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Una de las particularidades del siglo XX radica en que durante su transcurso han tenido lugar movimientos integradores en varios planos al mismo tiempo. Por una parte, la humanidad ha alcanzado en algunas regiones del globo, en la mayoría de los casos sin proponérselo, un nivel de desarrollo que, en lo referente a todas las fuentes de poder, sean técnicas, militares, económicas o de cualquier otra índole, se encuentra mucho más allá del ámbito dentro del cual tribus —o grupos familiares— nominalmente autónomas pueden conservar efectivamente su independencia, su capacidad para competir o su función como unidades de supervivencia. Pero, por otra parte, actualmente la función de la unidad de supervivencia efectiva se está desplazando cada vez más desde el plano de los Estados nacionales hacia el plano de los grupos posnacionales y, pasando por estos, hacia la humanidad. La catástrofe de Tschernobyl, la muerte de miles de peces y la contaminación del Rin tras el intento no planificado de extinguir un incendio en una planta química suiza pueden servir como ejemplo de lecciones, todavía limitadas, de cómo realmente las unidades estatales nacionales ya han cedido a unidades supraestatales su función como garantes de la seguridad física de sus miembros y, con ello, su función como unidades de supervivencia.

Los representantes de los Estados europeos conocen bastante bien la importancia que poseen para las relaciones interestatales el equilibrio de poder y los cambios operados en este. Pero actualmente quienes ocupan los puestos directrices, sobre todo los políticos y los militares, suelen estar tan sobrecargados de problemas inmediatos, que rara vez están en condiciones de coordinar seriamente sus planes y acciones a tendencias del desarrollo a largo plazo. La rapidez con que durante la Segunda Guerra Mundial y poco después Estados de una nueva magnitud, las hoy llamadas superpotencias —es decir, de momento sobre todo la Unión Soviética y Estados Unidos— accedieron a la cima de la jerarquía de Estados, desplazando a una posición secundaria dentro de esta jerarquía los grandes Estados europeos, más pequeños y limitados militar y económicamente —en especial Francia e Inglaterra—, constituyó un cambio de escenario de las relaciones interestatales con el que al parecer pocos estadistas y militares europeos habían contado, y es de suponer que menos aún el resto de la gente. Si el estudio científico del cambio figuracional a largo plazo, esto es, del cambio a largo plazo del equilibrio de poder interestatal, hubiera estado lo bastante desarrollado, esta transformación de la jerarquía de Estados habría podido predecirse como una consecuencia ciertamente no inevitable, pero sí probable, de la derrota de Hitler. De la misma manera, hoy en día puede predecirse como algo no inevitable, pero sí probable, que en el transcurso del próximo siglo tendrá lugar un nuevo desplazamiento del poder en detrimento de los Estados europeos y en favor de otros Estados y grupos de Estados de mayor potencial militar y económico. La presión de la competencia de Estados no europeos sobre los Estados nacionales de Europa, que en el caso de Japón ya es bastante evidente, muy probablemente se agudizará en todos los ámbitos, como, por ejemplo, en el científico y en el cultural.

Hay varias estrategias a largo plazo que pueden tomarse para hacer frente a este problema. Una de esas posibilidades es un mayor acercamiento a Estados Unidos y una mayor dependencia de ellos. Otra, una paulatina y creciente unión de Estados europeos en una liga de Estados políglota o un Estado Federal políglota. Una tercera posibilidad es la persistencia de los Estados europeos en su forma tradicional, esto es, como Estados nacionales nominalmente independientes y soberanos.

