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Como actualmente no disponemos de un modelo del desarrollo de la humanidad que sea al mismo tiempo ajustado a la realidad y susceptible de ser sometido a examen, he recurrido antes a un hipotético modelo práctico de una etapa inicial del desarrollo de la humanidad. Freud hablaba a veces de la «horda primitiva». Quizá podría hablarse de la etapa de los cazadores cavernícolas. En esa etapa el ser humano particular estaba ligado a su sociedad de manera muy estrecha e inevitable. Un ser humano por sí mismo, un ser humano sin grupo, no tenía muchas posibilidades de sobrevivir en ese mundo salvaje. Esto no quiere decir que la vida en grupo fuera en aquel entonces más pacífica y menos conflictiva que hoy porque la dependencia del individuo respecto a su sociedad fuera mucho más evidente. Lo dicho sólo significa que únicamente conseguían sobrevivir durante generaciones aquellos grupos cuyo modus vivendi alcanzaba un cierto equilibrio entre conflictos y colaboración.
Pero no hace falta recurrir a modelos hipotéticos de fases de desarrollo cuyos representantes, hasta donde sabemos, se han extinguido por completo, para encontrar ejemplos de cómo difiere de una etapa de desarrollo a otra la relación entre el ser humano particular y su sociedad. Podemos encontrar esta diferencia en nuestra propia época comparando la relación entre individuo y sociedad en las sociedades más desarrolladas con la que se da en las menos desarrolladas.
El escaso conocimiento de este tipo de diferenciación es un considerable obstáculo que estorba el ascenso de países menos desarrollados al nivel de los países más desarrollados. La necesidad de este ascenso —necesidad que parece cada vez más evidente— suele ser resumida actualmente mediante tópicos como «modernización». La atención se dirige por lo general al desarrollo en el sentido de progreso técnico o económico, es decir, a la introducción de máquinas o a modificaciones de la organización económica, que prometen un incremento del producto social. Menos atención suele prestarse al hecho de que junto con semejante proceso de desarrollo se transforma también toda la posición del individuo dentro de su sociedad y, por consiguiente, la estructura de la personalidad de las personas particulares y sus relaciones mutuas. Es posible que también aquí se busque eludir el problema del desarrollo social, pues este toca puntos muy sensibles de la vida social de nuestros días —puntos sensibles sobre cuya discusión pública pesa un tabú social—. Así, por ejemplo, se evita hablar de países «subdesarrollados» para no herir a quienes pertenecen a ellos, y en su lugar se utilizan términos vagos y encubridores como «países en vías de desarrollo» —como si los países más desarrollados no estuvieran sumidos en procesos de desarrollo y no fueran también, por tanto, países en vías de desarrollo—. Pero eliminar de la discusión las estructuras características de los países menos desarrollados y, con estas, los problemas que acarrea la transición de un nivel a otro, no ayuda en modo alguno al desarrollo de esos países. Durante semejante proceso de desarrollo se producen modificaciones de la estructura de la personalidad y cambios de la posición del individuo en el seno de su sociedad que plantean problemas que se cuentan entre los más arduos de tales transformaciones sociales. Sin embargo, estos problemas apenas son discutidos —en cualquier caso, lo son menos que los problemas conocidos como «económicos» o «políticos». En este contexto, donde estos problemas únicamente han de servir como ejemplo del carácter evolutivo de la relación entre individuo y sociedad, sólo puedo referirme a ellos muy brevemente.
