19
Lizzie se hundió aún más en las sombras del edificio. El clan se encontraba justo a la vuelta de la esquina. No, no era un clan: un clan tenía reglas, órdenes y benevolencia hacia el prójimo. Éste era apenas un… no sabía qué.
La escoria de la Tierra, ellos, oyó en el interior de su cabeza, y era la voz de su madre. ¿A quién se había referido Annie? A nadie parecido a esta gente; no había habido nadie así en East Oleanta ni en Willoughby County. Lizzie no lograba recordar a quién había llamado «escoria» Annie. No recordaba nada de nada. Estaba demasiado asustada.
—Mi turno, yo —dijo una voz de hombre—. Apártate de ella, tú.
—No tengas tanta prisa, tú, ya voy… Es toda tuya.
Una tercera voz lanzó una carcajada.
—No nos has dejado gran cosa, ¿verdad, Ed? Espero que Cal no las prefiera demasiado vivarachas, él.
—¡Mierda, ya casi ni respira, ella!
—Ya verás como sí. Venga ya, Cal.
—¡Cristo!
—Vas último, tú, y encontrarás la cubierta empapada.
Lizzie tanteó su cinturón, con el tranquilizador bulto del estuche de su escudo personal. El escudo estaba en funcionamiento. Podía ver su tenue resplandor alrededor de sus manos. Esos hombres no podrían hacerle daño, aunque la atraparan. Todo lo que podrían hacer sería golpear el escudo a su alrededor, con ella dentro, como una salchicha en su envoltura. Lizzie recordó la salchicha. Annie solía prepararla. Salchicha… ¿qué hacía ella pensando en una salchicha? Esa chica, allá fuera, estaba siendo… y no había nada que Lizzie pudiera hacer para ayudarla. Ni siquiera podía ayudarse a sí misma escondiéndose dentro del edificio tras el que se ocultaba. El edificio, como tantos otros abandonados en el terraplén del gravicarril, estaba protegido detrás de un escudo de energía-Y. Apretó con fuerza su propio escudo contra el del edificio.
La otra chica lanzó un grito.
Lizzie cerró los ojos, pero seguía viendo a la joven detrás de los párpados cerrados. Se imaginaba toda la escena: la chica maniatada y desnuda en el suelo, los cuatro hombres, los demás miembros del clan algo apartados. Otras mujeres, indiferentes ante lo que estaba pasando, porque la chica había sido raptada de otra tribu y no era una de ellas. Y niños, mirando a los cuatro hombres, con curiosidad…
¿Cómo podían? ¿Cómo podían?
—Ya basta —dijo uno de los hombres—. Vamos, alejémonos, nosotros.
—Espera un poco, Ed. Los viejos necesitan tiempo, ellos.
Un estallido de risotadas.
¿Qué pasaría si uno de los niños curiosos rodeaba el edificio y la veía? Tal vez pudiera atraparlo y golpearlo antes de que avisara a los demás.
No, no podía. Un niño pequeño, como llegaría a ser Dirk al cabo de unos pocos años… no podía. De todas formas, ¿hasta qué punto era impenetrable el escudo personal? Había estado utilizando el de Vicki durante dos semanas, y no lo sabía con certeza. Mantenía alejados a los insectos, los mapaches, la lluvia y las zarzas. Ésas eran las únicas pruebas a las que lo había sometido.
—¡Vamos, Cal! —gritó uno de los hombres—. ¡Nos vamos, nosotros!
Lentamente, el clan se dispersó, dejando atrás el edificio de Lizzie. Diecisiete, veinte, veinticinco. Usaban chaquetones harapientos, y llevaban lonas y jarras con agua. Nada de conos de energía, ni terminales que ella pudiera distinguir. Cuatro niños pequeños mugrientos, pero ningún bebé. Cuando estuvieron fuera de su vista, Lizzie se aventuró a dar la vuelta al edificio.
La chica estaba muerta. De su garganta cortada manaba sangre que empapaba el suelo. Tenía los ojos abiertos, y su rostro estaba contorsionado por el terror y la súplica. Parecía tener la edad de Lizzie, pero era más menuda, y tenía el cabello más claro. En una de las orejas llevaba un diminuto pendiente en forma de corazón.
