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Pero esto no es todo. El actual movimiento integrador tiene, además de los dos planos discutidos más arriba, un tercer plano. De una observación detallada se desprende que actualmente el bienestar y las penurias de los ciudadanos de un Estado particular, incluidos la Unión Soviética y Estados Unidos, ya no dependen de la protección que ese Estado —incluso un potencial Estado continental, como Europa— pueda ofrecer a sus ciudadanos. Ya en nuestros días las posibilidades de supervivencia dependen en una medida mucho mayor de lo que ocurre en el plano global. La última unidad de supervivencia es hoy el conjunto de la humanidad.

Antes he hablado del carácter cada vez más temporal, intercambiable y voluntario de muchas relaciones en forma de nosotros, incluida, dentro de ciertos límites, la de pertenencia a un Estado. Sólo el máximo nivel de integración, la pertenencia a la humanidad, continúa siendo permanente e inevitable. Pero los vínculos que unen este nosotros global son tan débiles, que, al parecer, sólo una minoría muy pequeña es consciente de su existencia como tales vínculos sociales.

Durante los dos últimos siglos el curso efectivo del desarrollo social ha conducido hacia una creciente interdependencia de todos los grupos humanos. La creciente integración de la humanidad —la humanidad no sólo en tanto el plano de integración más amplio, sino también en tanto el más efectivo— se muestra en lo bueno como en lo malo. El entrelazamiento global de todos los Estados se expresa con bastante claridad en instituciones centrales globales que se encuentran en un nivel inicial de su desarrollo.

Las Naciones Unidas son débiles y, en muchos aspectos, ineficaces. Pero cualquiera que haya estudiado el crecimiento de instituciones centrales sabe que procesos de integración que encuentran expresión en la creación de instituciones centrales en un nuevo plano suelen precisar varios siglos antes de que estas instituciones sean eficaces; y nadie puede prever si acaso instituciones centrales formadas en el transcurso de un poderoso movimiento integrador volverán a desaparecer durante un movimiento desintegrador igualmente poderoso. Esto es válido no sólo para las Naciones Unidas, sino también para otras instituciones centrales incipientes, como el Banco Mundial, la Organización Mundial de la Salud, la Cruz Roja o Amnistía Internacional. Pero la integración de la humanidad también se manifiesta en lo malo: síntoma de esta integración es la lucha de posiciones global y la carrera armamentística de las dos potencias hegemónicas en la antesala de una posible guerra global. Otro síntoma, no menos importante, es la posibilidad técnica de una autoaniquilación de toda la humanidad o bien de sus condiciones de vida mediante el desarrollo de armas cada vez más poderosas y de mayor capacidad de destrucción, posibilidad que, de la mano de la carrera de armamentos, puede considerarse por primera vez en todo el desarrollo de la humanidad de modo realista.

Una de las singularidades de la situación actual es el hecho de que también en este plano la imagen del nosotros, la identidad como nosotros de la mayoría de los seres humanos, va muy por detrás del nivel de integración real; la imagen del nosotros va muy a la zaga de la realidad de las interdependencias globales y, por tanto, también de la posibilidad de que grupos humanos particulares destruyan el espacio vital común. Como se ha dicho, los planos de integración del clan, la tribu o el Estado están cargados de intensos sentimientos de pertenencia, sean estos positivos o negativos, de una vital sensación del nosotros que dirige en una u otra dirección el actuar de los individuos. Quizá la unión en planos superiores, y en particular la cada vez más fuerte integración de la humanidad, pueda ser comprendida como un hecho; como eje de los sentimientos de pertenencia y como guía de la acción individual, la humanidad se encuentra aún en una etapa inicial. La formación de la conciencia de las personas, sobre todo de los políticos, militares y empresarios de todo el mundo está orientada casi exclusivamente hacia el Estado particular al que pertenecen. El sentimiento de responsabilidad por la amenaza a que está expuesta la humanidad es mínimo. Por muy real que sea esta amenaza, la actitud orientada hacia la propia nación hace que parezca irreal, cuando no una ingenuidad. Es cierto que el amplio movimiento integrador no planeado obliga a que se formen alianzas y, por ende, también organizaciones militares multinacionales. Pero para quienes intervienen en estas alianzas su Estado particular sigue siendo el principal punto de referencia del nosotros. Los dos Estados hegemónicos, la Unión Soviética y Estados Unidos, poseen tal superioridad militar, que la verdad a medias de la soberanía de cada Estado ya no oculta la dependencia militar de los Estados más pequeños de la alianza. Sin embargo, los líderes de ambas potencias mundiales, y entre ellos también los líderes militares, no dan lugar a que sus aliados duden que para ellos los intereses estatales, los intereses de su propio país, están muy por encima de todos los otros.

