C) Individualización en el proceso de la sociedad

1. Los filósofos no son las únicas personas de su sociedad y de su época que se perciben a sí mismos, a sus congéneres y el universo de la manera antes descrita. Algunos de sus leitmotive han sido elegidos aquí como ejemplo por cuanto permiten observar de manera más articulada y palpable un tipo de experiencia de uno mismo y de sus congéneres que está muy extendida en estas sociedades, pero que no suele encontrar expresión en una forma articulada y rica en ideas.

Resumiendo, estos leitmotive son característicos de una época en la cual funciones de protección y control que antes eran ejercidas sobre los individuos por grupos endógenos más reducidos, como clanes o comunidades rurales, latifundios, gremios o clases, pasan a ser ejercidas por agrupaciones estatales altamente centralizadas y cada vez más urbanas. En el transcurso de este cambio, los seres humanos individuales, al llegar a la edad adulta, salen cada vez más de estos grupos endógenos y protectores más reducidos y locales. Con la creciente pérdida de funciones de protección y control, la cohesión de estos grupos se relaja. Y, dentro de las sociedades estatales, más amplias, altamente centralizadas y cada vez más urbanas, el ser humano individual depende más de sí mismo. La movilidad de los seres humanos particulares, tanto en el sentido local como en el sentido social de la palabra, aumenta. Disminuye su anterior encapsulamiento, inevitable y vitalicio, dentro de familias, grupos ligados por el parentesco, comunidades locales y otras agrupaciones similares, disminuyen el ajustamiento de su comportamiento, de sus objetivos y sus ideales a la vida en tales agrupaciones y su natural identificación con estas; se reduce su dependencia de estas agrupaciones, así como su necesidad de ellas en lo que concierne a la protección de la salud y la vida, a la alimentación, a las posibilidades de adquirir cosas y de proteger lo heredado y lo adquirido, o también en lo referente a la posibilidad de recibir ayuda y consejo, y de tomar parte en decisiones —reducción que se produce primero sólo en algunos grupos bastante limitados y luego, con el transcurso de los siglos, en capas cada vez más amplias e incluso en ámbitos rurales—. Y así, cuando en el marco de sociedades estatales cada vez más diferenciadas los seres humanos individuales salen de las más reducidas y muy intrincadas agrupaciones preestatales endógenas y protectoras, se encuentran ante un creciente número de alternativas. Tienen un mayor margen de elección. Pero también tienen que elegir más por sí mismos. No sólo pueden, sino que tienen que hacerse más independientes. En esto no cabe posibilidad de elección.

La posibilidad, y la necesidad, de una mayor individualización es un aspecto de una transformación social ajena al control de las personas. El producto de esta creciente individualización, la mayor diferenciación de las personas en cuanto a comportamientos, experiencias y caracteres, no es sencillamente algo dado por la naturaleza, en el sentido en que lo son las diferencias entre los cuerpos humanos; tampoco el aislamiento de los individuos, del que a veces se habla, es algo dado por la naturaleza, en el sentido en que lo es su aislamiento en el espacio. Vistos como cuerpos, los individuos encapsulados de por vida en reducidas agrupaciones endógenas preestatales no estaban ni están menos diferenciados y menos separados unos de otros que los individuos pertenecientes a sociedades estatales altamente diferenciadas. Lo que se ha incrementado en gran medida en estas últimas es la separación y la diferenciación de las personas particulares en sus relaciones mutuas.

Estas relaciones, todo el tipo de su convivencia, conducen en creciente medida hacia una regulación global de emociones, hacia una renuncia a impulsos y una transformación de impulsos. A lo largo de este cambio social, los seres humanos se ven exhortados cada vez más a ocultar de la mirada de otros, o incluso de sí mismos, acciones, manifestaciones instintivas y apetitos que antes podían expresar abiertamente, de manera que por lo general dejan de ser conscientes de estos.

Lo que por una parte se presenta como un proceso de creciente individualización, es al mismo tiempo también un proceso de civilización. Bien puede tomarse como característico de una determinada etapa de este proceso el aumento de tensiones entre las órdenes y prohibiciones sociales asumidas como autoinhibiciones y los impulsos reprimidos. Es, como se ha dicho, esta contradicción del ser humano individual, esta «privatización», este excluir determinados ámbitos de la vida del trato social de las personas, y el recubrimiento de estos ámbitos de la vida con temores engendrados por la sociedad, como, por ejemplo, sentimientos de vergüenza y de embarazo, lo que evoca en el individuo la sensación de que él es «interiormente» algo que existe por sí mismo, ajeno a cualquier relación con otras personas, y que sólo «posteriormente» entra en relación con otros «de fuera». Bien considerado, este modo de percibirse a uno mismo invierte el proceso que conduce a él. Por muy auténtica y cierta que sea esta concepción como expresión de la singular estructura de la personalidad del individuo en una etapa determinada del desarrollo de la civilización, obstruye el camino hacia una observación imparcial de la relación entre un ser humano y otro. El abismo y la contradicción entre impulsos más espontáneos e impulsos controlados a largo plazo, que los muy individualizados seres humanos de este nivel de civilización sienten solos y en sí mismos, son proyectados hacia el mundo; a menudo aparecen en las reflexiones teóricas del ser humano como un abismo existencial entre una persona y otra, o quizá como una contradicción eterna entre individuo y sociedad.

2. Por otra parte, en agrupaciones sociales de este nivel la adaptación del adolescente a sus funciones de adulto suele producirse de una manera que muchas veces favorece en gran medida estas escisiones y tensiones personales. Cuanto más diferenciadas y amplias son las autocoerciones, cuanto más intensa y multilateral es la regulación de los instintos necesaria para el cumplimiento del papel y las funciones del adulto en una sociedad, mayor será también la distancia entre el comportamiento del niño y el del adulto. Más ardua será la transformación del individuo en adulto, más difícil será el proceso de civilización individual a lo largo del cual la persona, partiendo de la conducta infantil, uniforme y universal, se acerca en mayor o menor medida al grado de civilización alcanzado por su sociedad; y mayor será el tiempo requerido para este proceso: más prolongado será el tiempo necesario para que el adolescente esté capacitado para cumplir las funciones del adulto.

Y al ahondarse el abismo entre el comportamiento espontáneo de los niños y la actitud que se exige a un adulto, es cada vez menos posible que al adolescente, como sucede en sociedades más simples, se le sitúe muy pronto, siendo casi un niño, directamente en el primer peldaño del escalafón funcional del que un día tendría que alcanzar la cima. Incluso en la sociedad de la Edad Media europea el joven muchas veces aprendía y se formaba directamente al servicio de un maestro adulto. El escudero servía al caballero, el aprendiz al maestro del gremio. Y, aunque el tiempo de servicio era largo y el último peldaño resultaba inalcanzable para muchos, el escalafón mismo era relativamente corto y tenía pocos peldaños. Cuando las sociedades se hacen más diferenciadas y centralizadas, cuando aumenta la especialización y se prolongan los escalafones que la sociedad coloca ante los individuos, se alarga y complica también la preparación necesaria para desempeñar tareas de adultos. Durante un cada vez más prolongado período de tiempo los niños y los adolescentes son excluidos de los círculos de los adultos. Van a la escuela, estudian en universidades, escuelas superiores técnicas y otras instituciones de preparación organizadas especialmente para jóvenes. El número y la especialización de estas instituciones aumentan, y el acceso a ellas se generaliza. A medida que crece la especialización y la complejidad de las profesiones de los adultos, la juventud deja de recibir una preparación directa, que es reemplazada por una preparación indirecta de la que se encargan instituciones especializadas de una u otra índole. El tiempo de vida de los adultos se hace más largo. Y más largo se hace también el tiempo de preparación para llegar a ser adulto. Adultos biológicos continúan siendo no adultos sociales. Son jóvenes y muchachas, mozos y mozas, ya no son niños y niñas, pero todavía no son hombres y mujeres, y llevan una vida social especial; tienen, como se decía antes, una «cultura juvenil», un mundo propio, que se desvía ostensiblemente del de los adultos. Y, así, si bien la prolongación y mediatización de la preparación facilita el ingreso en la sociedad de los adultos, puesto que proporciona al joven una mayor riqueza de conocimientos, en el aspecto emocional muchas veces dificulta este ingreso.

