B) Las estatuas pensantes

1. Muchas veces se observa que las discusiones en torno a la relación entre individuo y sociedad tienen como base, implícita o explícita, una idea que puede resumirse de la siguiente manera: «Lo que realmente se puede ver son seres humanos particulares. Las sociedades no se pueden ver. No se las puede percibir con los sentidos. Por tanto, no cabe decir de ellas que existen y son “reales” en el mismo sentido o en la misma medida en que se puede decir de los seres humanos particulares que las componen. Todo lo que pueda decirse sobre formaciones sociales remite, en último término, a seres humanos particulares y a sus manifestaciones o productos».

De acuerdo con esta postura de base, mucha gente llega al convencimiento de que todas las afirmaciones sobre fenómenos sociales son, en el fondo, generalizaciones hechas a partir de observaciones de individuos; y de tanto en tanto se deja oír que no sólo las afirmaciones sobre tales fenómenos, sino también los fenómenos mismos, las sociedades y todas las formaciones sociales particulares como tales son únicamente abstracciones. «Está muy bien —podría decirse— representar las formaciones sociales simplemente como relaciones entre seres humanos particulares. Pero, como sólo es posible percibir con los sentidos a estos últimos, ¿no procede todo lo que puede afirmarse sobre tales relaciones, indirectamente, de observaciones hechas sobre seres humanos particulares? Puesto que las relaciones no pueden percibirse directamente como tales, ¿cómo sería posible estudiarlas? Y, modificando la conocida pregunta kantiana, ¿cómo son posibles las ciencias sociales, en general?».

Así, pues, al considerar uno de los problemas fundamentales de las ciencias sociales se nos plantean preguntas que guardan un cierto parentesco con problemas de la teoría clásica del conocimiento. En ambos casos, la reflexión tiene como punto de partida la idea de que todos nuestros conocimientos son primariamente conocimientos referentes a cuerpos particulares o, en todo caso, a fenómenos corporales perceptibles por los sentidos. Uno de los problemas fundamentales que se plantean aquí es la cuestión de cómo adquirimos nuestros conocimientos referentes a todas las relaciones, no perceptibles por los sentidos, entre los cuerpos particulares. En el primer caso, esta pregunta apunta al origen de nuestro conocimiento en torno a relaciones entre personas particulares; en el segundo, al origen de nuestro conocimiento acerca de objetos extrahumanos y sus transformaciones, por ejemplo, su relación como causa y efecto.

La similitud en el planteamiento de estos problemas no es en modo alguno casual. En uno y otro caso este planteamiento está en relación con una forma particular de la autoconciencia y de la concepción que se tiene del ser humano. Pero normalmente no se es consciente de que esta es una forma, un tipo particular de la conciencia de uno mismo y de otras personas. La mayoría de las veces esta forma particular de conciencia se presenta ante el observador sencillamente como algo natural y humano, como la forma de autoconciencia humana, como la concepción que los seres humanos tienen de sí mismos siempre y en todo lugar.

Es posible que al mismo tiempo se sepa que ha habido y hay otros tipos de percepción de uno mismo y de los demás. Es posible que se sepa que la forma de la autoconciencia y de la concepción del ser humano que nos es propia y familiar no surgió hasta muy tarde en la historia de la humanidad, que surgió primero, lentamente y por un tiempo relativamente breve, en círculos limitados de la Antigüedad, y luego, desde el llamado Renacimiento, en las sociedades occidentales. No obstante, generalmente parece como si fuera la única manera realmente normal y sana de percibirse a uno mismo y a otras personas, la manera que, a diferencia de otras, no requiere explicación. Aún hoy parece hasta tal punto algo evidente, que resulta muy difícil escapar de su enraizamiento en la propia conciencia, ponerse, por así decirlo, frente a ella y verla como algo nuevo y sorprendente.

Por otra parte, mientras no se pueda hacer esto, se corre el peligro de caer en dificultades insuperables en la resolución de cuestiones tanto prácticas como teóricas, tanto en el actuar como en el pensar. Ciertamente, la crítica de la autoconciencia, la demanda de una revisión de formas fundamentales de la experiencia del propio yo y del yo ajeno que prevalecen en la sociedad propia despiertan, por buenas razones, una oposición. El esquema básico de la concepción que se tiene de uno mismo y de otras personas es una de las condiciones más elementales para que uno pueda orientarse entre personas y, al menos en el círculo de la sociedad propia, entenderse con personas. Cuando este esquema es puesto en entredicho, la seguridad propia se ve amenazada. Lo que era cierto se convierte en incierto. Uno se siente como alguien que de pronto ha caído al mar y no tiene tierra firme a la vista. Suposiciones evidentes, ideas fundamentales del pensamiento, que se asumen sin mayor reflexión con las palabras del lenguaje propio, forman parte de los imprescindibles medios de orientación sin los cuales se pierde todo sostén, del mismo modo que se pierde la posibilidad de orientarse en el espacio si las señales claves habituales que determinan nuestras expectativas de observación resultan ser inseguras y engañosas. Pero sin arriesgarse un tiempo en el mar de la inseguridad no se puede escapar de las contradicciones e insuficiencias de una certeza engañosa.

Puede ayudar a proyectar una luz más clara sobre la singularidad de la concepción propia del yo y del ser humano el mirar esta retrospectivamente en el espejo de la concepción del yo y del ser humano que ha estado una y otra vez, a través de los siglos, en la base de las disputas en torno a la solución del problema del conocimiento.

Piénsese, por ejemplo, en el primer hombre que planteó, de manera paradigmática, el problema del saber y del conocimiento más o menos en la forma en que se ha conservado hasta nuestros días, en Descartes. Es muy conocida la frase que suele ir ligada a su nombre: «Pienso, luego existo». Pero esta frase sólo da una idea pálida y mal entendida de la concepción del yo y del ser humano que subyace a las meditaciones cartesianas. Para comprender esta concepción es necesario recordar, por lo menos a grandes rasgos, algo del proceso del pensamiento, del período de incertidumbre y duda que atravesó Descartes antes de volver a pisar tierra firme en la nueva certeza de que el hecho indudable de su propia reflexión dejaba también fuera de toda duda la existencia de su propio yo.

Descartes se preguntó en primer lugar si acaso existía algo de lo que se tuviera la certeza absoluta de que no podía ser puesto en duda bajo ninguna circunstancia. En la vida social, constató, debía de haber muchas ideas que eran cualquier cosa menos ciertas, pero que se presentaban como algo tan cierto como los Evangelios. Así, decidió dedicarse a buscar lo absolutamente cierto, dejando de lado todas las concepciones sobre las que pudiera caer la menor sombra de duda. «Todo lo que he aprendido —decía—, todo lo que sé, lo he aprendido de o a través de percepciones sensoriales. Pero ¿sé puede realmente confiar en los sentidos? ¿Puedo estar seguro de que estoy aquí, sentado junto a la estufa caliente, envuelto en mi camisón y sosteniendo este trozo de papel con la mano? ¿Puedo estar completamente seguro de que estas son mis manos y este es mi cuerpo? Es cierto, veo mis manos; siento mi cuerpo. Pero —dijo la voz discordante de la duda— ¿acaso no existen personas que se creen reyes cuando en realidad son mendigos? ¿No hay acaso gente que está convencida de que su cabeza es de loza y su cuerpo de cristal? ¿No es posible que Dios haya dispuesto las cosas de manera tal, que yo crea que veo el cielo y la tierra y crea que poseo un cuerpo tridimensional, cuando en realidad nada de eso existe? O, si Dios no ha hecho tal cosa, ¿no es tal vez posible que un espíritu maligno me esté engañando con ilusiones falsas, y que yo sienta, vea y oiga todas estas cosas cuando en realidad no existen? No es posible —se dijo—, descartar esta posibilidad». Y, sintiéndose así impulsado a rechazar por dudosa e insegura toda idea sobre sí mismo y sobre el mundo, cayó finalmente, como otras personas sometidas al insoportable peso de la duda, en una oscura desesperación. Le parecía que en este mundo no existía nada seguro, nada de lo que no se pudiera dudar.