No puedo enterrarla, pensó Lizzie. La tierra estaba dura; hacía una semana que no llovía. Lizzie no tenía con qué cavar. Y si se quedaba más tiempo allí, no le quedarían fuerzas para cruzar el puente. Oh, Dios, ¿y si esa gente también lo hacía? ¿Si la atrapaban cruzándolo?
No. No permitiría que eso ocurriera. No era tan indefensa como esa pobre chica. Y no sería una buena idea enterrarla, aunque pudiera. El clan de la joven tal vez iría a buscarla, y sería mejor que supieran lo que le había sucedido, antes que preguntarse toda la vida si aún seguiría viva. Sería intolerable. Si se tratara de Dirk…
Apartó de su mente el horroroso pensamiento, y de rodillas sobre el terreno ensangrentado, desató las manos y los pies de la chica de las estacas que los sujetaban. Sacó las estacas del suelo; al menos les ahorraría eso a los compañeros de la joven. Agradecida porque el escudo personal le evitaba el contacto con la sangre, Lizzie levantó el cuerpo y lo arrastró hasta la sombra del edificio. Lo hizo rodar contra la cúpula-Y, y le cubrió el torso con una camisa que sacó de su propia mochila que ató alrededor de su cintura para evitar que el viento se la llevara.
Luego partió hacia el puente antes de que oscureciera, pues de noche tendría demasiado miedo para hacerlo,
Sabía exactamente dónde se encontraba. Aunque no se atrevía a usar su terminal para abrir una comunicación de cualquier tipo que pudiera ser rastreada, sí podía utilizarlo para acceder a la biblioteca de cristales, incluso a los atlas detallados. Estaba en Nueva Jersey, en el terraplén técnico del gravicarril del senador Thomas James Corbett, Por supuesto, el gravicarril había dejado de funcionar durante las Guerras del Cambio. No obstante, los edificios protegidos aún estaban allí, probablemente con los trenes dentro, y nada podía destruir las líneas mismas del nivel magnético. Dos brillantes líneas paralelas de un material que Lizzie no supo identificar seguían todo el camino desde Willoughby County hasta allí. Corrían a lo largo del puente que atravesaba el río Hudson hacia Manhattan; según el atlas, irían hasta el Central Park, y luego directamente hasta una entrada a nivel de la tierra en el enclave de Manhattan Este.
¿Y después, qué?
Primero tenía que llegar allí.
Lizzie contempló el puente y luego el cielo. Faltaban cerca de tres horas para el crepúsculo. Podía cruzar al amparo de la penumbra y ocultarse al otro lado. El armazón del puente brindaba escasa protección. Era estrecho, no tendría más de tres metros de anchura, sin salientes ni soportes visibles. ¿Cómo se mantenía en pie? Probablemente lo hiciera con el mismo sistema del gravicarril. A Lizzie no le interesaban demasiado la física ni la ingeniería; sólo los ordenadores. Aun así, obtendría toda la información posible antes de cruzar.
El Hudson resplandecía bajo el sol. En la orilla, medio oculto por un terraplén, Lizzie encontró un claro cubierto de hierba. Bebió agua del río, desactivó el escudo y se desnudó. Mientras yacía sobre la tierra, alimentándose, alzó la cabeza varias veces para asegurarse de que no se acercaba nadie. El sol acariciaba su piel desnuda, pero no se permitió disfrutar de la sensación. En cuanto su bioquímica Cambiada indicó saciedad, se puso de pie de un salto, volvió a vestirse, y activó nuevamente el escudo. Luego se dedicó en cuerpo y alma al trabajo con su ordenador. Para el atardecer, sabía todo lo que figuraba en su biblioteca de cristales acerca del Terraplén del Gravicarril en memoria de la gobernadora Samantha Deborah Vélez.
En el extremo oriental del terraplén, protegida por las densas sombras de un edificio, Lizzie aguzó el oído. Una hora atrás había oído que alguien atravesaba el puente. Sin embargo en ese momento no se veía a nadie, y todo lo que oyó fue el chillido de las gaviotas y el chapoteo del río contra la costa. Se puso a gatas y comenzó a avanzar por el puente, procurando pasar lo más inadvertida posible.
El puente tenía dos kilómetros y medio de largo.
La noche cayó antes de lo que Lizzie había calculado. La oscuridad era una cubierta, por supuesto, pero tenía miedo de gatear a lo largo del puente a oscuras. No de caerse, sino de… ¿de qué? Sólo tenía miedo. De todo.