Dadas las tareas profesionales que en el largo camino hacia la individualización y urbanización se ofrecen a la masa de individuos de las tensas sociedades en transición, muy pocas veces los trabajos se corresponden con las expectativas de los jóvenes. Especializados como son, en la mayoría de los casos los trabajos dejan un margen relativamente limitado a las inclinaciones y aptitudes de los individuos. Entre la vida en los cotos juveniles y este ámbito vital adulto —para la mayoría— relativamente limitado, rara vez existe una congruencia y una continuidad verdaderas. Los primeros muchas veces constituyen una especie de enclaves dentro de estas sociedades estatales altamente diferenciadas, una especie de islas de juventud, desde las que no parte ningún camino recto hacia el ámbito adulto. No pocas veces la transición de un ámbito a otro comporta una sensible ruptura en la vida del individuo, de la que este puede resentirse en mayor o menor medida. Al pasar por esos enclaves de juventud, el adolescente a menudo puede y tiene que hacer experimentos, sea con nuevas experiencias, sea con la relación de otros hacia sí mismo, sea con su propia relación hacia otros. El margen en el que puede realizar estos experimentos no guarda semejanza alguna con la relativa estrechez, uniformidad y regularidad de la vida que, en muchos casos, espera al joven cuando llegue a adulto. Muchas veces en la vida social de los jóvenes se desarrollan múltiples aptitudes e intereses que las funciones del adulto no dejarán ejercitar, múltiples formas de conducta e inclinaciones que el adulto tendrá que posponer o reprimir.

Con la creciente especialización de las sociedades estatales se hace más largo y complejo el camino del individuo hasta convertirse en una persona autodependiente y más capaz de decidir por sí misma. Aumentan las exigencias que se hacen a su autorregulación consciente e inconsciente. Junto a estas, la prolongación y la configuración especial de la edad comprendida entre la infancia y la mayoría de edad social son uno de los factores que dificultan la inserción del individuo en la sociedad de los adultos e incrementan la probabilidad de que no le sea posible encontrar un correcto equilibrio entre sus inclinaciones personales, su propia autorregulación y sus tareas sociales.

3. Así, pues, también en los tipos de especialización social e individualización más avanzados hasta hoy en día el esquema básico de la concepción de uno mismo y del ser humano en general continúa basado en la concepción de un «interior» que está separado del mundo «exterior» por una especie de muralla invisible. Pero en la concepción del mundo exterior los fenómenos naturales ya no desempeñan el mismo papel que desempeñaban en el siglo XVII o a principios del siglo XVIII. La contraposición entre individuo y naturaleza, entre sujeto buscador de conocimiento y objeto por conocer, pierde importancia lentamente. Y pierde importancia no porque se haya encontrado una solución convincente a los problemas de la teoría del conocimiento presentados bajo esa forma —no es ese el caso—; esos problemas pierden su carácter urgente al incrementarse la capacidad de los seres humanos para controlar tanto en el actuar como en el pensar algunos procesos naturales, y para utilizar estos para sus propios fines. Especialmente los fenómenos naturales físicos pierden a lo largo de este período el carácter de fuerzas misteriosas, indomables y peligrosas que a menudo irrumpen por sorpresa en la vida de los hombres. En lugar de esto, los seres humanos de estos grupos sociales se ven a sí mismos cada vez más como seres poderosos capaces de descifrar los enigmas de la naturaleza y de desviar el curso de estos hacia sus propios fines. Y como, tras una larga resistencia, finalmente el estudio sistemático de las fuerzas de la naturaleza se convierte en algo completamente cotidiano, y su utilización para fines humanos, en algo evidente, los objetos naturales dejan de desempeñar el mismo papel que antes en la concepción de aquel «mundo exterior» separado por una muralla invisible de lo que ocurre en el «interior» del ser humano. Es como si se hubiera dicho: «Es posible que no se llegue a un acuerdo sobre si, y, en caso afirmativo, hasta qué punto, las concepciones que los seres humanos se forman de los contextos naturales se corresponden con las cosas tal como estas son en sí mismas, independientemente de los observadores humanos. Pero ahí están nuestras centrales eléctricas, nuestras máquinas, nuestros ferrocarriles y aviones. Sabemos cómo hacer que nuestros campos produzcan más y que nuestras vacas den más leche. Incluso estamos venciendo poco a poco las enfermedades. Por lo tanto, en la práctica, cuando el pensamiento y la acción se unen somos muy capaces de alcanzar un alto grado de correspondencia entre nuestras concepciones y expectativas de los procesos naturales y los procesos mismos. Si los filósofos son incapaces de explicarse y de explicarnos cómo es posible esta creciente congruencia… ¡tant pis pour les philosophes!».

Lo que de hecho se observa es que, con el creciente desplazamiento del poder en las relaciones entre seres humanos y contextos naturales extrahumanos, estos últimos poco a poco han pasado a ocupar un segundo plano en la concepción de ese «mundo exterior» que se encuentra frente al «mundo interior» humano. En su lugar ha pasado al primer plano de esta concepción el abismo entre el «interior» del ser humano particular y las otras personas, entre el verdadero yo «interior» y la sociedad «exterior». Según parece, la creciente capacidad para controlar fenómenos naturales hace que se patentice en la sensibilidad del individuo su escasa capacidad para controlar aquello que ocurre entre seres humanos y, sobre todo, entre diferentes grupos humanos, y la insuperable oposición que los sucesos y requerimientos sociales ejercen ante los deseos e inclinaciones personales.

Así, es cierto que continúa vigente el símbolo metafísico de la creciente individualización, la concepción de que el interior o algo en el interior del ser humano individual está aislado como por una muralla invisible de un mundo exterior. Pero ahora encontramos esta concepción más como expresión del sentimiento de aislamiento de un ser humano respecto a otros, o del «individuo» respecto a la «sociedad», y menos como expresión de un abismo entre ser humano y naturaleza. Y la concepción de aquel «interior» o de aquello que hay en el «interior» del ser humano y que lo aísla del mundo exterior se hace más comprehensiva. Las transformaciones que pueden observarse en una serie de metafísicas filosóficas tienen su contrapartida en transformaciones de la autoexperiencia de círculos más amplios. En estos muchas veces el foco se desplaza desde la «razón» y el «entendimiento» como las entidades «internas» del ser humano contrapuestas a un mundo «exterior», hacia algo que en el fondo no es más que una objetivación mental realizada sobre una base más amplia, sobre la «existencia» del ser humano. Aquí, en el amplio círculo de la sociedad, no es difícil toparse con concepciones de uno mismo que incluyen en la concepción del propio «interior», junto a funciones intelectuales, también sentimientos, también lo «propio» del ser humano en su integridad y, no en último término, también los aspectos más animales del ser humano.

En este sentido, una persona puede expresar la sensación de que la vida social le impide la realización de lo que él es «interiormente». Puede sentir que la sociedad lo empuja a chocar contra su «verdad interior». La misma palabra «sociedad» se emplea a menudo como si se tratara de una persona. Con frecuencia el empleo de la palabra confiere a la sociedad el carácter de una madre en un papel de ser poderoso, frío, hostil y limitador, que impone restricciones a su hijo y lo obliga a contener «dentro» de sí lo que él podría hacer, manifestar, expresar…, a diferencia de la «naturaleza», que en los usos lingüísticos de eso que llamamos «modernidad» se convierte cada vez más en algo que en las concepciones de épocas anteriores sólo era en un sentido muy limitado, esto es, en una persona distinguida y amistosa, aunque no falta de malicia, en el símbolo de todo aquello que es bueno, saludable, normal y sano, en suma, «natural». Y, así, en la metafísica popular de la época, y a menudo también en la erudita, la «sociedad» muchas veces se representa como lo que impide a los seres humanos llevar una vida «natural» o su «propia» vida. Lo que uno cree ser por sí mismo e independientemente de todas las demás personas, lo que uno cree ser «interiormente», se une con el conjunto de sentimientos que irradia la palabra «naturaleza»: el «interior» es sentido como aquello que existe por «naturaleza»; y aquello que uno es y hace en el trato con otras personas parece algo impuesto desde «fuera», una máscara o un caparazón que la «sociedad» coloca alrededor del «núcleo interior» de la naturaleza «individual». Ahora es la «sociedad» lo que se opone, como «mundo exterior», al «mundo interior»; puede sentirse que la «sociedad» no es capaz de rozar el «núcleo interior del propio ser» o, según el caso, que es la carcelera que impide al individuo salir del interior de su celda hacia la vida.

«Veo la vida desde mi celda», escribió Rilke en uno de sus poemas[10]. «Estoy más lejos de los hombres que de las cosas; los hombres son accidentes, voces, miedos, pequeños gozos, siempre disfrazados, siempre embozados tras sus máscaras. Nadie vive su propia vida. Quizás existan en algún lugar tesoros donde todas esas vidas no vividas se amontonan como corazas, cunas o trajes, que nadie ha usado jamás. En última instancia, todos los caminos conducen a este arsenal de cosas muertas. Es como una prisión sin ventanas. Puertas con trancas de hierro y rastrillos guardan la entrada. Y los rastrillos los han hecho los hombres».

