia, los contempló con curiosidad, sentado sobre sus patas traseras, con la esponjosa cola curvada hacia arriba. Cogió una nuez del suelo y comenzó a mordisquearla, bamboleando cómicamente la cabeza sobre sus pequeñas garras levantadas. Dirk alzó la mirada y comenzó a aullar de terror.

—¡Basta! ¡Basta ya, maldita sea! —replicó Lizzie, también gritando.

De inmediato se sintió horrorizada y asustada. ¿Qué estaba haciendo? ¡Dirk no lo podía evitar! Lo abrazó con fuerza y corrió de regreso al edificio. Annie levantó la vista de su tapiz.

—¡Lizzie! ¿Adónde llevaste a ese niño, tú?

—¡A dar un maldito paseo! —Volvía a estar enfadada, ahora que Dirk, en su ámbito familiar, había dejado de llorar.

Sobre el suelo, el niño vio los bloques que Billy había hecho para él, los bloques con los que siempre jugaba a esa hora de la tarde, y pateó a Lizzie para que lo bajara.

—Cuida tu lenguaje, tú —la riñó Annie—. Vamos, ven con la abuela, tú, Dirk, es hora de jugar con tus bloques, ¿verdad? Ven con la abuela.

El bebé dejó de gritar. Alegremente comenzó a apilar los bloques, uno sobre otro. Desde su silla, Annie le sonrió.

La desesperación se adueñó de Lizzie.

—¿Adónde vas ahora, niña? —preguntó Annie—. Siéntate y charla conmigo.

—Vuelvo a salir.

Los ojos de Annie mostraron su alarma.

—No, quédate aquí, tú, Lizzie, siéntate aquí con Dirk y conmigo…

Lizzie salió hecha una furia.

Había salido el sol por detrás de las nubes grises. Comenzó a caminar sin rumbo, hacia cualquier parte que estuviera lejos de la plácida y segura rutina de su clan, que seguiría día tras día hasta que todos murieran.

Subiendo a grandes zancadas el sendero de montaña, apartó de un puntapié dos ramas caídas, que rodaron bajo el viento invernal. ¿Ese sendero se iría volviendo cada vez menos utilizado, si nadie lo transitaba porque no formaba parte de la rutina? ¿Se diseminaría el neurofármaco? Tal vez ella, Lizzie, se infectara si lo distribuían por segunda vez. Y ni siquiera le importaría, eso era lo peor. Sería como Annie, agradecida por la seguridad y la paz.

Lizzie se detuvo, y dio un puñetazo a un joven arbusto de abedul. No. Tenía dieciocho años y no pensaba rendirse. Nunca lo había hecho, en toda su vida. Tenía que haber algo que pudiera hacer al respecto. Tenía que haberlo.

Pero ¿qué?

No podía buscar un antídoto para el neurofármaco; Jackson, Vicki y Thurmond ya lo estaban haciendo. No podía poner en marcha una nueva elección: tal como estaban las cosas, había aún menos posibilidades que antes de lograr que la gente votara a un Vividor para llevarlo al poder. ¡Todo esto sí que había funcionado de maravillas para el candidato Auxiliar!

¿Por eso había sucedido? ¿Acaso Donald Thomas Serrano había dispuesto que el neurofármaco diera la victoria a un Auxiliar? Pero Jackson había afirmado que se trataba de una clase de neurofármaco totalmente nuevo, una sustancia que no era eliminada por el Limpiador Celular porque obligaba al organismo a cambiar permanentemente las proteínas que él mismo producía. Nadie desperdiciaría un nuevo neurofármaco de este tipo en una insignificante elección para supervisor del distrito de Willoughby County.

A menos que lo estuvieran probando. ¿Y quién lo estaba probando?

¡Esto no la llevaba a ninguna parte! Era demasiado estúpida para descubrir nada. ¿Quién creía que era? ¿Miranda Sharifi?

Era Lizzie Francy, ésa era. La persona que mejor sabía utilizar datos informáticos de todo el país. ¡Y posiblemente también del mundo entero!