La relación de la persona particular con su familia, comunidad y Estado que se da en los países comparativamente menos desarrollados suele diferir de un modo específico de la que se da en países más desarrollados. En los primeros el ser humano particular normalmente está más ligado que en los segundos a su familia (que en estos casos suele ser muy extensa) y a su pueblo o ciudad natal. En muchos países menos desarrollados, aunque desde luego no en todos, el Estado constituye un plano de integración relativamente nuevo. La familia y el lugar de nacimiento son los focos más antiguos de la identidad como nosotros que posee el ser humano particular. Si se considera la relación entre la identidad como yo y la identidad como nosotros, bien podría decirse que en todos los países, tanto en los más como en los menos desarrollados, existen ambos tipos de identidad, pero que en los primeros la intensidad de la identidad como yo es comparativamente mayor y, por consiguiente, en los países menos desarrollados es más intensa la identidad preestatal como nosotros, lo mismo si esta remite a la familia, al lugar de nacimiento o incluso a la tribu. En las generaciones mayores de Estados que han conseguido su independencia hace poco tiempo la identidad como nosotros que remite al Estado no suele ir acompañada de muchos sentimientos positivos. Esto cambia en las generaciones más jóvenes, pero muchas veces sin que por esto desaparezcan los fuertes lazos emocionales que las unen a la familia, clan, lugar de nacimiento o tribu. En el desarrollo de Tapón, y quizá también de otros países asiáticos en vías de modernización, se plantea una cuestión muy particular. Allí el cambio del equilibrio entre el yo y el nosotros en favor de la identidad como yo es menos intenso que en los países occidentales, lo que otorga considerables ventajas a su capacidad para competir.
El cambio de la identidad como nosotros que se verifica durante la transición de un nivel de desarrollo a otro también puede ser ilustrado como un conflicto de lealtades. La tradicional formación de la conciencia, el tradicional ethos de la adhesión a la unidad de supervivencia tradicional que es la familia, el clan —en suma: el grupo de parentesco, más reducido o más amplio—, exigen que un miembro del grupo más rico o mejor situado aporte alguna ayuda a sus parientes, aunque sean lejanos, cuando estos la soliciten. Así, para los altos funcionarios de un nuevo Estado independiente es extremadamente difícil no apoyar a sus parientes si estos intentan hacerse con un cargo público codiciado. Visto desde el ethos y la formación de la conciencia propios de los Estados más desarrollados, el favoritismo de que hace gala un funcionario elevado cuando concede un cargo público a algún pariente es una forma de corrupción. Desde la formación de la conciencia preestatal, esto es un deber y, en tanto que todos hacen lo mismo, es decir, en tanto que forma parte habitual de las luchas por el poder y el status de los clanes, es también una necesidad. Así, pues, en la transición hacia un nuevo nivel de integración se producen conflictos de lealtad y de conciencia que son al mismo tiempo conflictos de identidad.
Una aproximación desde una sociología de los procesos que dirija su atención hacia cuestiones humanas requiere, como puede verse, la transición hacia un nuevo nivel de distanciamiento, tanto respecto del objeto de estudio como respecto del investigador, esto es, de uno mismo. El compromiso personal, en el sentido de identificación con la formación de la conciencia propia, hace que aquellos investigadores para quienes las costumbres del Estado al que pertenecen se han convertido en una segunda naturaleza se acerquen a un modo de observación en el cual la forma y el desarrollo de su propio Estado se toman como modelo y medida de la configuración estatal de todos los otros países. El modelo social del Estado desarrollado, la praxis social vigente en él y, de la mano de esto, también la estructura de la personalidad y la formación de la conciencia del individuo se consideran evidentes. Con bastante frecuencia suele considerarse un mandato de la razón eterna el que en los países más desarrollados el otorgamiento de cargos públicos a parientes ceda el paso al otorgamiento de cargos públicos fundamentado en las aptitudes individuales de los solicitantes. Pero esto, que es realista, posible, necesario y, en este sentido, racional, puede no ser tal en otras etapas del proceso de desarrollo social.
Aquí tenemos un ejemplo de cómo en un determinado nivel del proceso de formación de un Estado se fomenta la individualización, la mayor acentuación de la identidad como yo del ser humano particular y el apartamiento de este de las agrupaciones tradicionales. Mientras se bloquee el acceso a la sucesión de etapas del desarrollo social, no será posible explicar la corrupción existente en los «países en vías de desarrollo». Mientras esto sea así, no se podrá hacer sino levantar la voz al unísono con aquellos que, abierta o veladamente, se quejan de la repetida aparición de esas formas de favoritismo y nepotismo en los Estados más recientes. La frecuente imputación de que hablar de países «subdesarrollados» implica desprecio es completamente errónea. Ocurre más bien lo contrario. Lo que implica desprecio es precisamente no llamar a esos países «subdesarrollados», pues así se les cierra el acceso a la estructura de la transformación que esos grupos humanos atraviesan, en tanto sociedad y en tanto individuos, durante la transición de un nivel de desarrollo a otro. También para la praxis social es importante tener en cuenta, más allá de los problemas meramente técnicos o económicos de esta reestructuración, los problemas del plano de los procesos sociológicos, y, con estos, los problemas humanos.