Este poema aquí resumido expresa de manera ilustrativa y clara una forma de la autoexperiencia humana y del sufrimiento humano que, sin duda alguna, no es exclusiva de poetas y filósofos. Es posible que en el conjunto de la sociedad no siempre sea sentida con tanta nitidez o sea expresada de manera tan precisa. La calidad y la intensidad de tales sensaciones varían de persona a persona. Pero los problemas humanos que Rilke expresa aquí a su manera forman parte de lo que antes se hubiera llamado el «espíritu de la época». Forman parte del esquema básico de la impronta personal de seres humanos pertenecientes a determinadas agrupaciones sociales. Viéndolos como un fenómeno tanto social como individual, estos problemas forman parte del contexto de la gran transformación en cuyo transcurso cada vez más seres humanos se desprenden de grupos endógenos más reducidos, menos diferenciados y firmemente entretejidos y —como formaciones cerradas que se expanden en un movimiento de abanico sobre una superficie amplia— forman unos con otros sociedades estatales más diferenciadas y, finalmente, sociedades nacionales, dentro de las cuales mantienen una mayor distancia interpersonal.

En los primeros, en los grupos más reducidos y cerrados, el aspecto más importante para la regulación del comportamiento individual se encuentra aún en el constante depender de otros, la perenne coexistencia con otros, la conciencia de una unión vitalicia e indisoluble con otros y, no en último lugar, el miedo inmediato a los otros. Allí el ser humano particular no tiene ni la posibilidad ni la necesidad de estar solo, ni es capaz de estarlo.

La persona singular apenas tiene la posibilidad, o el deseo y la capacidad, de tomar decisiones por sí misma o de reflexionar sin hacer una constante referencia a su grupo. Ello no significa que los miembros de estos grupos vivan en armonía. Muchas veces sucede precisamente lo contrario. Sólo quiere decir que, en primer lugar, piensan y actúan —para decirlo con un tópico— desde la «perspectiva del nosotros». El carácter personal del individuo está modelado para la constante convivencia con otros y para que su comportamiento remita constantemente a otros.

En los segundos, en las sociedades estatales altamente industrializadas, muy pobladas y urbanas, es mucho mayor no sólo la posibilidad, sino también la capacidad, y bastante a menudo la necesidad, que tiene un adulto de estar solo —o, en todo caso, de estar sola una pareja—. Elegir por uno mismo entre las múltiples opciones es algo imprescindible, que muy pronto se convirtió en costumbre, necesidad e ideal. Junto a la regulación ejercida por otros, aparece en mayor medida una autorregulación que comprende todos los ámbitos de la vida. Y, como suele ocurrir, también aquí se enlazan estructuralmente atributos del carácter humano que en la escala de valores de estas sociedades son considerados positivos y muy apreciados, y otros que reciben una valoración negativa. El orgullo que seres humanos muy individualizados sienten por su independencia, su libertad, su capacidad para actuar bajo su propia responsabilidad y de tomar decisiones por sí mismos, por una parte, y, por la otra, su mayor aislamiento mutuo, su tendencia a sentirse a uno mismo como algo cuyo «interior» está vedado y oculto a otras personas, como un «yo en su caparazón» al que los demás se oponen como algo externo y extraño, o incluso como carceleros, y toda la gama de sensaciones ligadas a esta autoexperiencia, la sensación de no poder vivir la propia vida, la sensación de estar esencialmente solo o el sentimiento de soledad, son dos aspectos de un mismo esquema básico de configuración de la personalidad. Pero, como se les otorgan valores opuestos, como los sentimientos ligados a cada uno de ellos difieren, se tiende a considerar que se trata de dos fenómenos independientes que existen por separado y sin ninguna relación.

En otras palabras, el desarrollo social hacia una elevada individualización del individuo abre a las personas particulares una vía hacia formas específicas de satisfacción y realización, y hacia formas específicas de insatisfacción y de vacío, hacia posibilidades específicas de alegría, dicha, bienestar y placer, y hacia posibilidades de dolor, desdicha, descontento y malestar, que no son menos específicas de su sociedad.

La posibilidad de buscar por uno mismo y mediante, sobre todo, los propios esfuerzos y decisiones la satisfacción de un anhelo personal entraña en sí misma riesgos de índole muy particular. No sólo exige un considerable grado de perseverancia y visión a largo plazo; también empuja una y otra vez a la persona a dejar escapar posibilidades de felicidad momentánea y a relegar impulsos inmediatos en favor de objetivos a largo plazo que prometen una satisfacción duradera. A veces es posible conciliar ambas cosas, a veces no. Uno puede arriesgarse. Una mayor libertad de elección lleva implícita un mayor riesgo. Puede ser que uno alcance lo objetivos de sus aspiraciones personales y encuentre en ellos la satisfacción que esperaba. Puede ser que los alcance a medias. Tal vez el sueño era más hermoso que la realidad. Tal vez los objetivos se le escapen y su vida continúe con el sabor de una existencia fracasada. Guerras, revoluciones y otros grandes acontecimientos sociales pueden bloquear el camino. Quizá se han calculado mal las posibilidades de alcanzar tales objetivos desde la propia posición social inicial. Quizás uno pretende demasiado de sí mismo, y aquel objetivo que promete darle sentido y satisfacción se encuentra más allá de sus posibilidades. Las fatigas del largo camino son a veces tan grandes, que se pierde la capacidad para sentir alegría e incluso la normal satisfacción por lo conseguido. La capacidad para sentir alegría y satisfacción puede haberse conmovido ya en la primera infancia en el tejido de las relaciones familiares. Existen muchas posibilidades. La multitud de aspiraciones y oportunidades diferenciadas e individuales que se presentan en estas sociedades se corresponde con la multitud de posibilidades de quedarse atascado que se dan en ellas.

Y lo mismo puede decirse del «arsenal de las cosas inertes». Considerado estructuralmente, la multitud de posibilidades dejadas de lado se corresponde con la multitud de opciones entre las que se puede y se tiene que elegir. Generalmente uno acepta lo sucedido sin mirar mucho hacia atrás. Pero, tanto si uno lo recuerda como si no, el camino que el individuo ha de andar en las sociedades altamente diferenciadas tiene —comparado con el que se abre ante el individuo en sociedades menos diferenciadas—, un número extraordinario de ramificaciones, aunque ciertamente este número no es el mismo para personas de distintas clases sociales; el individuo pasa por una gran cantidad de bifurcaciones y encrucijadas en las que debe elegir qué dirección seguir. Si se vuelve la mirada hacia atrás, es fácil caer en la duda: ¿Debería haber tomado otro camino? ¿No habré desperdiciado entonces todas las posibilidades que tenía? Ahora he llegado a esto, he dejado esto y lo otro, me he convertido en especialista en esto y en esto otro. ¿No he dejado que se marchiten otros dones que tenía? ¿No he dejado de lado muchas cosas que hubiera podido hacer? Está en la naturaleza de las sociedades que exigen a los individuos una mayor o menor especialización el que los individuos hayan de abandonar al borde del camino una plétora de alternativas no tomadas, de vidas no vividas, de papeles no desempeñados, de vivencias no experimentadas y de oportunidades desperdiciadas.

4. En sociedades menos complejas existen menos alternativas, menos posibilidades de elección, menos conocimiento de las relaciones entre los acontecimientos y, por consiguiente, menos oportunidades de que aparezcan como «desperdiciadas» ante una mirada retrospectiva. En las sociedades más simples muchas veces sólo se abre ante el ser humano, desde su niñez, un único camino en línea recta —un camino para las mujeres y otro para los hombres—. Son raras las encrucijadas y es raro también que una persona se vea sola ante una toma de decisión. También aquí la vida conlleva sus riesgos. Pero el margen de elección es tan estrecho y el ser humano está tan a merced de los caprichos y la superioridad de las fuerzas de la naturaleza, que estos riesgos apenas dependen de decisiones. Está, en primer lugar, el riesgo al que queda expuesto todo ser humano simplemente por venir al mundo, el riesgo del peligro y la destrucción física. Y también el predominio de este riesgo es característico tanto de la naturaleza del ser humano como de la forma específica de su vida social: puede escasear la caza; el hombre está en peligro de morir de hambre; y cuanto más se debilita, menores son sus posibilidades de cobrar una pieza y comer. Aguas torrenciales inundan de pronto la región. Incendios de bosques o de estepas bloquean la salida. El sol calcinante seca los abrevaderos. Irrumpen animales, enfermedades, enemigos humanos que matan. La amenaza sobre la vida está en todas partes, es algo cotidiano. Los espíritus ayudan o se enfurecen no se sabe por qué. Se vive al día. El ser humano come, padece hambre, baila, muere. La visión a largo plazo de algo que algún día existirá en el futuro está todavía muy limitada; los comportamientos son incomprensibles y están relativamente poco desarrollados. Incomprensible es también la posibilidad de prescindir de algo que uno se siente impulsado a hacer aquí y ahora por mor de una satisfacción que puede llegar dentro de una semana o de un año; o hacer eso que llamamos «trabajar». ¿Por qué habría que hacer tal esfuerzo muscular si no existe una necesidad urgente aquí y ahora?

