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En parte consciente, en parte inconscientemente, la mayoría de las personas sustentan aún hoy un peculiar mito de la creación: imaginan que en el «principio» apareció en el mundo un ser humano único, y que los demás aparecieron junto a él posteriormente. Así lo cuenta ya la Biblia, y todavía cabe observar reminiscencias de esta forma de conciencia en otras varias formulaciones. El viejo Adán reaparece, secularizado, cuando se habla del «hombre primitivo» o del «primer padre». Parece como si los seres humanos adultos, al pensar en su origen, olvidaran por un momento el hecho de que todos los adultos han venido al mundo siendo niños pequeños. Una y otra vez, lo mismo en los mitos científicos sobre los orígenes que en los religiosos, las personas se sienten inducidas a pensar: en el principio existía un ser humano único, existía un ser humano adulto único.
Si nos quedamos en el ámbito de las experiencias, lo único que podemos constatar es que el ser humano individual es concebido y alumbrado por otros seres humanos. Sean cuales sean los antepasados del ser humano, por más que nos remontemos en el tiempo, siempre nos topamos con la nunca rota cadena de padres e hijos que, a su vez, se convierten en padres. Y, de hecho, si se oculta esto resulta imposible comprender cómo y por qué los seres humanos individuales están unidos unos con otros en una unidad mayor. Todo ser humano individual nace dentro de un grupo humano que existía antes que él. Más aún: todo ser humano individual posee una naturaleza tal, que para poder crecer necesita de otras personas que existían antes que él. Uno de los elementos fundamentales de la existencia humana es la coexistencia simultánea de varias personas relacionadas unas con otras. Y si, acaso, precisamos de un mito sobre los orígenes como símbolo de la propia autoconciencia, parece haber llegado el momento de revisar el mito tradicional: en el principio, podríamos decir, no existía un ser humano único, sino varios seres humanos que vivían juntos, que se daban unos a otros alegrías y penas, como lo hacemos nosotros, que surgían y desaparecían unos en otros y a través de otros; existía una unidad social, grande o pequeña.
Pero no hubo un origen a partir de la nada, y no hace falta ningún mito sobre los orígenes para poder comprender la elemental dependencia social de los seres humanos individuales, su natural predisposición a convivir con otros seres humanos. Los hechos que tenemos directamente ante nosotros son suficientes.
Los seres humanos individuales pueden, al nacer, ser muy distintos unos de otros en lo referente a su constitución natural. Pero es sólo en la sociedad donde el niño pequeño, con sus funciones psíquicas flexibles y relativamente indiferenciadas, se convierte en un ser diferenciado. Sólo en relación y mediante la relación con otros seres humanos puede la criatura indefensa y salvaje que viene al mundo convertirse en un ser psíquicamente adulto, poseedor del carácter de un individuo y digno de ser llamado un ser humano adulto. Separado de tales relaciones se convertirá, en el mejor de los casos, en un ser semisalvaje, mitad hombre y mitad bestia: puede llegar a ser un adulto físicamente, pero su condición psíquica continuará siendo similar a la de un niño pequeño. Sólo cuando se cría en el seno de un grupo humano, aprende el niño humano a hablar de manera articulada. Sólo en compañía de otros seres humanos mayores va formándose en él, poco a poco, un determinado tipo de previsión y de regulación de los instintos. Y según sea la historia, según la estructura del grupo humano en el que se críe y según, finalmente, su desarrollo y posición dentro de este grupo, así será el lenguaje que adquiera, así serán el esquema de regulación de instintos y el tipo de actitud adulta que desarrollará el niño.
Tampoco dentro de un mismo grupo humano son los destinos de las relaciones de dos personas, sus historias particulares, completamente iguales. Cada persona parte de una posición única dentro del tejido de sus relaciones y atraviesa una historia única hasta llegar al momento de su muerte. Pero las diferencias entre las historias de las personas particulares, entre las posiciones y funciones relaciónales que atraviesan a lo largo de sus vidas, son menores en grupos humanos más sencillos que en sociedades muy diferenciadas. Y, de acuerdo con esto, también es mayor en estas últimas la individualización de los adultos. Dadas las actuales costumbres del pensamiento, es posible que esto parezca a primera vista una paradoja: la individualidad y la dependencia social de una persona no sólo no están en contradicción, sino que los rasgos singulares y la diferenciación de las funciones psíquicas de una persona, a los que nos referimos con la palabra «individualidad», sólo son posibles cuando y porque una persona crece en el seno de un grupo humano, en el seno de una sociedad.
