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Pero si de momento hemos adquirido una visión más clara de aquellos aspectos de la vida social que destacan con mayor nitidez cuando se echa una ojeada sobre amplios tramos de la corriente histórica, es lícito volver ahora a aquella otra perspectiva que se obtiene desde el mismo interior de esta corriente. Separada de la otra, cada una de estas perspectivas presenta unos peligros específicos. Cada una de ellas, tanto la visión desde lo alto como la visión del nadador desde dentro de la corriente, muestra sólo un aspecto determinado del conjunto. Cada una de ellas hace que se tienda a poner el acento en un aspecto parcial. Sólo de una conjunción de ambas perspectivas resulta una imagen más equilibrada.
En verdad, sólo con un cierto distanciamiento, sólo con una postergación de los deseos inmediatos y de los partidismos personales se descubre ante el investigador el orden del cambio histórico, la particular fatalidad con que el entrelazamiento de seres humanos, dadas unas tensiones de cierta intensidad, se ve impulsado hacia una mayor y más amplia integración o hacia una relativa desintegración, hacia una victoria de las fuerzas centrífugas. Y, sin duda, la perspectiva que se obtiene mediante un distanciamiento consciente no pierde nada de su valor cuando se echa una nueva ojeada, esta vez con los ojos de aquel que tiene que tomar decisiones aquí y allí, inmerso en la propia corriente histórica: sólo la perspectiva más comprehensiva y a largo plazo presta cierta seguridad a las decisiones y las protege de los impulsos inmediatos. Pero, simultáneamente, esa perspectiva panorámica necesita ser equilibrada y complementada por aquello que puede apreciarse mejor y con mayor facilidad directamente en el actuar mismo. Si en cualquier visión globalizadora se pone de manifiesto, sobre todo, la rigurosidad con que la corriente histórica se precipita en una dirección determinada, el actuante inmerso en la corriente advierte con mayor prontitud cuán diversos son muchas veces —aunque no siempre— los caminos y senderos que pueden seguir estructuras y tensiones de un tipo determinado para convertirse en estructuras de otro tipo. La historia parece, así, una de esas poderosas corrientes que siempre avanzan en una dirección determinada, siempre hacia el mar, pero que no tienen ante sí un cauce fijo, preexistente, sino un amplio terreno dentro del cual la propia corriente tiene que buscarse un cauce más fijo, un amplio terreno dentro del cual se le ofrecen muchas y muy diversas posibilidades de crear un cauce en la dirección predeterminada.
Con toda certeza, la mirada del ser humano, en general, sólo estará libre para ver el automatismo del cambio histórico cuando el hombre no sólo tenga ante los ojos el presente inmediato, sino también la larga historia pasada de la que ha surgido su propio tiempo. Pero aquel que tiene que obrar y decidir dentro del tejido de entrelazamiento de su época percibe con mayor facilidad otra característica, no menos importante, de este tejido: su extraordinaria elasticidad. En el estado actual del pensamiento y el lenguaje, muchas veces las imágenes y las palabras tomadas prestadas del ámbito de la naturaleza inerte no bastan al observador que se distancia del decurrir de la historia para expresar lo que tiene ante sus ojos. Así es como también aquí se ha hablado muchas veces de «mecanismos» y «automatismos». Pero en la historia no se trata, ciertamente, de un engranaje de una máquina sin vida, ni de automatismos de hierro y acero, sino de coerciones que personas vivas ejercen sobre personas vivas. Sólo cuando se hayan desarrollado medios propios para expresar este ámbito regido por leyes propias se podrá señalar con toda claridad cuán distintos son estos «automatismos» sociales de aquellos de nuestras salas de máquinas. Y, finalmente, mientras en un vuelo sobre largos trechos de la historia quizás el observador en un primer momento únicamente sea capaz de ver el escaso poder de los seres humanos sobre la gran línea de los movimientos y cambios históricos, quien actúa dentro de la corriente histórica tiene una posibilidad mayor de discernir cuánto puede depender esta —pese a la gran firmeza de la dirección del movimiento— en situaciones particulares de personas particulares. Lejos de contradecirse, ambas visiones, una vez conjuntadas de manera correcta, nos ofrecen una imagen más rica y adecuada.