Ese es el tipo de vida social que llevaron los antepasados de todos nosotros durante un período mucho más largo que aquella breve etapa del desarrollo de la humanidad que denominamos «historia», en la que tuvieron lugar los tipos de vida social atestiguados por documentos escritos. Incluso la época en que grupos sociales comenzaron, aquí y allá, a introducir en la tierra de manera regular e intencionada semillas de plantas silvestres, con vistas a obtener alimentos de los que sólo podrían disponer meses después, o a criar animales salvajes para utilizarlos en un futuro, se remonta a hace apenas poco más de 10 000 años. En todo gran paso por este camino, sea la transformación de sociedades de recolectores en sociedades agrícolas sedentarias, o de cazadores en ganaderos, sea el paso del empleo de huesos y piedras como material para fabricar herramientas y armas al empleo de metales, que, debido a los secretos de su utilización, sólo eran asequibles a unos pocos, o, siglos más tarde, la transformación de industrias artesanales en fábricas mecanizadas, en todo gran paso, decíamos, a lo largo de los siglos, la dirección principal de estas y otras muchas transformaciones similares ha sido, en un aspecto determinado, siempre la misma.

Cada una de estas transformaciones requirió, y a su vez produjo, un ensanchamiento de la visión a largo plazo. El lapso de tiempo entre el primer paso hacia un objetivo y el paso con que se llega al objetivo se hizo más largo, y los pasos intermedios, más numerosos. Este tiempo todavía era breve en los pequeños grupos humanos en los que los adultos podían y tenían que realizar ellos mismos —y generalmente juntos— todas las actividades necesarias para satisfacer necesidades en la forma habitual en su sociedad, y en los que estos adultos dominaban todos los oficios, ya se tratara de trabajar piedras y huesos, encontrar alimentos, construir algo que protegiera contra el viento o producir y conservar el fuego con piedras y madera. Poco a poco, ese período de tiempo se fue prolongando. El instrumental se adecuó más a los objetivos; aumentó el número de herramientas especializadas y también se multiplicaron los oficios. Si se comparan los restos de instrumentos de piedra del Paleolítico con los del Mesolítico y el Neolítico, se obtiene un buen ejemplo de esta diferenciación, que, ciertamente, se realizó de manera muchísimo más lenta que la creciente diferenciación y especialización de las herramientas y oficios operada en las sociedades industrializadas actuales. Es difícil decir cuánto tiempo, durante los 500 000 años —o quizá fueron 600 000 o 700 000 años— en que las piedras de un tipo u otro sirvieron al ser humano de material predilecto para la elaboración de herramientas, siguieron todos los adultos dominando todos los oficios habituales en su sociedad, y cuándo surgieron especialistas en oficios particulares, diferenciados de otros. En cualquier caso, con el paso del tiempo se multiplicaron no sólo los pasos intermedios entre el primer y el último paso del curso de una acción, sino que también fue necesario un número creciente de personas para realizar esos pasos. Y en el transcurso de este proceso, cada vez más personas quedaron sujetas por las invisibles cadenas de una creciente dependencia mutua. Cada uno actuaba como un miembro, como un especialista encargado de una tarea particular bien delimitada; estaba implicado en una red de acciones en la cual entre el primer paso hacia un objetivo social y la consecución de ese objetivo estaba incluido un creciente número de funciones especiales y de personas capaces de realizarlas.

Y, a partir de un determinado nivel de la división de funciones, aumentó también el número de funciones de coordinación especiales necesarias para mantener en funcionamiento la interacción de un creciente número de actividades especializadas. A medida que las cadenas de acciones se hicieron más numerosas, se hicieron también menos perceptibles para los individuos entretejidos en esa red de interdependencias tanto por sus necesidades como por sus capacidades; y, finalmente, se hizo cada vez más difícil distinguir qué era el medio y qué era el fin.

En la historia de un determinado grupo social pueden observarse avances en esta dirección de diversas formas. Un síntoma característico de uno de estos avances es, por ejemplo, el empleo de determinados objetos como medida de intercambio reconocida por la comunidad. Determinados moluscos o incluso animales domésticos pueden tener esta función en el comercio de grupos humanos poco cohesionados. La utilización de piezas de metal cuyo peso y valor social están garantizados por el sello de un soberano o, en todo caso, de un poder central presupone ya una organización relativamente firme. Y el incremento de la circulación de moneda dentro de una sociedad es señal segura de que en esa sociedad las cadenas de acciones están creciendo en longitud y en número de eslabones, y que la división funcional, así como la configuración del Estado, se está extendiendo.

Cuando los antepasados de los seres humanos actuales, impulsados por el hambre, recogían piedras del suelo y mataban animales con ellas, estaban actuando bajo el mandato de las necesidades del momento. Cuando trabajaban las piedras aun sin tener hambre, preparándose para la futura caza, o cuando pintaban imágenes de animales en el suelo y las rocas, y se dibujaban matando a esos animales antes de haberlos matado en realidad, para asegurarse la provisión de alimentos y mitigar un tanto la total incertidumbre de su existencia, la previsión y el rodeo desde el primer paso hasta la consumación de la acción eran ya más amplios. Pero esto todavía era realizable en grupos humanos pequeños, capaces de conseguir ellos mismos todo lo que necesitaban. Y es posible que todavía no fuera muy grande su capacidad para intercalar entre los estímulos instintivos espontáneos y la acción motora funciones de dirección que frenaran, postergaran y desviaran esa acción; su capacidad para anteponer con éxito actos de pensamiento a los arrebatos intensos y espontáneos que les instaban a actuar. Del mismo modo en que esos seres humanos estaban más indefensos que sus descendientes ante las fuerzas naturales, también estaban más indefensos ante las fuerzas naturales de su propio cuerpo.

Es de suponer que esto sucediera así durante mucho tiempo, incluso después de que evolucionaran biológicamente hasta convertirse en eso que ahora llamamos —no con mucha humildad— homo sapiens, la especie a la que pertenecen todos los seres humanos actuales. Pues la consiguiente transformación, el progresivo reparto de las funciones, la creciente previsión y la capacidad de reprimir impulsos inmediatos, con todo lo que comportaron estos cambios, no eran síntomas de un mayor desarrollo biológico, sino del desarrollo social y psíquico de la misma especie biológica. Cuerpo, brazos y piernas, ojos, oídos y estructuras cerebrales eran los mismos. Pero hizo falta la acumulación de experiencias a lo largo de centenares de generaciones para que la visión a largo plazo, la capacidad para reprimir y dirigir a uno mismo y otras fuerzas de la naturaleza, creciera de manera continuada. Y es precisamente debido a que este desarrollo no fue un desarrollo biológico, a que no es —como muchas veces parece creerse— algo arraigado en la naturaleza humana, por lo que este desarrollo puede también ir hacia atrás. Las largas cadenas de acciones pueden volver a reducirse; los controles sociales y psíquicos del comportamiento, volver a relajarse —no sólo de forma parcial, como de hecho sucede a cada momento, sino en general, en toda la humanidad—; y es posible que ese modelado específico del comportamiento al que se alude con palabras como «civilizado» o «individualizado» deje paso otra vez a formas de conducta y experiencia gobernadas por impulsos más inmediatos y animales. Y, si se es capaz de reprimir un tanto el sentimiento de que esto o aquello es «mejor» o «más deseable», y la ilusión de que lo uno o lo otro, «progreso» o «decadencia», es necesario e inevitable, entonces no resulta especialmente difícil advertir bajo qué condiciones y por qué motivos el movimiento se desarrolla en una u otra dirección.

Pero, en cualquier caso, a lo largo de la historia se observan repetidas transformaciones en ambas direcciones, aunque es cierto que en los primeros milenios la transformación social y psíquica predominante durante un largo período fue el paso desde agrupaciones humanas relativamente pequeñas, que actuaban en vista a plazos relativamente cortos, tenían necesidades simples y carecían de la seguridad de poder satisfacer esas necesidades, hacia agrupaciones humanas más grandes y numerosas, en las que se daba una mayor división de las funciones, un mayor control de la dirección de los comportamientos, necesidades más complejas e individualizadas, y un aparato de coordinación o de gobierno mucho más desarrollado. El número de actividades especializadas a las que —con un término no siempre adecuado— calificamos de «oficios» fue incrementándose con el paso de los milenios, primero lentamente, luego a un ritmo acelerado. En un primer momento sólo había hombres y mujeres, que, tradicionalmente, estaban especializados en distintas actividades y artes dentro del grupo; luego tal vez hubo magos, guerreros, agricultores, cazadores y orfebres. O toda una tribu podría haber desarrollado una habilidad especial para la pesca e intercambiar regularmente los excedentes de su botín por las frutas y raíces comestibles de una tribu del interior. Hoy en día en muchas sociedades hay centenares de actividades profesionales especializadas, entre las cuales el individuo sólo puede elegir en cierta medida, según su procedencia social, su educación y su talento; y el número de actividades aumenta con rapidez creciente. No tenemos únicamente médicos, sino especialistas en oídos y en ojos, pediatras y ginecólogos, psiquiatras e internistas, y tanto el número de disciplinas como el de especialidades secundarias aumentan constantemente. No tenemos únicamente ingenieros, sino ingenieros de construcción, ingenieros navales, aeronáuticos, electrónicos, y un creciente número de subdivisiones. No sólo tenemos los oficios existentes, sino también nuevos oficios en formación.

