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La complejidad de la humanidad en su actual nivel de desarrollo hace necesario dar un paso más. Cuando se habla del equilibrio entre el yo y el nosotros, tal vez parece que existe un solo plano de integración al que los seres humanos pueden aludir diciendo «nosotros». En el pasado —con toda certeza en la remota Edad de Piedra, cuando los seres humanos estaban agrupados en grupos reducidos de cazadores y recolectores nómadas, ocupados principalmente en buscar alimentos— hubo, de hecho, un nivel de desarrollo en el que las sociedades humanas poseían un único plano de integración. Toda expresión lingüística dotada de la misma función que la palabra «nosotros», así fuera un nombre propio, tenía una única capa. En la estructura actual de la sociedad humana, por el contrario, la expresión «nosotros» —y con ella, en un sentido más amplio, también la actitud social de los individuos— posee múltiples capas. La utilidad del concepto de equilibrio entre el yo y el nosotros como herramienta de la observación y la reflexión puede incrementarse si se toma en cuenta esta multiplicidad de capas que posee el concepto de «nosotros». Estas múltiples capas se corresponden con los múltiples planos de integración interrelacionados que caracterizan la sociedad humana en su actual nivel de desarrollo.
Decir que con la palabra «nosotros» se puede hacer referencia a círculos familiares o de amigos, a pueblos o ciudades donde estos residen, a agrupaciones estatales nacionales, a agrupaciones posnacionales, esto es, a agrupaciones continentales de varios Estados nacionales, o a toda la humanidad, es dar sólo unos pocos ejemplos de los posibles referentes de la palabra «nosotros». Es fácil advertir que la intensidad de la identificación con estos distintos planos de integración varia mucho de un plano a otro. Generalmente, el compromiso expresado con el empleo del pronombre «nosotros» suele adquirir su máxima intensidad cuando este remite a la familia, la población o región de residencia y la pertenencia a un Estado nacional. La carga emocional de la identidad del nosotros decrece cuando se trata de formas de integración posnacionales, como las agrupaciones de Estados africanos, latinoamericanos, asiáticos o europeos. La función del plano de integración superior, la humanidad, como unidad referencial de la identidad del nosotros es quizá cada vez más importante. Pero no es una exageración decir que para la mayoría de la gente el papel de la humanidad como marco de referencia de la identidad del nosotros es prácticamente nulo.
Cuando nos preguntamos por los motivos de esta diferente carga emocional que despierta cada uno de los distintos niveles de integración, es útil tener en cuenta el hecho de que estas cargas emocionales pueden variar. La familia, en tanto que marco de referencia de la identidad del nosotros, sigue siendo, sin duda, un grupo humano que, en lo bueno como en lo malo, atrae sobre sí una carga afectiva relativamente elevada, un intenso compromiso de los individuos que pertenecen a ella. Pero el matiz del sentimiento ha cambiado radicalmente debido al profundo cambio estructural de la relación del individuo hacia todo grupo social posible, pero especialmente hacia la familia. En las etapas iniciales del desarrollo social la relación hacia aquello que hoy llamamos familia, es decir, hacia el grupo de parentesco de mayores o menores dimensiones, era para el individuo algo completamente inevitable. Durante mucho tiempo, los seres humanos pertenecían a sus respectivas familias pasara lo que pasara. Sólo en el caso de las mujeres, generalmente poseedoras de menos poder, esta pertenencia a una familia podía alterarse por medio de una boda. La firmeza de los lazos familiares se debía en gran parte a la importantísima función de la familia o, según el caso, del clan, como unidad de supervivencia. El profundo cambio que ha sufrido la identidad del nosotros y, por consiguiente, la carga emocional hacia la familia descansa en buena medida sobre el hecho de que la familia ya no es inevitable como grupo principal de la identidad del nosotros. Llegado a una cierta edad, el individuo se separa de su familia sin que esto suponga un menoscabo de sus posibilidades físicas o sociales de supervivencia.