«Así, pues —escribió—, debo considerar la posibilidad de que el cielo y la tierra, todas las formas del espacio, no sean nada más que ilusiones y fantasías que un espíritu maligno tiende como trampas para mi fe. Imaginaré que yo mismo no poseo ojos y manos, ni carne, sangre o sentidos, pero que erróneamente creo poseer todo eso».

Sólo después de haber errado un tiempo por el túnel de la incertidumbre y de haber sometido todas sus experiencias a la prueba de fuego de sus radicales dudas, vio finalmente un destello de luz. Por mucho que la duda lo royera y amenazara destruir toda certeza, había algo, un hecho, del que no se podía dudar: «¿Sería posible —se dijo— que finalmente me convenciera de que yo mismo no existo? No, yo existo. Pues puedo convencerme de que soy capaz de pensar y de dudar de algo».

Aquí reside el núcleo de esta forma particular de autoconciencia: las percepciones sensoriales, y por consiguiente el saber referente a entidades corporales, incluido el propio cuerpo, pueden ser algo dudoso y engañador. Pero de lo que no se puede dudar, concluyó Descartes, es de que se duda. «Es imposible que yo piense que no pienso. Y es imposible que yo piense sin que exista».

La concepción del yo humano con que aquí nos topamos y el modo de plantear problemas que esta entraña son mucho más que juegos mentales de un filósofo aislado. Son en gran medida característicos de la transición, que se hizo perceptible en la época de Descartes, desde concepciones del ser humano y su mundo de fuerte raigambre religiosa hacia concepciones más secularizadas. Y, con toda certeza, esta secularización del pensamiento y de la acción humanos no fue obra de una o unas personas. Se operó en relación con transformaciones específicas del conjunto de las condiciones de vida y relaciones de poder dentro de las agrupaciones sociales de Occidente. A un nivel individual las reflexiones de Descartes constituyen un paso característico en esa dirección. Señalan de forma paradigmática los singulares problemas con que se encontraron los seres humanos al reflexionar sobre sí mismos y sobre la certeza de la imagen que tenían de sí mismos cuando el esquema básico eclesiástico-religioso de la percepción del yo y del mundo se abrió a las dudas y perdió su carácter evidente. Este esquema básico, la concepción en la que el ser humano se veía a sí mismo como parte de un universo creado por Dios, no desapareció, pero perdió su posición central y dominante en el pensar del hombre. Mientras mantuvo esa posición, aquello que las personas percibían por los sentidos, aquello que se podía comprobar mediante la reflexión y la observación, desempeñó, en el mejor de los casos, un papel secundario en los interrogantes, en los pensamientos y percepciones de los seres humanos. Los interrogantes que más preocupaban los corazones apuntaban hacia algo imposible de descubrir mediante observaciones hechas con ayuda de los órganos sensoriales y reflexiones apoyadas en la información proporcionada por el empleo metódico de los ojos y oídos, como, por ejemplo, el destino del alma o la finalidad de los seres vivos en el marco de la creación divina. Las personas sólo podían hallar respuestas a preguntas de este tipo con ayuda de renombradas autoridades de una u otra índole, con ayuda de escritos sagrados o de hombres piadosos —en suma, mediante una revelación directa o indirecta—. Las observaciones individuales ayudaban en muy escasa medida, y la reflexión individual ayudaba sólo en tanto que servía para interpretar a una u otra autoridad reveladora. Y, conforme a esto, los seres humanos también se percibían a sí mismos como parte de un invisible reino del espíritu. Podían sentirse inmersos en una jerarquía de seres, cuyo nivel más bajo lo constituían las plantas y los animales, mientras los ángeles se encontraban en el nivel más elevado y Dios mismo ocupaba la cima. O quizá se percibían a sí mismos como una especie de microcosmos, cuyo devenir estaba ligado al del macrocosmos de la creación. Fuese cual fuese la forma particular en que se manifestara, el esquema básico de esta concepción del ser humano y del universo conllevaba que aquello que podía ser percibido sensorialmente sólo adquiría importancia y sentido a través de algo que no podía ser hallado y confirmado ni por la reflexión individual ni por observaciones individuales.

El pensamiento de Descartes tuvo como condición previa un cierto relajamiento y pérdida de poder de las agrupaciones sociales e instituciones que sustentaban este modo de pensar tradicional. En el pensamiento de Descartes se refleja el grado creciente en que la gente de su tiempo empezaba a advertir que el ser humano es capaz de explicar contextos naturales y utilizarlos con fines humanos, sin recurrir a autoridades de la Antigüedad o de la Iglesia, empleando únicamente las propias observaciones y aptitudes intelectuales. Y este descubrimiento, o, en vista de la labor previa y la ayuda prestada por pensadores de la Antigüedad clásica, este redescubrimiento del propio yo como un ser capaz de adquirir certezas sobre relaciones fenoménicas sin necesidad de recurrir a autoridades, empleando únicamente la reflexión y la observación propias, empujó al primer plano de la concepción que los seres humanos tenían de sí mismos a su propia capacidad de pensamiento —llamada, de manera objetivante, «inteligencia»— y a sus propias posibilidades de percepción —los «sentidos».

2. Quizás hoy, cuando todas esas ideas se han convertido en algo absolutamente cotidiano, no resulte sencillo ponerse en aquella situación, cuando estos descubrimientos empezaban lentamente, y sin duda no sin fuerte oposición, a manifestarse como algo nuevo en la actividad intelectual del ser humano. Pero retroceder a la época en la cual lo que hoy es casi evidente poseía aún el brillo y la frescura de lo inusual puede servirnos para advertir con mayor claridad y nitidez algunas particularidades de nuestras propias concepciones fundamentales del universo y de nosotros mismos, los seres humanos, concepciones que hoy, puesto que estamos tan acostumbrados a ellas, generalmente se quedan en el umbral de la clara conciencia. Esta visión retrospectiva pone a la luz de la conciencia el hecho de que la imagen que hoy en día tienen de sí mismos, sobre todo, los seres humanos de las sociedades pioneras europeo-americanas —por ejemplo, en tanto que se consideran ellos mismos y a los seres humanos en general como seres que únicamente pueden llegar a la comprensión del conjunto de fenómenos mediante la actividad intelectual personal, mediante la observación y la reflexión individual— no es en modo alguno una imagen del hombre que sea evidente en sí misma, que, por así decirlo, exista a priori No es algo que pueda entenderse de forma aislada, independientemente del contexto social de experiencias, de la situación global de aquellos que se perciben a sí mismos de esa manera. Se formó como síntoma y como factor de un cambio específico que, como en todos los casos similares, afectó al mismo tiempo el contexto funcional de los tres agentes coordinadores fundamentales de la vida humana: el carácter y la posición del ser humano particular dentro de su grupo social, la estructura de este grupo social y la relación de los seres humanos sociales con los fenómenos del universo extrahumano. En una mirada retrospectiva puede apreciarse con mayor claridad cuán estrechamente ligada estuvo esta transición desde un pensar todavía principalmente basado en autoridades hacia un pensar más autónomo —cuando menos en lo referente a los fenómenos naturales— al creciente empuje del individualismo en la Europa de los siglos XV, XVI y XVII. Paralelamente se desarrolló la transición desde un modo de formación de la conciencia más dependiente de autoridades «externas» hacia uno más autónomo e «individual». En una mirada retrospectiva puede apreciarse con mayor nitidez cuán estrechamente ligada estuvo esta nueva forma de autoconciencia a la creciente comercialización y formación de Estados, al ascenso de capas cortesanas y burguesas más ricas, y, no en último término, también al poder, cada vez mayor, de los seres humanos sobre el curso de acontecimientos naturales extrahumanos.