No, no era miedo. Ella era Lizzie Francy, la mejor manipuladora de datos del país, la única Vividora que había tratado de disputarles el poder político a los Auxiliares. No tendría miedo. Sólo las personas como su madre tenían miedo de todo, incluso antes del neurofármaco.
Quédate en casa, niña, donde debes estar, tú. Otra vez la voz de Annie. Dios, sería feliz cuando hubiera crecido lo suficiente para no seguir escuchando la voz de su madre dentro de su mente. ¿Cuántos años tendrían que pasar para eso?
Entonces oyó algo más. Gente que cruzaba el puente desde el lado de Manhattan.
Lizzie gateó hacia delante aún más rápido. Ya distinguía la luz, una brillante antorcha de energía-Y oscilando a lo lejos. ¿A qué distancia? El viento debía de estar soplando en dirección a ella; le trajo sus risas. Risas de hombres.
Llegarían pronto, pronto, había pasado un rato desde que el último…
En medio de la oscuridad, sintió la pequeña protuberancia del borde del puente, que servía para efectuar reparaciones. Los técnicos sujetaban sus flotadores en ella, y luego activaban el escudo de energía que aumentaba temporalmente el ancho del puente para facilitar la maniobrabilidad. En caso necesario, los escudos soportaban el peso de toneladas de equipo. También podían adherirse a cualquier ángulo. Lizzie había leído acerca del tema en su biblioteca de cristales… lo que no incluía los códigos de activación. Tampoco se había atrevido a abrir una línea satelital para entrar en el sistema de la corporación del gravicarril y averiguar la información.
Ahora no le quedaba más remedio.
—Sistema activado —susurró—. Oh, Dios… volumen mínimo.
—Terminal activado —le respondió el ordenador, también en un susurro.
Trabajó todo lo rápidamente que pudo, murmurando frenéticamente al terminal, sin perder de vista la antorcha que estaba más adelante. Parecía haberse detenido. El viento le traía palabras ocasionales. Voces airadas… una discusión. Bien. Dejemos que discutan, dejemos que peleen, dejemos que se arrojen unos a otros del puente… ¿y si la arrojaban a ella? No sabía nadar.
Quédate en casa, niña, donde debes estar, tú.
—Vía 74, código J —intentó Lizzie. Vamos, vamos… Tenía que ser un código simple, tal vez uno industrial, fácil de recordar para las dotaciones rotativas de técnicos. Sin demasiadas contingencias ni cambios automáticos que en una emergencia podrían convertirse en un obstáculo. Tenía que ser algo más bien sencillo, nada de alta seguridad…
Lo tenía.
La antorcha había vuelto a ponerse en movimiento. Lizzie cogió el terminal, y lo puso a sus espaldas. Apoyó una mano sobre la protuberancia, y pronunció el código. Silenciosamente —¡gracias a Dios, era sin sonido!—, el puente se expandió sobre el agua, una transparente plataforma de energía que desaparecía entre las sombras.
Lizzie vaciló. ¡Parecía tan insustancial! Si gateaba sobre ella, y la dejaba caer en el río que corría más abajo… pero eso no iba a suceder. La energía-Y era lo más seguro y lo más sólido que había perdurado desde los viejos tiempos, antes de las Guerras del Cambio, cuando la vida era segura.
Las voces se cristalizaron en palabras: «Apresúrate… Dónde… nunca se puede… Janey, querida…»
No serían peligrosos. Serían personas normales que cruzaban el puente. O podrían ser como esos animales del terraplén técnico. Lizzie volvió a mirar el escudo casi invisible, cerró los ojos y rodó sobre él. Susurró el código y sintió cómo se curvaba el escudo, se movía y la hacía girar, hasta colocarla debajo del puente, para su inspección y reparación.
Lizzie abrió los ojos con cautela. Se encontraba debajo del armazón del puente, que estaba lleno de salientes y paneles. Probablemente, algunos fueran terminales. Por primera vez, no sintió deseos de entrar en esos sistemas. Pasó una mano a lo largo del borde del escudo de energía que la sostenía, tratando de encontrar el lugar donde éste se unía al puente. Por lo que pudo sentir, todo el escudo se había doblado prolijamente hacia abajo, sólo detectable desde arriba si alguien escudriñaba en la oscuridad en busca de una extensión del puente creada por un campo de energía.
Por encima de ella, pasó el grupo de personas.