Pero esta es solamente la primera fase de un dilatado proceso. A lo largo de este, los tejidos de divisiones funcionales de las cadenas de acciones se hicieron cada vez más amplios e intrincados. Los seres humanos empezaron a depender cada vez más unos de otros, al tiempo que cada individuo se diferenciaba cada vez más de sus congéneres. Las unidades organizadoras en que se reunían los seres humanos se hicieron más amplias, y la organización misma, más compleja. Muchas agrupaciones humanas pequeñas se las arreglaban, y aún lo hacen, sin contar con funciones de coordinación permanentes y especializadas. Los ancianos de una tribu podían reunirse y deliberar cuando les parecía necesario; fuera de esto, vivían como cualquier otro. Alguien podía mostrarse afortunado en la caza o la guerra, y los demás lo seguían. Con el transcurso del tiempo, asentamientos rústicos en los que se producía un creciente reparto de las funciones se transformaron en colonias urbanas y ciudades-república, y las ciudades-república en ligas de ciudades o reinos que reunían en una organización estatal más o menos centralizada varias ciudades y las aldeas y los campos de los alrededores; y los Estados dinásticos se transformaron en Estados nacionales, imperios o ligas de naciones —como quiera que esto sucediera—, no se desarrollaron únicamente jerarquías de funcionarios, funciones de control duraderas y especializadas con un centro en un único plano, sino jerarquías de funcionarios con centros escalonados en muchos niveles. A medida que crecían el territorio y el número de habitantes y de actividades especializadas que se reunían en una organización estatal, aumentaba también el número de niveles escalonados del aparato de gobierno y la diversidad de sus subdivisiones y funcionarios.

Y, puesto que dentro de ese tejido de divisiones funcionales cada vez más personas se especializaban en una u otra cosa, pasando así a depender de otras personas, se fue haciendo cada vez más necesaria la coordinación de las funciones y actividades de unos y otros. También esto empujó a la organización de las relaciones humanas hacia una agrupación en comunidades más grandes, más centralizadas y más diferenciadas funcionalmente, hacia una mayor represión de los impulsos inmediatos de cada individuo. En un primer momento esta represión de los impulsos inmediatos del individuo pudo ser forzada y mantenida por el miedo a otros, a vigilantes, digamos, a los encargados de un poder central. Poco a poco fue haciéndose más intensa y evidente la participación del autocontrol en la coordinación de uno mismo con otras personas y sus actividades. Señal de ello es el creciente empleo de relojes, por citar sólo un caso. Pues, sea cual sea el significado del reloj como instrumento de medición del decurso extrahumano de la naturaleza, en el uso cotidiano dentro de una sociedad los relojes son ante todo instrumentos para coordinar a distancia actividades de muchas personas capaces de un grado relativamente elevado de autorregulación.

Así, pues, a pesar de todas las vacilaciones y retrocesos que pueden observarse en los detalles, de hecho la transformación ha mantenido una misma dirección durante períodos muy prolongados. Sin embargo, en el marco de este gran movimiento ha habido a veces rupturas, es decir, épocas en que transformaciones sociales y psíquicas realizadas en la misma dirección han abierto a los seres humanos nuevas y hasta entonces insospechadas posibilidades de vida —y, en realidad, nuevas posibilidades del propio ser humano—. La utilización consciente de fuerzas naturales para fines humanos, que con el auge de las ciencias de la naturaleza parece algo completamente nuevo, fue, mucho más de lo que suele creerse hoy en día, la continuación de esfuerzos que se remontan hasta la prehistoria de la humanidad. Aunque la elaboración mental de estos esfuerzos fuera distinta, el aprovechamiento para fines humanos del fuego, los animales salvajes y las plantas silvestres, al igual que muchas otras conquistas similares, fue un paso en la misma dirección que el dado con el aprovechamiento para fines humanos del petróleo y la energía nuclear. También entonces este ensanchamiento del dominio y de los conocimientos del hombre condujo, tarde o temprano, a una especialización de las actividades humanas. Ayer, como hoy, este ensanchamiento y esta especialización iban acompañados de un mayor rendimiento en el trabajo, que durante milenios sólo favoreció a determinadas capas sociales, liberándolas del trabajo físico y permitiendo su dedicación a otras ocupaciones.

Considerado desde este aspecto, y existen muchos otros parecidos, el manejo y el aprovechamiento consciente y metódico de fenómenos naturales basados en lo que llamamos «investigación científica» surgieron a lo largo de una prolongada y muy lenta transformación de las relaciones entre los seres humanos y la naturaleza extrahumana, de las relaciones entre los seres humanos y, como individuos, de la relación del ser humano consigo mismo. Pero, al mismo tiempo, esto representó una ruptura hacia algo nuevo. Ya antes se ha dicho que, a partir de ese momento, en la prolongada confrontación entre los seres humanos y las fuerzas naturales extrahumanas la balanza se inclinó del lado humano, primero lentamente, luego con una velocidad cada vez más acelerada. No hay duda de que las catástrofes naturales pueden hacer retroceder ese desarrollo. La potencial superioridad de la naturaleza no humana sobre los seres humanos es y seguirá siendo enorme. Pero podemos dejar de lado esa perspectiva. Si la comparamos con períodos anteriores de la historia de la humanidad, en los últimos tiempos la lucha de los seres humanos contra las formas no humanas de la naturaleza resulta favorable a los primeros.

En el aspecto social este hecho no implicó únicamente una creciente división funcional, el aumento y la diversificación de las actividades especializadas e interrelacionadas de los seres humanos; comportó también, y sobre todo, una considerable disminución del papel de la fuerza muscular humana —que, junto con la animal, había sido hasta entonces la principal fuente de energía de las sociedades humanas— en el funcionamiento de la estructura social diferenciada funcionalmente. Capas sociales cada vez más amplias se vieron liberadas del trabajo físico o, al menos, de un arduo trabajo físico, y empezaron a dedicarse a ocupaciones en las que el talento, los conocimientos y la educación desempeñaban un papel más importante. Hacía ya mucho tiempo que los seres humanos sabían aprovechar formas energéticas inertes tal como estas existían, sin intervención humana, como el viento o las corrientes fluviales. Pero ahora se empezaron a utilizar cada vez en mayor medida formas energéticas que los seres humanos aprendieron a generar con sus propios aparatos gracias a investigaciones metódicas. Fue el creciente empleo de estas energías físicas generadas mediante el trabajo en común de la sociedad, energías como el vapor, la electricidad o la energía nuclear, lo que permitió que poco a poco, y con algunas vacilaciones, se abandonara la utilización a escala global de la energía muscular humana y animal.

También esta transformación se realizó de la mano de la correspondiente transformación de las relaciones sociales de los seres humanos y del propio individuo. Y los seres humanos sólo podían alcanzar ese creciente dominio de fuerzas extranaturales, sólo podían mantenerlo y continuarlo en el marco de una estructura social muy ordenada y estable; orden y estabilidad que, a su vez, dependían en gran medida del alto grado de dominio sobre tales fuerzas naturales. Y, al mismo tiempo, el creciente dominio de estas fuerzas extrahumanas sólo era posible si estaba acompañado por un creciente autocontrol de los seres humanos; autocontrol que sólo cabía alcanzar y mantener con ayuda de un control más o menos estable de las emociones y los instintos inmediatos realizado en parte por instituciones sociales, en parte por los propios individuos. Esto último, un grado relativamente elevado de autorregulación de los individuos, sólo podía surgir y mantenerse de la mano de una regulación equivalente de los controles sociales. El control de la naturaleza, el control social y el control individual forman una especie de cadena circular; forman un contexto funcional trimembre, cuya imagen puede servir como esquema básico de la observación de asuntos humanos: ninguno de esos controles se desarrolla sin los otros; la medida y la forma de uno dependen de la medida y la forma de los otros; y si uno de ellos se quiebra, los otros lo siguen tarde o temprano.