Piénsese, por ejemplo, en el efecto del mecanismo de competencia: cuando personas o grupos que rivalizan libremente se encuentran sumidos en una lucha enconada, toda vez que el movimiento puede invertirse, por ejemplo mediante alianzas de los más débiles, estas personas o grupos rivales propician, quiéranlo o no, un empequeñecimiento del círculo de competidores y, posteriormente, la formación de un monopolio. Hasta aquí, las acciones de los competidores no son, de hecho, más que engranajes de un automatismo social. Pero ¿cuál de los rivales vence, cuál de ellos puede hacer suyas las oportunidades de otro y ejecutar así las leyes del mecanismo de competencia? En suma: el resultado final, que para todos los participantes es personalmente lo más importante, no está determinado por la estructura global del grupo implicado en la misma medida en que lo está este mecanismo social en sí mismo. El resultado final de la competencia puede depender en gran medida de la energía e inteligencia de personas particulares o del equipo humano de los grupos rivales. Y lo mismo vale para muchas otras tensiones con cuya resolución se abren camino o se concluyen cambios estructurales de grupos humanos. La línea por la que se mueven tensiones de un tipo determinado, la dirección en que estas se extienden sobre esa línea y la estructura general hacia la que tienden están claramente delimitadas, tanto si la dirección apunta hacia una «decadencia», hacia una descomposición de las estructuras existentes, como si apunta hacia una integración más fuerte con otros ejes de tensión. Pero, con toda certeza, la forma, los caminos y el ritmo en que se desarrollan estos conflictos y transformaciones no están predeterminados con la misma rigidez con que lo están la gran línea por la que se mueve un continuo social y la dirección en que sus ejes de tensión lo empujan hacia su propia superación.
Todo tejido humano grande y diferenciado es, de hecho, ambas cosas: muy rígido y, al mismo tiempo, muy elástico. Dentro de él siempre se están abriendo a los seres humanos particulares nuevos márgenes para la determinación individual. Se les ofrecen oportunidades que pueden aprovechar o desperdiciar. Se les presentan encrucijadas en las que tienen que elegir, y de su elección pueden depender, según la posición social de cada uno, su destino personal inmediato o tal vez el de toda su familia y, en algunos casos, incluso el destino inmediato de naciones enteras o de determinadas capas funcionales de estas. De esa decisión puede depender el que un eje de tensión sea superado en esta generación o en una generación venidera. De ella puede depender qué personas o grupos en pugna dentro de un determinado sistema en tensión se conviertan en los ejecutores de la transformación a la que empujaba esa tensión, y dónde descansarán los centros de las nuevas formas de integración a las que, debido a sus tensiones, apuntaban las antiguas. Pero las posibilidades entre las que una persona ha de realizar tal elección no las ha planteado la persona misma. Esas posibilidades están dadas y limitadas por la estructura específica de la sociedad a la que pertenece la persona y por el carácter de las funciones que la persona posee dentro de esa sociedad. Y, sea cual sea la posibilidad que elija, la acción de la persona pasa a entretejerse con las acciones de otros, desatando ulteriores cadenas de acciones, cuya dirección y efectos momentáneos ya no dependen de la persona, sino del reparto de poderes y de la estructura de tensiones del conjunto de este tejido humano móvil.