De hecho, al hacer cada vez más descubrimientos sobre los fenómenos naturales, los seres humanos descubrieron también nuevas cosas sobre sí mismos. No sólo aprendieron cada vez más a adquirir certezas respecto a contextos naturales utilizando la reflexión y observación metódicas; también empezaron a verse a sí mismos cada vez más como seres capaces de adquirir tales certezas por medio de la reflexión y observación propias e individuales. La imagen que tenían del universo se transformó, y se transformó asimismo la imagen que tenían de sí, su concepción del ser humano; también en lo referente a sí mismos estaban menos inclinados a aceptar la concepción tradicional postulada por las autoridades. Se examinaron con mayor profundidad en el espejo de su conciencia, se observaron, reflexionaron sobre el ser humano de manera más consciente y metódica. En suma, accedieron a un nuevo nivel de autoconciencia. Ambos conjuntos de cambios, los de su imagen del universo extrahumano y los de su propia imagen, estuvieron muy estrechamente ligados. Y el problema cartesiano, el problema de la «teoría del conocimiento» en general, no era más que una forma de manifestarse esta nueva imagen del hombre.

3. Esto no significa que las personas inmersas en los mencionados cambios tuvieran conciencia de esas transformaciones en el mismo sentido en que podemos tenerla hoy en día, viéndolas a distancia. Que se esté en condiciones de advertir cómo —aproximadamente a partir del Renacimiento— se formó y fue, poco a poco, solidificándose en algo evidente el esquema básico de la autoconciencia y de la concepción del ser humano que todavía prevalece en nuestros días, que sea posible volver a escapar de ese carácter evidente y contemplar esa forma de autoconciencia que ahora parece evidente, esa concepción del ser humano que ahora parece universal y eterna, como algo que se ha formado y se forma dentro de una sucesión determinada, en conexión con el más amplio contexto social de experiencias, es ya índice del lento avance hacia un nuevo nivel de autoconciencia.

Los seres humanos de las sociedades europeas estaban, desde el Renacimiento, en condiciones de alcanzar un nivel más elevado de autoconciencia en comparación con el de sus antecesores medievales. Y la creciente capacidad para verse a sí mismos, por así decirlo, desde lejos, tomando el sol como centro del universo, en lugar de considerar ingenuamente y sin cuestionarlo que la tierra, y con esta también ellos mismos, era el centro del universo —en una palabra, la «revolución copernicana»—, fue no menos sintomática del nuevo nivel de autoconciencia al que esas personas estaban accediendo lentamente.

Pero ahora el ser humano se encuentra en camino hacia un nivel de autoconciencia aún más elevado; está aprendiendo a capturar la propia imagen en el espejo de la autoconciencia, pero también, y al mismo tiempo, en otro espejo más amplio y más distanciado. Como antes el auge de las ciencias de la naturaleza, así también ahora el rápido desarrollo de estas y el auge de las ciencias sociales y humanas son al mismo tiempo motor y síntoma de este cambio.

Ciertamente, sería preferible poder hablar simplemente de un ensanchamiento del saber del hombre respecto a sí mismo. Pero, aunque no es incorrecto, este modo de formular la cuestión no resulta suficiente; no se ajusta del todo a los hechos. El proceso de adquisición de conocimientos, el continuo incremento de los conocimientos humanos fundados en hechos, la mayor aproximación de las concepciones y procedimientos humanos a aquello que la observación crítica muestra como real, toda la transformación de las formas de percepción humanas a lo largo de generaciones —y, por tanto, también a lo largo de la vida de las personas particulares— no es en todos los casos simplemente un ensanchamiento y un aumento unidimensional, por decirlo así. No se trata únicamente de una creciente acumulación de conocimientos empíricos, ideas o métodos del pensamiento y la investigación que, digamos, se encuentran en un mismo plano, como patatas sobre un plato.

Existen también diferentes planos de observación —comparables, por ejemplo, a las diferentes perspectivas que tenemos de la gente que camina por la calle según estemos paseando entre ella o la contemplemos desde el primer piso de un edificio, desde el quinto piso o desde un avión—. De vez en cuando, por ejemplo a finales de la Edad Media o en nuestra propia época, desde finales del siglo XVIII, y, de manera análoga, también en sociedades contemporáneas de Asia o África, se puede observar, junto a un constante ensanchamiento del saber social y una transformación específica de la vida social, el descubrimiento de una visión más amplia o más elevada (como se prefiera), una visión característica de un nuevo plano de conciencia.

La especial dificultad que esta circunstancia opone a la comprensión y la descripción radica en que las visiones propias de los otros planos de conciencia no desaparecen sin más ni más. La comparación con las perspectivas del paseante y del aviador no es del todo correcta. Los seres humanos están constituidos de tal manera, que —para seguir con la metáfora— pueden percibirse directamente a sí mismos y a otros como paseantes y, al mismo tiempo, también pueden ver desde este o aquel piso de un edificio cómo ellos mismos y otros van y vienen paseando por la calle; y tal vez también sean capaces, y al mismo tiempo, de ver desde la perspectiva del aviador las formas y figuras que ellos mismos forman junto con otros al pasear por la calle y al asomarse por las ventanas de los edificios.

Sociedades más simples —y, siempre, niños de todas las sociedades— ofrecen aún hoy ejemplos de seres humanos que todavía no poseen la capacidad de verse a sí mismos y a sus compañeros de grupo desde lejos, como espectadores asomados a la ventana de un edificio, al mismo tiempo que, por así decirlo, están actuando en la calle. Ciertamente, también ellos poseen conciencia de sí mismos y de otras personas, pero aún viven y actúan directamente en el trato y la relación con los otros. Todavía no tienen acceso a una forma de experiencia y a un mundo conceptual que hace posible que el ser humano tenga también conciencia de sí mismo como algo exterior e independiente de su propio grupo, como una persona hasta cierto punto enfrentada a su propio grupo. No son «individualizados» en el sentido que puede asumir esta palabra cuando se alude a personas de sociedades más complejas. Podríamos estar tentados de decir que son conscientes sin ser autoconscientes. Pero, si bien esta fórmula hace blanco en un aspecto importante de la realidad aquí tratada, en un sentido estricto no es en modo alguno suficiente. Pues, según parece, todos los grupos sociales que han sobrevivido en un estado poco complejo hasta nuestros días poseen vocabularios que incluyen, junto al concepto de «nosotros», conceptos que se corresponden con nuestros «yo» y «tú»; y se debe considerar, cuando menos como hipótesis, la posibilidad de que alguna vez existieran grupos humanos en los que tampoco los adultos podían realizar el acto de autodistanciamiento necesario para referirse a uno mismo como «yo» y a otros como «tú». Por otra parte, es muy posible que personas de muchas comunidades contemporáneas más simples, e incluso de algunas algo más complejas, no sean capaces de realizar el acto de distanciamiento necesario para percibirse a uno mismo no sólo como «yo», sino también como posible «tú» para otras personas que, a su vez, pueden referirse a sí mismas como «yo»

El ejemplo más sencillo de las numerosas capas que posee la conciencia en el otro extremo del desarrollo humano se encuentra en determinados ámbitos de la literatura. Piénsese, por ejemplo, en la evolución de la novela desde la segunda mitad del siglo XIX. En los escritos en prosa de siglos anteriores —y sin duda no sólo en los escritos en prosa— la atención del escritor se dirige sobre todo a relatar al lector lo que hacen determinadas personas, lo que sucede. Poco a poco, la atención empieza a concentrarse no sólo en el relato de lo que sucede, sino también en cómo viven los acontecimientos personas que se encuentran inmersas en ellos. Así, por ejemplo, describen un paisaje y, al mismo tiempo, describen también el llamado «paisaje interior», en el sentido estricto o amplio de la palabra —le paysage intérieur Describen encuentros de personas y, al mismo tiempo, también la «corriente de conciencia» —the stream of consciousness— de las personas que se encuentran. Pero, cualesquiera que sean las frases hechas que se empleen en este contexto, el cambio puesto de manifiesto en la literatura no fue, simplemente, un cambio limitado a la literatura. La particular sensibilidad de los escritores permitió que, como tropas avanzadas de la sociedad, por decirlo así, percibieran y dieran forma a cambios que se operaban en el ámbito más amplio de las sociedades a las que pertenecían, en la convivencia misma de las personas. De no haber sido así, no habrían encontrado lectores que los comprendieran y apreciaran. Estas formas literarias son, de hecho, índice de la lenta ascensión hacia un nuevo plano de conciencia que se observa en una serie de sociedades. Y lo que aquí se discute no es, en el fondo, sino un intento de ayudar a la descripción de este nuevo nivel de la autoconciencia y de la concepción del ser humano, que lentamente está apareciendo en el horizonte de la mano de los nuevos descubrimientos de los seres humanos sobre sí mismos como individuos, como sociedades y como formas naturales.