Aguardó varios minutos hasta que se extinguió toda vibración del puente. Luego pronunció el código para que la extensión se volviera a replegar, y a continuación el otro código que le ordenaba cerrarse.
Hacia el este del puente, el gravicarril se dividía. Una línea corría hacia el sur, a lo largo de la costa oeste de Manhattan, sobre una angosta línea de tierra situada entre el río y la cúpula del Enclave de Manhattan Este. La otra viraba hacia el norte, para rodear el enclave y, finalmente, Central Park. Lizzie sabía que en esa dirección se encontraban las ruinas de la Nueva York Vividora. Ya no eran muchos los que vivían allí; la espuma premoldeada destrozada y la piedra caída no proporcionaban mucho con qué alimentarse. Los que permanecían allí solían ser peligrosos.
No tenía alternativas. Ése era el camino hacia la casa del doctor Aranow. Envuelta en su escudo personal, Lizzie se ocultó debajo de un matorral hasta la mañana. Estaba bastante segura de que no la verían, pero tardó mucho en dormirse.
A la luz del día, Nueva York era peor de lo que había imaginado. Jamás había visto nada semejante. Sí, en realidad, sí, en esos holos históricos que Vicki había insistido en que estudiara en su software educativo, antes de ser lo bastante madura para imponer su criterio y estudiar sólo el software que le apetecía. Los holos mostraban lugares como éste: altas pilas quemadas de escombros, cubiertas de maleza. Calles tan obstruidas que no se podía saber en qué dirección corrían. Trozos de metal retorcido, separados por zonas de vidrios oscuros hechos añicos, en las que alguna arma había reducido todo a una irreconocible mezcla fundida. Lizzie siempre había creído que los holos habían sido diseñados, como el software de literatura que Vicki le había obligado a estudiar. O, en todo caso, creados por ordenador.
Pero esta ciudad en ruinas era real.
Se movió con cuidado entre los peligrosos escombros, prestando atención. Oyó algunas voces. Inmediatamente se escondió, temblando, hasta que los hombres terminaron de pasar. No llegó a verlos, lo que la alegró mucho.
La gente vivía en algunos de los edificios destruidos. Vio a una mujer que llevaba agua del río, a un hombre trenzando una cuerda, a un niño Cambiado persiguiendo una pelota. Y luego vio a un bebé sin Cambiar, llevado por una niña de unos diez años.
La niña Cambiada estaba sucia, medio desnuda, con el pelo mugriento. Pero su piel brillaba de salud, y trepó decididamente sobre una pila de basura, con el bebé sujeto a su pecho. Él —¿ella?— parecía tener cerca de un año, la misma edad de Callie, la hija de Sharon. Pero las piernas de este niño se veían encogidas y débiles, tenía el vientre hinchado y los brazos como palillos. En la pierna observó una llaga supurante. Cuando la niña lo bajó, lanzó un gemido y levantó los brazos, que casi de inmediato volvieron a caer, indefensos, a los costados.
Muy pronto todos los bebés serían así, si Miranda Sharifi no preparaba más jeringuillas del Cambio y si Sanctuary diseminaba el neurofármaco del miedo. Todos como este niño.
La niña lo dejó en el suelo y el bebé cayó de lado. Sus huesos carecían de fuerza.
Lizzie se alejó de los niños. Habría sido mejor esperar hasta que abandonaran la zona, pero no podía. Con gran cuidado, comenzó a atravesar Manhattan, manteniendo el rumbo por el gravicarril, aunque tuvo que doblar hacia el norte para eludir a la gente. Hacia el sur, tanto delante como detrás de ella, pudo divisar las torres de Manhattan Oeste y de Manhattan Este, separadas por la amplia extensión del parque. Las torres resplandecían al sol, y rutilantes destellos de color brillaban en sus terrazas, bajo los escudos de energía-Y de los enclaves. Desde entradas invisibles, situadas en las invisibles cúpulas, circulaban raudamente los coches aéreos.
Hacia la media tarde, había alcanzado la entrada a nivel del norte del enclave de Manhattan Este.
Lo rodeaba una villa en ruinas dentro de la ciudad en ruinas. De los que Lizzie suponía eran los edificios originales de espuma premoldeada, la mitad estaban intactos y vacíos, rodeados por escudos impenetrables. El resto se reducía a escombros, quemados, o bombardeados, o hechos pedazos por la mera fuerza bruta. En toda la zona, la gente había construido chozas de tablones, desechos de espuma premoldeada, láminas de plástico, incluso de piezas de robots rotos. Bueno, por todas partes las tribus se arreglaban con lo que encontraban. Pero estas chozas estaban destruidas y en ruinas —algunas mal reparadas, otras ni siquiera eso—, como si se hubiera producido una segunda Guerra del Cambio. Y una tercera, y una cuarta.
