17

Jennifer Sharifi siguió a Chad Manning hasta la sala de conferencias de los Laboratorios Sharifi de Sanctuary. Alrededor de tres de las paredes se curvaba una mesa en forma de U, flanqueada por dieciocho sillas. En el centro de la U había un panel de plástico transparente, en el suelo orbital, resistente a cualquier arma excepto, tal vez, las nucleares. Mientras Sanctuary orbitaba, la vista que ofrecía iba cambiando de la negrura del espacio, cuajado de estrellas, hasta la redonda e inmensa bola azul de la Tierra. El panel se oscurecía automáticamente cuando el sol brillaba con demasiada intensidad. Alrededor de los límites del panel se curvaba un borde de diseño arábigo, un intrincado dibujo de figuras geométricas tomadas de antiguos tapices de Cachemira. El borde estaba programado para cambiar de colores y complementar la vista del panel. Convertía el sistema solar en una alfombra a los pies de Sanctuary.

—Puerta cerrada —ordenó el doctor Manning. Su voz resonó débilmente en el inmenso salón vacío—. Siéntate, Jennifer.

—Prefiero quedarme de pie, gracias. ¿Qué deseas mostrarme?

Chad sacó un fajo de papeles del bolsillo. Eso, por sí sólo, era significativo: la información que contenían, fuera lo que fuese, no estaba en línea, ni siquiera en los programas fuertemente protegidos del proyecto del neurofármaco. Y eso que Chad Manning no era, como bien sabía Jennifer, una persona particularmente desconfiada. Jennifer sabía todo lo que había que saber sobre el doctor Chad Parker Manning.

Jefe científico de los Laboratorios Sharifi, era el único miembro de todo el equipo del proyecto que no había sido enviado a prisión al mismo tiempo que Jennifer a causa del intento original de convertir Sanctuary en un lugar seguro. La inclusión de una persona que no pertenecía al equipo había sido inevitable. Los genetistas presos por traición habían perdido demasiado tiempo en prisión, en un campo de la ciencia que continuaba cambiando rápidamente año tras año. Y el proyecto tenía que ser desarrollado en los Laboratorios Sharifi: contaban con el equipamiento necesario para controlar las exigencias de Strukov, para realizar análisis detallados de los resultados obtenidos por Strukov antes de que Jennifer invirtiera gran parte de su fortuna en el Durmiente renegado. No había manera de que el equipo secreto no incluyera al jefe científico de los Laboratorios Sharifi.

Robert Day, gerente financiero de Sanctuary y otro de los héroes preso por el intento de liberar Sanctuary, había seleccionado a Manning entre los científicos Durmientes. Robert había sido liberado de la cárcel diez años antes que Jennifer. Había tenido tiempo para investigar a fondo, reclutar con cuidado y estar completamente seguro. El doctor Chad Manning no era un genio científico como Serge Strukov. Cada generación producía sólo uno de ellos. Pero como científico, Chad era competente, metódico, absolutamente capaz de seguir los pasos de Strukov, aun cuando su escasa capacidad de innovación no le habría permitido aventurarse por ese camino en primer lugar. No menos importante era el hecho de que estaba comprometido completamente en salvaguardar Sanctuary por los medios que fueran necesarios. Jennifer confiaba en él.

—He estado jugando con el virus de Strukov —dijo Chad—. Simuladamente, por supuesto. Y he descubierto algo.

—¿Sí? ¿De qué se trata? ¿Existe alguna razón para que no estemos examinando tus simulacros?

—Los he destruido. Éstas son impresiones. Aunque, por supuesto, puedo recrearlos si los quieres controlar.

Desdobló las hojas de papel. Sus padres habían elegido para él modificaciones genéticas que le habían dado un aspecto que no se adaptaba a un modelo muy común: sensible y delicado. Tenía rostro delgado, pómulos altos y angulosos, piel clara y unos dedos largos y flexibles de violinista, que temblaron al tenderle las hojas a Jennifer.

—Las primeras páginas son ecuaciones bioquímicas, modelos… después puedo desarrollarlos para ti, si quieres. Ahora, mira la última página.

Así lo hizo Jennifer. Dos dibujos idénticos, realizados por ordenador, de pliegues de proteínas. Debajo, una ecuación de probabilidades. Las variables estaban escritas a mano.