4. Una de las dificultades que uno encuentra en ese intento guarda relación con el hecho de que apenas existen estudios sistemáticos, a largo plazo, de tales cambios en la historia de las sociedades y en la de personas particulares, ni modelos teóricos convincentes de esta evolución hacia una mayor multidimensionalidad de los actos de conciencia. Expresiones como «transición hacia otro plano de conciencia» quizá tengan cierto regustillo hegeliano para los entendidos. Y, hablando muy en general, puede decirse que las palabras de uso corriente de las que uno se sirve cuando intenta expresar de modo hasta cierto punto suficiente aquello que lentamente va surgiendo ante la mirada, están inevitablemente ligadas a todo tipo de prejuicios y asociaciones lingüísticas que deforman y falsean la visión.

Así, no es difícil pensar que la idea de la existencia de una serie de niveles en los cambios de la visión que los seres humanos tienen de sí mismos y de su mundo es simplemente producto de una fantasía especulativa; o que implica la concepción de una evolución automática y predeterminada, de una sucesión históricamente necesaria, de un mejoramiento y un progreso evidentes, de un autodesarrollo del espíritu individual; o que incluye la idea, a la que suele aludirse mediante palabras como «relativismo» e «historicismo», de que con la instauración de una nueva perspectiva de la conciencia se consideraría falso y perdería su significado todo aquello que los seres humanos experimentaban, pensaban y decían anteriormente.

No es este el caso. La concepción de una multidimensionalidad de aquello que, objetivándolo, denominamos «conciencia» surge del esfuerzo por esbozar un andamiaje mental con cuya ayuda sea posible estudiar observaciones muy específicas y que pueda servir de guía e hilo conductor de observaciones posteriores. Es una concepción que permite y requiere la comprobación y revisión basadas en consiguientes investigaciones empíricas. Que tenga un regustillo hegeliano es señal únicamente de que, en varios respectos, Hegel siguió la huella a fenómenos susceptibles de comprobación empírica, si bien él mismo entremezcló estos fenómenos en la estructura de su sistema especulativo de manera que resulta difícil distinguir en su discurso aquello que es susceptible de ser comprobado empíricamente de aquello que simplemente constituye su metafísica personal y, al mismo tiempo, también una voluntaria justificación del orden social en el que vivía. Y tal vez al realizar esta mezcla disuadió a otros de seguir la huella que él había encontrado.

Quizá la manera más sencilla de mostrar esta huella en pocas palabras sea hacer referencia a una particularidad elemental de la experiencia humana: los seres humanos poseen la capacidad de saber que saben; son capaces de reflexionar sobre su propio pensamiento y de observar qué y cómo observan. Pueden, bajo determinadas condiciones, subir un peldaño más y verse a sí mismos como seres que saben, tener conciencia de que saben de ellos mismos que son seres que saben. Dicho en otras palabras, son capaces de subir por la escalera de caracol de la conciencia de un piso, desde el que hay una vista específica, a otro, desde el que hay otra vista concreta, y, simultáneamente, pueden mirar hacia abajo y verse a sí mismos detenidos en otros niveles de la escalera de caracol. Además, la perspectiva —la visión y el entendimiento— característica de esos otros niveles se integra, en una u otra forma, en la del nivel propio; si bien sus particularidades no son las mismas en personas a quienes les parece algo evidente que en personas que adquieren esa perspectiva siendo capaces de observarla desde un plano de conciencia más elevado, desde un cierto distanciamiento. Cuánto se puede transitar por esta escalera de caracol, cuánto se puede subir y cuánto se puede bajar, es algo que no depende sólo de las capacidades, de la estructura de la personalidad y de la inteligencia de las personas, sino también del estadio de evolución y de la situación global del grupo social al que estas pertenecen. Esto último conforma el marco de acción, con sus límites y sus posibilidades; de aquellas depende el desarrollo o el desperdicio de estas posibilidades.

5. Lo que estaba sucediendo en la época de Descartes era la transición hacia un nuevo nivel de autoconciencia. Las dificultades con que el mismo Descartes, con que más de uno de sus contemporáneos y sucesores se toparon durante este camino procedían, en buena parte, de que no podían armonizar las características que, desde esta escalera de caracol, advertían en sí mismos cuando se veían como sapientes y pensantes, con las que advertían en sí mismos cuando se veían simplemente como objetos de la reflexión y la observación humanas. Consideraban las distintas capas, desde las que se veían a sí mismos como sapientes y como sabidos, como distintos componentes de ellos mismo.

Así, por ejemplo, en el pensamiento de Descartes cobra expresión la experiencia de sí mismo de un hombre que, por una parte, empieza a contemplarse como a un pensador y observador independiente de las autoridades, cuya reflexión depende sólo de él, y, por otra parte, se ve también como parte de lo observado, como un cuerpo entre otros cuerpos. Pero con las herramientas de pensamiento de que disponía era todavía difícil que lograra superar teóricamente ese doble papel de observador y observado, de sapiente y sabido, de sujeto y objeto del pensamiento y del conocimiento. De uno u otro modo, los dos papeles se presentaban en cierta medida como distintos tipos de existencia o incluso como entidades separables. O, en todo caso, al hablar y pensar se empleaban conceptos formulados como si se tratara de cosas distintas y quizás incluso de cosas independientes una de otra. Y esta tendencia a pensar y hablar de papeles y funciones conceptualmente diferenciables pero inextricablemente ligados, como si se tratara de cosas y entidades separadas, ha sido característica de toda una época. Podría decirse que a la primera Edad Media, de orientación teológico-religiosa, le siguió una segunda Edad Media, de orientación metafísica, en cuyos modos de pensar y hablar desempeñaron un papel destacado funciones y emociones objetivadas. Este es un ejemplo.

Como observador, el ser humano particular se encontraba frente al mundo, en cierta medida, libre y separado; se distanciaba hasta un cierto punto tanto del mundo de las cosas inertes como del de los seres humanos y, por ende, también de él mismo. En su calidad de observado, el hombre se sentía como una parte del devenir natural y, en el estadio del pensamiento en tiempos de Descartes, esencialmente como una porción del devenir físico de la naturaleza, como un mecanismo de relojería o una máquina que, como otras cosas de esa índole, era aprehendido a través de los sentidos. De acuerdo con esto, en su experimento mental Descartes asumió que su propia existencia, en su calidad de cuerpo, era tan incierta, estaba tan expuesta a dudas absolutas, como todos los otros objetos de los que tenemos noticia por intermedio de los sentidos. Y únicamente en su calidad de hombre pensante, capaz de dudar, se vio a sí mismo como a un ser de existencia indudable. Por una parte, se observaba y percibía a sí mismo de la misma manera en que otros podían observarlo y percibirlo a través de sus órganos sensoriales, de la manera en que podía observarse en un espejo, y, por otra parte, se observaba y percibía de una manera que no le llegaba por mediación de sus órganos sensoriales, esto es, como perceptor, como pensador y observador. Y, al igual que muchas otras personas que accedieron a este nivel de autoconciencia, que se observaban como observadores, que se sabían sapientes, que se pensaban y percibían como pensadores y perceptores, Descartes atribuyó a cada una de las maneras en que se veía una existencia distinta y diferenciada.

Ha sido este tipo de dualismo, el otorgamiento de un carácter separado y absoluto a dos visiones de uno mismo en la autopercepción del hombre, lo que ha determinado durante mucho tiempo los cuestionamientos de la teoría filosófica del conocimiento —tanto más cuanto en amplios sectores de la mayoría de las sociedades occidentales este dualismo ha constituido en creciente medida el esquema básico de la autoexperiencia de los individuos—. Ciertamente, este paso hacia una nueva forma de autoconciencia no ha sido el único. Ya la Biblia describe un paso semejante. En el Paraíso, los primeros padres de la humanidad no eran conscientes de su desnudez; luego comieron del fruto prohibido del conocimiento y se percataron de ella. Aquí está ya expresado de manera muy ilustrativa cuán estrechamente ligada está esta elevación de la autoconciencia con el progreso del conocimiento.