Lizzie no vio a nadie, pero sabía que la gente estaba allí: una fogata apagada, pero con los rescoldos aún ardiendo; un sendero transitado, libre de malezas; un ramito de flores silvestres frescas, dejado por algún niño… Y, lo más asombroso de todo, un cuadro enmarcado de un hombre ataviado con ropas muy anticuadas, con rígidos volantes en el cuello y los puños, sosteniendo en sus manos una especie de libro enjoyado. ¿Cómo había llegado eso hasta allí? Lizzie permaneció oculta, manteniendo a la vista la entrada del enclave, y esperó.
De pronto sonó una campanilla.
De inmediato la gente salió apresuradamente de sus escondites detrás de los escombros, fuera de las chozas, incluso de los túneles subterráneos. Vividores, pero vestidos de una manera que Lizzie jamás había visto. Llevaban ropas de Auxiliares: botas, camisas ajustadas, pantalones y chaquetas suntuosas, pero sólo de forma fragmentaria, nadie tenía un conjunto completo. Las personas —mujeres, niños, unos pocos hombres—, no parecían peligrosos. Se reunieron alrededor de la entrada del enclave. La campanilla volvió a sonar.
Si Lizzie quería ver qué pasaba, iba a tener que reunirse con ellos. Sigilosamente rodeó a la pequeña muchedumbre. Todos apestaban, pero nadie le prestó especial atención. Era evidente que no formaban un verdadero clan, donde todos se conocían y permanecían unidos. Eran apenas un patético puñado de personas. A empujones, se abrió paso hasta el frente del grupo.
La cúpula del enclave era de un gris opaco hasta una altura de cinco metros, y después se volvía transparente. Probablemente los habitantes del enclave no querían que los Vividores los espiaran, estropeándoles la vista de sus bonitos jardines. La puerta de acceso, un mero esbozo negro en el campo de energía gris, desapareció de repente. Todos se precipitaron al interior del enclave.
¡No podía ser tan fácil!
No lo era. Dentro había otra cúpula sellada, llena de… ¿qué? Pilas de ropa, cajas llenas de cosas. Lizzie vio una muñeca con la cabeza rota, algunos platos que no formaban juego, una caja de madera rayada, algunas mantas. Entonces comprendió. Los Auxiliares del Enclave de Manhattan Este estaban deshaciéndose de los enseres que ya no querían.
La gente arrebató los objetos de las pilas, de las cajas, de todas partes. Se produjo un breve forcejeo, pero no hubo verdaderas peleas. Lizzie observó muy atentamente, tratando de verlo todo, tanto la estructura de la cúpula como los desechos. Ropa, cuadros, juguetes, ropa de cama, floreros, muebles, objetos de plástico… nada electrónico ni de energía-y, que pudiera convertirse en un arma. En tres minutos la cúpula quedó vacía, y todos los Vividores se fueron, con sus regalos de segunda mano.
Lizzie aguardó, mientras su corazón comenzaba a marcar un lento martilleo en el pecho.
—Por favor, abandone la cúpula —dijo una voz robótica grave—. La dádiva de hoy ha terminado. Por favor, abandone la cúpula.
Lizzie se quedó donde estaba, tanteando su escudo personal.
—Por favor, abandone la cúpula. La dádiva de hoy ha terminado. Por favor, abandone la cúpula.
Fuera, alguien gritó algo ininteligible. Los Vividores quedaron paralizados durante un horrorizado momento y luego echaron a correr.
—Por favor, abandone la cúpula. La dádiva de hoy ha terminado. Por favor, abandone la cúpula.
Entonces, casi sin darse cuenta, Lizzie se encontró fuera. La pared trasera de energía la había empujado hacia el exterior sin más, y luego se cerró tras ella a tanta velocidad que Lizzie se cayó al suelo de bruces.