Muy bien, se dijo, burlándose de sí misma, ya que era tan lista como para acceder a los bancos de datos inviolables, ¿por qué no lo estaba haciendo? ¿Por qué estaba allí, en el bosque, en medio del frío clima de abril, golpeando arbustos, cuando debía estar haciendo la única maldita cosa que sabía hacer? Antes que nada, debía evitar el contagio con el nuevo neurofármaco. Para ello tenía que encontrar un lugar para vivir separada del clan. Allí, en las montañas, había toda clase de cabinas abandonadas. Las otras tribus no regresarían del sur hasta que volviera el buen tiempo, al cabo de unos meses. Allí estaría segura. Podía llevarse un cono de energía sobrante y su terminal, y pasar dieciocho horas al día buscando respuestas en la red.

¿Sin Dirk?

El enérgico paso que llevaba se interrumpió, y titubeó. No podía llevárselo. Si lo hacía, el niño se pasaría los días lloriqueando por el temor que le inspiraría el nuevo entorno y ella debería dedicar todo el tiempo a cuidarlo. Cuando quedó embarazada, nadie le contó, cuánto tiempo había que dedicar al cuidado de un bebé, sobre todo cuando empezaba a gatear y a llevárselo todo a la boca. No podía llevarse a Dirk. Tendría que dejarlo con Annie y con el clan, que era su lugar, hasta que ella descubriera qué tenía que hacer para ayudarlo a curarse.

Y lo haría. Porque era Lizzie Francy. Ellos —fueran quienes fuesen— no la iban a vencer. ¡A ella, no!

Corrió, a toda prisa, de vuelta al campamento.

Encontró una cabina de espuma premoldeada a unos dos kilómetros del campo. Por lo visto había pertenecido a una familia Vividora, la clase de personas obstinadas que, antes de las Guerras del Cambio, habían preferido subsistir solos en la falda de una montaña antes que trasladarse a un pueblo mantenido por el gobierno. Al partir, se habían llevado, o bien habían quemado para calefacción, todo lo que había en la cabina. No había mobiliario, ni instalación sanitaria. Lizzie no los necesitaba. La puerta todavía cerraba perfectamente, y las ventanas plásticas estaban intactas. En el bosque encontraría agua.

Se deshizo de los animales que habitaban los rincones: un mapache, una víbora, un nido de arañas. Trasladó hasta allí un cono de energía, su saco de dormir, y una jarra de plástico para agua. Luego se sentó con las piernas cruzadas sobre el saco de dormir, apoyó la espalda contra la pared de espuma premoldeada, y comenzó a dar órdenes a su terminal.

Empezó, porque por algún lugar tenía que hacerlo, por Donald Serrano. El nuevo supervisor del distrito de Willoughby County estaba llevando su oficina de la misma manera en que lo había hecho el difunto Harold Winthrop Wyland. En el cuidadoso seguimiento que hizo Lizzie a través de las inversiones financieras personales de Serrano, o en sus registros privados, no descubrió nada que lo implicara, ni siquiera indirectamente, en ninguna empresa farmacéutica. Si existía un vínculo semejante, Serrano lo había ocultado tan bien que Lizzie no pudo acceder a él. A decir verdad, no creía que esa relación existiera.

A continuación, probó con las compañías biotécnicas más importantes. Este paso resultó mucho más difícil y delicado. No deseaba que ninguna de sus vías de acceso condujera de rebote hasta ella. Quebrar todos los códigos de seguridad y penetrar en las bases de datos le llevó semanas de lento y laborioso trabajo. Utilizó buscadores fantasma, que había construido en los sistemas de otras personas elegidas al azar. Los buscadores construyeron elaborados programas de clones, espirales y callejones sin salida. Lizzie ocultó los archivos así pirateados en otros sistemas también escogidos al azar, a los cuales accedía siempre mediante buscadores fantasma. Era sumamente cuidadosa.

Pero cuando hubo obtenido la información, se presentó un nuevo problema: carecía de los conocimientos científicos necesarios para saber qué estaba viendo. Sin embargo, era de gran ayuda saber qué estaba buscando: cualquier línea de desarrollo de neurofármacos que cambiaran las reacciones permanentes del cerebro, dirigidas hacia el incremento del miedo. Unas pocas empresas estaban trabajando en la producción de sustancias de efecto prolongado para el placer que pudieran eludir la acción del Limpiador Celular; nadie, hasta donde alcanzó a discernir Lizzie, había tenido éxito.