No hay duda de que los seres humanos también son distintos unos de otros en lo que se refiere a su constitución natural. Pero la constitución con que un ser humano llega al mundo, y muy especialmente la constitución de sus funciones psíquicas, es flexible. En un primer momento, el recién nacido no es más que un proyecto de ser humano. De aquello que percibimos en él como diferenciador, como su constitución particular, no surge forzosa y unívocamente su forma adulta individual del modo como surge de una semilla una planta de un tipo determinado, sino que esta constitución diferenciadora del recién nacido presenta un gran abanico de posibles individualidades. En un primer momento no hace más que mostrar los límites y la situación de la curva de dispersión en la que un día podrá levantarse la forma individual del adulto. Cómo se desarrollará realmente esta individualidad, de qué índole será la forma de marcados perfiles en la que poco a poco se irán fijando los rasgos suaves y moldeables del recién nacido, es algo que no depende únicamente de la constitución natural del niño, sino del desarrollo de sus relaciones interpersonales.
Sin embargo, estas relaciones, las relaciones familiares, las relaciones entre padre, madre, hijo y hermanos, aunque pueden variar mucho en los detalles, poseen una estructura básica que está determinada por la estructura de la sociedad en la que nace el niño y que existía antes que el niño; son de distinta índole en grupos sociales de distinta estructura. De acuerdo con esto, la importancia para el destino de las relaciones del individuo que poseen las peculiaridades constitucionales con las que viene al mundo un ser humano varía mucho de un grupo social a otro e incluso, dentro de un mismo grupo social, de una época a otra. Constituciones naturales parecidas pueden conducir, según este destino de las relaciones, según la estructura del tejido de relaciones en el que se crían los niños, a formas de conciencia y de instintos muy distintas entre sí. La individualidad que alcanzará finalmente una persona no depende simplemente de su constitución natural, sino de todo el proceso de individualización. Ciertamente, la constitución particular posee una enorme importancia para el destino de la persona. El destino de un niño sensible es de esperar que sea muy distinto al de un niño menos sensible de la misma familia o sociedad. Pero este destino, y con él la forma individual que un ser humano desarrolla paulatinamente durante su crecimiento, no vienen predeterminados definitivamente por la constitución, por la naturaleza heredada por el recién nacido. Aquello que surge de la constitución particular del recién nacido depende de la estructura de la sociedad en que este crece. Su destino, como quiera que se desarrolle en los detalles, es, en su conjunto, específico de su sociedad. Y, de acuerdo con esto, también es específica de la sociedad la forma claramente perfilada del adulto, la individualidad que, a lo largo de las idas y venidas de su destino, va modelándose lentamente a partir de la forma menos diferenciada del niño pequeño. Así, por ejemplo, de acuerdo con las diferencias estructurales del entramado humano de Occidente, en un niño del siglo XII tenía forzosamente que desarrollarse una estructura de la conciencia y de los instintos, y con esto una individualidad, distintas a las que pueden desarrollarse en un niño del siglo XX. Mediante el estudio del proceso de la civilización se ha puesto de manifiesto con bastante claridad en qué medida todo el modelado, así como la configuración individual del ser humano particular, dependen del devenir histórico de los modelos sociales, de la estructura de las relaciones humanas. Los propios brotes de individualización como, por ejemplo, el brote de individualización del Renacimiento, no son consecuencia de una repentina mutación en el interior de los seres humanos singulares ni de una generación accidental de muchas personas muy dotadas, sino que son fenómenos sociales, consecuencia de un quebrantamiento de agrupaciones anteriores o de una transformación en la posición de los artistas-artesanos; en suma, consecuencia de un cambio específico de la estructura de las relaciones humanas.