Lo que se hizo patente en tiempos de Descartes fue un avance en esa misma dirección, aunque, por así decirlo, en un nivel más alto de la escalera de caracol. Si, de acuerdo con su educación y modo de vida, en el nivel anterior de autoconciencia los seres humanos se sentían y percibían directamente como miembros de agrupaciones, de grupos familiares o clases, enmarcados dentro de un reino espiritual regido por Dios, en el nuevo nivel de autoconciencia los seres humanos, sin perder por completo la concepción anterior, empezaron a verse y sentirse cada vez más como seres individuales. Según los cambios operados en el modo de vida social y especialmente a causa de la creciente represión de las emociones que ahora requería cada vez con más intensidad observar y pensar antes de actuar —tanto frente a objetos físicos como frente a seres humanos—, se acentuó en la conciencia de las personas particulares y adquirió un mayor valor la idea de su existencia como ser individual, separado de las demás personas y cosas. El acto de distanciarse para observar a otros y a uno mismo se concretó en una actitud constante, despertando en el observador la concepción de sí mismo como un ser con una existencia separada e independiente de todos los otros seres. El acto de distanciamiento en el observar y el pensar se concretó, en la percepción de las personas, en la idea de que el ser humano particular existía distanciado de los demás. Y la función de la percepción, el pensamiento y la observación, que desde un nivel de autoconciencia más elevado puede apreciarse como función del ser humano en su totalidad se presentó de momento objetivada como parte componente del ser humano, como el corazón, el estómago o el cerebro, como una especie de sustancia insustancial interior a la persona; el acto de pensar se concretó en la concepción de una «inteligencia», de una «razón», o, en un lenguaje más antiguo, de un «espíritu». Los dos aspectos del doble papel que desempeña el ser humano ante sí y ante el mundo, el de conocedor de sí mismo y el de conocido por él mismo, el de perceptor de sí y de otros y el de percibido por él mismo y por otros, el de observador separado del universo y el de criatura sumida en el devenir del universo, fueron hipostasiados de tal manera en los usos mentales y lingüísticos que, por así decirlo, se presentaron como objetos distintos —por ejemplo, como «cuerpo» y «espíritu»—, uno de los cuales moraba dentro del otro, como el hueso en la ciruela. De hecho, la tendencia a representar funciones como si fueran objetos fue tan lejos, que la relación entre estas era vista como una relación espacial. La actividad, característica del ser humano, de la observación y el pensamiento, y la correspondiente dilación del actuar, la creciente represión de los impulsos emocionales y la consiguiente sensación de estar separado, de estar frente al universo, se objetivó en la concepción de algo que se podía localizar en el interior de la misma persona, tal como esta se veía en su calidad de objeto observable por su reflexión, en su calidad de cuerpo entre cuerpos.

6. El problema fundamental de la teoría filosófica del conocimiento se correspondía con esta forma de la autoconciencia humana. Partía del otorgamiento de un carácter absoluto a ese momentáneo separarse y distanciarse que es propio de los actos de conocimiento y búsqueda de saber en el nivel que llamamos «científico». Descansaba sobre la concepción de un sujeto cognoscente que estaría frente a los objetos por conocer, en cierto modo apartado y separado de estos por un hondo abismo. El problema residía en cómo podía el sujeto deseoso de conocer franquear ese abismo y adquirir un conocimiento seguro de los objetos. Las respuestas no siempre eran las mismas. Pero, tanto si estas tenían un carácter empirista, como racionalista, sensualista o positivista, el esquema básico del planteamiento de la cuestión se conservó inalterado a través de los siglos hasta nuestros días. Era una de las cosas de la época que poseían un carácter evidente. Bastará extraer un par de ejemplos de los muchos que ofrecen las teorías clásicas del conocimiento para ver con mayor nitidez el carácter particular de este modo de plantear la cuestión, y, al mismo tiempo, también los problemas irresolubles en que el hombre se vio inmerso una y otra vez a causa de esta concepción del ser humano que otorgaba el carácter de objetos a unas funciones humanas específicas.

La postura inicial era siempre idéntica. La experiencia que el ser humano tenía de sí mismo como observador y pensador se objetivaba, en el lenguaje y el pensamiento, en la idea de la existencia de una entidad interna del ser humano, que en cierto modo estaba aislada de todo lo que ocurría fuera de él por los muros de su edificio corporal, y que sólo recibía información de lo que sucedía fuera a través de las ventanas del cuerpo, de los órganos sensoriales. La fiabilidad de esta información, el posible falseamiento de la información al ser transmitida por los sentidos, la existencia de algo allí «fuera», si influye y en qué medida la «cosa que piensa» en nuestro «interior», la res cogitans como la llamó Descartes, sobre aquello que nos llega por los sentidos, alterándolo; todas estás preguntas tenían inevitablemente que ser discutidas una y otra vez cuando se partía de tales presupuestos.

Una serie de filósofos, Berkeley en primer lugar, negaban la posibilidad de demostrar que existiera algo independientemente de la propia percepción. Para Berkeley, la afirmación «esto existe» no significaba realmente más que «yo percibo esto». No indica que algo sucede fuera de mí mismo, sino que algo sucede dentro de mí mismo. Mis órganos sensoriales están estimulados. Eso es todo. Y la única garantía, opinaba Berkeley, que tenía el «yo», metido en su caparazón, de que existiera fuera de él algo constante que se correspondiera de algún modo con su propia concepción de ese algo, era Dios.

Es cierto que esta era una posición extrema en la polémica en torno al conocimiento. Pero quizá precisamente por ser extrema pone de relieve con especial nitidez la concepción del ser humano común a todas las posturas. Ciertamente, otros filósofos mostraban una mayor confianza en nuestros sentidos. Suponían que ojos y oídos nos transmiten una imagen del mundo exterior hasta cierto punto fiable. Según estos, recibimos impresiones sensoriales de los objetos exteriores a nosotros, y de esas impresiones destilamos sencillas nociones de determinadas cualidades de los objetos, como las ideas de color, forma, tamaño y solidez. Esta era, por ejemplo, la postura adoptada por Locke. Pero también a partir de esta postura se choca con algunas dificultades características. Representantes de esta corriente filosófica podrían decir: «Yo puedo percibir algo que es verde, rectangular, sólido y pesado. Pero ¿cómo sé que todas estas cualidades están relacionadas unas con otras como cualidades de un mismo y único ente? Todo lo que me transmiten los sentidos son informaciones sobre determinadas cualidades. Los objetos como tales no se pueden percibir por los sentidos. Así, pues, la cuestión radica en cómo llego a la compleja idea de atribuir un sustrato unitario a un puñado de impresiones sensoriales». Y, de hecho, al llegar a este punto los argumentos de Locke —y de muchos otros que intentaron derivar de su propia experiencia las concepciones que tenían de las cosas— chocaron con considerables dificultades. Partiendo de un esquema básico de la concepción del ser humano que era evidente y compartido incluso por los antagonistas más radicales —la suposición de que existen un «interior» y un «exterior», e impresiones sensoriales como único puente entre ambos—, Locke tomó como punto de partida la idea de que la conciencia, inteligencia, o como se quiera denominar a ese quimérico algo del interior del ser humano, sería como un recipiente originalmente vacío que, gracias a las impresiones sensoriales, poco a poco iría llenándose de conocimientos. La dificultad residía en explicar desde esta perspectiva cómo podía un ser humano llegar a concebir relaciones, y sobre todo relaciones regulares y necesarias, entre impresiones sensoriales particulares, o cómo podía llegar a concebir aquello que provocaba estas impresiones. ¿De dónde se extraían conceptos de relaciones tales como la de igualdad y desigualdad, parte y todo, causa y efecto?