La tercera de las posibilidades mencionadas requiere que se le preste una especial atención en este contexto, pues la persistencia de los Estados nacionales europeos como unidades de supervivencia oficialmente independientes es la posibilidad que más se corresponde con la actitud social que poseen actualmente los miembros de tales Estados. El continuado desarrollo de formaciones estatales tales como Gran Bretaña, Holanda, Dinamarca o Francia, que durante varios siglos han venido funcionando como unidades relativamente autónomas, y, durante el último siglo, el poderoso empuje de la democratización funcional, de la integración en la estructura estatal de prácticamente todas las capas sociales, han conducido a una profunda coordinación de la estructura de la personalidad de personas de todas las capas sociales a esta forma específica de convivencia mutua, esto es, a convivir como daneses, holandeses o franceses. Ya el manejo de un idioma común crea fuertes vínculos entre el individuo y su grupo estatal, en su forma tradicional. Algo similar puede decirse de la coordinación con las pugnas propias de la competencia interna del Estado, o con los sentimientos personales hacia la imagen del nosotros y la propia identidad como nosotros. Los vínculos emocionales que unen al individuo con su propio Estado pueden ser ambivalentes; a menudo tienen la forma de una relación de amor y odio. Pero, sean como fueren, los vínculos emocionales con el propio Estado son fuertes y siguen muy vigentes. En cambio, los vínculos emocionales hacia un esbozo de liga europea de naciones son muy débiles o no existen en absoluto. De hecho, aquí tenemos otro claro ejemplo de eso que he calificado como efecto retardador.

Sin duda alguna, entre las dificultades que se interponen en el camino hacia una unión más estrecha de los Estados nacionales europeos, los factores estratégicos y económicos desempeñan un papel muy importante. Pero probablemente estos obstáculos podrían ser superados mediante acuerdos tan pronto la realidad social del desarrollo estatal hacia la configuración de grupos estatales posnacionales hiciera advertir las desventajas de la fragmentación de Europa en Estados grandes y pequeños. Sin embargo, las distintas actitudes de las personas que componen esos distintos Estados nacionales y el profundo compromiso nacional de las personas particulares, ligado a la identidad del nosotros como Estado nacional, desempeñan en las dificultades que obstaculizan la formación de un grupo estatal posnacional un papel mucho más importante que el que suele atribuírseles en las discusiones públicas sobre una integración en un plano superior. Esta diversidad de las actitudes nacionales y de la identidad nacional del nosotros, cargada de fuertes emociones, no puede ser superada mediante acuerdos, mediante actos de voluntad o, en un sentido más amplio, mediante lo que suele entenderse por medios racionales. Es el poso dejado por un largo proceso, por el desarrollo de los distintos grupos nacionales, en la estructura de la personalidad de los miembros de esos grupos. Su resistencia, también frente a una fuerte presión hacia la formación de grupos estatales posnacionales, descansa, y no en último término, sobre el hecho de que en el pasado tuvieron un significado extremadamente ajustado a la realidad en lo referente a la función del Estado como unidad de supervivencia. La dificultad radica en que, en el transcurso del siglo XX, el plano de integración de los Estados nacionales europeos tradicionales ha perdido gran parte de su función como unidad de supervivencia. Pero el poso dejado por esta función en el sentir y en el carácter de los individuos miembros de estos Estados, el llamado «carácter nacional», conduce a una petrificación de las conductas humanas, que de momento permanece prácticamente no tocada por las transformaciones de la realidad social.

