A) Deseos y temores en la imagen que los seres humanos tienen de sí mismos como individuos y como sociedad [8]
1. Toda persona que escucha la palabra «sociedad» sabe a qué se está aludiendo con ella o, al menos, cree saberlo. Una generación transmite esta palabra a otra como se entrega una moneda de valor conocido, cuyo contenido ya no hace falta examinar. Cuando una persona dice «sociedad» y otra lo escucha, ambas se entienden sin más.
Pero ¿nos entendemos realmente?
La «sociedad», como es sabido, somos todos nosotros, es la reunión de muchas personas. Pero la reunión de muchas personas forma en la India o en China un tipo de sociedad muy distinto al que forma en América o en Inglaterra; la sociedad que muchas personas singulares formaban en Europa en el siglo XII era distinta a la del siglo XVI o a la del siglo XX. Y, si bien es indudable que todas esas sociedades estaban y están compuestas únicamente por muchos individuos particulares, es también evidente que ese cambio de una forma de convivencia a otra no fue planeado por ninguno de esos individuos. Al menos, no se tiene constancia de que persona alguna del siglo XII o del siglo XVI haya trabajado consciente e intencionadamente en la formación de las sociedades de nuestros días que tienen la forma de Estados nacionales eminentemente urbanos y muy industrializados. ¿Qué tipo de formación es esta «sociedad», que formamos todos nosotros pero que ninguno de nosotros, ni siquiera todos nosotros juntos, hemos querido y planificado tal como es hoy, que sólo existe porque existen muchas personas y que sólo permanece porque numerosas personas quieren y hacen algo, esta «sociedad» cuya estructura, cuyas grandes transformaciones históricas, es evidente que no dependen de la voluntad de un conjunto de personas?
Si se observan las respuestas que suelen darse hoy a estas y otras preguntas parecidas, se observan, hablando vulgarmente, dos posturas enfrentadas. Una parte de la gente se aproxima a las formaciones histórico-sociales como si estas hubieran sido bosquejadas, proyectadas y creadas por una serie de individuos o de entidades, tal como en efecto aparecen ante una mirada retrospectiva. Representantes particulares de esta postura pueden, en el fondo, advertir que su tipo de respuesta no es suficiente —como quiera que adapten y ajusten sus ideas para acomodarlas a los hechos—, el modelo teórico al que aquellas están ligadas es y seguirá siendo el de la creación planificada y racional de una obra, como un edificio o una máquina, realizada por individuos. Cuando tienen ante sí determinadas instituciones sociales, parlamentos, policías, dinero, impuestos, libros o lo que sea, buscan explicar estas recurriendo a las personalidades que concibieron originalmente la idea de tales instituciones, o que fueron las primeras en llevarlas a la práctica. Cuando tienen que vérselas con géneros literarios buscan al hombre que dio el ejemplo a los otros. Cuando se topan con formaciones sociales difíciles de explicar de esta manera, como el lenguaje o el Estado, proceden al menos como si estas formaciones pudieran explicarse del mismo modo que aquellas otras creadas por personas premeditadamente y con una finalidad determinada. Pueden, por ejemplo, pensar que han explicado suficientemente la existencia del lenguaje en los seres humanos mediante la comprobación de que el fin del lenguaje es el entendimiento entre las personas, o la existencia del Estado mediante la explicación de que el fin de los Estados es el mantenimiento del orden, como si en el transcurso de la historia de la humanidad el lenguaje o la organización de personas en un Estado hubieran sido creados, debido a reflexiones racionales, para el cumplimiento de esos fines determinados. Y bastante a menudo, cuando encuentran fenómenos sociales que evidentemente no pueden ser explicados mediante este modelo, como, por ejemplo, la transformación de los estilos artísticos o el proceso de la civilización, simplemente dejan de pensar en ellos. No siguen preguntando.
Los representantes de la postura antagónica suelen despreciar este modo de aproximación a las formaciones históricas y sociales. Para estos el individuo no desempeña prácticamente papel alguno. Como modelo teórico les sirven, en primer lugar, determinadas formas de observación y de explicación recogidas de las ciencias de la naturaleza puras o aplicadas. Pero aquí, como ocurre tan a menudo cuando se vierten modelos de pensamiento de un campo a otro, estos modelos propios de las ciencias de la naturaleza suelen presentar un carácter metafísico que, según las preferencias y las necesidades de cada investigador, adquiere un resabio bien a religión racional, bien a creencia mística. En general, se distinguen dos corrientes principales dentro de esta postura. Común a ambas es el intento por explicar las formaciones y procesos histórico-sociales como resultado inexorable de la acción de fuerzas anónimas y supraindividuales que escapan prácticamente por completo de las manos humanas. Pero los representantes de una de estas corrientes subrayan el eterno retorno de lo igual en las sociedades, mientras que los de la otra ponen el acento en la irrevocable transformación, en una dirección determinada, de las sociedades —o de la sociedad humana en general.
Los primeros conciben generalmente los procesos sociales como ciclos inevitables que se repiten de forma más o menos automática. Sus modelos teóricos proceden, por lo general, de la biología. Consideran la sociedad más o menos como una entidad orgánica supraindividual que inevitablemente atraviesa una juventud, una madurez y una vejez, para luego morir. Las cosmologías sociales de Spengler y Toynbee son ejemplos de esta concepción cíclica. Pero también han hallado mucho eco algunas formas modificadas de esta concepción estacionaria de la entidad social supraindividual; revestidas de los más diversos ropajes y matices, estas no se encuentran únicamente en, digamos, libros especializados, sino también en el pensamiento popular. Recuérdese tan sólo aquella habitual manera de hablar que —sin que uno sea siempre consciente de ello— despierta la idea de que ciertos grupos sociales están poseídos por un espíritu supraindividual común que, a lo largo de los siglos, se manifiesta una y otra vez de idéntica manera —los antiguos griegos, por el «espíritu» de Grecia; los franceses, por el «espíritu» de Francia. O piénsese en la antes muy difundida creencia de que el ciclo regular de auges y declives económicos o el eterno retorno de paz y guerra eran expresión de un orden natural de las cosas, sobre cuyo curso la mano del hombre no podía ejercer influencia alguna ni mediante la profundización en el conocimiento de sus causas ni mediante las así incrementadas posibilidades de encauzamiento.