Si se emplea un procedimiento comparativo —y todo estudio de procesos de desarrollo requiere tal procedimiento— se ponen de manifiesto no solamente las estructuras de aquello que desde la perspectiva del observador podrían ser fases anteriores, sino también las estructuras sociales de la etapa de desarrollo del propio observador. No carece de importancia para la autocomprensión de quienes conviven bajo la forma de organización de un Estado más desarrollado el que los hábitos sociales de los individuos reunidos bajo esa forma de organización pierdan parte del carácter evidente que poseen para esos individuos. Advertir la importancia que posee para el carácter de cada individuo el hecho de que se haya criado como ciudadano de un Estado industrializado más desarrollado puede contribuir mucho a arrebatar a este carácter su pretendida evidencia y a hacer de él algo sobre lo que sea posible reflexionar y que se pueda cuestionar. Las comparaciones ayudan.
Como ya se ha visto, en etapas anteriores del desarrollo social el ser humano estaba mucho más ligado y, en general, con mucha más firmeza, a las agrupaciones en cuyo seno nacía. Ya por este hecho, los seres humanos estaban vinculados de por vida o, en todo caso, con mucha firmeza, a unidades sociales preestatales, como, sobre todo, el clan familiar, el lugar de nacimiento o la tribu, puesto que era de estas agrupaciones de donde podían esperar ayuda y protección en circunstancias extremas. En las sociedades más desarrolladas —y esto también quiere decir: en las sociedades que son más ricas como tales, y sobre todo ricas en capital social— el plano de integración estatal ha asumido cada vez en mayor medida esta función de último refugio en caso de necesidad extrema. No obstante, el Estado ejerce ante el ciudadano particular una peculiar doble función, que a primera vista puede parecer contradictoria. Por una parte, el Estado elimina las diferencias entre los individuos. En los registros públicos, lo mismo que en las oficinas estatales, el individuo es despojado de su identidad diferenciadora. Es un nombre y un número, un contribuyente o, según el caso, tal vez una persona que busca ayuda y protección, a quien las autoridades estatales deben conceder o pueden negar esa ayuda y protección. Pero, si bien el aparato estatal sume de esta manera a las personas particulares en una red de regulaciones que es absolutamente idéntica para todos los ciudadanos, la organización de un Estado moderno no contempla los derechos y los deberes ciudadanos de los individuos en tanto estos son hermanas o tíos, miembros de una agrupación familiar o de alguna otra forma de integración preestatal, sino en tanto que son personas singulares, en tanto que individuos. En la hasta ahora última etapa del desarrollo, el proceso de formación de Estados conduce hacia una individualización de las masas.
Pero las dimensiones y la forma de esta individualización varían considerablemente según sea la estructura del Estado, y, en especial, el reparto de poder entre gobernantes y gobernados, entre el aparato estatal y los ciudadanos. En los Estados dictatoriales del Este, como en todos los Estados dictatoriales, la red de regulaciones estatales se cierra tanto en torno al ciudadano, es tan escasa la reciprocidad del control entre gobernantes y gobernados, que el margen de decisión que posee el ciudadano es relativamente limitado y, con él, también las posibilidades de individualización.
Es sobre todo en la vida pública donde la regulación externa se impone sobre la autorregulación, de modo que esta muchas veces se ve relegada a la esfera privada. E incluso en esta esfera son reducidas las posibilidades de individualización debido al monopolio estatal de la transmisión de conocimientos, de la educación, del derecho de reunión y asociación, etc. El margen de autorregulación, el margen de decisión personal que un determinado tipo de sociedad estatal ofrece a sus miembros es un buen índice del grado de individualización. Una de las características de un régimen dictatorial es el desarrollo de una actitud social específica entre las personas que viven bajo ese régimen. Estas personas están, en tanto que individuos, determinadas en gran medida por regulaciones externas y suelen sentirse desorientadas cuando estas regulaciones se debilitan o desaparecen. Puesto que la iniciativa personal, esto es, la capacidad de decisión individual, es poco apreciada en un Estado de este tipo, y quizás es incluso desaprobada o castigada, muchas veces estos regímenes tienden a perpetuarse. Las personas que conviven en este tipo de sociedades suelen sentirse más o menos inseguras, suelen caer en un conflicto con su propia conciencia, cuando, de una u otra manera, se les exige un mayor grado de autorregulación. Su actitud social les impulsa involuntariamente a buscar reponer la coerción externa a la que están acostumbrados, a reponer un gobierno fuerte, por ejemplo.