5. Es necesario recordar el largo y fatigoso camino en el cual unas pocas sociedades humanas lograron —y, sin duda, poco a poco todas lo lograrán— aprovechar cada vez en mayor medida fuerzas naturales extrahumanas y permitir a sus miembros dedicarse a ocupaciones que no fueran las impuestas por la mera subsistencia, el miedo a lo desconocido y la satisfacción de las necesidades vitales en el presente inmediato, para poder menoscabar el carácter evidente de las antítesis con que hoy en día —con la miopía del presente— suelen abordarse los problemas humanos. Antítesis como «naturaleza» y «sociedad» o «individuo» y «sociedad», y todo el conjunto de problemas que descansan sobre la idea de que en el «interior» del «individuo» hay algo que es expresión de su «naturaleza» y se opone a un «mundo exterior» social, que no es «natural», son en general cautivadoras por su simplicidad; se corresponden con valoraciones a las que estamos familiarizados, y para muchas personas de nuestro tiempo poseen una especie de verdad emocional que puede parecer muy convincente. No obstante, si observamos en conjunto los resultados del cuidadoso trabajo a largo plazo de muchas ciencias particulares, advertimos que esas antítesis concuerdan en muy escasa medida con la concepción de los seres humanos que poco a poco empieza a surgir de ese trabajo. Estas antítesis no sólo ocultan y deforman los propios problemas humanos, bloqueando el acceso a su comprensión teórica; también impiden en muchos casos afrontarlos de manera eficaz y que las medidas que se toman en la práctica para resolverlos se aproximen a su objetivo; a menudo producen precisamente el resultado contrario.

Hace falta recordar esta larga evolución de la humanidad también, y sobre todo, para que dejemos de considerar como algo estático y eterno aquellas características humanas a las que se intenta aludir mediante palabras como «previsión», «entendimiento», «civilización», «individualidad», y para que, en lugar de ello, empecemos a entenderlas como algo que se hace y se ha hecho, como aspectos de un proceso.

Hoy en día es especialmente difícil tener presente que tampoco las cualidades del ser humano que significamos con palabras como «individualidad» son simplemente algo dado por naturaleza, sino algo que, partiendo del material biológico, se desarrolla en el transcurso de un proceso social, de un proceso de «individualización», que, inmerso en la gran corriente del desarrollo de la humanidad, no puede ser separado de otros procesos similares, como el de la creciente diferenciación de las funciones sociales y el del creciente dominio de las fuerzas naturales extrahumanas.

Ciertamente, incluso en las agrupaciones humanas más simples, más cercanas a la animalidad de la Antigüedad, puede que hayan existido diferencias de comportamiento, aptitudes y experiencia entre los distintos individuos. Pero cuanto más obedece la actuación de las personas a sus propias fuerzas naturales indómitas, menos difieren entre sí los comportamientos de estas personas. Y cuanto más intensa y multidimensional son la represión, el redireccionamiento y la transformación de estas fuerzas en el marco de la convivencia humana —primero por amor y miedo a otros, luego también por uno mismo—, más intensas y pronunciadas son también las diferencias de conductas, sentimientos, modos de pensar, fijación de objetivos y, no en último término, también de las fisonomías moldeables, y mayor «individualización» adquieren los individuos.

En el transcurso de este proceso los seres humanos no sólo se diferencian más unos de otros, sino que, además, el individuo es más consciente de esta diferenciación. Y, a partir de un determinado nivel del desarrollo social, se atribuye un valor especial a este diferenciarse una persona de las demás. Con la creciente diferenciación de la sociedad y la correspondiente individualización, este diferenciarse una persona de todas las otras se convierte en algo que ocupa un lugar particularmente elevado en la escala de valores de estas sociedades, en las que se asume como un ideal del adolescente y del adulto el diferenciarse de los demás de una manera u otra, el distinguirse; en suma, el ser diferente. El individuo perteneciente a una de estas sociedades, lo sepa o no, está inmerso en una constante competencia —en parte tácita, en parte expresa— entre individuos, dentro de la cual es muy importante para su orgullo y su amor propio el hecho de poder decirse a sí mismo: «Esta es la característica, la particularidad, el mérito, el don, por el cual me diferencio de las personas que me rodean y me distingo de ellas». Lo cual no es más que otro aspecto de esta forma de ser del hombre y de la situación humana que se expresa en cuanto el individuo busca por sí mismo sentido y satisfacción en algo que él mismo hace o es.

Este ideal del yo que posee el ser humano particular, este afán de destacar de los demás, de apoyarse en sí mismo y de buscar la satisfacción de sus anhelos personales mediante sus propias cualidades, aptitudes, posesiones o méritos, es ciertamente un componente fundamental de su persona, algo sin lo cual perdería su identidad como persona individual. Pero no es un mero producto de la naturaleza, sino que se ha desarrollado en él mediante un aprendizaje social. Como otros aspectos de la autorregulación o la «conciencia», sólo muy lentamente aparece de manera tan definida y extendida dentro de una sociedad, de la mano de cambios estructurales de la vida social muy específicos. Incluso en las diferenciadas sociedades estatales de Europa este ideal de ser, tener o hacer algo único y distinto, y la satisfacción que el ser humano busca en él, se extienden muy paulatinamente, de capas más reducidas a capas más amplias de la población, y primero entre los hombres que entre las mujeres, quienes, debido a unas condiciones sociales particulares, generalmente tardan más en entrar directamente como personas en la competencia entre individuos. Actualmente podemos observar cambios análogos del ser humano y una conformación de ideales similar en el surgimiento de Estados industrializados y urbanizados en gran parte de África y Asia —también allí en primer lugar sólo en grupos y capas de la población relativamente reducidos.

Dicho en otras palabras, este ideal forma parte de una estructura de la personalidad que sólo aparece en relación con situaciones humanas específicas, con formas sociales de una estructura determinada; es algo muy personal y, al mismo tiempo, específico de la sociedad. Una persona no elige libremente este ideal, por así decirlo, porque es el que más le agrada de toda una serie de ideales. Este es el ideal de la persona individual exigido e implantado en la gran mayoría de las sociedades muy industrializadas. Es cierto que también en estas sociedades es posible resistirse a este ideal; de hecho, existen lugares de retiro en los que uno está dispensado de la necesidad de decidir por sí mismo y de buscar la satisfacción de un anhelo personal en el distinguirse de los demás. Pero generalmente los seres humanos que han sido criados en tales grupos sociales tienen esta forma del ideal del yo, y el correspondiente grado de marcada individualización, como características fundamentales de su persona, de las cuales no pueden desprenderse tanto si las consideran positivas como negativas.

Normalmente los seres humanos criados en estas sociedades aceptan como algo evidente y «natural» esta forma de anhelo y las conductas que conlleva. El ideal del ser humano de realizarse como individuo mediante el dirigirse activamente hacia un objetivo muy importante para él como persona, dentro de su sociedad, se corresponde con la situación específica en que el ser humano particular se encuentra inmerso en tales sociedades. Este ideal conduce a que el individuo sea capaz de hacer uso del margen de elección relativamente amplio, del grado relativamente elevado de libertad, que se le presenta en una sociedad de este tipo. En su juventud puede, pero también debe, elegir —primero desde la posición de sus padres, luego desde posiciones alcanzadas personalmente— entre el gran número de posibles objetivos que se le ofrecen, aquel que prometa una mejor satisfacción de sus inclinaciones y anhelos personales. Puede dirigirse hacia actividades profesionales o extralaborales, que, según él supone, le brindarán la oportunidad de apartarse de los otros, de apoyarse en sí mismo y llegar a ser independiente, a distinguirse incluso de sus padres o, yendo todavía más allá, de todos sus parientes y conocidos, y hacer o llegar a ser algo especialmente destacado, algo único, extraordinario o «grande» en la competencia entre individuos. Pues es esto lo que ocupa un lugar preeminente en la escala de valores de estas sociedades y asegura al individuo la atención y el respeto, el aplauso y a menudo el afecto de los demás.

Pero, como es natural, uno también puede equivocarse. Este es el riesgo que se mencionaba más arriba. Pues las oportunidades de satisfacer un anhelo de este tipo que ofrecen tales sociedades son, comparadas con el número de personas cuyos deseos apuntan hacia una misma dirección, siempre reducidas. Es difícil calcular cuán grandes son estas discrepancias en un grupo social determinado en un momento determinado, aunque hay síntomas concretos de su aumento y su disminución. No obstante, no es necesario tratar aquí esa cuestión. Como quiera que sean, las discrepancias mismas pueden servir para ilustrar un problema de vital importancia en este contexto.

Lo que tenemos aquí no son discrepancias entre un anhelo del individuo que le viene dado por naturaleza, innato y ajeno a la sociedad, y una estructura social que impide la satisfacción de ese anhelo. Es más bien un deseo personal adquirido por un ser humano particular, promovido por instituciones y experiencias sociales, al que en determinados casos las instituciones sociales de su grupo humano no dan satisfacción.