Los representantes de la otra corriente principal de esta postura parten también de la idea de un acontecer social que se desarrolla de manera automática e inevitable. Pero estos insisten en que este curso inevitable de los acontecimientos se realiza en una dirección. Incluyen el ritmo repetitivo dentro de un devenir estrictamente dirigido y sin retomo. Ven ante ellos una especie de banda transportadora por la que cada producto se dirige automáticamente hacia su destino, o una especie de calle de dirección única por la que todo el mundo está obligado a avanzar siempre en la misma dirección.
En ocasiones, como puede verse sobre todo en Hegel, este modo de pensar se plasma en una especie de panteísmo histórico: un espíritu universal, o Dios mismo, se encarna no en un universo estático, como en Spinoza, sino más bien en un universo móvil e histórico, y sirve para dar explicación al orden, la periodicidad y la pertinencia de ese universo.
Otros muestran un vivo interés por bajar de la constelación celeste de la metafísica y convertir la visión del proceso social encaminado inevitablemente en una dirección en algo positivamente comprobable. Comte y Marx, cada uno a su manera, son representantes tempranos de este interés. Su visión es grandiosa, pero todavía flota a mitad de camino entre el cielo y la tierra. Comte dirige su atención hacia una determinada sucesión de modos de pensar del hombre; a su entender, ahí radica la clave para comprender la sucesión histórico-social. En todos los ámbitos del pensamiento y la acción humanos, explica Comte, pueden diferenciarse —con muchos puntos de transición e intersecciones— tres estadios tan estrechamente ligados, que el segundo procede necesariamente del primero, y el tercero del segundo: un estadio antropocéntrico-religioso, en el cual esperanzas y temores humanos hacia una determinada creencia social se condensan en espíritus bienhechores o punitivos; un estadio metafísico-filosófico, en el que conceptos abstractos como «naturaleza», «razón» o «espíritu» dan forma a otro panteón de entidades metafísicas, y, finalmente, un estadio físico-positivo, en el cual todas las ideas, todos los conceptos y teorías son adogmáticos, corregibles mediante la investigación sistemática y comprobables por la aplicación práctica. Marx dirige su atención hacia una sucesión, considerada inevitable, de las relaciones económicas, la cual representa para él el principal motor del desarrollo histórico-social y la clave para comprender este. Durante este desarrollo automático de las relaciones sociales, explica Marx, un grupo cada vez más pequeño de propietarios de los medios de producción se encuentra frente a un grupo cada vez mayor de desposeídos, hasta que, finalmente, después de una predecible serie de inevitables explosiones sociales, los pobres desposeídos adquieren la supremacía. Ambos, Comte y Marx, se atuvieron más que la mayoría de sus predecesores filosóficos a una serie de hechos observables y comprobables. Pero ambos pecan aún de una sobremedida generalización y de un afán por hallar en el devenir histórico-social un carácter inexorable. Sus generalizaciones muchas veces exceden en demasía a los hechos. Suelen ver en las cosas asequibles a su observación sólo aquello que quieren ver, y eso que quieren ver lo explican como necesario. Se demuestran a sí mismos, e intentan demostramos, que el desarrollo histórico-social tiene obligatoriamente que realizarse en la dirección en que ellos desean que se realice. Insertan acontecimientos sociales parciales, efectivamente observables, dentro de una osada imagen global del desarrollo pasado y futuro de la humanidad, que refleja la dirección de sus temores y esperanzas. Y lo mismo puede decirse de toda esa legión que proclama no sólo un progreso parcial (que en muchos ámbitos puede efectivamente observarse), sino un desarrollo automático de la sociedad en la dirección de un progreso constante —y también cabe afirmar lo mismo de aquellos que explican el ritmo de auge y caída de las sociedades humanas (que realmente se observa aquí y allá) como una ley inexorable de la historia de la humanidad. Todos ellos hablan de la sociedad humana como de una entidad supraindividual a cuyas leyes estaban sometidos, impotentes, los hombres de su época, como sometidos estaban los griegos a la voluntad inexorable del destino.
Mientras para las personas de la postura opuesta las acciones individuales se encuentran en el centro del interés, mientras los fenómenos que no pueden ser explicados según el modelo de algo planeado y creado desaparecen en cierta medida del círculo visual de esas personas, aquí el interés se centra precisamente sobre aquello que difícilmente puede ser comprendido desde la otra perspectiva: formas de pensamiento, estilos, formas económicas e instituciones. Y mientras allí en el fondo queda oscuro cómo puede tenderse un puente desde las acciones o metas de las personas singulares hasta tales formaciones sociales, aquí, tanto si se explican estas formaciones a partir del modelo de fuerzas mecánicas y anónimas basado en las ciencias de la naturaleza, como si se explican según el modelo de fuerzas espirituales supraindividuales, queda no menos oscuro cómo puede construirse un puente desde estas fuerzas hasta las personas singulares, hasta los objetivos y acciones individuales.
Es indudable que dificultades de este tipo no se encuentran únicamente cuando uno se ocupa de hechos históricos y sociales, en el sentido más restringido de la palabra. También hay que luchar contra este tipo de dificultades cuando se busca acceder a los seres humanos y su sociedad partiendo de las funciones psíquicas. También en las ciencias que se ocupan con hechos de esta índole nos topamos, por un lado, con corrientes de investigación que tratan al individuo particular como algo completamente aislado. Estas teorías buscan dilucidar la estructura de las funciones psíquicas del ser humano individual prescindiendo por completo de sus relaciones con todas las demás personas, y se esfuerzan por explicar fenómenos sociales, sistemas estatales y económicos, idiomas, tipos de familias y de modos de pensar, o lo que sea, como si se tratara de una especie de mosaico formado por las acciones, por las funciones psíquicas de seres humanos individuales. Y, por otro lado, existen corrientes de investigación socio-psicológicas cuyos problemas y teorías no pueden armonizar con los de aquellas psicologías que se orientan hacia los individuos particulares. A veces desde esta segunda postura, como ocurría en la postura correspondiente en las otras ciencias sociales, se atribuye a agrupaciones sociales o a una masa de personas un alma propia que se encuentra más allá de las almas individuales, un anima collectiva o group mind Y cuando no se va tan lejos, se suelen considerar los fenómenos psico-sociales como la suma o, lo que viene a ser lo mismo, como el promedio de comportamiento de un cúmulo de individuos. Así, la sociedad aparece simplemente como un amontonamiento de muchos individuos particulares; la determinación estadística de conductas y acciones, lejos de ser considerada como una herramienta necesaria, se contempla más bien como el objetivo y el más poderoso argumento de la investigación socio-psicológica. Y, sea cual sea el proceder particular de las diferentes corrientes de investigación de las psicologías del individuo y de las psicologías sociales, también aquí queda siempre más o menos oscuro cómo han de relacionarse los objetos de estudio de ambas formas de entender la psicología. Muy a menudo parece como si la psicología del individuo y la psicología social fueran dos disciplinas completamente independientes. Y las cuestiones de que se ocupa cada una de ellas están enmarcadas de antemano de manera tal, que parece también como si en la realidad existiera un abismo insondable entre el individuo y la sociedad.