Ningún ser humano particular, por muy poderoso que sea, por muy grande que sea su fuerza de voluntad y aguda su inteligencia, es capaz de romper las leyes propias del tejido humano del que procede y en el que actúa. Ninguna personalidad, por muy fuerte que sea, puede, como por ejemplo el emperador germano de una gran región feudal de economía puramente natural, controlar indefinidamente las tendencias centrífugas que corresponden a la gran extensión de sus territorios; no puede transformar de modo instantáneo la sociedad en una sociedad absolutista o en una sociedad industrial; no puede con un simple acto de voluntad llevar a efecto la amplia distribución del trabajo, la constitución de un ejército, la monetarización y la radical transformación del sistema de propiedades necesarias para el establecimiento de una institución central duradera. Está y estará siempre sujeto a las leyes de las tensiones entre siervos y señores feudales, entre señores feudales competidores y señores de poder central. Es posible encontrar procesos inevitables muy semejantes a este —si se buscan estructuras análogas en la historia contemporánea— en el desarrollo de los Estados Unidos de América. También aquí estamos ante una unidad de gobierno especialmente extensa. También aquí se observan, por una parte, unas tendencias lentamente crecientes hacia el centralismo, y, por otra, unas fuerzas especialmente intensas opuestas a un centralismo más sólido. Como antes en el enorme territorio del Imperio alemán medieval, también en el de Estados Unidos —a pesar de la mucho mayor división funcional— las tensiones entre los intereses centrífugos y los centrípetos han sido extraordinariamente grandes a lo largo de su historia, y siguen siéndolo. La continua pugna entre los Estados particulares y la Administración Central de la federación, la larga y victoriosa lucha de los numerosos bancos y de los monopolios privados contra el establecimiento de un banco federal central, el ocupamiento temporal de las posiciones centrales por los propios intereses centrífugos, la lucha entre plata y oro, junto a las innumerables crisis relacionadas con estas tensiones, todo esto es bastante conocido. ¿Ha sido una especial incapacidad lo que ha impedido durante tanto tiempo que los estadistas norteamericanos creen en su país instituciones centrales controladas por la opinión pública tan fuertes y estables como las que existen en Europa? Cualquiera que se encuentre dentro de tales entrelazamientos, cualquiera que haya estudiado detalladamente la historia de Estados Unidos lo sabe mejor que nadie. Todos quienes han sido elevados por los diversos mecanismos de selección a posiciones centrales en Estados Unidos se han visto irremisiblemente envueltos en tensiones de un tipo y de una intensidad que los estadistas europeos —de acuerdo con la más antigua integración y la relativa pequeñez de los territorios de dominio europeos— ya no tienen que superar, si bien es cierto que la intensidad de las tensiones internas del territorio de dominio de Estados Unidos ha estado y está compensada por la intensidad de las tensiones de los diferentes territorios de dominio europeos. Tanto si se trata, como en la época de Jefferson y Hamilton, de grandes personalidades que representaban los distintos polos de este eje de tensión, como si se trata de personajes de menor talla, siempre ha sido la particular intensidad de estas tensiones internas de su sociedad lo que ha dictado a los estadistas norteamericanos la ley de su actuación. Y a esto, a la particular intensidad de los intereses centrífugos, y no a una peculiar incapacidad de los estadistas norteamericanos, se debe el que allí los intereses centrípetos hayan tardado más que en Europa en pesar sobre el desarrollo de la división funcional. Ninguna personalidad, por grande que fuese, era capaz de romper la ley propia de ese amplio tejido humano. Dentro de él, el estadista particular sólo posee, según su talla, un mayor o menor margen de acción.
Pero si también en ese caso, como en todos, se abrían y abren márgenes de acción para la decisión individual dentro del tejido social, no existe una fórmula general válida para todas las etapas de la historia y todos los tipos de sociedad que indique las dimensiones de los límites de decisión individual. Característico de la posición del individuo dentro de su sociedad es precisamente esto, el que también el tipo y la dimensión del margen de decisión que se abre ante el individuo dependen de la estructura y la coyuntura histórica del grupo humano en el que este vive y actúa. Ningún tipo de sociedad carece por completo de este margen individual. Incluso la función social del esclavo establece unos límites para las decisiones particulares, por estrechos que estos sean. Y en el caso opuesto: la posibilidad que tienen un rey o un general para determinar, debido a sus cualidades personales, su propio destino y el destino de otras personas, es, en circunstancias normales, incomparablemente mayor que la que poseen los individuos de menor talla social de su sociedad. El alcance de las decisiones que competen a quienes ejercen funciones directrices adquiere, en determinadas situaciones históricas, dimensiones enormes. Y con estas decisiones cabe alterar considerablemente, según el talento personal de la persona para esta función y según su talla, la forma y la extensión del margen de decisión individual. El margen de decisión de quienes ejercen funciones directrices no sólo es más amplio, sino también más elástico; pero nunca es ilimitado. También en el ejercicio de tales funciones directrices, como en el de las de un vulgar esclavo, el alcance de las decisiones y las dimensiones del margen de decisión están determinados por el carácter de la integración debido a la cual estas funciones, junto con otras, se produjeron y están siempre reproduciéndose cada cierto período de tiempo. El ser humano individual siempre está atado de un modo muy determinado por su interdependencia con otros. Pero el margen de decisión individual difiere de una sociedad a otra y, dentro de una misma sociedad, de una época a otra y de una posición social a otra. En el fondo, lo que llamamos «poder» no es más que una expresión, algo más rígida y menos diferenciada, del especial alcance del margen de decisión propio de determinadas posiciones sociales, una expresión de una posibilidad particularmente grande de influir sobre la autodirección de otras personas y de participar en la determinación de su destino.