Prestó especial atención a Kelvin-Castner. Sus bases de datos estaban llenas de esotéricos informes acerca de lo que se estaba haciendo con las muestras de tejidos tomadas a Dirk y a Shockey. Todos los días, según pudo apreciar, nuevos investigadores se unían al equipo. Más equipos contratados al efecto, más informes provisionales archivados, más apuntes de laboratorios que no podía leer. Los médicos estaban haciendo algo en Kelvin-Castner, algo muy grande, que estaba creciendo y que, en parte, estaba subvencionado por fondos de TenTech. Pero si se trataba de investigaciones para el mercado de sustancias para el placer, o si K-C estaba tratando de encontrar un antídoto para el neurofármaco del temor, Lizzie no estaba en condiciones de decirlo. No contaba con la ciencia necesaria.

Día tras día realizaba largas caminatas por la montaña para ver a Dirk algunos minutos. Nunca había ningún mensaje del doctor Aranow en el terminal del campamento, contándole qué estaba ocurriendo.

¿Por qué iba a hacerlo? Ella no era nadie.

A continuación, se dedicó a entrar en los sistemas de otros campos Vividores. Resultó algo más fácil y más difícil a la vez. Los campos provisionales, en continuo movimiento, solían tener una o dos personas jóvenes dedicadas a operar el terminal. Algunos entraban en los sistemas profunda y extensamente; otros, se limitaban a explorar el correo de los demás campamentos. Había pocos esquemas que observar. Por otra parte, casi ningún analista Vividor sabía cómo cubrir sus huellas electrónicas. Los datos estaban desorganizados, eran numerosos y precarios, pero no estaban codificados.

Ideó programas para acceder y analizar docenas de clases diferentes de datos, buscando… ¿qué? ¿Cómo usar la red para advertir la aparición del miedo a las novedades? Si la gente tenía miedo de llegar a zonas nuevas, sencillamente no accedería a ellas. ¿Cómo se hacía para descubrir la ausencia de subgrupos de gente, a lo largo de todo un continente?

Lentamente, sus programas de probabilidades comenzaron a producir esquemas repetidos.

Un campo Vividor, en un lugar llamado Judith Falls, Iowa, entraba en los sistemas de almacenes Auxiliares cercanos todos los días exactamente a la misma hora. Ese esquema repetido no había existido antes de abril.

Un clan que deambulaba por Texas enviaba saludos a la misma lista de parientes lejanos exactamente en el mismo orden, casi con las mismas palabras, en los mismos días de cada semana. Eso había comenzado el 3 de abril.

Un pueblo del norte de Oregón, aparentemente anterior a las Guerras del Cambio y aún habitado por las mismas personas, entraba en los sistemas solamente los martes por la tarde. Cada martes, un explorador informático —cuya técnica no era mala, advirtió Lizzie satisfecha—, entraba en las mismas bases de datos cercanas de biotecnología. Por lo que pudo advertir Lizzie siguiendo el rastro del explorador, estaba revisando varios inventarios en busca de jeringuillas del Cambio. Nunca encontró nada.

Sentada con las piernas cruzadas sobre su jergón, Lizzie tiró de un mechón de su cabello. La puerta de la cabina estaba abierta de par en par; la primavera había dado paso a un repentino y prematuro verano, aunque sólo estaban en mayo. La cálida brisa tenía la fragancia de la menta silvestre. Los pajarillos que aún permanecían en el nido trinaban en los árboles que comenzaban a cubrirse de hojas. Lizzie se mantuvo ajena a todas esas manifestaciones.

Meditó sobre la posibilidad de que esos clanes Vividores hubieran sido infectados con el neurofármaco, igual que en su campamento. Y de que ésa fuera la razón por la que adoptaban comportamientos repetitivos… seguros, rutinarios. Y más aún, tal vez fueran también campos de prueba. ¿De qué le servía saberlo? Lizzie no podía viajar hasta Iowa, ni a Tejas, ni a Oregón, para investigar esos campamentos. Y aunque pudiera, ¿de qué le serviría? Descubriría que otros Vividores eran también conejillos de Indias. Como su Dirk. Pero saberlo no ayudaría a cambiar nada.

Había estado tanto tiempo sentada que le dolían el cuello y la espalda, y se le había dormido el pie izquierdo.

Tenía que idear algo nuevo. Muy bien, ¿qué quedaba si dejaba de lado a los Vividores que habían sido infectados, y a las empresas que podrían haber fabricado la droga? ¿Quién podía desear que no se produjera ningún cambio? Los políticos Auxiliares, de acuerdo. El hecho de que Shockey no hubiese salido elegido lo había demostrado. ¿Pero cómo descubrir qué político podía crear semejante arma? Ningún monitor ni programa insignia, ningún algoritmo de decisión Leland-Warner, ninguna ecuación de probabilidades había demostrado nada semejante. ¿Entonces, qué?