La fuerza de una actitud social orientada hacia el Estado particular es hoy para muchas personas tan intensa e inevitable, que la aceptan como algo propio de la naturaleza humana, como algo tan natural como el nacimiento y la muerte. No se reflexiona acerca de ello. Esta actitud social y sus mandatos no se tienen en cuenta como objeto de estudio. Son parte de la realidad de la existencia social de los seres humanos. La idea de que pueden cambiar se considera ingenua. Pero los mandatos de la actitud social son una creación humana. Una vez, en el pasado, estuvieron orientados hacia el plano del clan. En otras etapas las tribus fueron las mayores unidades de integración hacia las que se orientaban la conciencia y los sentimientos de los seres humanos. No ha pasado mucho tiempo desde que los Estados se convirtieron en las unidades de integración que, aunque sea de forma ambivalente, atraen sobre sí un fuerte sentirse nosotros de todos sus miembros y un compromiso relativamente intenso de estos con la lealtad y la solidaridad. La concepción del nosotros que poseen los seres humanos ha cambiado; puede volver a cambiar. Estas modificaciones no se realizan de la noche a la mañana. Son procesos que suelen abarcar varias generaciones. El proceso de cambio ha tenido en el pasado una dirección determinada. Unidades sociales mayores arrebataban a unidades menores la función de principal unidad de supervivencia. El proceso no tiene por qué continuar necesariamente en esa dirección. Pero no es imposible que lo haga. Al pasar la función de principal unidad de supervivencia a unidades sociales que representaban un nivel de integración más amplio, se producían con gran regularidad contradicciones como las que hemos visto más arriba al repasar desde distintos aspectos las relaciones entre el yo y el nosotros. Una y otra vez se llegaba a una contradicción entre unidades sociales de un nuevo nivel de integración que asumían la principal función de supervivencia e individuos cuya identidad como nosotros seguía tenazmente aferrada a unidades de un nivel anterior.

Estas contradicciones suelen tener como consecuencia líneas de comportamiento equivocadas. Como ya se ha dicho, actualmente ciertas funciones sociales de supervivencia se están desplazando claramente desde Estados nacionales del tipo europeo hacia Estados hegemónicos del tipo norteamericano y ruso, y ya están empezando a desplazarse hacia el conjunto de la humanidad. De hecho, la humanidad aparece hoy día cada vez más como el plano de integración efectivo de orden más elevado. Otro de los motivos de que el correspondiente desarrollo de la imagen del nosotros que poseen las personas particulares vaya muy a la zaga de la integración de la humanidad, de que, sobre todo, los sentimientos hacia el nosotros, la identificación de unos seres humanos con otros independientemente de su pertenencia a alguno de los grupos parciales de la humanidad, se desarrollen muy lentamente, radica en una singular característica de la humanidad, considerada en tanto que unidad social. En todos los otros niveles de integración el sentirse parte de un nosotros se desarrolló acompañado de la percepción de la amenaza que otros grupos representaban para el propio. La humanidad, por el contrario, no está amenazada por otros grupos extrahumanos, sólo por grupos parciales interiores a ella misma. La consecuencia efectiva, la posible aniquilación de la humanidad, es la misma tanto si la amenaza procede de dentro, es decir, de partes de la misma humanidad, como si procede de fuera, de habitantes de otro sistema solar, por ejemplo. Pero la supresión de guerras entre grupos parciales de la humanidad y el desarrollo de un sentir a la humanidad como un nosotros serían sin duda más fáciles de conseguir si la existencia de la humanidad estuviera amenazada por una fuerza externa. Ahora bien, la humanidad sólo está amenazada de destrucción por grupos parciales interiores a ella. Sin lugar a dudas, esto dificulta el desarrollo de un sentimiento de grupo, de nosotros, respecto al conjunto de la humanidad. Y hace que también sea más difícil advertir que la humanidad se está convirtiendo en la principal unidad de supervivencia para todos los seres humanos, en tanto que individuos, y para todos los grupos parciales de la humanidad.