Si, digamos, la fuerza social de personas o grupos del mismo espacio social es extraordinariamente desigual, si capas sociales muy débiles, por tanto de menor rango, y sin apenas posibilidades de elevarse socialmente, conviven con otras que monopolizan y disponen de oportunidades incomparablemente mayores de ejercer presiones sociales, el margen de decisión individual de las personas de los grupos socialmente más débiles será mucho menor; entre las personas de estas capas socialmente más débiles no podrán acuñarse talentos extraordinarios, grandes personalidades fuertemente individualizadas, o, en todo caso, sólo podrán hacerlo en un sentido que, contemplado desde la perspectiva de la estructura social existente, será necesariamente considerado «asocial». Así, por ejemplo, muchas veces, para personas pertenecientes a clases campesinas socialmente más débiles y que viven al borde del hambre, la única salida y, al mismo tiempo, el único modo de ascender residen en el abandono de sus tierras y en convertirse en «bandoleros»; la posición más elevada a la que se puede acceder aquí, la de jefe de la banda o «capitán de bandidos», ofrece la única posibilidad de desarrollar una iniciativa personal de dimensiones algo más amplias. En el marco de su vida social normal, a la persona perteneciente a estas clases campesinas pobres y hambrientas sólo le queda un margen muy pequeño en el que desarrollar una iniciativa personal. Y, con toda certeza, dada una desigualdad tan radical en la distribución de los instrumentos de poder social, la situación social y el destino de una de estas capas campesinas no podrán ser transformados únicamente por la especial grandeza y energía de uno de sus miembros, puesto al frente del grupo.
La situación es distinta si, dentro de una comunidad de personas, los principales polos de los ejes de tensión están constituidos por grupos poseedores de herramientas de poder menos desiguales o incluso aproximadamente iguales. En este caso muy bien puede depender de la firmeza y de la talla de unos cuantos el que, en un momento propicio, el equilibrio se desplace hacia uno u otro lado. En un entrelazamiento así configurado, el margen de decisión de quienes ejercen funciones directrices es, bajo ciertas circunstancias, enorme. Pero, sea mayor o menor el margen de decisión de la persona, sea como sea que esta decida, al hacerlo se está vinculando con unos y alejando o enemistando con otros. La persona está —en grande como en pequeño— sujeta al reparto de poder, a la estructura de las dependencias y tensiones internas de su grupo. Los posibles caminos entre los que decide están ya trazados por la estructura del radio de acción y los entrelazamientos de la persona. Y, según cuál sea la decisión que tome el individuo, el propio peso de estos entrelazamientos actuará a favor o en contra de él.