Sigue al dinero. Algo que había dicho Vicki. Pero había tratado de hacerlo, a través de las inversiones de las empresas farmacéuticas, y no había llegado a ninguna parte. O a nada comprensible para ella. ¿Y ahora, qué?

Podía intentar no comenzar por el producto final, el neurofármaco, y seguir al dinero que iba detrás de él. Podía empezar al revés, por el dinero, y seguir el rastro hasta el neurofármaco.

Pero eso era imposible. Lizzie podía meterse en las bases de datos de los principales bancos del mundo —o la mayoría de ellos—, pero casi nunca podía seguir las transacciones que descubría. Carecía de los conocimientos económicos necesarios. Y ni una sola vez había sido capaz de cambiar nada en ninguna base de datos bancaria. Bueno, no era necesario que lo hiciera, en ese momento. El problema era otro: el volumen total de las transferencias diarias de dinero en la Tierra, la Luna, Marte, y las cuentas orbitales. ¿Cómo podía discernir cuáles de todas ellas tenían algo que ver con un neurofármaco secreto, desarrollado quién sabe dónde, por quién sabe quién? Era imposible.

No podía seguir el desarrollo de la droga. No podía seguir al dinero. Muy bien; entonces debía volver a intentarlo. Si esos campos de Iowa, Tejas y Oregón eran, efectivamente, campos de prueba para el neurofármaco, quienes hubieran hecho la prueba querrían conocer los resultados. Estarían observando, probablemente mediante robocámaras. Tal vez por teleobjetivo, o por un satélite de órbita baja.

Esto implicaba que también estarían observando a su clan.

Sintió un escalofrío. ¿Había sondas clandestinas, disfrazadas de escudos de energía-Y, observando su escondite? ¿La veían ir y venir a diario para visitar a Dirk? ¿Había alguien burlándose de la idea de que Lizzie creyera que podía escapar tan fácilmente de la infección, si ellos deseaban que se infectara? Peor aún: a pesar de todas sus precauciones, ¿alguien estaba siguiendo sus pasos electrónicos mientras ella realizaba exploraciones informáticas día y noche?

Se puso de pie, golpeó el pie dormido contra el suelo, y fue hasta la puerta de la cabaña. Miró tontamente hacia el brillante cielo azul. Por supuesto, no había nada que ver. El fresco aroma de la menta le recordó que hacía varios días que no se bañaba ni se lavaba el pelo. Olía como algo atropellado por un tren de carga.

Volvió al interior, se sentó sobre su sucio jergón y contempló el terminal.

No tenía capacidad de radar, menos aún si las sondas estaban efectivamente en órbita, y si eran efectivamente clandestinas. El monitoreo visual quedaba más allá de sus posibilidades. Pero sí podía detectar una corriente de datos básicos dentro de un radio de alrededor de doscientos metros. Si realmente había transmisores de alguna clase implantados para monitorear el campamento, podía encontrarlos si trasladaba su terminal a varios lugares diferentes del bosque. A menos que, naturalmente, las teóricas sondas ocultas la detectaran antes a ella y dejaran de enviar mensajes.

A la tercera noche, la encontró. Una corriente constante de datos, complejamente codificada, proveniente de una fuente situada en un grueso pino a unos cuatro metros del edificio del clan. Enfocaba con toda claridad el terreno de alimentación. Lizzie no sabía con certeza cuáles eran los datos; no pudo entrar en el sistema. Eso, en sí mismo, era preocupante.

Pero aunque no logró descifrar el código, a pesar de todos sus esfuerzos, al menos podía determinar hacia dónde se dirigía la corriente de datos. Apuntaba hacia arriba, indudablemente hacia algún repetidor en órbita. Desde allí, su destinatario era teóricamente tan confuso que resultaba indescifrable. Pero no para Lizzie. Las bases de datos de los repetidores eran para ella viejas conocidas.

Trabajó en el problema toda una mañana, mientras una cálida lluvia golpeteaba sobre el techo y ella se moría de ganas por abrazar a Dirk. Finalmente, y tal como sabía que sucedería, entró en la base de datos de la transmisión.