Tal vez sea recomendable hacer aquí un breve excurso sobre el problema de la actitud. La consideración de los seres humanos desde una sociología de procesos abre en este caso, como en otros, posibilidades de aproximarse de manera científica al problema; posibilidades que son bastante conocidas desde el nivel precientífico del conocimiento, pero para cuyo aprovechamiento hay todavía una gran carencia de conceptos científicos. Términos como «estructura social de la personalidad» o «nivel y forma de la autorregulación individual» podrían ser de utilidad. Sobre todo el concepto de «actitud social», que yo mismo introduje hace ya algún tiempo, ocupa una posición clave en este contexto. Junto con el concepto de individualización creciente o decreciente, el concepto de actitud social incrementa las posibilidades de escapar de la disyuntiva que tan a menudo aparece en las discusiones sobre la relación entre individuo y sociedad. Cuando se comprende, y se puede manejar, este concepto, lo mismo que el concepto de estructura social de la personalidad, muy parecido a aquel, se entiende también con mayor claridad por qué conduce a un error la vieja costumbre de emplear los términos «individuo» y «sociedad» como si se tratara de dos objetos que existen por separado. Se deja de cerrar los ojos ante el hecho, bastante conocido por un saber precientífico, de que cada ser humano particular, distinto como es de todos los demás, lleva en sí mismo una impronta específica que comparte con otros miembros de su sociedad. Esta impronta, la actitud social del individuo, constituye, por así decirlo, el terreno del que brotan los rasgos personales por los cuales un ser humano se diferencia de los otros miembros de su sociedad. Así, por ejemplo, del idioma común que un individuo comparte con otros y que, sin duda, es componente fundamental de su actitud social, brota un estilo más o menos individual, así como del lenguaje escrito común a la sociedad brota una caligrafía individual inconfundible. El concepto de actitud social permite atraer al ámbito del estudio científico hechos humanos que hasta ahora habían escapado a este. Piénsese, por ejemplo, en el problema que desde fuera de la ciencia se enuncia mediante la expresión «carácter nacional» —un problema de actitud social por excelencia.
Aún puede especificarse algo más la idea de que cada persona lleva en sí la actitud de un grupo, y de que esta actitud social es lo que individualiza en mayor o menor medida a esa persona. La actitud social puede haber poseído una sola capa en sociedades poco diferenciadas, como los grupos de cazadores y recolectores de la Edad de Piedra. En sociedades más complejas está formada por muchas capas. Así, por ejemplo, alguien puede llevar en sí mismo características de un europeo inglés de Liverpool o de un europeo alemán de la Selva Negra. El número de capas que se entretejen en la actitud social de una persona depende del número de planos de integración que se yuxtaponen en su sociedad. Normalmente, una de estas capas ocupa un lugar especialmente destacado; es la capa que caracteriza la pertenencia de un ser humano a una determinada unidad social de supervivencia, por ejemplo, a una tribu o un Estado. Los miembros de una sociedad en la fase de desarrollo de un Estado moderno se refieren a esta capa con la expresión «carácter nacional». En los miembros de sociedades que se encuentran en camino de convertirse en un Estado moderno muchas veces pueden distinguirse aún caracteres tribales; así, por ejemplo, en Nigeria todavía puede distinguirse la actitud social del ibo o del yoruba. De momento en Nigeria esta actitud social de carácter tribal se manifiesta con mayor intensidad que lo que tienen en común todos los nigerianos, mientras que en la República Federal de Alemania, en Holanda o en Francia, y a pesar de fuertes movimientos en contra, la creciente cohesión hace que las diferencias regionales empalidezcan ante las nacionales.