Hoy en día es frecuente la discusión sobre si la historia la realizan las grandes personalidades o si todos los seres humanos son reemplazables y la individualidad carece de importancia para el desarrollo de la historia. Pero discutir sobre estos dos polos no es mucho más que discutir en el aire. Falta en gran medida el único elemento que permite poner punto final a toda polémica en torno al ser humano y sus procesos: el contacto constante con la experiencia. Para una cuestión de esta índole no existe una respuesta que sea un simple «sí» o un simple «no». También los actos de aquellas personas a quienes estamos acostumbrados a considerar los grandes personajes de la historia tenían lugar dentro de un medio, salían de un medio y se dirigían a ese mismo medio, formado este por otras personas y sus productos, sus hechos, sus ideas y su idioma. El tipo específico de su convivencia con otras personas proporcionaba, y proporciona, a la acción de tales personajes, como a la de todos los seres humanos, unos límites determinados y un margen de actuación. El efecto de una persona sobre otras personas, su importancia para otras, puede ser particularmente grande —pero las leyes propias del tejido humano en el que esa persona actúa son y serán siempre mucho más poderosas que él—. La creencia en un poder ilimitado de personas particulares a lo largo del transcurso de la historia sólo es un ilusión.
No menos ajena a la realidad es la creencia opuesta, la idea de que todas las personas poseen la misma importancia para el desarrollo de la historia, que los individuos son reemplazables y que la persona no es más que el vehículo pasivo de una maquinaria social. La observación más superficial permite advertir que individuos distintos poseen distinta importancia para el desarrollo de los fenómenos históricos, que, en determinadas situaciones y desde determinadas posiciones sociales, el carácter individual y la decisión personal pueden ejercer una notable influencia sobre el desarrollo de los fenómenos históricos. El margen de decisión de los individuos es siempre limitado, pero puede variar mucho, en su forma y en su alcance, de acuerdo con los instrumentos de poder que una persona tenga a su disposición. Basta echar una mirada sobre la naturaleza de la integración humana para comprender esta variabilidad de las ataduras humanas. Contemplado desde la perspectiva contraria, lo que ata a los individuos es precisamente el polo opuesto a esta ligazón: su actuación individual, su capacidad para decidir de manera muy diversa, muy individual. El actuar individual de unos es lo que ata a los otros. Y depende únicamente de las herramientas de poder de las funciones interdependientes, depende de la intensidad de las dependencias mutuas, el que sean unos u otros quienes aten a los demás mediante su actuar.
Anteriormente se ha aludido varias veces a ese peculiar juego social al que determinados grupos de la sociedad occidental se entregan una y otra vez con incansable celo. Dos bandos se colocan frente a frente. Los unos dicen: «Todo depende del individuo». Los otros dicen: «Todo depende de la sociedad». Los unos dicen: «Pero si únicamente existen individuos particulares que deciden hacer esto y dejar de hacer esto otro». Los otros dicen: «Pero sus decisiones están condicionadas por la sociedad». Los unos dicen: «Pero eso que llamáis “condicionamiento social” del individuo sólo tiene lugar porque otros individuos quieren y hacen algo». Los otros dicen: «Pero eso que aquellos otros individuos quieren y hacen también está condicionado por la sociedad».
Poco a poco se está empezando a desatar el lazo mágico que ha tenido al pensamiento humano atado a tal alternativa. De hecho, también el modo en que una persona decide y actúa se ha formado en la relación con otras personas, en la conformación social de su naturaleza. Pero lo que así se acuña no es algo meramente pasivo; no es una moneda inerte, idéntica a miles de otras monedas, sino el núcleo del actuar del individuo, la personal dirección de sus impulsos y de su voluntad; en suma, su propio yo. Lo así acuñado es al mismo tiempo algo que acuña: es la autodirección individual de la persona en su relación con otras personas, relación que ata a esas otras personas y limita su autodirección. El ser humano individual, por usar una frase hecha, es al mismo tiempo moneda y cuño. La función de cuño de algunos puede ser mayor que la de otros, pero no por esto dejan aquellos de ser también monedas. Incluso la persona más débil socialmente desempeña un papel, por pequeño que sea, en el acuñamiento y atadura de otros miembros de su comunidad. Aquel juego de sociedad mencionado más arriba podría continuar indefinidamente, pues en él se separa como dos sustancias distintas lo que en realidad son dos funciones inseparables propias de la convivencia entre seres humanos.