Jadeó y miró frenéticamente a su alrededor, aunque, naturalmente, no había a quién mirar. Luego, con el corazón tan agitado como el de Dirk cada vez que lo alejaba de sus juguetes, cerró el sistema. Incluso cerró el terminal Jansen-Segura. Se sentó con las piernas cruzadas y la mirada perdida, y trató de pensar en lo que esto implicaba, en su significado, y en las salvaguardas que poseía. Y no pudo.

En efecto, las observaciones realizadas sobre su clan se transmitían a una estación orbital: Sanctuary.

—Tengo que encontrar al doctor Aranow —le dijo Lizzie a Billy, porque a alguien se lo tenía que contar. Se había encontrado con Billy en el mismo lugar del arroyo al que el anciano iba a pescar todas las tardes.

—No, será mejor que te quedes aquí, tú —dijo Billy, pero más amablemente de lo que lo hubiera hecho Annie. Diferencias bioquímicas individuales, había dicho el doctor Aranow. La gente reaccionaba en forma diferente, a veces muy diferente, ante cualquier droga.

—No puedo, Billy. Tengo que encontrar al doctor Aranow y a Vicki.

—Habla más fuerte, tú. Apenas te oigo.

—No, no voy a hablar más fuerte, Billy. —El monitor estaba a varios metros de distancia, pero Lizzie no quería correr riesgos—. ¿Cómo puedo ir al enclave de Manhattan Este?

—¿Manhattan? No puedes, tú. Lo sabes.

—No lo creo. Sabes mucho más de lo que aparentas, Billy. Antes de que nos estableciéramos aquí para pasar el invierno, te gustaba charlar con los desconocidos. —Vio una chispa de alarma que iluminó los ojos de Billy ante la mención de los desconocidos—. El gravicarril ya no funciona, lo he comprobado, ¡pero debe de haber otra manera!

Algo tiró del sedal. Billy lo sacó del arroyo, pero no pescó nada, y había perdido el cebo. Puso otra lombriz en el anzuelo.

—Ahora tienes un hijo, Lizzie. No puedes correr riesgos porque Dirk depende de ti, él.

—¿Cómo puedo ir hasta Manhattan Este?

—No puedes, tú.

Billy siempre había sido muy testarudo, incluso antes del neurofármaco.

Como Lizzie no respondió, finalmente el viejo dijo:

—Si tienes que hablar con el doctor Aranow, tú, entonces llámalo.

—No puedo.

—¿Por qué no?

Porque cualquier cosa que saliera de mi terminal sería transmitida a Sanctuary. No podía decirle eso. Billy, el infectado Billy, podía sufrir un ataque al corazón.

—Sencillamente no puedo, Billy. No me hagas preguntas.

Él volvió a mostrarse alarmado. Recogió el sedal, aunque no había habido ningún tirón, y miró la lombriz. Volvió a meter la línea en el agua.

—Billy, sé que tú lo sabes. ¿Cómo puedo ir hasta Manhattan?

—No tienes nada que hacer allí…

—¿Cómo puedo llegar allí?

Un ligero sudor cubrió las mejillas de Billy. Lizzie contuvo su impaciencia. A esta altura, Annie ya habría estallado de pánico. Lo mismo le habría ocurrido a Shockey, ese fanfarrón jactancioso. Diferentes químicas individuales.

—Un hombre me dijo el otoño pasado, que la vía del gravicarril al este del río lleva directamente hasta Manhattan Este —dijo finalmente Billy—. Pero no puedes atravesar el escudo del enclave, Lizzie. Lo sabes, ¿no?

—¿Qué río? ¿Dónde?

—¿Qué río? Sólo tenemos uno, nosotros. Donde desemboca este arroyo.

Sólo uno. Desde que existía el neurofármaco, en el mundo de Billy no había nada más. Y aun así, probablemente había sido el único habitante del campamento en explorar una geografía más amplia.

—¿A cuántos días de camino? —preguntó Lizzie.

Ahora sí que Billy sintió pánico. Colocó una temblorosa mano sobre su brazo:

—¡Lizzie, no puedes ir! Es demasiado peligroso, una jovencita sola, y además tienes a Dirk…

Su respiración se aceleró. De pronto Lizzie recordó cómo había sido Billy cuando ella era una niña, antes del Cambio, cuando su corazón estaba obstruido y debilitado. Siempre estaba jadeante y mareado, como en ese mismo momento. Sintió que la invadía una oleada de amor, de compasión y de exasperación.

