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Sin duda la resistencia contra la posibilidad de que la unidad de supervivencia a la que uno pertenece se fusione con una unidad mayor —o sea absorbida por esta— guarda una estrecha relación con un sentimiento determinado: con el sentimiento de que el empalidecimiento o la desaparición de una tribu o un Estado como unidad autónoma implica la pérdida de sentido de todo lo que las generaciones pasadas hicieron y sufrieron en el marco y en nombre de esa unidad de supervivencia. Piénsese una vez más en la forzada inserción de los indios en Estados Unidos. La desaparición de la tradición cultural propia debida a la absorción por la unidad del nivel de integración superior implicó de hecho, en este como en otros casos similares, una especie de muerte colectiva. Los grandes hechos de los padres, por los que dieron sus vidas, fueron olvidados. Los poderosos espíritus y dioses que acompañaban a la tribu tanto en los buenos como en los malos tiempos se convirtieron en nombres vagos, cuya mención ya no despertaba ni temor ni esperanzas. Los utensilios rituales, una vez cargados de emociones, se convirtieron en curiosidades de museo expuestas a observadores que no los comprendían. Esto es, en parte, consecuencia de la circunstancia de que en el plano de la tribu se crearan relativamente pocos bienes culturales de importancia para toda la humanidad. He dicho relativamente pocos, pues sin duda también en este nivel se crearon bienes culturales cuyo valor e importancia trascienden la tribu. Pero estos bienes son escasos, y la incipiente absorción de las tribus indias por la gran sociedad estatal norteamericana implica, en muchos aspectos, la ruptura de una tradición, un empalidecimiento de la identidad grupal de los indios, un importante desgarro en la cadena de generaciones.
Algo similar a lo expuesto respecto a tribus absorbidas por Estados puede decirse también de Estados sometidos a la presión de una unión en un nivel de integración superior. En ambos casos, la transición hacia un nivel de integración superior hace empalidecer o desaparecer algo que posee un valor elevado para muchas de las personas implicadas, algo con lo que estas personas se identifican. La identidad de su imagen del nosotros se ve amenazada.
Sin embargo, esta imagen, que bastante a menudo posee la forma de un proceso más o menos prolongado, no sólo tiene una función individual, sino también una función social muy importante. Da al ser humano particular un pasado que va mucho más allá de su propio pasado personal, individual, y, al mismo tiempo, hace que algo de los hombres y mujeres del pasado siga vivo en los hombres y mujeres del presente. Unidades como las tribus y los Estados no poseen únicamente una función de supervivencia, en el sentido más evidente de la palabra. No son unidades de supervivencia sólo porque dentro de ellas las personas suelen encontrar un grado relativamente elevado de seguridad física, de protección contra actos de violencia o también de protección en caso de enfermedad y vejez, sino también porque la pertenencia a estos grupos con carácter de nosotros ofrece al individuo, gracias a la continuidad de su tradición, la posibilidad de sobrevivir más allá de la existencia física, la posibilidad de seguir viviendo en la memoria de las siguientes generaciones. La continuidad de un grupo de supervivencia, que se expresa, entre otras cosas, en la continuidad del desarrollo lingüístico, de la transmisión de leyendas, de la historia, de la música y de muchos otros bienes culturales, constituye, de hecho, una de las funciones de supervivencia de ese grupo. El que un pasado continúe vivo en los recuerdos de un grupo presente confiere a esos recuerdos la función de una memoria colectiva. Cuando un grupo humano antes independiente pierde esa independencia, bien por su unión con otras unidades, bien porque es asimilado por una unidad más poderosa, esto no sólo afecta a las personas que viven en ese momento. Gran parte de lo sucedido en generaciones pasadas, que gracias a una transmisión continuada sigue vivo en la memoria colectiva, en la imagen del nosotros que posee el grupo, se transforma o pierde sentido cuando cambia la identidad del grupo y, con esta, su imagen del nosotros.