Dondequiera que se mire, se enfrenta uno con las mismas antinomias: tenemos una cierta noción habitual de lo que somos nosotros mismos en tanto que individuos particulares. Y tenemos también una noción más o menos precisa de lo que queremos expresar cuando decimos «sociedad». Pero estas dos nociones, la conciencia de nosotros mismos en tanto que sociedad y la conciencia de nosotros mismos en tanto que individuos, nunca encajan completamente la una en la otra. Es indudable que, al mismo tiempo, tenemos más o menos claro que no existe tal abismo entre individuo y sociedad. Toda sociedad humana está compuesta por individuos particulares, y todo individuo humano llega a ser verdaderamente humano sólo cuando aprende a actuar, a hablar, a sentir, en una sociedad formada por otras personas. La sociedad sin individuos, el individuo sin sociedad, son absurdos. Pero cuando intentamos reproducir mentalmente lo que vivimos realmente día tras día, siempre aparecen aquí y allá, como en un rompecabezas cuyas piezas no encajaran para formar toda la figura, nuevas brechas y agujeros en nuestras cadenas cognoscitivas.
Lo que nos falta —reconozcámoslo— son modelos mentales y una visión global con cuya ayuda podamos conseguir una mejor armonía entre nuestra concepción de los seres humanos como individuos y nuestra concepción de los seres humanos como sociedad. Según parece, somos incapaces de explicarnos cómo es posible que cada persona particular sea algo único, distinto a todo lo demás, un ser que siente de un modo determinado, de un modo en el que nadie, excepto él, siente, un ser que vive lo que ningún otro vive, que hace lo que ningún otro hace, un ser por sí mismo, y al mismo tiempo un ser para otros y entre otros, con los que forma sociedades de estructura cambiante, cuya historia, tal como transcurre en realidad a lo largo de los siglos, no ha sido premeditada, ni planeada, ni mucho menos provocada, por ninguna de las personas que la forman, y sin ninguna duda tampoco por todas ellas juntas; sociedades sin las cuales el individuo no podría sobrevivir de pequeño, sin las cuales no aprendería a hablar, pensar, amar y comportarse como un ser humano.
2. Cuando un médico examina a personas cuyos síntomas son contradictorios e incomprensibles, lo primero que hace es dejar que sus pensamientos vaguen de un lado a otro, intentando recordar, a la luz de los conocimientos que ha adquirido hasta ese momento, qué tipos de explicación son posibles en tales casos.
¿Qué ocurre en lo que se refiere a nuestro problema? ¿Es posible que las dificultades halladas para conseguir una mejor armonía entre las concepciones dominantes de los seres humanos como individuos y de los seres humanos como sociedad radiquen en la naturaleza de la cuestión, en la «cosa en sí», en que los «seres humanos en sociedad» sean objeto de reflexión humana? ¿O acaso la base de estas dificultades se encuentra en las formas de pensamiento que habitualmente empleamos para descifrarnos a nosotros mismos como objetos de nuestra reflexión? Podría ser que estas tuvieran algo que ver con la singularidad de la situación en que los seres humanos en sociedad se enfrentan a sí mismos como objeto de su reflexión. Durante la transición desde los modos de pensar y observar más fríos y menos cargados de prejuicios en el ámbito de la naturaleza inerte, característicos del conocimiento científico de la naturaleza —en oposición al mágico-mítico—, hasta los modos de pensar y observar más fríos y menos cargados de prejuicios en el ámbito del universo humano, debemos, por así decirlo, ascender a un nuevo nivel de autoconciencia. ¿Tienen quizá las dificultades con que uno se topa en muchos aspectos de la reflexión sobre los problemas del universo humano algo que ver con que la resolución de tales problemas implica la disolución de formas usuales de autoconciencia, de imágenes familiares y muy queridas a nuestro yo? ¿Guardan esas dificultades alguna relación con el hecho de que la superación de estos problemas, tanto en la reflexión como en la práctica, requiere una profunda revisión de nuestra concepción del ser humano?
Dice mucho el que los diferentes modos de vida de los Estados nacionales altamente industrializados comporten formas muy determinadas de concebir al ser humano y de autoconciencia individual, formas que se diferencian muy claramente de la autoconciencia, modelada socialmente, propia de otros grupos sociales o del mismo grupo en épocas pasadas. ¿Es posible que las dificultades y contradicciones que surgen cuando se reflexiona sobre la relación entre individuo y sociedad estén vinculadas a modos de vida específicos de estos grupos sociales determinados? ¿Y que formas de concebir al ser humano en las que se refleja el estado de la autoconciencia humana en sociedades estatales eminentemente urbanas y diferenciadas no correspondan en absoluto a lo que realmente somos como seres humanos que viven en sociedad?
Ciertamente, en sociedades estatales diferenciadas la influencia de modos de pensar y comportamientos consolidados con el ascenso de las ciencias de la naturaleza en el trato de los fenómenos naturales inertes se ha extendido mucho más allá de su ámbito original. Pero tal vez los modos de pensar y los comportamientos de este tipo no sean suficientes para resolver cuestiones como la de la relación entre persona individual y sociedad. De ser así, sería muy posible que la insuficiencia del pensamiento según las ciencias de la naturaleza clásicas reforzara la tendencia del ser humano a buscar un agradable refugio en concepciones precientíficas, mágico-míticas, de sí mismo.
Quizá sea algo más difícil para el ser humano observarse y explicarse a sí mismo directamente, sin el obstáculo de sus propios deseos y temores, que descorrer el velo de las relaciones establecidas en la naturaleza inerte. Está muy bien que los filósofos nos increpen a través de los siglos: «¡Conócete a ti mismo!». Pero, cuando se plantea este desafío, la mayoría de la gente acaso sienta y piense: «¡Tanto no queremos saber!».