En otras palabras: también la actitud social de los individuos miembros de un Estado nacional y la concepción del yo y del nosotros correspondiente a esta actitud poseen una persistencia y, con ella, una fuerza de inercia, que, en virtud de su desarrollo ulterior, pueden obstaculizar la evolución de la sociedad hacia un nivel de integración más elevado. Abundan los ejemplos. Muchos ámbitos funcionales del actual desarrollo de la humanidad impulsada, también en el espacio europeo, hacia la formación de unidades de integración supranacionales. Pero la concepción del nosotros, toda la actitud social de los individuos, está firmemente unida por fuertes lazos emocionales a la identidad grupal del plano del Estado nacional. Del mismo modo en que la identidad tribal como nosotros de los indios norteamericanos, en la que se refleja la grandeza de un pasado común, la caza del búfalo, las guerras entre tribus y la función de la tribu como principal unidad de supervivencia, se resiste al desarrollo hacia la unidad de supervivencia estatal, así también la concepción del nosotros y el ideal del nosotros que se dan en el plano nacional-estatal y en los cuales se reflejan guerras pasadas y la función de supervivencia de la nación —ahora ya bastante reducida— se resisten al desarrollo hacia unidades de integración posestatales, que tienen una mayor posibilidad de salir airosas de pugnas competitivas pacíficas y que también en caso de guerra representan una unidad de supervivencia más eficaz que el Estado nacional. Es cierto que el desequilibrio entre los niveles de desarrollo y los potenciales de poder es mucho mayor en el caso de las tribus indias frente al Estado americano que en el caso de los Estados nacionales europeos frente a una unión de Estados quizás inalcanzable. Pero en el caso de los Estados nacionales europeos las dificultades de la unión en un nivel de integración superior seguirán cerradas a la reflexión y, en especial, al estudio científico mientras los individuos se consideren a sí mismos únicamente como «yos» carentes de un nosotros y, por consiguiente, no comprendan el importante papel que desempeñan en el sentir y la conducta del individuo el equilibrio entre el yo y el nosotros y, por ende, la identidad del nosotros y el ideal del nosotros.

Actualmente los Estados nacionales se encuentran ante un dilema. Por una parte, la continuación de un Estado nacional como sociedad independiente y autogobernada posee una importante función para quienes forman parte de ese Estado. Esta función suele ser aceptada sin más, y cabe pensar que resultaría provechoso romper el silencio en torno a este asunto considerado natural y someter a un examen abierto e imparcial la función que la pertenencia a una nación posee para las personas implicadas. Pues, por otra parte, la actual etapa de desarrollo de la humanidad posee características estructurales inequívocas que actúan en contra de la soberanía de los Estados nacionales y ejercen una creciente presión sobre sus limitaciones. Este fundamental y grave dilema se escapa aún a una discusión ajustada a la realidad. Se le observa no como un hecho, sino como una cuestión de creencia. No se discute como un problema real, mediante la represión de los compromisos personales, sino mediante dogmas y doctrinas partidistas de fuerte carga emocional prefijados de antemano, antes de que se haya empezado la discusión y el estudio científico de los hechos. Aquí bastará con señalar que hace ya mucho tiempo que ha llegado el momento de tomar en serio, como objeto de estudio de una sociología de procesos, el problema del desarrollo y de la función de los Estados nacionales, y, con esto, el problema de las diferencias en el desarrollo de los diversos Estados nacionales y las consiguientes diferencias en la estructura de la personalidad de las personas pertenecientes a estos.

El poderoso movimiento integrador que impulsa la humanidad en nuestros días favorece unidades de supervivencia superiores a los Estados nacionales en cantidad de niveles de integración imbricados, extensión territorial, número de habitantes y dimensiones del mercado interno, capital social, potencial militar y en muchos otros aspectos. Unidades de supervivencia del nivel de desarrollo de los Estados nacionales no pueden ya rivalizar con organizaciones estatales del siguiente nivel de desarrollo, esto es, de momento, sobre todo, Estados Unidos de Norteamérica y la Unión Soviética, a menos que se unan formando Estados multinacionales más grandes y más ricos. Como ya se ha dicho, la presión del desarrollo, en especial la presión de la competencia interestatal técnica y económica, empuja hacia la integración de los seres humanos más allá del nivel de los Estados nacionales en la formación de uniones de Estados. Pero esta presión del desarrollo no planeado choca contra la resistencia de la identidad del nosotros en el plano nacional-estatal, y hasta ahora esta última ha sido más fuerte. Mientras que en la transición de la tribu al Estado la resistencia de las tradiciones tribales arraigadas en la actitud social, en la conciencia y los sentimientos de las personas particulares apenas tenía una posibilidad de preservar la independencia de la tribu, en el caso de la transición desde una unidad nacional-estatal hacia una unidad continental o, en cualquier caso, posnacional, son mucho mayores las posibilidades de que la resistencia de las estructuras de la personalidad se impongan sobre la presión de la integración en el siguiente nivel.