Entre los sucesores de Platón hubo filósofos que dieron respuesta a preguntas de este tipo desde un planteamiento bastante sencillo: esta clase de conceptos e ideas, argumentaban estos filósofos, no podían ser impresiones dejadas en nuestro interior por objetos materiales exteriores. Formaban parte de la dotación natural de nuestra razón o nuestra alma. Algunos representantes de esta corriente ponían el acento en que estas ideas nos eran dadas por Dios; otros, en que eran innatas y formaban parte de la naturaleza humana. Pero, naturalmente, seguía en pie el problema de hasta qué punto podía el ser humano percibir las cosas «exteriores» a través del velo de estas ideas dadas, y percibirlas tal como son independientemente del perceptor —a no ser que, como Leibniz, se buscara salir del dilema suponiendo una armonía preestablecida entre «interior» y «exterior»—. Fuesen cuales fuesen las hipótesis propuestas para resolver el problema, al otro lado se hallaban los escépticos, quienes afirmaban que nada de eso era demostrable. En muchos casos eran sólo la presión de la opinión pública o el poder de la Iglesia y del Estado los que impedían que se dijera abiertamente que todo esto no era, en el mejor de los casos, sino ilusiones reconfortantes disfrazadas con los ropajes de la luz de la razón. Así, por ejemplo, David Hume, con su incorruptible moral e integridad intelectual, se conformó con declarar —muy en consecuencia con sus presupuestos— que no encontraba motivo alguno para afirmar la existencia de una relación necesaria entre impresiones sensoriales particulares. Hasta donde él podía ver, tales concepciones descansaban en la repetición de experiencias, en la costumbre o en la habituación. Y Kant, quien invirtió la extraordinaria agudeza y fertilidad de su pensamiento en el intento por lograr una síntesis de las antinomias, cayó no menos profundamente en el laberinto sin salida de los problemas irresolubles nacidos de los presupuestos comunes de esta polémica en torno al conocimiento. Kant supuso que en nuestro conocimiento del mundo se funden experiencias que nos llegan a través de los sentidos con formas de relación e ideas que existen en nuestra conciencia antes que tenga lugar toda experiencia. Y si bien su discurso representó un considerable perfeccionamiento de la concepción de las ideas innatas, las dificultades elementales continuaron siendo las mismas. Finalmente, también Kant se vio ante el interrogante de si realmente se podían conocer las cosas en sí, tal como son con independencia de las formas preexistentes en la conciencia, o si acaso estas primeras ideas y formas de relación preexistentes, que, según él suponía, son el bagaje eterno e inmutable de la conciencia humana, condenan para siempre al hombre a experimentar los objetos tal como le parecían de acuerdo con este bagaje.

Este es, pues, el estado de la cuestión. En última instancia, la tan prolongada polémica sobre el conocimiento ha girado una y otra vez en tomo a si las señales que el ser humano recibe a través de sus sentidos son relacionadas entre sí y elaboradas por una especie de maquinaria innata llamada «inteligencia» o «razón» y según unas leyes del pensamiento, o si, por el contrario, las ideas que el ser humano se forma gracias a estas señales reflejan sencillamente objetos y personas tal como estos son independientemente de tales ideas. Ha habido posiciones intermedias, soluciones de compromiso, síntesis. Pero todas ellas se encuentran en algún punto del continuo entre esos dos polos.

Y ese esquema básico del planteamiento de la cuestión, común a todos los antagonistas, estaba muy estrechamente ligado al esquema básico de la autopercepción y la concepción del ser humano, a las concepciones fundamentales obvias e indiscutibles que los pensadores tenían de sí mismos y de su relación con aquello que no era ellos mismos.

7. La concepción evidente del ser humano que subyacía a esta polémica filosófica en torno al conocimiento era sin duda distinta a la que desempeñara un papel en la anterior polémica de los grandes filósofos escolásticos. Pero, al mismo tiempo, era una continuación de esta. Más o menos secularizada y concebida ora con, ora sin referencia a Dios, mostraba siempre su descendencia de su predecesora escolástico-religiosa. La concepción de una dualidad de cuerpo y alma, que anteriormente había servido al ser humano como andamiaje teórico para comprenderse a sí mismo y que continuaba vigente en un ámbito determinado, en relación con interrogantes extramundanos referentes a contextos invisibles e inobservables, como el destino del ser humano y de las cosas, se transformó, en lo concerniente al interrogante intramundano sobre la naturaleza del conocimiento de objetos visibles y observables, en la concepción de la dualidad de cuerpo y mente, razón, conciencia, o como quiera llamársele.

«Yo soy una persona —viene a decir, simplificando, este esquema básico— y poseo un cuerpo. Mi cuerpo es algo material, tiene una dimensión espacial y, por tanto, ocupa un lugar en el espacio. Pero mi razón, mi mente, mi conciencia o mi yo, no es algo material ni existe en el espacio. Razón e inteligencia, mente y conciencia, moran en mi cuerpo, pero son diferentes de mi cuerpo». Y es esta extraña concepción de una cosa que, aunque no es espacial, ocupa una posición muy determinada en el espacio, esto es, en el interior de mi propio cuerpo, esta idea de que «yo», o, según el caso, «mi razón», «mi conciencia», «mi mente» mora en el interior de «mi cuerpo» como dentro de una escafandra, lo que determinó que en la polémica acerca del conocimiento incluso posturas diametralmente opuestas asumieran un mismo modo de plantear el problema; esta concepción subyacía, como un andamiaje teórico evidente extraído de la observación de uno mismo, al problema de si acaso, y de ser así en qué medida, las concepciones «internas» se corresponden con los objetos «exteriores». Este es el núcleo de la cuestión. El ser humano se percibía a sí mismo como un sistema cerrado.

Y el «sujeto del conocimiento», tal como aparece bajo los nombres más diversos en las distintas teorías del conocimiento, estaba en consonancia con esta concepción. El modelo sobre el que descansaba era un «yo» particular metido dentro de su concha, al que todo lo que estaba «fuera», bien fueran cosas o personas, sólo se le acercaba posteriormente, como algo desconocido y extraño, y que, al igual que el filósofo en su calidad de observador y pensador, se encontraba solo frente al mundo en busca de una respuesta. Incluso si uno incluía en sus argumentos los pensamientos sobre otras personas, se veía a esas otras personas, básicamente, como un cúmulo de sistemas cerrados, cada uno de los cuales, exactamente igual que uno mismo, miraba desde «dentro» a un mundo que se encontraba «fuera». De acuerdo con el esquema básico de la propia experiencia de uno mismo, no se veía a las otras personas como algo a lo que se le pudiera decir «tú» o «nosotros», sino, si se puede decir así, como una masa de «yos». Y este «yo» del conocimiento, el homo philosophicus de la teoría epistemológica clásica, era, bien visto, un adulto que jamás había sido niño. El problema era cómo podía adquirir saber y conocimientos del mundo una persona «racional», una persona con el aparato mental de un adulto. Los objetivos de la teoría del conocimiento prescindían de la observación de que todo adulto ha sido una vez niño; esto se dejaba de lado como algo irrelevante para el problema de la adquisición del conocimiento.

El problema consistía en cómo puede una persona adulta y dotada de razón adquirir conocimientos sobre las cosas «externas» aquí y ahora. El concepto de desarrollo no estuvo a disposición de las escuelas filosóficas enfrascadas en la polémica en torno al conocimiento aproximadamente hasta principios del siglo XIX, o lo estuvo sólo en forma muy elemental y burda. Era un concepto de relación que aún no había evolucionado suficientemente.

Hume, quien nunca se dejó intimidar por ninguna de las consecuencias a las que le condujo el hilo de su reflexión, expresó esto de manera bastante precisa, en el sentido en que se lo indicaba su postura fundamental. Es no poco instructivo, incluso para comprender el pensar propio, considerar cómo luchó en vano Hume con un problema al que hoy se da respuesta sin mayor reflexión mediante el empleo del común concepto de desarrollo —al menos en la vida cotidiana—; en las disciplinas científicas este concepto todavía comporta muchos problemas no resueltos.