Por otra parte, también es posible que nuestra capacidad para poner término a las catástrofes aniquiladoras de vida y sentido ocurridas a lo largo de la historia y para reducir los daños que unas personas causan a otras sea tan escasa precisamente porque no podemos prescindir de las queridas fantasías con que tradicionalmente revestimos nuestro ser. De hecho, avanzamos a lo largo de la historia humana como los pasajeros de un tren que corre cada vez más rápido, sin conductor y sin posibilidad de ser controlado por los viajeros: nadie sabe hacia dónde es el viaje o cuándo será el próximo choque, ni qué se puede hacer para controlar mejor el tren. ¿Acaso nuestra capacidad de dirigirnos a nosotros mismos como seres humanos que viven en sociedad es tan escasa precisamente porque nos es extremadamente difícil atravesar las máscaras protectoras con que nos cubrimos —máscaras nacidas de deseos y temores— y vernos tal como somos realmente? Y, ¿no es quizá la capacidad de atravesar estas fantasías protectoras tan pobre porque también es pobre nuestra capacidad para controlar el peligro constante que, a lo largo de la historia de la humanidad, unos grupos humanos representan para otros grupos humanos? ¿Acaso nos es tan difícil apartar de nuestra reflexión sobre el ser humano los testimonios de nuestra conmoción, nuestras imágenes nacidas de deseos y temores, precisamente porque todavía estamos indefensos ante los peligros que, de una u otra forma, los seres humanos representan unos para otros, y porque nada puede librarnos de esos peligros, nada puede hacer que soportemos nuestra propia indefensión ante el decurso pleno de catástrofes de la historia humana, excepto el ocultamiento de esos peligros, su destierro de nuestra conciencia? Y, ¿no contribuye este ocultamiento con velos mentales, en los que los resultados de observaciones ajustadas a la realidad son tejidos con hilos de ilusión, a que no seamos capaces de controlar en mayor medida la interminable destrucción de grupos humanos por parte de otros grupos humanos?
Estas relaciones entre el contenido de fantasía y el contenido de realidad de las concepciones humanas y el grado de control del ámbito de la existencia al que remiten esas concepciones no son nada nuevo. Anteriormente, el modo de percibir del hombre también era poco ajustado a la realidad en lo concerniente a los fenómenos naturales, y estos eran también menos controlables. Y tampoco en ese caso una de esas dos cosas era la causa y la otra el efecto. También entonces existía un constante movimiento circular.
Piénsese en el empleo de la magia. Como forma de pensamiento y de acción, sirve para que las personas imaginen que influyen sobre fenómenos en los que realmente apenas pueden intervenir, como, por ejemplo, campos y rebaños que medran o se echan a perder, rayos, lluvia, epidemias y otros fenómenos naturales que afectan profundamente sus vidas. La magia ayuda a aliviar, mediante pensamientos y actos cargados de fantasía, el carácter insoportable de una situación en la que, como niños pequeños, los seres humanos están expuestos a peligros misteriosos e incontrolables. Fórmulas y prácticas mágicas hacen que sea posible ocultar y desterrar de la conciencia los temores que produce esa situación, la total inseguridad y la vulnerabilidad que conlleva, el omnipresente horizonte de dolor y muerte. Proporcionan a quienes se sirven de ellas la sensación de que conocen las conexiones entre las cosas y tienen poder sobre su curso. Y si, como suele suceder, la creencia en la eficacia de fórmulas y prácticas mágicas es compartida por la gran mayoría de las personas de un determinado grupo social, esta adquiere una firmeza muy difícil de quebrantar. Así, pues, esta ligazón del pensamiento y la acción con formas de percepción mágico-míticas hace que sea muy difícil para los seres humanos —y a menudo imposible— atenuar con ayuda de formas de conocimiento y actuación más ajustadas a la realidad la constante amenaza que ejercen sobre ellos los fenómenos naturales incontrolables, así como adquirir un mayor dominio sobre estos.
No hace falta discutir aquí cómo pudo el ser humano romper las tenazas del mencionado círculo vicioso en este ámbito de su vida, en su relación con los fenómenos de la naturaleza física. Baste decir que este problema constituye uno de los puntos claves en el desarrollo de una teoría del conocimiento en la que se reconcilian y equilibran las dos principales corrientes —la teoría del conocimiento clásica, filosófica, y la teoría sociológica del conocimiento—, y que al plantearse sus problemas considera tanto la adquisición de conocimientos sobre contextos humanos, en la forma de ciencias sociales, como la adquisición de conocimientos referentes a contextos naturales extrahumanos, en la forma de ciencias de la naturaleza. La forma fundamental, el círculo vicioso, se encuentra en los dos ámbitos. Pero en el de la existencia humano-social se encuentra, por así decirlo, en otro nivel que en el ámbito de los contextos naturales extrahumanos, o, más exactamente, se encuentra en otro nivel que la situación de los seres humanos actuantes y pensantes en relación con este ámbito natural extrahumano —por lo menos en sociedades industrializadas diferenciadas, en las que el contenido de fantasía del pensamiento general sobre fenómenos naturales es relativamente escaso y la capacidad de controlar estos fenómenos es relativamente grande. El carácter inexorable del viejo círculo vicioso se hace muy palpable en la consideración de los problemas de la convivencia humana y en el manejo de tales problemas: en este ámbito la capacidad para controlar los fenómenos es menor; el pensamiento tiene un mayor contenido de emociones y de fantasías; y es más difícil plantear y resolver los problemas de manera relativamente imparcial o, como suele decirse, «racional».
La tradicional concepción de una «razón» o una «racionalidad» que habría sido dada al hombre por naturaleza, como característica esencial del género humano, y que, como la luz de un faro, iluminaría de forma pareja todos los alrededores, a no ser que se topara con un obstáculo, se ajusta sólo de manera muy imperfecta a lo que puede observarse efectivamente en los seres humanos. Usual como es hoy en día, esta concepción corresponde a una imagen del ser humano en la que las observaciones comprobables están aún muy entremezcladas con fantasías nacidas de deseos y temores. La suposición de que, si nada lo estorba, el pensamiento humano funciona automáticamente y de la misma forma en todas las épocas, en toda situación y según leyes eternas, es una amalgama de conocimientos efectivos e ideales cargados de emociones; esta suposición contiene un requerimiento moral (con el que, como tal, huelga discutir) que se enmascara como hecho. Y mientras se acepten como evidentes formas de autoconciencia e imágenes del ser humano de este tipo, con todos los enmascaramientos e impurezas que contienen, difícilmente podrá resolverse el problema aquí tratado. La insuficiencia de estas concepciones aparece con bastante nitidez incluso si se centra la mirada únicamente en las sociedades industrializadas de nuestros días. No hay apenas nada tan característico de la situación y del carácter de los seres humanos de tales sociedades como el grado relativamente elevado de «racionalidad», de «ajustamiento a los hechos» —o, mejor dicho, el grado relativamente elevado de adecuación del pensamiento y de capacidad para controlar los fenómenos— alcanzado en el ámbito de los fenómenos naturales físicos, y el grado comparativamente menor alcanzado en el ámbito de la convivencia de los propios seres humanos.