Quizá podría decirse que esta mayor abundancia de relaciones temporales o, en cualquier caso, potencialmente alterables entre personas particulares es también, en general, una de las características estructurales de sociedades estatales más recientes; característica que, junto con el empuje de la individualización, desempeña un papel determinante en estas sociedades. Muchas veces la mayor flexibilidad de las relaciones, unida a una reducción del desequilibrio de poderes (no confundir con igualdad de poder), empuja a las personas a hacer una especie de inventario, un examen de sus relaciones, que es al mismo tiempo un examen de sí mismas. Así, tienen que plantearse con mayor frecuencia la pregunta: ¿Cómo es nuestra relación? Puesto que todas las formas de relación del espectro, incluidas la relación hombre-mujer y la relación padres-hijo, son relativamente variables y, en todo caso, no son inevitables, la tarea de configurar una relación recae en mayor medida sobre quienes participan en ella.
El mayor carácter temporal de muchas relaciones en forma de nosotros, que en etapas anteriores solían tener el carácter de una coerción externa permanente e inevitable, hace que el yo, es decir, la propia persona, aparezca con mayor intensidad como lo único permanente, como la única persona con la que se puede convivir durante toda la vida. No resulta difícil advertir esto cuando se examinan distintos niveles de integración. Muchas relaciones familiares que antes eran para la mayoría de los seres humanos inevitables, permanentes y coercitivas, tienen hoy el carácter de una unión voluntaria y revocable que, por consiguiente, plantea mayores exigencias a la autorregulación, a la capacidad de autocoerción de las personas implicadas; y esto atañe a los dos sexos por igual. También van en esta dirección los cambios de las relaciones laborales; muchas ocupaciones profesionales remuneradas se han convertido en intercambiables en las sociedades más desarrolladas[20]. Incluso la ciudadanía, la pertenencia a un Estado, se ha convertido en algo intercambiable dentro de ciertos límites. Todo este desarrollo ha contribuido, pues, a que, particularmente en los países más desarrollados, el equilibrio entre el yo y el nosotros se haya inclinado a favor del yo[21]. Ahora el ser humano particular depende mucho más de sí mismo en lo que concierne a la forma de las relaciones que entabla y a la continuación o finalización de estas. Junto con el carácter menos permanente de las relaciones, su carácter más intercambiable constituye una forma particular de la actitud social. Esta estructura de las relaciones exige de las personas particulares una mayor precaución, formas más conscientes de autorregulación, una disminución de la espontaneidad en el actuar y el hablar, en lo concerniente al establecimiento y manejo de las relaciones.
Pero esta configuración social de las relaciones humanas no ha extinguido la necesidad elemental que todo individuo tiene de calor y espontaneidad en su relación con otros. No ha hecho desaparecer el deseo de seguridad y estabilidad de la afirmación emocional de la propia persona a través de los demás, ni su contrapartida, la necesidad de convivir con otras personas con las que se está a gusto. La gran diferenciación de la sociedad, que va de la mano de una gran diferenciación de las personas particulares, con una marcada individualización, conlleva una enorme multiplicidad y variabilidad de las relaciones personales. Una de sus variedades, no poco común, está marcada por el conflicto, antes mencionado, del yo carente de un nosotros: un anhelo de calor, de afirmación emocional de otras personas y a través de otras personas, ligado con la imposibilidad de ofrecer emociones espontáneas. En estos casos la costumbre de guardar precaución y cautela al entablar relaciones no anula el anhelo de dar y recibir calor y de lazos afectivos en la relación con otras personas, pero sí la posibilidad de hacerlo. Algunas personas no pueden hacer frente entonces a las exigencias que les plantea una intensa afirmación emocional a través de otras personas. Buscan y desean esa afirmación, pero han perdido la capacidad para responder con espontaneidad y calor cuando alguien les sale al encuentro.
En suma: el movimiento individualizador que puede observarse en, entre otras cosas, ciertas transformaciones del grupo de parentesco y, por ende, también de la familia, en el sentido estricto de la palabra, posee en ciertos aspectos un carácter paradigmático. Quizá pueda comprenderse mejor si se recuerda que en el pasado, en niveles de desarrollo iniciales, el grupo familiar constituyó para los individuos la unidad de supervivencia elemental e indispensable. De hecho, la familia no ha perdido por completo esa función, sobre todo para con los niños. Pero en épocas más recientes el Estado —y en los últimos tiempos especialmente el Estado parlamentario, con determinadas y mínimas instituciones de bienestar social— ha asumido esa y otras muchas funciones de la familia. Primero bajo la forma de un Estado monárquico absolutista y luego bajo la forma de un Estado unipartidista o multipartidista, el plano de integración estatal ha asumido para un número cada vez mayor de personas el papel de unidad de supervivencia primaria, aparentemente indispensable y permanente.