—La diferencia es muy sutil —explicó Chad, y ella percibió la tensión presente en su voz—. Mira, allí, en el segmento izquierdo más alejado. La diferencia cromosómica es de sólo unos pocos aminoácidos.

En ese momento Jennifer advirtió que ambos dibujos no eran exactamente idénticos. Una pequeña porción de una de las proteínas se plegaba de manera distinta a la otra.

—Lo más importante es que para descubrir esto tienes que estar siguiendo una pista simulada sumamente improbable —siguió explicando Chad. Su agitación iba en aumento—. Digamos que tropecé con esto. No es una mutación normal, y se trata de una de las proteínas de Strukov de la que uno no esperaría este comportamiento… Pero, Jennifer, mira las ecuaciones.

Los pliegues proteínicos no le decían mucho a Jennifer; su especialidad no era la microbiología. Pero la ecuación matemática era una ecuación de probabilidades común. La probabilidad de una mutación espontánea del plegado proteínico en un período de un año, según los promedios de variables de Chad para la reproducción e infección, era del 38,72 %.

—¿Qué efecto podría tener este pliegue proteínico sobre el virus? —preguntó Jennifer, con gran serenidad.

—Hace que sea viable fuera del cuerpo humano. Y, por lo tanto, transmisible.

—En otras palabras, en lugar de tener que inhalar el virus, que luego es destruido por el Limpiador Celular, aunque no antes de que desencadene una reacción en cadena de las aminas naturales…

—En lugar de tener que inhalarlo, el virus podría transmitirse de persona a persona. Podría sobrevivir sobre la piel, sobre la ropa, sobre el cabello, en los pliegues corporales…

—¿Durante cuánto tiempo? —preguntó Jennifer.

—No se sabe, pero seguramente unos cuantos días. Y bajo este formato puede penetrar en el organismo a través de alguna pequeña herida, o por los orificios naturales… una persona infectada puede infectar a otras. Al menos durante algunos días. Eso no era posible con el modelo original. Los virus que no eran inhalados inmediatamente después del primer envío, morían pocos minutos después. O, si eran aspirados, de todas maneras eran destruidos por el Limpiador Celular.

Jennifer no permitió que la confusión que la embargaba se reflejara en su rostro.

—Pero Chad, eso es precisamente lo que pretendíamos lograr, ¿verdad? El segundo modelo de distribución que Strukov debería proporcionamos es, justamente, ése: transmisible por contacto humano. ¿Por qué consideras que eso constituye es un problema?

—Porque si el virus muta naturalmente, antes de que Strukov esté listo para liberar su forma transmisible, no podrá ser controlado.

Jennifer aguardó. No acababa de comprender la agitación de Chad, pero no lo dijo. No revelar jamás todo lo que uno no entiende, ni siquiera a los aliados. Esperó.

—Hay dos problemas —dijo Chad—. Mejor dicho, tres. Si el virus muta antes de que estemos listos, ya no controlaremos su propagación. El programa de distribución del teledirigido, como bien sabes, fue cuidadosamente diseñado pata eludir la atención científica o militar todo el tiempo posible. Eso ya no estará bajo nuestro control.

—Ya no lo está —replicó Jennifer—. Kelvin-Castner tropezó por casualidad con un campo de pruebas Vividor. Ya lo sabes.

—Es verdad. Pero no se han presentado en el CDC ni en Brookhaven. Al menos, todavía no lo han hecho. En segundo lugar, tan pronto como el virus se vuelva viable fuera del cuerpo, instituciones como Kelvin-Castner podrán estudiar las proteínas originales, y no solamente los efectos secundarios sobre el cerebro. Eso les posibilitará avanzar en el hallazgo de una vacuna, o incluso de un antídoto.

—Pero dijiste que encontrar todo eso sería muy difícil, incluso después de que el virus fuera directamente transmisible…

—Oh, lo será, lo será —aseguró Chad—. Pero no queremos darles la menor ventaja a los Durmientes. En tercer lugar, si el virus puede mutar de esta manera, con una probabilidad del 38,72 %, y yo sólo lo descubrí por casualidad… ¿qué más es capaz de hacer? ¿Y lo sabe Strukov?

—No se lo digas —sugirió Jennifer rápidamente—. Y no le preguntes nada. No hay manera de saber si responde la verdad.