Y estas desigualdades de la situación del hombre en amplios campos de la sociedad se reflejan en el diferente estado en que se encuentran las ciencias correspondientes, lo cual, a su vez, contribuye al mantenimiento de esas desigualdades. Las ciencias de la naturaleza suelen producir en el pensar general en torno a fenómenos naturales un rechazo de concepciones emocionales nacidas de deseos y temores, sobre todo gracias a los éxitos prácticos de su aplicación a problemas técnicos. Por su parte, en general, las ciencias sociales todavía están, tanto en sus ideas básicas como en su formulación de conceptos, profundamente arraigadas en concepciones emocionales nacidas de deseos y temores, y mayoritariamente aceptadas en su grupo social. Incluso conceptos y métodos de investigación que han demostrado su adecuación en el ámbito de las ciencias de la naturaleza suelen adquirir, al ser adoptados de manera poco crítica por las ciencias sociales, un regusto mágico: otorgan a quienes se sirven de ellos una sensación de agudeza y poder, sin realmente concederles, al mismo tiempo o en la misma medida, tales agudeza y poder.
Las ciencias no existen en el aire. Es por esto un vano esfuerzo construir un modelo de ciencia que se desarrolle como si ese fuera el caso. Al ejercer y recibir influencias, el estado de desarrollo de las ciencias humanas, como el de las ciencias de la naturaleza, es representativo de una situación específica del ser humano.
En el contexto de los fenómenos naturales los seres humanos han conseguido en mayor medida que en el de los fenómenos histórico-sociales salir de ese círculo vicioso en el cual el grado de inseguridad, la intensidad de las amenazas y peligros a que se enfrenta el hombre, dependen del grado de ajustamiento a la realidad del pensamiento y la acción humanos, y viceversa. En el contexto de los fenómenos naturales el ser humano ha conseguido poco a poco, a lo largo de los siglos, contener las amenazas y desarrollar modelos de pensamiento y acción caracterizados por un escaso grado de temor y un alto grado de imparcialidad y adecuación a la realidad. Aquello que llamamos «ciencias de la naturaleza» es un elemento característico de esta situación.
Sin embargo, en el ámbito de las relaciones humano-sociales el ser humano continúa inmerso honda e inevitablemente en el círculo vicioso. Su capacidad para superar pensando y actuando de manera conforme a la realidad los problemas que se le plantean es tanto menor cuanto mayor es la amenaza que peligros, tensiones y conflictos incontrolables surgidos del ámbito de estos problemas representan para su vida y, de acuerdo con esto, mayores son los temores, esperanzas y deseos que lo dominan; y su capacidad para contener los peligros, conflictos y amenazas a los que se ve expuesto es tanto menor cuanto mayores son la falta de ajustamiento a la realidad de su pensamiento y acción y el grado de fantasía y emociones que los dirigen. En su forma actual, las ciencias humanas y, en general, las concepciones que tiene el ser humano de sí mismo como «individuo» y como «sociedad» están, dicho en otras palabras, determinadas por una situación en la cual los seres humanos, como individuos y como sociedades, se ponen unos a otros en peligro y originan temores de considerable intensidad y bastante difíciles de controlar; y, por su parte, estas formas del conocimiento y del pensamiento en torno al ser humano contribuyen a que estos peligros y temores se reproduzcan incesantemente; estas formas de conocimiento y pensamiento no son únicamente formas condicionadas, sino también condicionantes de la situación. Como antes sucedía en lo referente a los fenómenos naturales, también en lo referente a los fenómenos sociales —como corresponde al elevado grado de inseguridad, peligro y vulnerabilidad existente en este ámbito— poseen una función específica las fantasías colectivas y las prácticas semimágicas. También aquí estas fantasías colectivas y prácticas semimágicas ayudan a las personas a soportar la inseguridad de unas circunstancias que no pueden dominar. Protegen a las personas de la total irrupción en su conciencia de peligros ante los cuales nada pueden hacer. Les sirven como armas de defensa y resistencia en sus confrontaciones mutuas. Refuerzan la cohesión de los grupos sociales y dan a sus miembros una sensación de dominio sobre acontecimientos que, en la práctica, generalmente sólo pueden controlar en escasa medida. Descubrir su carácter fantástico es peligroso o, cuando menos, es sentido como un acto peligroso y quizás incluso hostil. Su eficacia social descansa en buena parte en que no se contemplan como fantasías, sino como ideas fundadas en hechos. Y puesto que, como fantasías colectivas, ejercen un efecto sobre la sociedad, constituyen ellas mismas —a diferencia de muchas fantasías puramente personales— una porción de la realidad social.
Pero lo dicho antes sobre la función social de concepciones míticas y prácticas mágicas en relación con los fenómenos naturales vale también para la función de estas en el ámbito de la vida social. También en lo social estos modos de pensar y actuar con fuerte carga emocional contribuyen a que los peligros y temores que se busca conjurar con su ayuda continúen siendo incontrolables y quizás incluso se refuercen. La convicción colectiva de que estas concepciones están fundadas en hechos les confiere una solidez y una firmeza que impide —como también ocurre con las concepciones mágico-míticas de la naturaleza observables en sociedades menos complejas— que puedan ser quebrantadas mediante una simple referencia a hechos contradictorios.
Así, por ejemplo, las ideologías nacionales y el convencimiento común del peculiar valor, la grandeza y la superioridad de la tradición nacional propia —que, tácita o explícitamente, va ligado a estas ideologías— contribuyen, por una parte, a afirmar la cohesión de las personas pertenecientes a un Estado y a que estas cierren filas cuando amenaza un peligro; pero, por otra parte, contribuyen también a avivar el fuego de los antagonismos y tensiones entre naciones, con lo cual mantienen o incluso incrementan el peligro del cual debían proteger. Con bastante frecuencia planteamientos de valores que, en tanto que arremeten contra tendencias destructoras de la vida y del sentido, constituyen la esencia de aquello que confiere a la vida significado y sentido, contribuyen a que las tendencias destructoras de la vida y del sentido se reaviven constantemente, y con ellas también la forma específica de planteamiento de valores que sirve como escudo y defensa contra ese tipo de amenaza.