Hasta donde puede verse, todavía no se comprende bien el hecho de que la existencia de armas capaces de destruir gran parte de la humanidad, y posiblemente las condiciones de vida de la humanidad en su conjunto, no invite a reflexionar, incluso en tiempos de paz, acerca de si una actitud social y un sentimiento de nosotros que están orientados en gran medida hacia los Estados soberanos particulares siguen correspondiéndose con la realidad social efectiva en la que se vive hoy en día. ¿Debemos suponer que es este también un retraso de la formación de la conciencia y las emociones y de la actitud social de los individuos con respecto a las estructuras sociales y al nivel de integración que han surgido del curso no planeado del desarrollo de la humanidad?

En lo que se refiere a las relaciones interestatales seguimos viviendo en la tradición de las monarquías soberanas. En la época de las guerras tecnológicas realizadas con armas que amenazan las condiciones de vida de toda la humanidad, vivimos como si en el manejo de las relaciones interestatales pudiera procederse de la misma manera en que se hacía en tiempos de Pedro el Grande o de Luis XIV, cuando los cañones eran la máquina de guerra más poderosa. En la vida interna del Estado las relaciones entre gobernantes y gobernados han cambiado radicalmente. Hoy en día se tiene conciencia de que las relaciones internas del Estado pueden ser cambiadas según reglas que obligan a todos los implicados. La política exterior, en cambio, se sustrae en mucha mayor medida al control de los gobernados. En el ámbito interestatal los gobernantes siguen siendo soberanos absolutos, dueños de un enorme margen de decisión autónomo. Este hecho queda ligeramente encubierto por cuanto que los gobernantes hacen participar, de forma conveniente para ellos, a un reducido número de parlamentarios, a quienes transmiten informes relevantes adecuadamente preparados. Pero, en nombre de la seguridad nacional, estos informes son privilegio de un pequeño círculo, cuyos miembros, aun perteneciendo a distintos partidos políticos, están estrechamente ligados entre sí por un sentimiento de grupo con carácter de nosotros.

La contradicción entre la democratización funcional de la política interna y una praxis de gobierno en muchos sentidos absolutista en lo referente a la política exterior conlleva importantes consecuencias. El gobierno y su servicio secreto disfrutan de un monopolio de los conocimientos sobre los potenciales militares, reales o supuestos, de los Estados competidores, conocimientos de los que la masa de la población queda excluida en nombre de la seguridad nacional. Pero no es sólo en este aspecto donde, incluso en Estados parlamentarios multipartidistas, la configuración de las relaciones internacionales sigue algunas de las características esenciales de la política exterior absolutista. Lo mismo es válido también para la coordinación de esta política con el Estado particular soberano, hoy en día el Estado nacional. Una formación de la conciencia con arreglo al Estado, que presenta la identificación con el Estado particular como deber supremo del ciudadano, contribuye a hacer que parezca que el armamentismo y el devenir hacia una guerra están más allá del área de poder de las personas. Los hombres de confianza de las clases militar, política y económica están iniciados en el conocimiento de los hechos, reales o supuestos, que obligan a dar el siguiente paso de la carrera armamentística; pero sólo ellos. La masa de la población no es capaz de someter a examen los informes selectivos con los que se justifica la política del gobierno. No es capaz de resistir a la llamada a su lealtad nacional. Así queda incluida en el círculo vicioso que hace que las medidas tomadas para proteger la supervivencia del propio grupo aparezcan inevitablemente como medidas que amenazan la supervivencia del grupo contrario.