Es cierto que existen discordancias de este tipo en muchas sociedades estatales y sobre todo en muchas sociedades estatales industrializadas o en vías de industrialización. Pero, sin lugar a dudas, estas discordancias se ponen de manifiesto con mayor intensidad en sociedades estatales no autocráticas —con la mayor individualización, con el mayor margen de elección y responsabilidad que conceden al individuo y con la superior raigambre que tiene en estas el deseo de independencia personal como elemento del yo ideal—, que en sociedades estatales autocráticas. Vagos o nítidos, en las primeras los síntomas de estas discrepancias están más a la vista que en las segundas. Allí estas discrepancias encuentran expresión en el arte y la ciencia, en diarios y revistas, en discusiones filosóficas y charlas cotidianas.

Y es particularmente allí donde estas discrepancias se presentan una y otra vez como expresión del eterno abismo, de la eterna contradicción entre «individuo» y «sociedad», que en cierto modo hunden sus raíces en la estructura del ser humano y de la sociedad. Algunos estudiosos —entre ellos, y no en último término, Freud— parecen inclinados a ver en contradicciones de este tipo una de las fatalidades de la existencia humana, uno de los aspectos de la esencia trágica de la vida del hombre, con los que uno ha de enfrentarse como con el dolor, el sufrimiento y la muerte de aquellos a quienes se ama. Y, en la base de la discusión de tales problemas, suele considerarse más o menos evidente la suposición de que aquí se está ante una antinomia inmutable y universal entre dos entidades que existen por separado, y esto tanto si se piensa en un «individuo extrasocial» y una «sociedad supraindividual», como si se opone la forma de manifestación de una «naturaleza extrasocial» a la de una «sociedad no natural».

Como suele ocurrir, también aquí algunos problemas que aparecen a lo largo del transcurso de un desarrollo histórico-social y están en relación con una situación humana particular se presentan ante los seres humanos inmersos en esta como si fueran problemas eternos de la humanidad en general. Discrepancias como las aquí consignadas a manera de ejemplo son características de sociedades en las que el ser humano particular, en tanto que individuo, se halla en gran medida inmerso en una competencia estrictamente regulada y de la cual está excluido el empleo de la fuerza física, pero que comprende una gran pluralidad de aspectos; competencia librada en torno a oportunidades que son consideradas valiosas y deseables dentro de un orden de valores bastante unívoco, que, por uno u otro motivo, permanecen inalcanzables para la mayor parte de quienes dirigen sus deseos hacia ellas, y a las cuales los individuos que las alcanzan asocian recompensas de la más diversa índole: un sentimiento de autosatisfacción y realización, posesiones y poder, aprecio y placer o, muy a menudo, distintas combinaciones de todo ello.

Los problemas que se plantean a los seres humanos particulares en una sociedad de índole tan específica son también de un tipo específico. El ser humano se ve dirigido desde su niñez hacia un grado relativamente elevado de autorregulación y de independencia personal. Esto hace que se acostumbre a competir con otros; aprende desde edad muy temprana que diferenciarse de otros y destacar por encima de otros mediante las propias cualidades, esfuerzos y obras es algo digno de aplauso y de lo que uno puede enorgullecerse, algo valioso y deseable, y aprende a encontrar satisfacción en éxitos de este tipo. Pero, al mismo tiempo, en todas las sociedades de esta índole están rigurosamente delimitados los modos en que uno puede y le está permitido diferenciarse, y los ámbitos en que puede y le está permitido destacar. Fuera de estos ámbitos se espera del individuo precisamente lo contrario. Se espera que un ser humano no se diferencie de otros; destacar por encima de otros provoca allí desaprobación, desprecio y, con frecuencia, actitudes negativas muy intensas; por consiguiente, allí la autodirección de la persona está orientada a obrar o a ser de manera tal, que no rebase los límites, que se iguale y uniforme a todos los demás; y muchas veces no resulta menos arduo marchar de acuerdo con una dirección que diferenciarse en otros aspectos. Sin duda, no es fácil mantener el equilibrio justo entre la capacidad de ser igual a los demás en el hacer y el dejar hacer, y la capacidad de ser único y distinto de todos los demás. Para encontrar ejemplos de esto basta con pensar en la tan discutida problemática del gran artista, tal como intentó plasmarla Thomas Mann, entre otros, o, en general, en las personalidades especialmente destacadas entre los intelectuales, líderes políticos, industriales y muchos otros grupos. En una u otra forma, el esfuerzo por conseguir este equilibrio comporta unos conflictos característicos. Pero, como quiera que se mire, no son conflictos entre necesidades naturales extrasociales del «individuo» y requerimientos no naturales de una «sociedad» exterior a él, sino conflictos y dificultades del ser humano particular que guardan estrecha relación con el esquema particular de las normas de comportamiento de la sociedad a la que este pertenece —con un esquema que, al mismo tiempo, determina de una u otra forma el esquema de la propia dirección del comportamiento individual.

Son, en suma, antinomias internas de la sociedad que encuentran expresión en la concepción de un conflicto y un abismo eternos entre el «mundo interior» del individuo y el «mundo exterior» de la sociedad.

Y lo mismo es válido para las dificultades que propicia el que sólo una minoría pueda satisfacer el anhelo individual de diferenciarse, de hacer algo especial y de aprovechar de algún modo los dones o el talento personal para buscar satisfacción y sentido a la propia existencia. A la satisfacción que obtiene un pequeño número de seres humanos gracias a la consecución de semejante objetivo, al éxito en la pugna competitiva entre los individuos, los extraordinarios —en el sentido literal de la palabra— resultados alcanzados, se opone la insatisfacción, sentida con mayor o menor claridad, de un número mucho más elevado de personas que no llegan lo bastante lejos en las grandes y pequeñas pugnas eliminatorias por sus propios sentimientos, que se hacen mayores sin haber podido satisfacer las aspiraciones, las expectativas planteadas en su juventud. Y frente a la sensación de autorrealización de unos suele presentarse en otros la sensación de insatisfacción, de tedio y de vacío, de abatimiento y de culpa, o incluso la sensación de que la propia existencia carece de sentido. También en este caso una de las formas características en que los propios implicados tratan mentalmente este destino se expresa con bastante frecuencia en la concepción de una descoordinación entre su naturaleza individual y circunstancias sociales externas a esta. El esquema mental, proporcionado por la sociedad, de la oposición entre una individualidad natural e innata y una sociedad «exterior» sirve también aquí para explicar fenómenos fundados en discordancias internas de la sociedad, en desequilibrios entre la orientación social de los anhelos individuales y las posibilidades de satisfacer esos anhelos que ofrece la sociedad.

Existe toda una serie de fenómenos que aún escapan en buena medida a la observación y al pensamiento debido a que dichas discordancias internas de la sociedad se tratan mentalmente como pares opuestos —por ejemplo, «naturaleza» y «sociedad»— en los cuales cada miembro parece excluir al otro. Así, podemos pensar en un fenómeno para el cual todavía no se posee una forma de expresión correcta: las oscilaciones de aquello que quizá podría calificarse de «presión social» y, en particular, la «presión interna» de un grupo social. Lo mismo si tales oscilaciones están en relación con el aumento del desempleo en Estados industrializados con subsidios de desempleo, como si están en relación con un exceso de jóvenes universitarios en un país todavía marcadamente agrícola, que no ofrece suficientes puestos de empleo para cubrir las aspiraciones de esos jóvenes: en estos y muchos otros casos no se trata simplemente de desequilibrios entre necesidades naturales individuales, como, por ejemplo, el hambre, y las oportunidades que ofrece la sociedad para satisfacer esas necesidades —de hecho, incluso el hambre parece contribuir sólo en escasa medida a las oscilaciones de la presión interna de una sociedad cuando no va ligada a aspiraciones formadas y orientadas socialmente—, sino que se trata de desequilibrios entre tales aspiraciones y las posibilidades de satisfacerlas que ofrece la sociedad.

6. Quizás esta perspectiva ayude a ver con mayor claridad las insuficiencias de las muchas discusiones en las cuales se plantea el interrogante de si debe ponerse al «individuo» sobre la «sociedad» o la «sociedad» sobre el «individuo», como si realmente existiera una disyuntiva tan tajante. Si somos rigurosos, sólo podemos oponer «individuo» y «sociedad» de manera puramente lingüística, como a dos construcciones distintas. Y, sin duda, los conflictos entre grupos estatales con diferentes sistemas de creencias y valores contribuyen en no poca medida a que problemas de este tipo sean presentados bajo el estandarte de una «disyuntiva» en la vida cotidiana, en las pugnas de los partidos políticos y también, y no en último lugar, en la filosofía, en la sociología, en la historia y en muchas otras áreas de estudio. La profunda incumbencia, la ligazón casi evidente de la persona particular con el orden de valores y credo de una y otra parte, conduce una y otra vez a que en los intentos por averiguar cómo es realmente la relación entre individuo y sociedad se conceda la máxima importancia a los gritos de guerra del bando enemigo, que, ante todo, remiten a cómo debería ser esta.