3. Algo parecido cabe afirmar de las habituales concepciones de aquello que denominamos «individuo» y «sociedad», en particular de la relación entre individuo y sociedad. También la discusión de esta relación está condicionada por peligros y temores de la más diversa índole. Peligros y temores que están asimismo en relación con la situación de las personas que participan en la discusión; cuanto menor es la atención que se dirige a esta situación, tanto mayor es su influencia tácita sobre el desarrollo de la discusión, tanto mayor es la sujeción de los participantes a los partidismos del amplio campo social y menor es su autonomía de pensamiento.
Así, por ejemplo, no carece de importancia para la discusión de estos problemas el hecho de que en el amplio campo de la sociedad se estén produciendo confrontaciones entre partidos, clases y grupos de Estados acreditados por credos que sustentan valoraciones diametralmente opuestas del «individuo» y de la «sociedad». En su forma más popular, los credos de una de las partes presentan a los «individuos» como medio y al «todo social» como fin y valor supremo, mientras que los de la otra parte, de manera inversa, presentan a la «sociedad» como medio y a los «individuos» como fin y valor supremo. Y en ambos casos estos ideales, estas imágenes directrices, este planteamiento de objetivos del pensar y el actuar políticos a menudo se presentan simplemente como hechos. Con mucha frecuencia se afirma que es así lo que uno reclama y desea que fuese así. En este sentido, por ejemplo, miembros de un grupo en el que es lícito reclamar y desear que los intereses del Estado o de alguna otra organización social deben primar sobre los del individuo, pueden creer percibir que, en efecto, colectivos sociales de tal o cual tipo son siempre más reales y más determinantes que los individuos que los componen. Y, a la inversa, miembros de grupos sociales en los que es lícito reclamar y desear que los intereses de los individuos deben primar sobre los de los grupos que estos forman, a menudo creen percibir que precisamente los seres humanos individuales son lo verdaderamente real, lo que «existe» de hecho, mientras que los grupos sociales son algo complementario, algo menos real y quizás incluso algo meramente mental y abstracto. En ambos casos se funde lo que uno desea y reclama que debería ser con observaciones de lo que realmente es; y normalmente lo primero prevalece sobre lo segundo, como corresponde a la intensidad de la perturbación a la que, dentro del campo de fuerza de tensiones sociales y políticas, están expuestos quienes sustentan estos credos sociales opuestos.
Así, pues, no es tarea fácil dejar de lado estos credos sociales e intentar sin más desarrollar modelos mentales de «individuo» y «sociedad» que estén más en consonancia con lo que realmente es con lo que, tras un sistemático trabajo de observación y reflexión, demuestra su carácter fáctico. Considerado a largo plazo, esto bien puede ayudar a aflojar un tanto el abrazo del círculo vicioso en el cual una capacidad relativamente baja para controlar acontecimientos trae como consecuencia un grado relativamente elevado de fantasías emocionales, un menor autocontrol del pensamiento en torno a esos acontecimientos, lo cual, a su vez, desemboca en una escasa capacidad para controlar los acontecimientos. Considerado a corto plazo, no es difícil que el intento por despojar a la relación entre «individuo» y «sociedad», tal como realmente y en todo momento es del revestimiento de concepciones temporales nacidas de deseos y temores, esto es, de las doctrinas antagónicas pero gemelas del «individualismo» y del «colectivismo», parezca un atrevimiento vano y sin sentido.
Actualmente ya las meras palabras, las expresiones como «individuo», «sociedad», «personalidad», «colectivo» y similares, son utilizadas como armas en las luchas de poder entre distintos partidos y grupos de Estados, y, como tales, están tan impregnadas de contenido emocional, que resulta difícil separar el núcleo real de los deseos y temores con que lo han impregnado las personas implicadas en tales luchas de poder. Así como antes se utilizaban fórmulas mágicas para curar enfermedades cuya causa no se podía determinar mediante un diagnóstico ajustado a los hechos, así también hoy en día se emplean muchas veces doctrinas mágicas como medio para solucionar problemas humanos sociales, sin siquiera —dejando de lado deseos y temores— intentar establecer un diagnóstico. Y palabras como «individuo» y «sociedad» desempeñan un papel considerable en tales doctrinas como símbolos y como consignas.
La palabra «individuo», por ejemplo, puede evocar sentimientos negativos en algunas personas porque para ellas la doctrina del «individualismo» posee un gustillo desagradable. Para esas personas esta palabra puede ir asociada a la imagen de individuos despiadados y brutales que buscan oprimir a otros y enriquecerse a sus expensas. O les puede despertar sentimientos negativos porque les parece que el cumplimiento de su vida individual o, en general, el ideal supremo de la humanidad se encuentran en la subordinación de la persona al Estado o a cualquier otro grupo social, la entrega a la nación, la solidaridad de clase, el sometimiento a los mandatos de la Iglesia o la autoinmolación por un grupo racial. Y es posible que sentimientos de este tipo se concreten luego en la idea mitológica de que unidades sociales, como naciones, razas o clases, poseen una existencia efectiva anterior e independiente de todo individuo, en la idea de que, por así decirlo, existen sociedades sin individuos
Y a la inversa: en la conciencia de otros la palabra «individuo» puede estar asociada, con orgullo, a su posición autónoma dentro de la sociedad. Para estas personas la palabra «individuo» es un símbolo de aquello que posibilita que el ser humano particular pueda, gracias a su propia capacidad, realizarse independientemente de todos los demás y en competencia con ellos; esta palabra les parece el eco de todas las valoraciones positivas de su ideal, del «individualismo». O bien despierta en ellos la imagen de grandes personalidades creadoras a las que veneran, a las que procuran emular y con las que quizás, en un rincón de su alma, se identifican. Y, así, «sociedad» puede significar para estas personas lo que hace iguales a todos los seres humanos, lo que se interpone en el camino del desarrollo o la ascensión de la personalidad individual. La imagen que evoca en ellos la palabra «sociedad» puede ser la de una densa masa de personas grises e indiferenciables que amenaza con rebajar a todas las personas a un mismo nivel. Puede parecerles la esencia de todas las fuerzas que se interponen en el camino de la autorrealización del individuo, que impiden al ser humano particular el pleno desarrollo y cumplimiento de todas sus posibilidades —en suma, puede parecerles aquello que, más que ninguna otra cosa, limita y amenaza su libertad. Y sentimientos de este tipo tal vez se concreten en la idea de que en un principio existían únicamente individuos particulares —individuos sin sociedad— que, en cierto modo, sólo posteriormente trabaron relaciones y se reunieron en grupos sociales.