La dificultad estriba en que, en el estado actual del desarrollo de las armas, esta tradición de las relaciones interestatales, que ha cambiado poco desde la época monárquica hasta nuestros días, comporta peligros que no existían en el nivel de los fusiles de percutor. A pesar de todas las precauciones, es improbable que los generales al mando sean capaces de prever las consecuencias del empleo de armas nucleares. Las experiencias de la catástrofe de Tschernobyl demuestran que el empleo de armas nucleares resultaría devastador no sólo para los enemigos, sino también para los amigos e incluso para el mismo pueblo de quien recurriera a ellas. Se continúa haciendo planes y actuando en el marco tradicional, como si las armas actuales pudieran limitarse a destruir los territorios enemigos. Sin duda, alguna esto no es así. El concepto de humanidad se asocia todavía con un idealismo romántico. Esto impide un tanto su conversión en una herramienta ajustada a la realidad, en una época en que nubes radiactivas han viajado en poco tiempo de Rusia a Inglaterra. Una lluvia de misiles nucleares sobre América puede, según las circunstancias, regresar a Rusia en forma de nubes radiactivas. Es difícil pensar que la contaminación radiactiva de Europa no traería, a la larga, perjuicios a Rusia y quizá también a China o incluso a Japón, o que, a la inversa, la contaminación radiactiva de Rusia no perjudicaría tarde o temprano a Europa. Hablar hoy de la humanidad como la mayor unidad de supervivencia es algo bastante realista. Pero la actitud social de los individuos, su identificación con grupos parciales de la humanidad —sobre todo con Estados particulares— sigue, por decirlo una vez más, muy por detrás de esta realidad. Y contradicciones de este tipo son las características estructurales más peligrosas de la etapa de transición en la que nos encontramos.

No obstante, existen señales inequívocas de que la identificación de los seres humanos más allá de las fronteras estatales, su identidad como grupo con carácter de nosotros en el plano de la humanidad, está ya en marcha. Entre estas señales se cuentan, por ejemplo, el significado que poco a poco está adquiriendo el concepto de derechos humanos. Merece la pena observar un poco más a fondo qué implica la demanda de derechos humanos. En su forma actual esta demanda comprende la idea de que el enorme poder del Estado tiene unos límites en su trato con los ciudadanos, con los individuos, de la misma manera en que también en la anterior transición desde un plano de integración inferior a uno superior la referencia a este último trajo una limitación del poder que miembros del plano inferior ejercían sobre otros miembros de su grupo. El Estado reclamó un poder de disposición muy amplio sobre los individuos que lo formaban. Cuando se habla de derechos humanos se afirma que el ser humano como tal, como miembro de la humanidad, tiene derecho a reclamar la limitación del poder de disposición del Estado sobre el individuo, sean cuales fueren las leyes estatales. Entre estos derechos suele considerarse el derecho del individuo a buscar vivienda o trabajo donde lo desee, es decir, la libertad de movimiento, local o profesional. Otro conocido derecho es el de protección del individuo contra un posible arresto en nombre de su Estado cuando este arresto no está legitimado por procedimientos judiciales fijados públicamente.

Quizá todavía no se haya señalado con la suficiente claridad que entre los derechos humanos se encuentra el derecho a la libertad frente al empleo del poder físico o la mera amenaza por medio del poder físico y el derecho a negarse a la exigencia de emplear el poder físico o amenazar mediante el poder físico actuando al servicio de otro. El derecho a la libertad de la propia persona o de la propia familia frente al empleo de medios de poder o de amenazas mediante estos muestra una vez más que la transición hacia un nuevo nivel de integración significa también la transición hacia una nueva situación del individuo dentro de su sociedad. Ya hemos visto que el desarrollo del clan y la tribu hacia el Estado como principal unidad de supervivencia condujo a que las personas particulares rompieran los lazos que les ataban de por vida a sus grupos preestatales. La transición hacia la supremacía del Estado sobre la tribu y el clan implicó un movimiento individualizador. Así, pues, el ascenso hacia la humanidad como unidad de supervivencia predominante implica también un movimiento individualizador. Como ser humano, un individuo tiene derechos que ni siquiera el Estado le puede negar. Estamos tan sólo en una primera etapa de esta transición hacia el nivel de integración global, y la elaboración de lo que se conoce por derechos humanos está en sus inicios. Pero hasta ahora se ha concedido muy poca atención a la libertad frente al ejercicio de poder y la amenaza mediante el poder, uno de los derechos del individuo que, con el paso del tiempo —y contra tendencias contrarias de los Estados—, tendrá que abrirse camino en nombre de la humanidad.