Los Vividores todavía gritaron y corrieron, desapareciendo dentro de sus cuchitriles y madrigueras. Algunos no fueron lo suficientemente veloces. La banda de asaltantes —en su mayoría hombres, aunque contaba también con algunas mujeres— cayó sobre ellos y comenzó a apoderarse de los desechos Auxiliares, golpeando a la gente, gritando y aullando a medida que pateaban a las personas en el cuerpo y la cara con sus pesadas botas robadas.
Lizzie rodó de vuelta hacia la cúpula que acababa de expulsarla. En ese momento comprendió por qué las chozas habían sido repetidamente destruidas, repetidamente reconstruidas. El precio por vivir cerca de las dádivas del enclave era que otros pudieran arrebatarlas, con diversos grados de perversidad.
Se puso de pie tambaleándose y comenzó a deslizarse a lo largo de la cúpula. Fue inútil: era el blanco más visible y mejor equipado que había a la vista. Dos hombres convergieron sobre ella.
—¡La mochila! ¡Cógela, Tish!
No eran dos hombres, sino un hombre y una mujer, una mujer tan corpulenta y alta como un hombre. Con ojos color violeta bajo unas espesas pestañas. Genemodificada.
Los bellos ojos Auxiliares miraron con malicia a Lizzie; la mujer trató de aferrarla, y tropezó con el escudo de seguridad.
—¡Mierda! ¡Está protegida, ella! —La voz era la de una Vividora auténtica.
Tish la superaba en peso, al menos por veinte kilos. Golpeó a Lizzie a ambos lados y la muchacha se sintió caer contra la cúpula de energía para luego deslizarse hacia abajo. Se agachó, quejándose, buscando a tientas dentro de su bota. A su lado, Tish cayó de rodillas, con sus ojos violeta brillando ante el placer de la tortura, y comenzó a sacudirla por el cuello, como un perro con un hueso.
—Ya que no puedo entrar allí, yo… todavía puedo sacudirte hasta romperte el cuello, dentro de tu seguro escudito…
Lizzie sacó de la bota el cuchillo de Billy para despellejar conejos y lo empujó hacia arriba, y luego hacia abajo del esternón de la mujer.
Había afilado el cuchillo todos los días, durante las largas horas diurnas en las que se ocultaba. Con todo, le sorprendió comprobar lo difícil que resultaba atravesar músculos y cartílago con la hoja. Siguió empujando hasta que la larga hoja quedó enterrada hasta la empuñadura.
Los hermosos ojos de Tish se abrieron desmesuradamente. Cayó pesadamente sobre Lizzie, rodeándola con los brazos.
Lizzie la apartó de un empujón y echó una mirada ansiosa a su alrededor. El hombre que le había ordenado a Tish apoderarse de la mochila de Lizzie se encontraba del otro lado del campo, enzarzado en una pelea con uno de los pocos hombres que habían permanecido con vida cerca del enclave. El socio de Tish parecía estar ganando. Y por allí rondaban otros asaltantes; en pocos instantes algún otro volvería a atacar… Lizzie sólo disponía de unos pocos minutos.
No vaciló. Si lo pensaba, jamás sería capaz de hacerlo. Pero Tish era demasiado pesada para que Lizzie pudiera levantarla; no podía transportar ese cuerpo musculoso… sin embargo, no necesitaba el cuerpo completo.
Temblando, Lizzie se arrodilló junto a Tish y sacó de la mochila la cucharilla de plata que había hurtado del comedor del doctor Aranow. Había tenido la vaga y extraña idea de que, una vez dentro del enclave, podría mostrársela al sistema doméstico y convencer a Jones de que ella pertenecía a ese lugar, extremo altamente improbable. Pero en ese momento tomó el párpado derecho de Tish entre el pulgar y el índice de la mano derecha, lo mantuvo abierto y deslizó la cucharilla por debajo del globo ocular. Jadeando, lo separó de su cavidad. Luego extrajo el cuchillo del cuerpo de Tish; inmediatamente, la sangre salió a borbotones y fluyó por encima de su escudo de energía. Lizzie pasó el cuchillo por los nervios y músculos del ojo, los seccionó y extrajo el ojo de la cuenca.
Se volvió, tanteando en busca de la línea negra de la puerta de acceso al enclave. La sangre corría por las superficies del escudo de la cúpula y del de ella. Incrustado en el marco de la puerta de acceso había un explorador de retina, programado para admitir el acceso de cualquier configuración genemodificada. Una medida de emergencia: un técnico podía ser atrapado fuera, un adolescente temerario podía quedar a la intemperie. Lizzie se había enterado al manipular los datos.