En fin, lo que se entiende por «individuo» y por «sociedad» todavía depende en gran medida de la forma de aquello que las personas desean y temen; está todavía muy determinado por ideales y antiideales cargados de sentimientos positivos y negativos, respectivamente. Las personas sienten que «individuo» y «sociedad» son algo separado y, bastante a menudo, incluso opuesto —no porque efectivamente puedan observarse como entidades separadas y opuestas, sino porque estas palabras están asociadas a sentimientos y valores afectivos distintos y, muchas veces, opuestos—. Estos patrones emocionales se interponen ante los ojos de la mente como pautas de selección; determinan en buena parte qué hechos se consideran esenciales y cuáles ocupan un plano secundario cuando se reflexiona acerca de los seres humanos particulares y las agrupaciones sociales que estos forman; y cuando, como sucede en la actualidad, este mecanismo de selección funciona de tal modo que los aspectos individuales y los aspectos sociales de las personas son percibidos y valorados como algo distinto, no es difícil que se les atribuya una especie de existencia singular, una existencia distinta.
4. En la praxis cotidiana, en el trato directo con las personas, suele resultar obvio que estos diferentes aspectos de los seres humanos son inseparables. Se encuentra muy natural que un hombre determinado sea esa persona única llamada Hans-Heinz Weber y que, al mismo tiempo, sea alemán, bávaro, muniqués, católico, editor, casado y padre de tres hijos. Es posible enfocar la lente de nuestra atención a mayor o menor distancia; podemos dirigirla hacia aquello que permite que una persona destaque sobre las demás como algo único y que lo diferencia de todas las otras personas; podemos dirigirla a lo que une a esa persona con otras, a sus relaciones, a sus dependencias respecto de otras personas y, finalmente, a los cambios y estructuras específicos del tejido social en el que se encuentra la persona.
Hemos alcanzado un estadio del desarrollo lingüístico e intelectual gracias al cual generalmente es posible calificar mediante distintas expresiones los diversos planos enfocados desde las diferentes posiciones de la lente. Siempre son las mismas personas las enfocadas, pero desde una posición de la lente se las ve como individuos; desde otras, como unidades sociales más pequeñas o más grandes —como familias, como naciones o quizá también como empresas económicas, asociaciones profesionales y capas sociales—. Como punto de partida hacia la problemática en cuestión, esto resulta bastante sencillo; y si fuera posible seguir esta problemática como observador ajeno y distanciado, se podría ir aún más lejos.
Sin embargo, en el transcurso de las tensiones y luchas por el poder entre quienes sustentan ideales sociales opuestos, las expresiones «individuo» y «sociedad» adquieren también el significado de símbolos emocionales. La pregunta en torno a qué tipo de relación existe realmente entre aquello que se denomina «individual» y aquello que recibe el calificativo de «social» queda relegada a un segundo plano por la cuestión de si un aspecto es más importante que el otro. Y, puesto que en la polémica normalmente se concede mayor valor a unos ideales que a los otros e incluso se considera que los unos son positivos y los otros negativos, estas dos expresiones, «individuo» y «sociedad», son utilizadas como si se tratara de dos entidades distintas o de dos personas distintas. Se habla de «individuo» y «sociedad» de la misma manera en que se habla de sal y pimienta o de padre y madre. Se piensa y se habla manejando dos términos mediante los cuales fenómenos humanos de dos planos de observación inseparables son, en general, clasificados como si se tratara de dos entidades distintas, capaces de existir la una sin la otra. Esto, la concepción de la existencia separada de ambos, de individuos que, de algún modo, existirían más allá de la sociedad, o de sociedades que, de algún modo, existirían más allá de los individuos, es, de hecho, uno de los presupuestos tácitos que comparten los antagonistas enfrentados en la polémica entre «individualistas» y «colectivistas» —o como quieran llamarse—. Es uno de los fundamentos no probados ni discutidos de esta polémica.
Tomado como punto de partida para la discusión acerca de la cuestión de cómo es realmente la relación entre los aspectos individual y social de los seres humanos, este empleo de las palabras «individuo» y «sociedad» conduce una y otra vez al pensamiento hacia el callejón sin salida de los falsos problemas irresolubles. La idea que despierta esta utilización de los términos, la imagen de dos entidades distintas separadas por un hondo abismo o incluso por una oposición insalvable, es en gran medida responsable de las infinitas discusiones en torno a cuál de los dos «fue» primero: el «individuo» o la «sociedad» —variaciones sobre el viejo tema del huevo y la gallina—, o de las discusiones sobre la otra cuestión, la de quién condiciona a quién: «¿Se debe partir de los “individuos” para comprender las “sociedades”, o de los fenómenos sociales para explicar los fenómenos individuales?». Tomada como fundamento indiscutido de investigaciones científicas, esta concepción contribuye a ocultar que la división de las ciencias humanas en unas que se ocupan de los individuos y en otras que se ocupan de las sociedades no es sino una etapa de la distribución de la labor científica que tarde o temprano tendrá que conducir a fusiones y síntesis; contribuye a ocultar que esta división de las ciencias humanas encuentra su justificación en la existencia particular de los propios objetos estudiados. Hace más intrincado el problema de las ciencias de la historia: «¿Proviene el impulso de los cambios históricos de grandes personalidades o de fuerzas sociales impersonales?». Aquí, con otras palabras, tenemos un ejemplo típico de la manera en que divergencias en las valoraciones y emociones ligadas a distintos aspectos o funciones de una misma entidad conducen, al emplearse las palabras correspondientes, a la idea de que en realidad existen entidades distintas. Y, puesto que al seguir tales controversias uno muy a menudo se ve impulsado a atribuir una mayor realidad a aquello a lo que concede un valor mayor y por lo que siente emociones más positivas, se termina desembocando en discusiones que recuerdan las de los escolásticos en torno a la realidad de los conceptos: «¿Son las relaciones sociales la verdadera realidad y los individuos tan sólo un producto del medio social?». «¿Son los individuos la verdadera realidad y las sociedades únicamente un flatum vocis?». «¿O acaso son ambos igualmente reales y guardan entre sí una reciprocidad?».