Hay una idea característica que es común a los dos bandos enfrentados en la discusión, y esta idéntica base es una muestra de que ambos antagonistas son producto de un mismo momento histórico. En todo este debate se da tácitamente por supuesto —como punto de secreto acuerdo, como fundamento indiscutido de la discusión— que «social» es aquello que es «igual» en muchas personas, lo «típico» de ellas, y que aquello que hace de cada persona algo único, algo distinto de las demás, en resumen, aquello que le confiere una individualidad más o menos pronunciada, aquello es —eso opinan— un elemento extrasocial al que, sin mayor reflexión y muchas veces sin mucha claridad, se atribuye bien un origen biológico natural, bien un origen metafísico. Aquí se detienen la reflexión y la observación.
Antes ya se ha subrayado que esta concepción de la individualidad como forma de expresión de la existencia de un núcleo asocial, extrasocial, en el interior del ser humano particular, alrededor del cual se encuentran, como una corteza, los rasgos «típicos», «condicionados socialmente», está vinculada a un modelado histórico muy determinado de la psique misma. Esta concepción guarda relación con la tensión entre el yo y el superyó, por un lado, y las funciones impulsivas, por el otro, tensión que si bien no falta por completo en ninguna sociedad, con el avance del proceso de civilización se ha hecho particularmente intensa y ha llegado a infiltrar todos los aspectos. Es esta tensión, son estas contradicciones entre los anhelos del individuo, en parte inconscientemente dirigidos, y los requerimientos sociales, representados en parte por el propio superyó, lo que alimenta una y otra vez la idea de la existencia de un núcleo individual natural dentro de una corteza condicionada por la sociedad o por el medio. Estas contradicciones propician que al individuo le parezca evidente que él es «interiormente» algo por sí mismo, y que la «sociedad», las otras personas, se encuentran frente a él como algo «exterior» y «extraño». Esta forma específica de constitución del superyó, esta represión particularmente intensa y semiautomática de todos los impulsos y emociones dirigidos hacia otros —represión cada vez más perceptible, desde el Renacimiento—, es la causa de que el individuo se sienta a sí mismo como «sujeto» y considere el universo como algo de lo que le separa un abismo, como «objeto»; de que se sienta a sí mismo como observador externo del resto de la naturaleza y sienta esta naturaleza como «paisaje», de que se considere a sí mismo como un individuo independiente de todas las demás personas y a las demás personas como unos seres «extraños» que originalmente nada tienen que ver con él, como un «ambiente», un «medio», una «sociedad». Y sólo cuando el individuo deja de pensar de esta manera desde su interior, sólo cuando deja de observar el universo como alguien que ve desde «dentro» de su casa la calle que hay «fuera», las casas «del otro lado», sólo cuando en lugar de esto —imprimiendo un nuevo giro copernicano a sus pensamientos y sentimientos— es capaz de verse a sí y a su propia casa dentro del conjunto de calles, dentro del contexto global del tejido humano móvil, solamente entonces empieza a disiparse lentamente la sensación de que «interiormente» es algo único y per se y de que lo demás es algo separado de él por un abismo, un «paisaje», un «medio ambiente», una «sociedad».
Pero la fuerte atadura de las emociones no está aislada. Hay un cúmulo de particularidades estrechamente ligadas a esta característica de nuestra psique que contribuyen en no menor grado a que oposiciones —referidas a nosotros mismos— tales como «interior» y «exterior», «natural» y «condicionado por la sociedad», nos parezcan antítesis eternas, piezas esenciales y elementales del arsenal del pensamiento y de la conciencia en general. Así, por mencionar sólo una de estas particularidades, la especial satisfacción que, en el estado actual de la autoconciencia, va unida en el individuo a la idea de que todo lo que él siente en sí mismo como singular y esencial se lo debe únicamente a sí mismo, a su propia «naturaleza», y no a otra cosa. La idea de que personas «extrañas» tengan una participación fundamental en el surgimiento de la individualidad propia se contempla hoy casi como una restricción del disponer de uno mismo y del derecho de posesión de uno mismo. Lo que una persona puede explicar de sí misma recurriendo a su «naturaleza», le parece algo completamente suyo, propio. Como puede explicarlo a partir de su propia naturaleza, lo atribuye automáticamente a méritos propios; y, así, tiende al mismo tiempo a lo inverso, a remitir a su naturaleza innata lo que atribuye a su propio mérito. Pensar que su carácter propio, su individualidad, su «ser», no es una creación única de la naturaleza, repentina e inexplicablemente salida de su seno, como Atenea de la cabeza de Zeus; remitir las cualidades psíquicas propias, o también las propias carencias, no a esa naturaleza sino a algo tan casual como las relaciones con otras personas, a algo tan perecedero como la sociedad humana, eso automáticamente parece al individuo una desvalorización, una perdida de sentido de toda su existencia. La idea de un origen de la propia individualidad a partir de la naturaleza imperecedera, o la de un origen a partir de la mano creadora de Dios, parece prestar un mayor sentido y una mayor justificación a aquello que el ser humano siente en sí mismo como único y esencial; esta idea fija y asegura la individualidad en lo eterno y lo regido por leyes; hace comprender al individuo la inexorabilidad con la que él es lo que es; le explica con una palabra —con la palabra «naturaleza»— las cosas por lo demás inexplicables que hay en él.