Apoyó el ojo de Tish contra el explorador de retina, y la puerta exterior se abrió. Luego se cerró tras ella, justo en las narices de los asaltantes que clamaban por su muerte.
Lizzie cayó, casi desvanecida, al suelo, y se sintió acometida por las náuseas. No podía vomitar; hacía semanas que no se alimentaba por la boca. Tampoco le quedaba tiempo. ¿Cuánto rato se mantendría un ojo muerto lo suficientemente fresco para engañar al explorador de retina? Esa información no figuraba en las bases de datos.
Tambaleante, sostuvo el ojo violeta genemodificado de Tish contra el segundo registro de retina. La puerta interior se abrió y Lizzie entró a trompicones.
Estaba dentro de Manhattan Este.
Más concretamente, estaba dentro de alguna clase de depósito, con robots de maquinaria pesada inmóviles contra las paredes. Bien. Nada de robots policías hasta que dejara el edificio, que debía de estar fuertemente protegido y cerrado. Eso podía esperar. Lizzie se quedó tendida en el suelo hasta que recuperó el aliento.
Cuando logró ponerse en pie de nuevo, desactivó su escudo personal. La sangre de Tish se escurrió hasta el suelo. Luego, volvió a activarlo y entonces se dio cuenta de que seguía sosteniendo el ojo en la mano. No estaba sanguinolento; toda la sangre estaba en el cuchillo que acababa de sacar del cuerpo de Tish.
Tish jamás había usado sus ojos genemodificados para entrar en el enclave. ¿Por qué no? Tenía que haber sabido qué era. Pero al intentar quitarle la vida, Lizzie había intuido la razón para el exilio de Tish. Sus manos habían rodeado el cuello de Lizzie; su cuerpo se había apretado con fuerza contra el de ella. A través de las ropas de la mujer, Lizzie había sentido las gruesas protuberancias, situadas en los sitios equivocados, el esternón deformado, las costillas asimétricas. El esqueleto de Tish debía de haber salido mal desde la misma matriz. Desnuda, sin duda había tenido un aspecto grotesco. Lizzie pensó en la insistencia de los Auxiliares en la perfección física, y cuánto tiempo debía de haber vivido Tish con los Vividores para adquirir ese acento. Vicki solía decir que el odio hacia uno mismo era la peor clase de odio. Hasta entonces, Lizzie no había entendido lo que quería decir Vicki.
Se estremeció y dejó caer el ojo violeta. Sintió que se le revolvía el estómago. Pero aun así, no lo podía dejar allí, tirado, para que lo encontrara un robot de mantenimiento. Se obligó a recogerlo y se lo guardó en el bolsillo.
Entonces se puso a navegar pacientemente en el sistema de seguridad de las cerraduras del depósito.
Tardó casi media hora. Cuando hubo terminado, entró en el Enclave de Manhattan Este. Permaneció en una calle inmaculada, bordeada por flores genemodificadas, largas formas azules, gráciles, que se inclinaban hacia ella. Lizzie dio un salto hacia atrás, pero las flores eran suaves, inofensivas. El aire olía de maravilla: humo de leña, hierba recién cortada, y fragancias que no logró identificar. Las torres de Manhattan brillaban bajo el sol del crepúsculo, con las paredes exteriores programadas para duplicar sutilmente los colores del cielo. Desde alguna parte llegó el lejano ulular (¿artificial?) de las lechuzas.
Había personas que realmente vivían en medio de este orden y belleza. Cada día. Lo hacían de verdad. Lizzie, aterrorizada, exhausta, fascinada, de pronto se sintió al borde de las lágrimas.
No había tiempo. Un robot policía se acercó, zumbando, hacia ella.
Frenéticamente, buscó en su bolsillo el ojo de Tish. Se había ablandado y había adquirido una consistencia ligeramente pegajosa. Volvió a sentir náuseas. Sostuvo esa cosa asquerosa contra su ojo derecho, manteniendo cerrado el izquierdo, pero el robot ni intentó siquiera realizar una exploración de retina del deteriorado ojo violeta. De alguna manera había advertido que ella no pertenecía a Manhattan Este. Lizzie alcanzó a ver la niebla que caía en rocío sobre su cara, lanzó un grito, y cayó de espaldas sobre las flores genemodificadas, que envolvieron amorosamente sus miembros paralizados con sus suaves pétalos.