Cuando se dice esto y se toma clara conciencia de lo que se está diciendo, no resulta difícil comprender que todas las formas de pensar y hablar que conducen a que los términos «individuo» y «sociedad» sean utilizados como si se estuviera frente a dos entidades separadas e independientes la una de la otra —y entre estas formas de pensamiento, y no en último término, también la idea de su «reciprocidad»— son aún bastante torpes y no muy ajustadas a la realidad. Y, si se recurre a los conocimientos históricos sobre sociedades europeas de épocas pasadas o al conocimiento que se tiene de sociedades contemporáneas con un grado menor de desarrollo, no resulta nada difícil advertir que la idea de tales separación y oposición entre «individuo» y «sociedad», entre el «yo» y los «otros», tal como existe hoy en día, no es en modo alguno una idea evidente y común a todos los seres humanos, no es un tipo de autopercepción del ser humano que haya prevalecido en todas las épocas.
Sin embargo, insuficientes como son para comprender el estado real de las cosas, estos modos de pensar y hablar son perfectamente legítimos y veraces como medio de expresión de la experiencia de sí mismos que poseen las personas de una determinada época histórica, los miembros de los grupos humanos actuales más diferenciados e individualizados. Y por mucho que puedan salir a la luz hechos a los que cabría aludir para demostrar que estas formas de percepción y la correspondiente formulación de conceptos no se ajustan mucho a la realidad, ejercen aquellas sobre muchas personas tal poder de convicción, que difícilmente se les puede hacer tambalear aludiendo a hechos.
Los usos lingüísticos y mentales predominantes otorgan a estos y a muchos otros términos referentes al universo humano un amplio margen para la intervención de cargas emocionales. Por lo tanto, normalmente su significado es más sintomático de la situación anímica de los hablantes que de aquello de lo que hablan. Pero esta carga emocional relativamente intensa que poseen el pensar y el hablar cuando giran en torno a acontecimientos del universo humano no es indicio de algún defecto de aquello que, también de forma algo objetivante, algo metafísica, denominamos «entendimiento» o «razón». El problema que aquí se plantea queda a menudo oculto por la idea, ya mencionada, de que el ser humano posee por naturaleza un «entendimiento» que —como la luz de un faro— ilumina por sí mismo y de forma pareja todos los ámbitos de la vida, siempre y cuando no surjan arrebatos de emoción que, como nubes pasajeras, lo cubran. El problema sólo aparece en toda su magnitud cuando se considera la particularidad estructural elemental de la situación humana de la que se hablaba antes, esto es, el círculo funcional que ata el desarrollo de controles sociales sobre un ámbito de la vida humana al desarrollo del autocontrol sobre el pensamiento en torno a ese ámbito, y viceversa.
El estándar social de los controles sobre el ámbito de aquello que llamamos «fenómenos naturales» es hoy relativamente elevado en los Estados industrializados, y lo mismo puede decirse del de los autocontroles sobre el pensamiento y la observación en este ámbito. Aquí las amenazas y la inseguridad de los seres humanos se han reducido ostensiblemente durante los últimos siglos, y la represión de deseos y temores en la reflexión y la formulación de conceptos se ha incrementado considerablemente. Sin embargo, en lo referente a amplios sectores del universo humano, y en especial a sus tensiones y conflictos, el grado de los controles sociales sobre los acontecimientos es todavía considerablemente menor, lo mismo que el autocontrol sobre el pensar en torno a estos. El mutuo peligro que las personas, y en especial las comunidades estatales, representan unas para otras, y la inseguridad que este peligro conlleva son todavía bastante grandes; y la represión de las emociones en el pensamiento es en este ámbito, en comparación con la que normalmente existe frente a fenómenos naturales, relativamente escasa[9].
El hecho de que en discusiones puramente neutras acerca de la relación entre «individuo» y «sociedad» intervengan ideales y valoraciones originados en las luchas de poder de grupos humanos rivales y, de acuerdo con esto, poseedores de una carga emocional relativamente intensa, es uno de los muchos ejemplos de este tipo de proceso reactivo. Este es el círculo vicioso, esta es la trampa en que se encuentra el hombre: será muy difícil elevar el grado de autocontrol, el grado de represión de deseos y temores en la labor de reflexión y observación dirigida hacia el universo humano —y, con esto, también el grado de ajustamiento a la realidad de reflexiones y observaciones—, mientras el peligro que las personas representan para las personas, mientras las tensiones y los conflictos interpersonales de todo tipo sean relativamente grandes y la capacidad del hombre para controlarlos sea relativamente pequeña; y será muy difícil hacer más asequibles al control humano tales tensiones y conflictos interpersonales mientras en este ámbito la carga emocional del pensamiento y de la percepción sea relativamente elevada y su ajustamiento a la realidad bastante escaso.
La creencia de que ideas, pensamientos, pueden bastar como punto de partida para romper este círculo vicioso y escapar finalmente de la trampa, recuerda un tanto al cuento del buen barón de Münchhausen, quien, como es sabido, salió del pantano tirando de su propia trenza. Pues no se trata de lo que pueda pensar tal o cual persona en particular. Por atrevida y rica que pueda ser la imaginación de una persona, esta jamás podrá alejarse demasiado del estándar contemporáneo del pensar y el hablar. Ya el hecho de tener a su disposición unos instrumentos lingüísticos determinados lo encadenará a ese estándar. Si en algún momento empieza a utilizar estos instrumentos lingüísticos de manera demasiado inusual, demasiado alejada de los usos lingüísticos y mentales dominantes, dejará de ser comprendido. Sus palabras perderán su función principal, la de ser instrumentos de comunicación entre personas. El potencial que poseen las palabras de ser modificadas por los individuos puede ser muy considerable, pero siempre es limitado. Pues los pensamientos que dejan de ser transmisibles pierden todo significado. Así, lo que aquí se ha dicho sobre el círculo vicioso se refiere, en primer término, al estado social del pensar y el hablar. Es este, junto con el estado social de los controles sobre el ámbito de la vida correspondiente, el que da forma a una especie de círculo funcional. Mientras este sea relativamente escaso y aquel se halle infestado por emociones y sea relativamente poco ajustado a la realidad, ambos se reforzarán mutuamente una y otra vez. Y la tendencia a mantenerse así hace que sea extremadamente difícil poner en movimiento uno sin, al mismo tiempo, empujar al otro en la dirección correspondiente.
A pesar de todo, en algo puede ayudar la reflexión.