Una persona, se dijo Hume, ha sido una vez un niño y es ahora un hombre. En este sentido ha cambiado, incluso corporalmente. ¿Cuál es, pues, en realidad, la igualdad o la identidad existente entre el niño y el hombre? ¿Qué queremos expresar cuando decimos que es la misma persona? La respuesta habitual es: sean cuales sean las transformaciones por las que ha pasado, sus diferentes partes están ligadas entre sí por una relación causal. Pero a Hume esta respuesta le parecía muy insatisfactoria. La idea de un sustrato idéntico ya le parecía sospechosa cuando se aplicaba a objetos inertes, tanto más cuando se aplicaba a seres humanos. Como no podía convencerse de que palabras como «causa» y «efecto» remiten a una relación necesaria, regular o regida por leyes, como no podía comprender que una conexión causativa es algo distinto a una relación que puede observarse con frecuencia, le parecía que hablar de la identidad entre el niño y el hombre era en el fondo algo ficticio. Esa identidad es, escribió Hume, del mismo tipo que la que atribuimos a plantas y animales. La mayoría de los filósofos parecen inclinados a suponer que la identidad personal emana de la conciencia. Pero la conciencia, así lo veía Hume, no es más que un cúmulo de pensamientos y percepciones sensoriales. «No puedo encontrar teoría alguna que me parezca adecuada y satisfactoria en lo que a esto concierne».

También aquí siguió Hume el hilo de sus pensamientos con la mayor consecuencia. A diferencia de otros metafísicos, que por lo general no soportaban las preguntas abiertas, Hume era capaz de mirarlas cara a cara y decir: «No conozco la respuesta». Pero, como puede verse, el esquema básico de la concepción del ser humano del que surgía la pregunta era siempre el mismo.

Tal vez pueda ilustrarse esto con ayuda de una parábola; la parábola de las estatuas pensantes:

A orillas de un ancho río, o quizás en lo alto, junto a la empinada pendiente de una elevada montaña, se levanta una hilera de estatuas. Son de mármol. No pueden mover sus miembros. Pero tienen ojos y pueden ver. Quizá también tengan oídos capaces de oír. Y pueden pensar. Poseen «entendimiento». Podemos suponer que no se ven unas a otras, aunque saben muy bien que existen otras. Cada una existe por sí misma. Por sí mismas y solas, cada una de las estatuas se percata de que algo sucede al otro lado del río, o del abismo; se forman una idea de eso que sucede, y cavilan acerca de cuán ajustada será su idea a lo que sucede en realidad. Algunas piensan que tales ideas simplemente reflejan los acontecimientos del otro lado. Otras piensan que buena parte de sus ideas procede de su propio entendimiento; en último término, no se puede saber qué está sucediendo realmente al otro lado. Cada estatua se forma su propia opinión. Todo lo que sabe proviene de su propia experiencia. Cada estatua ha existido siempre igual a como existe ahora. No cambia. Ve. Observa. Al otro lado sucede algo. Piensa en ello. Pero es incierto si lo que piensa se corresponde o no con lo que sucede al otro lado. No tiene ninguna posibilidad de convencerse de ello. No puede moverse. Y está sola. El barranco es demasiado profundo. El abismo es insalvable.

8. Ciertamente, el tipo de autoconciencia humana al que apunta esta parábola no pertenece sólo al pasado. El sentimiento de soledad última del individuo, la sensación de estar frente al «mundo exterior» de las personas y cosas y de ser «interiormente» algo que está separado para siempre de lo que existe «fuera», es quizás en muchas sociedades occidentales de hoy más evidente y habitual de lo que lo fue en el pasado, incluida la época de los filósofos europeos clásicos, pocos siglos atrás. Es algo que ha echado profundas raíces en los lenguajes que en estas sociedades se inculcan como herramientas de pensamiento a los niños —raíces tan profundas, que es casi imposible, al pensar y hablar sobre funciones y comportamientos humanos, evitar analogías objetivadoras y espaciales como «vida interior» y «mundo exterior», «sede de la razón», «la razón debería dictarle que…», «en el fondo sabe que…». Estas analogías suelen obligar a aceptar los pensamientos como algo completamente evidente. Apenas se tiene conciencia de que al emplear estos giros lingüísticos se está atribuyendo a determinadas actividades humanas unas cualidades espaciales que, como otras funciones y actividades humanas, en realidad no poseen. Es sensato afirmar que el corazón y los pulmones se encuentran dentro de la caja torácica. Se puede localizar el cerebro dentro del cráneo y determinadas funciones cerebrales en lugares concretos del propio cerebro. Pero no tiene ningún sentido decir que algo tiene lugar dentro de esas funciones, dentro de, digamos, el pensamiento o la conciencia. Tampoco tiene sentido decir que la conciencia se asienta en el cerebro, o que la razón reside en el interior de la persona. De hecho, nunca se dice que el habla tiene su asiento en la garganta y en la boca, ni que el andar lo tiene en las piernas.

En la metáfora de las estatuas pensantes hay como mínimo una alusión a por qué posee tal poder de convicción, al menos para personas de determinados grupos sociales, la idea de que la conciencia, el sentimiento, la inteligencia o incluso el verdadero «yo» tienen su asiento en el «interior» del ser humano. La metáfora alude a que aquí se trata de personas a quienes el tipo de su convivencia social y las correspondientes formas de crianza de los niños imponen un grado relativamente elevado de represión en el actuar. Es cierto que en todas las sociedades humanas existen regulaciones de los comportamientos de una u otra índole. Pero aquí, en muchas sociedades occidentales, la regulación del comportamiento se ha hecho desde hace algunos siglos especialmente intensa, especialmente diferenciada y multilateral; y el control social del comportamiento está ligado, como jamás lo estuvo antes, al autocontrol, a la autorregulación de las personas.

En los niños los impulsos instintivos, emocionales e intelectuales están todavía absolutamente fundidos a los movimientos musculares, los comportamientos a los que estos empujan. Los niños tienen que hacer lo que sienten. Tienen que decir lo que piensan. En los adolescentes los impulsos elementales y espontáneos hacia la acción se separan cada vez más de su ejecución motora, de las acciones y comportamientos. Los separa la interposición de impulsos contrarios, formados a partir de las experiencias individuales. Y, puesto que el esquema básico de estas experiencias varía de un grupo social a otro, también varían de un grupo social a otro el esquema básico de esa autorregulación y toda su relación con los impulsos elementales y espontáneos, que son comunes a todos los seres humanos. Es esta interposición de impulsos contrarios entre los impulsos espontáneos y universales de la personas y la ejecución de la acción la que desde hace algunos siglos —y por razones en las que no hace falta entrar aquí— se ha hecho especialmente profunda, uniforme y amplia sobre todo en las sociedades europeas. Una fina red de regulaciones que cubre de manera relativamente uniforme no sólo algunos, sino todos los ámbitos de la existencia humana, es inculcada —en un sentido u otro, bastante a menudo también en el sentido contrario— al niño mediante el ejemplo, mediante las palabras y los actos de los adultos. Y lo que en un principio son prescripciones sociales se convierte finalmente —en primer lugar por intermedio de los padres y maestros—, según las experiencias individuales de la persona, en una segunda naturaleza: «No cojas eso», «Estate quieto», «No comas con las manos», «¿Es que no tienes pañuelo?», «No te ensucies», «No le pegues», «No hagas a otros lo que no quieres que te hagan a ti», «¿Es que no puedes esperar un momento?», «Haz los deberes», «Nunca serás nada», «Trabajar, trabajar, trabajar», «Piensa antes de hacer algo», «Piensa en tu familia», «Piensa en tu futuro», «Piensa en el partido», «Piensa en la iglesia», «Piensa en Alemania» o «en Rusia, Inglaterra, la India, América», «Piensa en Dios», «¿No te da vergüenza?», «¿No tienes principios?», «Eres un inconsciente».