—Está bien, Billy, no te preocupes.

—¡Prométeme, tú… prométeme que no irás sola!

—Te lo prometo —respondió Lizzie. Bueno, no iría sola. Llevaría su terminal, además del escudo personal que le había dejado Vicki. —Muy bien —asintió Billy. Su respiración se normalizó. Siempre había confiado en su palabra. Un instante más tarde, estuvo nuevamente absorto en su pesca.

Lizzie lo contempló. Sus ojos oscuros, alertas en su rostro hundido, estaban fijos en el agua. Se había quitado el sombrero para que su cabeza casi calva, con algunos rizos grises sobre las orejas, absorbiera la luz del sol. El sombrero colgaba de la rama de un árbol. Todos los días, a esa misma hora, debía de tomar la decisión de dejarse el sombrero o quitárselo. Todos los días debía de apoyar el cubo de plástico para los pescados en el mismo sitio, sobre la hierba. Todos los días debía de desenterrar la misma cantidad de lombrices, metódicamente usadas como cebo, de la misma manera, hasta que las lombrices desaparecían. Todos los días.

¿Qué estaba haciendo Jennifer Sharifi?

Lizzie no lo sabía. Ella podía introducirse en las bases de datos mejor que nadie, pero Jennifer Sharifi era una Insomne. No una Súper como Miranda, pero aun así, una Insomne. Y tenía todo el dinero del mundo. Estaba cambiando a la gente que Lizzie amaba, atándolos a un lugar y una rutina, como si fueran robots programados. Lizzie no iba a ser tan tonta de pensar que sabía por qué, o qué hacer al respecto. En una ocasión Jennifer Sharifi había tratado de obligar a Estados Unidos a permitir la secesión de Sanctuary, y había mantenido a cinco ciudades como rehenes de un virus terrorista que hubiese podido matar a todos los habitantes de esas ciudades. Había estado presa durante un tiempo más largo que la vida de Lizzie. Lizzie sabía que estaba fuera de su alcance. Necesitaba ayuda.

Era casi un alivio admitirlo, finalmente. Casi.

Partió esa misma noche; evitó el transmisor oculto caminando en círculos alrededor de la montaña. Se mantuvo alejada de las viejas carreteras en ruinas, los lugares que Sanctuary esperaría que escogiera la gente. Y donde seguramente habrían instalado los monitores. Caminar a través del bosque en la oscuridad, sin perder de vista el arroyo, no era fácil. Con el terminal cargado en la mochila, sus progresos eran lentos. No lo habría conseguido de no haber sido una noche de brillante luna llena y de no haber tenido la luz de millones de estrellas. Luchando con la maleza, Lizzie trató de permanecer al amparo de los árboles, por si Sanctuary estaba utilizando imágenes espaciales de alta definición.

Más adelante podría usar el escudo personal de Vicki, y dejarse así envolver por un claro campo de energía que la mantendría lejos de los arañazos de las zarzas, a salvo de los insectos, y no tendría que preocuparse ante cada ruidito surgido de la maleza. Pero no en ese momento; primero tenía que alejarse más del campo. Los escudos personales instalaban un campo detectable.

Sanctuary no podía monitorear todo el estado, ¿o sí?

Por la mañana llegó al lugar donde el arroyo desembocaba en el río. Estaba agotada. Gateó hasta debajo de un árbol frutal, que la ocultaba pero dejaba filtrar los rayos de sol. Se desnudó y se alimentó. Luego, con una sensación de gratitud, activó su escudo personal y durmió durante todo el día.

Al atardecer, cuando despertó, vio que no estaba sola. Era verano; las tribus de Vividores que habían pasado el invierno en el cálido sur estaban regresando a casa. Esta tribu parecía pequeña y familiar; Lizzie oyó llorar a varios bebés. ¿Cambiados, o sin Cambiar? No salió de su escondite para comprobarlo. El peligro más grande que corría no era el de pasar hambre, ni el de caer enferma, ni el de sufrir un accidente. Eran los demás de su misma clase. No todos los clanes eran pequeños, ni familiares.

Por la noche volvió a ponerse en marcha. Gracias al escudo personal le resultó mucho más fácil. Billy le había enseñado muchas maneras de esconderse en el bosque —o fuera de él—, y eso también le sería de ayuda.

Ya se preocuparía por Manhattan Este cuando llegara allí.