Y así, debido a una peculiar orientación de nuestros sentimientos y deseos, desaparece una y otra vez de nuestra conciencia el simple hecho de que la «naturaleza» de las funciones psíquicas del ser humano no es en absoluto igual a la «naturaleza» de aquellas otras funciones por las que el cuerpo cambia y alcanza una forma determinada. En realidad, hace falta una profunda revisión de la autoconciencia predominante para que pueda levantarse ligeramente el velo de deseos y valoraciones en el que nuestras observaciones se enredan una y otra vez. Aquello que llamamos la «individualidad» de una persona es, en primer lugar, una particularidad de sus funciones psíquicas, una cualidad constitutiva de su autodirección en la relación con otras personas y cosas. «Individualidad» es un término para designar el modo y el grado particulares en que la cualidad constitutiva de la dirección psíquica de una persona se diferencia de la de otras personas. Pero esta diferenciación específica entre las cualidades psíquicas de las personas no sería posible si la autodirección de la persona en su relación con otras personas y cosas estuviera sujeta a cualidades constitutivas heredadas del mismo modo y en la misma medida en que lo está, por ejemplo, la autodirección del organismo humano en la reproducción de órganos y miembros. La «individualización» de las personas sólo es posible porque la autodirección relacional es más flexible que la orgánica. Y, de acuerdo con esta mayor flexibilidad, también las palabras que empleamos, palabras como «naturaleza» o «disposición» y todas las demás, poseen un sentido cuando remiten a las funciones psíquicas del ser humano y otro muy distinto cuando se refieren a las funciones de la reproducción de órganos o del crecimiento. En este último caso se mantiene firme —en una observación a corto plazo— la concepción habitual de la naturaleza como un ente inmutable o, como mucho, que tiene un ritmo de cambio muy lento; en el caso de las funciones psíquicas, e igualmente en lo referente a su coordinación y entrelazamiento en la convivencia humana, se está frente a realidades naturales que hacen posible un ritmo de cambio mucho más vertiginoso, que poseen un orden por sí mismas. Para poder explicar estas funciones y su mutuo modelado hace falta poseer medios de pensamiento de índole propia.
Actualmente los términos habituales suelen ser utilizados demasiado a menudo sin diferenciarlos, lo mismo si se habla de funciones psíquicas que si se habla de la configuración de órganos y miembros. La experiencia adquirida de las funciones corporales marca la pauta. Las formas de pensamiento y los términos que han mostrado ser más o menos útiles para la explicación de las funciones corporales se utilizan, sin más, como fundamento, y bastante a menudo, como modelo para explicar la psique humana. Se piensa, se siente y en parte se desea que la individualidad de una persona, la cualidad constitutiva diferenciadora de su autodirección en la relación con otras personas y cosas, existe tan aislada e independientemente de toda relación como —según el propio sentir— el propio cuerpo en el espacio. Y así se llega también a la idea de que el ser humano particular, con todas las cualidades psíquicas constitutivas que lo diferencian de otros seres humanos, constituye un cosmos cerrado en sí mismo, una naturaleza per se que originalmente no guarda relación alguna con el resto de la naturaleza ni con los demás seres humanos. También el estudio de las funciones psíquicas mediante modelos sacados de las funciones corporales conduce inexorablemente a la reflexión hacia alternativas estándar, como «interior» y «exterior», «individuo» y «sociedad», «naturaleza» y «medio ambiente». Al individuo sólo parece quedarle elegir entre dos opciones, atribuir a una u otra la importancia decisiva en la configuración de un ser humano. Y lo más que se puede concebir es una solución de compromiso: «Un poquito viene de fuera, un poquito viene de dentro; sólo es cuestión de averiguar qué y cuánto viene de cada lado».