También aquí es fácil que quede oculta la enorme importancia que las relaciones entre seres humanos poseen para los individuos. Y las dificultades nacen, al menos en parte, del tipo de los modelos de pensamiento mediante los cuales se intenta comprender esas relaciones. Aquí, como en tantas otras partes, esos modelos han sido tomados de la muy sencilla relación entre cuerpos tridimensionales. La adaptación, el esfuerzo necesario para terminar con estos modelos de pensamiento no es, con certeza, menor que el esfuerzo desarrollado cuando, en física, se dejó de pensar en cuerpos aislados, en la tierra o en el sol, y se empezó a pensar mucho más en las relaciones entre los cuerpos. Hoy en día muchas veces se entiende la relación entre seres humanos en un sentido parecido a la relación entre bolas de billar: estas chocan entre sí y vuelven a separarse rodando. Ejercen, según se dice, un «efecto recíproco» las unas sobre las otras. Pero la imagen que resulta de los encuentros entre personas, los «fenómenos de interrelación», son muy distintos a este «efecto recíproco» entre sustancias, a una unión y separación meramente acumulativa.
Piénsese, por ejemplo, en un tipo de relación humana relativamente sencillo, en una conversación. Un interlocutor habla. El otro responde. El primero contesta a su vez. El segundo responde de nuevo. Si no observamos únicamente las afirmaciones particulares y sus réplicas, sino la conversación y su desarrollo como un todo, la serie de ideas entrelazadas y la manera en que estas van avanzando en constante interdependencia, nos vemos ante un fenómeno que no puede ser comprendido suficientemente ni por el modelo físico de un efecto recíproco entre bolas de billar, ni por el modelo fisiológico de la relación entre estímulo y respuesta. Las ideas de uno u otro interlocutor pueden variar a lo largo de la conversación. Puede que en el transcurso de la conversación surja un cierto acuerdo entre ambos interlocutores. Es posible que uno convenza al otro. De suceder esto, algo del primero estará pasando al segundo. Este algo es incorporado al edificio ideológico del segundo. Transforma este edificio ideológico y, al mismo tiempo, esta introducción en otro sistema intelectual individual hace que también se modifique ese algo transmitido por el primer interlocutor. Lo mismo ocurre cuando, en el transcurso de la conversación, el antagonismo se confirma o incluso aumenta. En ese caso, las ideas de un interlocutor se introducen como adversarias en el diálogo interno del otro, disipando así las ideas de este. La singularidad de semejante entrelazamiento radica en que, durante su desarrollo, pueden surgir en cualquiera de los interlocutores ideas que antes no existían, o algunas ideas ya existentes pueden ser perfeccionadas. Pero no cabe explicar la dirección y el orden de esta formación y transformación de las ideas partiendo únicamente de la estructura de uno u otro interlocutor, sino de la relación entre ambos. Y precisamente esto, el que las personas cambien al relacionarse con otras personas y mediante esta relación con otras personas, el que las personas estén constantemente formándose y transformándose en el seno de su relación con otras personas, precisamente esto es característico del fenómeno de entrelazamiento en general.
Imaginemos que alguien intenta observar la serie de respuestas de uno de los interlocutores de una conversación como una unidad en sí misma que existiera fuera del entrelazamiento de la conversación y que poseyera un orden en sí misma. Algo similar es lo que se hace cuando se observa la individualidad de una persona como algo que existe independientemente de su destino relacional, del constante tejerse de los hilos de relaciones en el que esa persona se formó y se está formando. El que los seres humanos —a diferencia de las bolas de billar— se formen y cambien unos a otros al relacionarse entre sí y a través de este relacionarse es un hecho que tal vez no llegue a entenderse completamente mientras, al reflexionar, se siga considerando exclusivamente a seres humanos adultos, cuyo carácter, cuyas estructuras de instintos y de conciencia ya se han fijado en cierta medida, ya han adquirido una cierta rigidez. En realidad, tampoco los adultos están nunca completamente terminados, cerrados. También ellos pueden cambiar a lo largo del devenir de su destino relacional, aunque con relativamente bastante dificultad y, en general, sólo bajo su autodirigirse, más consciente. Pero aquello que hemos calificado de «entrelazamiento», y, con ello, toda la relación entre individuo y sociedad, nunca podrá ser comprendido mientras, como sucede hoy en día, la «sociedad» sea concebida esencialmente como una sociedad de adultos, de individuos «terminados» que nunca fueron niños y nunca morirán. Sólo podrá proyectarse verdadera luz sobre la relación entre individuo y sociedad cuando se incluya en la teoría de la sociedad la constante formación de los individuos dentro de una sociedad, el proceso de individualización. La historicidad de cada individualidad, el fenómeno del crecimiento y del hacerse adulto, ocupan una posición clave en la explicación de qué es la «sociedad». El carácter social del ser humano sólo podrá ser visto en su totalidad cuando se comprenda verdaderamente qué significan para el niño pequeño las relaciones con otras personas.