Chad asintió con un gesto. Jennifer, cavilando, contempló el panel transparente que tenía a sus pies. Estrellas frías, remotas, nítidas… pero de cerca, se recordó, eran una desordenada conjunción de colisiones violentas.

—Quiero que el resto del equipo se entere de esto, Chad. Aunque has hecho bien en mostrármelo primero a mí, y en destruir los modelos. —Sanctuary tenía sus propios exploradores informáticos adolescentes. En general, a Jennifer eso le gustaba. Representaban la futura generación de científicos de sistemas, y cuanto más ingeniosa fuera su técnica, mejor. Pero no en esta oportunidad—. Tenemos que diagramar una nueva agenda de distribución mucho más rápida.

—¿Los peruanos podrán acelerar la creación del hardware?

—No lo sé. Ahí estriba la verdadera dificultad. —Estaba segura de que Strukov podía asumir cualquier cambio de planes—. Voy a poner a Robert y a Khalid a trabajar en eso.

—Muy bien —dijo Chad. Jennifer advirtió que se había tranquilizado. Su propia calma lo había contagiado. Como se suponía que debía ser.

Chad sostuvo la puerta para que ella pasara, pero Jennifer negó con la cabeza.

—Me quedaré un rato —dijo.

Chad asintió y cerró la puerta.

Jennifer contempló el enmarcado panel del suelo. La Tierra empezaba a aparecer ante la vista. Había nubes sobre el océano Pacífico. Tan hermosa. Tan traicionera, tan enferma desde el punto de vista moral. Pero de todas formas hermosa.

Volvió a acometerle el súbito deseo de ver una vez más la tumba de Tony Indivino, en los montes Allegheny de Nueva York. Tony Indivino, el hombre al que había amado de joven como a nadie más desde entonces. Tony, que había sido asesinado por los Durmientes, no sin antes haber concebido Sanctuary, el seguro refugio para todos ellos…

Jennifer apartó el pensamiento. Tony había muerto. Lo que estaba muerto, ya no existía. No se podía permitir que lo que ya no existía controlara la vida de nadie, ni siquiera momentáneamente. Permitirlo era arriesgarse a caer en la sensiblería y en sentimientos poco prácticos.

Tony estaba muerto. Nadie que estuviera muerto tenía ya importancia para Jennifer.

Nadie.

—Te aconsejo que leas los informes —le dijo Will—. Al menos una vez.

—No —respondió Jennifer. Se apartó ligeramente de Will, en la cama que compartían—. Y ya te pedí que no volvieras a mencionar ese tema.

—Sé que me lo pediste —replicó Will en tono inexpresivo.

—Entonces, haz el favor de respetar mi voluntad.

Will apoyó el codo sobre la cama y la miró.

—Tú llevaste adelante el proyecto del neurofármaco, Jennifer. Eso implica que deberías estar al corriente de todos los factores. Las repercusiones de La Solana son un factor. El equipo del FBI y la CIA han determinado que la bomba realizó una trayectoria desde un lugar de las Rocosas, tal como esperábamos. Están analizando cada molécula de materia, allá arriba. Al menos deberías comprobar los informes que hemos obtenido de sus sistemas…

Jennifer se levantó de la cama. En un único y grácil movimiento, se puso una austera bata de color claro. Salió de la habitación.

—¡Jennifer! —llamó Will, y Jennifer oyó su ira, esa lamentable ira que lo debilitaba tanto como participante del proyecto y como aliado—. ¡Jennifer… no puedes seguir fingiendo que La Solana no era real! ¡Ha pasado!

Sí, ha pasado, pensó Jennifer, cerrando la puerta del dormitorio para no oír las palabras de Will. Tiempo pasado. Ya estaba. No había ninguna razón para seguir pensando en ello. Lo que estaba acabado no era más real que lo que nunca había existido. No existía ninguna diferencia.

La pequeña sala de estar —todas las viviendas personales de Sanctuary eran pequeñas—, estaba a oscuras.

—Las luces —ordenó Jennifer. Últimamente, no le gustaba la oscuridad. A veces le parecía vislumbrar una figura en los ángulos de los cuartos a oscuras, una figura de cuerpo bajo y macizo, con una alborotada cabellera oscura, sujeta por una cinta roja. La figura no era real, por supuesto. No existía.

Por lo tanto, no había existido nunca.