Las funciones psíquicas no encajan en este esquema. La natural dependencia de una persona respecto a otras, la natural orientación de las funciones psíquicas hacia unas relaciones, su capacidad de coordinación, su movilidad en esas relaciones, es un fenómeno que no puede ser comprendido mediante modelos de sustancias, mediante conceptos espaciales como «interior» y «exterior». Para su estudio son necesarios otros medios de pensamiento y otra perspectiva.
Aquí se ha intentado dar unos pocos pasos encaminados hacia esos nuevos medios de pensamiento y esa nueva perspectiva. La cualidad constitutiva de la autodirección psíquica de una persona es —pensemos, por ejemplo, en la lengua materna—, debido a que la persona crece dentro de un grupo determinado, absolutamente típica, y al mismo tiempo, debido a que la persona crece como un punto único dentro de la red de su sociedad, es absolutamente individual, es decir, es una concreción única de esa tipicidad. También los animales son diferentes unos de otros, y sin duda también se produce una diferenciación similar —por «naturaleza»— entre los seres humanos. Pero esta diferenciación heredada biológicamente no es igual a esa diferenciación, en la forma y la estructura, de la autodirección psíquica de los adultos que expresamos mediante el término «individualidad». Un ser humano criado fuera de una sociedad de seres humanos adquiere esa individualidad, digámoslo una vez más, en la misma escasa medida en que la adquiere un animal. Sólo mediante un largo y arduo cincelado de sus maleables funciones psíquicas, realizado en el trato con otras personas, adquiere la dirección de los comportamientos de un ser humano aquella cualidad constitutiva única que caracteriza a una individualidad humana específica. Sólo mediante un modelado social se forman en él, en el marco de determinados caracteres típicos de la sociedad, también aquellos caracteres y modos de comportamiento que lo diferencian de todas las otras personas de su sociedad. La sociedad no es únicamente lo igualador y lo tipificador, sino también lo individualizador. El distinto grado de individualización que poseen las personas pertenecientes a diferentes grupos y capas sociales es una muestra clara de esto. Cuanto más diferenciada es la estructura funcional de un grupo o de una capa de este grupo, más marcado será el contraste entre las cualidades psíquicas constitutivas de las personas particulares criadas en ese grupo o capa. Pero, por mucho que pueda variar el grado de individualización, entre las personas que crecen y viven dentro de una sociedad no existe un grado cero de individualización. En mayor o menor medida, todos los seres humanos de todos los grupos que conocemos son individuales, esto es, distintos unos de otros en la cualidad constitutiva y en la orientación de la dirección de su comportamiento, y, al mismo tiempo, todos son específicos de su sociedad, es decir, son moldeados y están atados por funciones de un determinado contexto funcional, por un determinado tipo de convivencia con otros, que al mismo tiempo moldea y vincula a esos otros. Aquello que suele separarse mentalmente como si fueran dos sustancias distintas o dos capas distintas del ser humano, su «individualidad» y su «condicionamiento social», no son en realidad más que dos distintas funciones de los seres humanos en sus relaciones mutuas, funciones que no pueden existir la una sin la otra: son expresiones para designar el actuar específico de la persona individual en su relación con sus congéneres, y su maleabilidad, su carácter susceptible de ser influenciado por el actuar de otros, para designar la dependencia de otros respecto a él y la dependencia de él respecto a otros, son expresiones para designar su función de cuño y su función de moneda.