Puede verse la singularidad del conflicto que se desprende de lo anterior. Es un conflicto bien conocido en el plano de las observaciones particulares, es decir, como fenómeno de un nivel de síntesis inferior. Carecemos de una visión de este efectuada desde la perspectiva de un nivel de síntesis elevado. Esto se debe en parte a que los usos lingüísticos ofrecen términos manejables que aparentemente resuelven de manera satisfactoria este problema, pero que en realidad pasan junto a él sin apenas rozarlo. Así, por ejemplo, es fácil echar mano de la pareja de términos «racional/irracional». Es racional, podría decirse, someterse a la presión de un poderoso proceso de integración; en cambio, ofrecer resistencia es irracional. Pero esta pareja de términos es en sí misma un ejemplo del efecto retardador del que he hablado más arriba. Procede de una época anterior en la que se concebía a los seres humanos como criaturas que poseían por naturaleza una razón gracias a la cual siempre podían actuar ajustándose a la realidad. Cuando no actuaban así, no eran racionales o, en otras palabras, eran irracionales. Este esquema conceptual no dejaba sitio a los sentimientos, o como quiera se les llame: emociones, afectos o impulsos. Tampoco dejaba sitio a personas que poseían una imagen del yo y del nosotros cargada de sentimientos más o menos intensos. Si sólo se deja a los seres humanos la elección entre comportarse racional o irracionalmente, se les estará tratando como a niños de los que puede decirse si son obedientes o desobedientes. Pero en lo referente a la propia identidad grupal y a la propia actitud social, en el sentido más amplio, los seres humanos no pueden elegir libremente. La identidad grupal y la actitud social no se pueden cambiar como se cambia de camisa.
Esto también implica que el problema de la fijación de modos de sentir y comportarse en un grupo humano con importantes funciones de supervivencia, incluso después de que a lo largo del proceso social este grupo haya cedido buena parte de sus funciones a un plano de integración superior, no puede ser resuelto si se considera que, en el fondo, es un problema intelectual, como, digamos, un problema de valores. En este caso la disolución del grupo con carácter de nosotros al que uno pertenece en un grupo con carácter de nosotros de orden superior se entiende únicamente como una desvalorización de algo muy apreciado. Podría decirse que sí, que también es una desvalorización. Pero es mucho más que eso. Mientras no existan lazos emocionales que unan la unidad de orden superior a la identidad personal, mientras no exista un sentimiento de nosotros, el empalidecimiento o la desaparición del grupo con carácter de nosotros de orden inferior aparecen de hecho como una especie de amenaza de muerte, como una decadencia colectiva y, sin duda, como una total pérdida de sentido. Si se plantea la resistencia contra la integración en un plano superior como un problema del pensar, como un problema eminentemente intelectual, resulta imposible comprenderla. Pues, desde un punto de vista intelectual, es indudable que, en un mundo en el que ya existen otras unidades de supervivencia integradas en un plano superior, integrarse en ese plano superior es algo inevitable y que, además, comporta algunas ventajas. Desde un punto de vista intelectual hubiera sido fácil comprender que los iroqueses y los sioux americanos colgaran sus vestimentas tradicionales en el armario, reemplazaran sus costumbres por las de los hombres blancos y entraran sin más en la individualizada pugna competitiva de la sociedad americana. Desde una perspectiva racional, por usar una expresión de uso corriente, sería muy plausible y probablemente también ventajoso que los Estados nacionales europeos se unieran para formar los Estados Unidos de Europa. Pero en la mayoría de los casos la dificultad radica en que la visión de la gran congruencia con la realidad que posee una mayor integración, visión ganada mediante la reflexión, choca contra la tenaz resistencia de la idea, de fuerte carga emocional, que confiere a esta integración el carácter de una decadencia, de una pérdida que nunca se podrá dejar de lamentar. Y que, en tal situación, tampoco se desea dejar de lamentar.
Como puede verse, el núcleo del problema se encuentra en una característica de la transición de un plano de integración a otro. En la época de transición suele darse una larga etapa en la cual el grupo de orden inferior sufre una considerable pérdida de su capacidad de dar emocionalmente un sentido a sus miembros como unidad con carácter de nosotros, mientras que el grupo de orden superior aún no es capaz de asumir la función de dar a sus miembros un sentido con la misma carga emocional, en tanto unidad con carácter de nosotros. Piénsese, por ejemplo, en la diferencia que existe entre la carga emocional de las frases: «yo soy inglés», «yo soy francés», «yo soy alemán», y la de la frase: «yo soy un europeo francés, inglés o alemán». Los nombres de todos los Estados europeos particulares poseen para sus miembros un fuerte valor emocional, sea este positivo, negativo o ambivalente. Por el contrario, enunciados como: «Soy europeo, latinoamericano, asiático», poseen un valor emocional comparativamente muy pobre. El plano de integración del nivel continental puede ser entendido como una necesidad práctica, pero, al contrario de lo que ocurre con las viejas unidades nacionales, el plano continental no va ligado a un intenso sentimiento de nosotros. Y, sin embargo, no es poco realista pensar que, en un futuro, expresiones como «europeo» o «latinoamericano» adquirirán un contenido emocional mucho más intenso que el que poseen ahora.