Los verdaderos interrogantes a los que uno se enfrenta cuando sale del polvo de las luchas por el poder y la defensa de valores no pueden ajustarse a un esquema mental orientado a expresar todo lo que existe en forma de opuestos absolutos, de alternativas rígidas y radicales. Antes bien, lo que uno encuentra ante sí son preguntas acerca del equilibrio entre los requerimientos de una organización social formada por un conjunto de individuos y los requerimientos de los mismos individuos como personas singulares. Son preguntas sobre si es posible —y, en caso afirmativo, cómo— conseguir una mejor coordinación de la organización estatal y sus distintos órganos a los objetivos y necesidades de los individuos que la forman, y una mejor coordinación de los objetivos y necesidades individuales a los requerimientos del contexto funcional socio-estatal formado por estos individuos.

En la praxis de la vida social misma es ciertamente frecuente el planteamiento de estas cuestiones de una mejor coordinación y una mejor armonización. Pero el aparato mental utilizado para aproximarse a ellas suele estar aún bajo el signo de gritos de guerra como «¡Viva el colectivismo!», «¡Viva el individualismo!», y las consiguientes alternativas diametralmente opuestas. Si se reflexiona con serenidad, no resulta difícil advertir que, en último término, sólo son posibles las dos cosas a la vez: una convivencia pacífica de seres humanos en un grupo social sólo es posible si las necesidades y objetivos individuales nacidos de esa convivencia social pueden hallar un alto grado de satisfacción y cumplimiento en esta, y sólo cabe que exista un alto grado de consecución de objetivos individuales cuando la estructura social dividida funcionalmente que los mismos individuos constituyen y mantienen mediante sus propias acciones está estructurada de manera que no conduzca una y otra vez a conflictos destructores de esencia y sentido entre las agrupaciones parciales y los individuos. Pero en la práctica, y especialmente en las complejas sociedades estatales, todavía está muy lejos este objetivo. La coordinación de la organización social a las necesidades y fines de los individuos reunidos en ella, la coordinación de las personas a los requerimientos del contexto funcional de la sociedad, continúan en gran parte en manos de la casualidad o de procedimientos automáticos considerados evidentes. En ambos planos menudean los conflictos, fracasos y derrotas destructores de la vida y del sentido. La capacidad para lograr una mejor armonía entre la configuración social de las necesidades y los objetivos del individuo, que proporciona, por ejemplo, la educación, y la división funcional y la organización de la sociedad, es todavía muy reducida. En las formas de ordenamiento de la vida de las sociedades estatales existentes lo uno suele ir, una y otra vez, en detrimento de lo otro. La marcada línea divisoria que uno acostumbra trazar entre sí mismo como individuo y la sociedad «exterior», la tendencia a tratar mentalmente como cosas distintas, con existencia, valor y sentido propios, a aquello que se nombra con palabras distintas, la concreción del planteamiento de los objetivos sociales en posturas valorativas diametralmente opuestas, todo ello contribuye a que, tanto en el actuar como en el pensar, se decida a priori cómo debe ser la relación entre individuo y sociedad, sin cerciorarse de que las opciones entre las que se decide se corresponden con esta relación tal como efectivamente es. Se tiene un firme convencimiento de la cura adecuada sin antes haber realizado un diagnóstico fundamentado en el conocimiento de los hechos. La pregunta es si acaso es posible extraer modelos mentales que se correspondan en mayor medida con la relación entre individuo y sociedad tal como realmente es, de la capa de modelos mentales que expresan, ante todo, cómo piensan y desean los seres humanos que sea esta relación.

Un paso en la dirección adecuada lo constituye ya la referencia a que las divergencias entre requerimientos individuales y sociales, con las que hoy en día nos topamos a menudo, no son incompatibilidades entre necesidades naturales extrasociales del individuo y requerimientos de una sociedad extranatural, sino antinomias específicas entre estructuras de la personalidad y estructuras sociales que forman parte de los problemas internos de las sociedades industrializadas europeas y de otras sociedades del mismo nivel. El paciente trabajo en las áreas de ciencias humanas como la sociología, la psicología y, en especial, la psicología social tiene por delante la tarea de conseguir que problemas de esta índole se perciban con mayor claridad. Pero aún no está bien delimitada la consideración científica de las relaciones entre estructuras de la personalidad y estructuras sociales. Bastante a menudo el estudio de estas relaciones parece partir de la suposición de una especie de armonía preestablecida que se formaría automáticamente y per se Es posible que en sociedades más simples, de las que poseemos toda una serie de estudios, el esquema básico de la estructura de la personalidad (o, como lo llamaron Kardiner y Linton, la estructura básica de la personalidad, dentro de la cual se desarrollan todas las variantes individuales) sea menos contradictorio y esté más en consonancia con la estructura básica del grupo social correspondiente, que en los complejos Estados nacionales e industrializados implicados en un rápido desarrollo. Ciertamente, también en estos últimos —pese a la gran diferenciación que existe en ellos— el carácter común y social del comportamiento individual, la regulación de los sentimientos y, sobre todo, la formación de la conciencia y de los ideales mediante la transmisión de los postulados de una tradición nacional común, especialmente en la casa paterna y en la escuela, son lo bastante intensos para hacer que el esquema básico común de la estructura de la personalidad se dibuje con bastante nitidez en cada uno de los miembros de la comunidad, por mucho que estos puedan diferenciarse unos de otros. Tal vez sea más sencillo advertir estos puntos comunes en los miembros de otra comunidad nacional que en los miembros de la propia. Para los alemanes será más fácil advertir este esquema básico de la estructura de la personalidad, común y social, tratando con ingleses, franceses y americanos que tratando con alemanes, y viceversa; y este hecho es, en no escasa medida, característico de todo el problema del conocimiento de los fenómenos sociales.

Pero también existen características de la estructura de la personalidad que están en relación con las de sociedades estatales altamente diferenciadas. Y ya estas son un indicio de que los esquemas básicos de las estructuras de la personalidad no están necesariamente faltos de contradicciones y son armoniosos en sí mismos, ni tampoco están necesariamente en total consonancia con tales estructuras sociales. El elevado grado de individualización, de independencia personal y, bastante a menudo, de aislamiento, que es característico de este tipo de ordenamiento social y, hasta cierto punto, es quizá necesario para el mantenimiento de este orden, a menudo no está en consonancia con el tejido de interdependencias, cada vez más complejo e imperceptible para los individuos, en el cual la persona, en buena parte debido a sus propias necesidades de raíz social, se encuentra inmersa junto con un creciente número de otras personas. Y el peculiar entretejido de independencia y dependencia, de la necesidad y la posibilidad de decidir por y para uno mismo y la imposibilidad de decidir por y para uno mismo, de responsabilidad y obediencia, puede suscitar grandes tensiones. El deseo de ser por uno mismo algo ante lo cual la sociedad de los otros es algo exterior y obstaculizador suele acompañarse del deseo de estar totalmente incluido dentro de la propia sociedad. La necesidad de estar solo va de la mano de la necesidad de pertenecer a la sociedad. La sensación de ser partícipe y de estar involucrado suele mezclarse con la sensación de no participar y de estar separado. —«¿A mí qué me importa eso?»—, y, como ya se ha dicho, el objetivo de ser algo único e incomparable se mezcla a menudo con el objetivo de no llamar la atención e igualarse a los demás. Uno puede admirar el creciente control de la naturaleza, obtener, a sabiendas o no, ventajas de él y, al mismo tiempo, quejarse y criticar el elevado grado de autodominio y represión de impulsos inmediatos necesario para ese control de la naturaleza. En el fondo, nadie sabe si —y, de ser así, en qué medida— el esquema, con frecuencia notable, de control de instintos y emociones que rige en las diversas comunidades nacionales y las restricciones, que suelen ser muy intensas, que aquel esquema impone a las personas particulares son realmente necesarios para el funcionamiento del tejido de divisiones funcionales, o si tal vez son posibles otros esquemas menos destructivos y conflictivos. Del mismo modo, tampoco se sabe si los métodos que tradicionalmente se han venido empleando en estos Estados nacionales para adaptar a los niños a la vida en su sociedad son adecuados o no para este fin.

Pero todas estas cuestiones, el conjunto de problemas que se plantean en este contexto, no hacen sino señalar una vez más en qué gran medida el creciente conocimiento empírico que poseen las ciencias humanas y los problemas que se plantean y buscan solucionarse dentro de estas ciencias empujan hacia una confrontación con el problema fundamental de la relación entre individuo y sociedad, y a someter a examen las concepciones evidentes que suelen asociarse a estas palabras. De hecho, sólo cuando se contemplan globalmente los resultados de las investigaciones dispersas realizadas en diversos ámbitos puede apreciarse con mayor claridad que las categorías, los modelos mentales que se emplean habitualmente cuando se reflexiona en torno a estas cuestiones han dejado de ser suficientes.