Descargar de manera directa e inmediata en la actividad, o en los movimientos en general, la tendencia hacia la acción se hace cada vez más difícil. Múltiples y a menudo muy complicadas desviaciones de tales tendencias —distanciamientos de la ejecución de movimientos a los que esas tendencias están espontáneamente orientadas— se convierten en reglas. Para los adultos de estas sociedades apenas es posible actuar de manera precipitada, sin hacer detenidas pruebas, sin esa muda anticipación de futuros movimientos de ajedrez que llamamos «reflexión»; un actuar precipitado es con bastante frecuencia peligroso, punible o mal visto; y para quien pierde el control no es tan grande la amenaza que representan los demás como la que representa él mismo: su miedo, vergüenza y remordimientos. El lapso de tiempo que transcurre entre el pensar, las pruebas para excluir cada uno de los movimientos y la dirección del miembro en la acción misma se hace cada vez más largo. A excepción de unas pocas situaciones muy bien delimitadas socialmente, los impulsos de autorregulación modelados socialmente —como quiera que se les llame: «entendimiento», «razón» o «conciencia»—, suelen bloquear a otros impulsos más espontáneos —sean estos de carácter instintivo, emocional o intelectual— el acceso directo a la manifestación motora, a su descarga en la acción. La sensación, la autoexperiencia del ser humano que se traduce en el pensamiento y el habla como un aislamiento de su «interior» del mundo «exterior» al suyo, de las otras personas y cosas, están estrechamente ligadas con este incremento de la autorregulación individual a lo largo del desarrollo de una sociedad específica. Lo que cobra expresión en este modo de autoconciencia es que se excluyen las tendencias a la acción espontáneas de la ejecución directa de la acción debido a la intromisión de funciones de control más complejas y rigurosas ejercidas por la propia persona.

Donde amor y odio pueden descargarse sencilla y espontáneamente en acciones, y donde, por consiguiente, la convivencia humana, al no estar protegida por órganos de vigilancia social poderosos, es relativamente inestable y débil, allí las personas entran fácil y frecuentemente en contacto mutuo y se plantean unas otras, como si se tratara de algo evidente, constantes pretensiones de intensa carga emocional que pueden ser o no satisfechas, que pueden procurar alegría o pesar. Donde por lo general tales impulsos sólo se manifiestan en la acción de manera vaga, titubeante, indirecta y, en todo caso, bajo un intenso y sistemático autocontrol, muchas veces aparece en el individuo el sentimiento de que está separado por una muralla invisible de las demás personas y del resto del universo. Y, de acuerdo con la lógica del pensar emocional, en el que resulta fácil que lo incompatible, si está imbuido por el mismo sentir, aparezca como compatible e idéntico, esta muralla invisible suele confundirse con el cuerpo visible: este, así parece al sentir, es como una muralla que separa a la persona de las personas —aunque se sabe muy bien que también es lo que las une—. El cuerpo se considera un caparazón que aísla del «exterior» y que contiene a la verdadera persona o, según el caso, la «conciencia», el «sentimiento», la «razón» y la «conciencia».

Y en el transcurso de los mismos cambios —históricos: pues grupos sociales enteros los han atravesado y otros los están atravesando ante nuestros ojos; personales: pues todo niño los atraviesa al crecer— se desplazan cada vez más hacia los ojos actividades que originalmente requerían la participación de toda la persona, de todos los miembros de su cuerpo, aunque sin duda la desmesura de esta delimitación siempre puede corregirse mediante el baile y el deporte, por ejemplo. Con la mayor intensidad y pluralidad del aletargamiento de los movimientos corporales aumenta la importancia de la vista: «Míralo, pero no lo cojas», «Una hermosa figura», «No demasiado cerca, por favor». Y acaso también la del habla: «Insultar, pero no golpear», «Los tacos no rompen platos», «Pero no paséis a las manos, por favor». Los placeres de la vista y del oído se hacen más intensos, más ricos, más sutiles y, también, más comunes. Los placeres táctiles se ven cercados cada vez más por mandatos y prohibiciones y son limitados a unos pocos ámbitos de la vida. Se perciben muchas cosas sin moverse. Se piensa y se observa sin tocar. La metáfora de las estatuas pensantes es exagerada, pero cumple su misión: las estatuas ven el mundo y se forman ideas sobre el mundo. Sin embargo, les está negado mover los miembros. Son de mármol. Sus ojos perciben; y pueden pensar acerca de lo que perciben. Pero no pueden acercarse a ello. Sus piernas no pueden andar, sus manos no pueden asir. Ven desde fuera hacia dentro de un mundo, o desde dentro hacia el mundo de fuera —como quiera decirse—, ven un mundo del que están aisladas.

La sensación de la existencia de tal abismo —o, si se prefiere otra metáfora, de tal muralla invisible— entre un ser humano y otro, entre el yo y el mundo, sensación que, directa o indirectamente, se manifiesta bastante a menudo en el nuevo rostro de Occidente, puede ser totalmente auténtica y legítima. Pero con relativa frecuencia se posa como un velo sobre las concepciones que uno se forma de la relación entre el ser humano ansioso de saber y su objeto, prestando a veces a estas concepciones, como se ha visto, un regusto de fantasía. Tal sensación también induce a error a los pensamientos sobre la relación entre personas y la relación entre individuo y sociedad. Y de ningún modo se trata, como tan a menudo parece en la propia experiencia, de una sensación general y característica del ser humano. Es sintomática de la situación y del carácter de seres humanos pertenecientes a unos grupos sociales muy determinados. Podría pensarse que también para la tarea práctica de comprenderse con personas de otros grupos sociales es importante desprenderse del carácter evidente otorgado a esta sensación y de la concepción del ser humano que conlleva. Si nos es lícito expresarlo brevemente en el lenguaje objetivador al que estamos acostumbrados, entonces diremos que la responsable de la sensación de que exista una muralla invisible entre el «mundo interior» y el «mundo exterior», entre un individuo y otro, entre el «yo» y el «universo», es, sobre todo, una forma específica de configuración de la conciencia.

En las filosofías metafísicas de la actualidad, y especialmente en una serie de consideraciones filosófico-existenciales, la problemática de la muralla invisible se pone de manifiesto ya en la elección de las cuestiones que constituyen el centro de las reflexiones. La atención se enfoca muy especialmente a problemas que únicamente conciernen al ser humano individual, como el de la soledad, el miedo, el dolor o la muerte. Y como los representantes de las metafísicas contemporáneas destierran del centro del filosofar la ratio humana, y con ella también los problemas de la percepción y del conocimiento, y en su lugar sitúan interrogantes de la «existencia» humana como tal, o de la «experiencia inmediata», muchas veces se advierte con mayor nitidez lo que diferencia sus planteamientos de los filósofos europeos clásicos de los siglos XVII y XVIII, que lo que les asemeja. Sin embargo, los grandes filósofos clásicos no se ocuparon simplemente, como hoy se oye de tanto en tanto, de problemas del «entendimiento» en el sentido en que a este se le califica a veces, con algo de desprecio —y generalmente con ayuda de argumentos prolijos y fundados en la razón—, con adjetivos como «árido» o «seco». A su manera, también ellos, como sus sucesores, se hallaban enfrascados en la búsqueda de respuestas a preguntas concernientes al lugar que ocupa el ser humano en el universo o a su relación con otros seres humanos. Y, a este respecto, su punto de partida apenas difiere del de los filósofos metafísicos de la actualidad. Ambos, con pocas excepciones, se ocupan en primer lugar de problemas del ser humano, como si la existencia de una multiplicidad de seres humanos, los problemas de la convivencia de los seres humanos, fueran algo, por así decirlo, añadido de forma casual y suplementaria al ser humano individual. Problemas como los de la soledad o la «experiencia inmediata» y los del conocimiento, en los que un «sujeto» particular se enfrenta al mundo de los «objetos» buscando adquirir conocimientos, provienen de un mismo tronco. El esquema básico evidente de la concepción del ser humano y de la autoexperiencia, que subyace a estos discursos filosóficos, sigue siendo esencialmente el mismo. El filósofo, cuando sus pensamientos no se pierden en concepciones nebulosas sobre formas de existencia supraindividuales, se sitúa «dentro» del individuo particular, a través de cuyos ojos ve, como a través de pequeñas ventanas, el mundo «exterior»; o, desde la misma posición, reflexiona en torno a lo que ocurre «dentro».