El niño no sólo es mucho más moldeable que el adulto. El niño necesita ser moldeado por otros, necesita la sociedad para convertirse en un adulto psíquico. En el niño no son sólo los pensamientos, no son sólo los comportamientos dirigidos conscientemente los que están constantemente formándose y transformándose en y mediante su relación con los demás, sino también las tendencias instintivas, los comportamientos dirigidos instintivamente. No hay duda de que aquello que lentamente va convirtiéndose en formas instintivas en el niño recién nacido no es nunca un simple reflejo de lo que otras personas hacen y dejan de hacer en su relación con él. Es algo propio de él. Es su respuesta al modo en que sus instintos y emociones, orientados por naturaleza hacia otras personas, encuentran respuesta y satisfacción en esas otras personas. Únicamente gracias a ese continuo diálogo de instintos con otras personas adquieren los elementales y toscos impulsos instintivos del niño pequeño una orientación de contornos fijos, una estructura de perfil claro; únicamente gracias a ese diálogo de instintos se forma en el niño aquella autodirección psíquica diferenciada que distingue al ser humano de todas las otras criaturas vivientes: un carácter más o menos individual. Para crecer psíquicamente, para convertirse en un individuo humano, el niño no puede prescindir de la relación con seres mayores y más poderosos. Si el niño no asimila modelos preformados socialmente, partes y productos de esos seres más poderosos, si las funciones psíquicas del niño no son modeladas por estos, el pequeño, digámoslo una vez más, es durante toda su vida poco más que un animal. Y precisamente porque el niño indefenso necesita ser modelado por la sociedad para convertirse en un ser fuertemente individualizado y diferenciado, la individualidad del adulto sólo puede ser comprendida a partir de su destino relacional, en relación con la sociedad en la que se crio. Así como cada ser humano es un todo por sí mismo, es un individuo que se dirige a sí mismo y al que ningún otro puede dirigir si no lo hace él mismo, así también toda la configuración de esa autodirección, la consciente como la inconsciente, es producto de un entrelazamiento, es decir, se ha desarrollado en un continuo ir y venir de relaciones con otras personas; por tanto, la forma individual del adulto es una forma específica de su sociedad.
El recién nacido, el niño pequeño —no menos que el anciano— tiene un lugar que le es adjudicado por la sociedad, un lugar moldeado por la estructura específica del tejido humano al que pertenece. Si su función para con los padres es pequeña o —debido a un cambio de las estructuras sociales— es menor que antes, las personas tienen menos niños o, bajo ciertas circunstancias, matan a los ya nacidos. No existe un punto de partida de la adherencia social del individuo, no existe un «principio», ni una cesura en la cual el individuo, como un ser libre de entrelazamientos, entre desde fuera, por así decirlo, en la sociedad, para unirse posteriormente con otras personas; sino que así como tiene que haber padres para que el niño venga al mundo, así como la madre tiene que alimentar al niño, primero con su sangre y luego con las sustancias nutritivas de su cuerpo, así el ser humano individual está siempre y completamente inmerso en relaciones con otros, y, por cierto, en relaciones poseedoras de una estructura muy determinada y específica de su grupo humano. Es de la historia de sus relaciones, sus dependencias y necesidades, y, en un contexto mayor, de la historia de todo el tejido humano en el que crece y vive, de donde el ser humano obtiene su carácter individual. Esta historia, este tejido humano, se hacen presentes en el individuo y son representados por el individuo, tanto si este se encuentra actualmente relacionado con otros como si está solo, tanto si trabaja en una gran ciudad como si se encuentra a mil kilómetros de distancia de su sociedad, como un náufrago en una isla. También Robinson lleva en sí mismo la impronta de una sociedad determinada, de un pueblo y una clase social determinados. Apartado de toda relación con aquellos, tal como se encuentra en su isla, se comporta, tiene deseos y urde planes de acuerdo con los patrones de su sociedad; sus deseos, planes, comportamientos son, según esto, distintos a los de Viernes, y, al mismo tiempo, las nuevas circunstancias hacen que se adapten el uno al otro y se formen el uno al otro.