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Posiblemente merezca la pena prestar algo más de atención al hecho de que en la actualidad las sociedades organizadas en forma de Estados[22] poseen una especial importancia entre los grupos a los que remite la identidad como nosotros del ser humano particular. No dispongo aquí de suficiente espacio para ocuparme con detalle de cuál es la razón de que esto sea así. La respuesta breve y evidente es que los Estados, más que ninguna otra forma de agrupación, se han convertido en la unidad de supervivencia de más alto rango. Durante milenios, de hecho, desde que existen sociedades con forma de Estados, los Estados han compartido la función de unidad de supervivencia con formas de organización preestatales, como tribus o clanes. En la Antigüedad grecorromana, e incluso hasta los inicios de la Edad Moderna, las tribus constituían aún una seria amenaza para los Estados. Actualmente está terminando en todo el planeta la época de las tribus autogobernadas. En todo el mundo las tribus están cediendo a los Estados su papel de unidades de supervivencia autónomas y de máximos grupos de referencia de la identidad como nosotros del ser humano individual.
Puede ser que la identidad del nosotros referida a un Estado nacional parezca ya en nuestros días algo casi natural. No siempre se tiene presente el hecho de que el papel del Estado como marco de referencia de la identidad como nosotros de la gran mayoría de sus miembros es algo relativamente reciente.
La constitución de los Estados europeos en unidades con carácter de «nosotros» tuvo lugar paulatinamente y por etapas. Lo que diferencia el nivel de desarrollo de los Estados monárquicos absolutistas del de los Estados multipartidistas es, sobre todo, que en los primeros, y gracias a un gran desequilibrio de poderes entre gobernantes y gobernados, los monarcas podían considerar toda la organización estatal —incluidas las personas que formaban parte de ella— como una especie de propiedad personal. Decían «nosotros» refiriéndose no a la población, sino a ellos mismos. La frase atribuida a Luis XIV «el Estado soy yo» muestra una particular fusión entre el «nosotros» y el «yo», entre la dinastía y la persona de su representante en ese momento y este representante por sí mismo. La población, por su parte, todavía era poco consciente de que el Estado monárquico autócrata fuese una capa de los grupos a los que se podía aludir con el término «nosotros», todavía sentía en mucha mayor medida que el Estado monárquico absolutista era un grupo del que se hablaba en tercera persona, es decir, al que se aludía con el término «ellos» y no con el «nosotros». Príncipes y nobles, digámoslo así, verían el Estado como su propio Estado, como un nosotros limitado a ellos mismos, y veían la masa de la población como personas con las cuales no se identificaban. Únicamente ellos constituían el Estado. La masa de la población era percibida como un «ellos» marginal. Todavía a finales del siglo XIX y principios del XX parte de la población, primero los campesinos y luego sobre todo los obreros de las fábricas, eran excluidos por las clases dominantes, burguesía y nobleza, de la identidad como nosotros de los ciudadanos. Y esos marginados todavía sentían que el Estado era algo a lo que se podía aludir con la palabra «ellos» y no, o apenas, diciendo «nosotros».
De una síntesis hecha desde una perspectiva global se obtiene una imagen característica: una sucesión de etapas de conflictos cada vez más amplios entre personas incluidas y marginales, que tarde o temprano, y por lo general a través de guerras, condujeron a una integración más o menos limitada de los grupos anteriormente marginados en la sociedad del Estado nacional. En los Estados monárquicos absolutistas los príncipes y los nobles eran los únicos que poseían carta de naturaleza. Sin embargo, los altos funcionarios públicos procedentes de la burguesía fueron ganándose una posición como ciudadanos de segundo rango. Más tarde, los grupos burgueses antes excluidos conquistaron el acceso a puestos y ventajas del monopolio estatal. A esto siguió el acceso más o menos limitado a los principales monopolios estatales del grupo antes marginado de los obreros fabriles, cuyo ascenso desempeñó además un papel importante en el desarrollo de las organizaciones estatales de seguridad social. Actualmente, las capas burguesa y obrera, ambas como grupos integrantes del nosotros de los Estados nacionales, se oponen a una nueva oleada de marginados, los inmigrantes, sobre todo obreros extranjeros. Al igual que en etapas anteriores, tampoco aquí están los marginados incluidos en la identidad del nosotros. También en este caso quienes sí están incluidos en esa identidad del nosotros consideran a los marginados como un grupo en tercera persona. En cualquier caso, habría que añadir que estos conflictos entre incluidos y marginados tienen en los viejos países de Europa un carácter distinto al que poseen, por ejemplo, en Estados Unidos, cuya tradición incluye una limitada absorción y asimilación de grupos marginales.
Prestar atención a los graves problemas entre incluidos y marginados que se plantean a finales del siglo XX puede ayudar a comprender mejor los problemas de integración de anteriores niveles de desarrollo. La completa integración de todos los ciudadanos en el Estado se hizo realidad por primera vez a lo largo del siglo XX en los Estados multipartidistas de Europa. Sólo con la representación parlamentaria de todas las capas de la población empezaron todos los ciudadanos a considerar el Estado más como un nosotros que como un ellos. Sólo con las dos grandes guerras de este siglo adquirieron los habitantes de los Estados industriales más desarrollados el carácter de naciones, en el sentido más reciente de la palabra, y los Estados correspondientes, el carácter de Estados nacionales. Así pues, podría decirse que estos últimos nacieron en y por las guerras. En esto radica la explicación de por qué justamente el plano de integración estatal, entre las diversas capas de la identidad del nosotros, posee una especial importancia y, sobre todo, un especial peso afectivo. El plano de integración estatal, más que cualquier otra capa de la identidad del nosotros, posee en la conciencia de la mayoría de sus miembros la función de una unidad de supervivencia, de una unidad de protección y defensa, de la cual depende su seguridad física y social en los conflictos entre grupos humanos y también en caso de producirse catástrofes físicas.
Bien considerado, posee esta función únicamente en la conciencia de la mayoría de sus miembros. Lo que ocurre en la realidad es ya otro asunto. Es cierto que el plano de integración estatal es en cierta medida una unidad de supervivencia. Entre las funciones del Estado está la de proteger a las personas, en tanto que ciudadanos, de posibles actos de violencia de otras personas, y esto tanto dentro como fuera del territorio estatal. Pero los Estados constituyen una amenaza los unos para los otros. En el intento de velar por la seguridad física y social de sus ciudadanos frente a los posibles actos de violencia y abusos de otros Estados, despiertan la perenne impresión de que ellos mismos, sintiéndose amenazados, constituyen al mismo tiempo una amenaza para aquellos por quienes se sienten amenazados. El constante intercambio de papeles, que convierte los Estados amenazados en Estados amenazadores, hace al mismo tiempo que las pretendidas unidades de supervivencia se conviertan inintencionadamente en unidades destructoras potenciales o incluso efectivas. Esto es válido no sólo para los miembros de Estados antagonistas, sino también para los ciudadanos de un mismo Estado. El particular carácter doble del credo nacional descansa, y no en último lugar, en que la función del Estado como unidad de supervivencia, como protector y garante de la seguridad de sus ciudadanos, va ligada a su derecho de exigir al individuo que esté dispuesto a sacrificar su vida, a obedecer hasta la muerte, cuando los gobernantes lo juzguen necesario para la seguridad del conjunto de la nación. En nombre de una seguridad duradera, los hombres y mujeres que dirigen los Estados nacionales, sobre todo los Estados más poderosos, crean una constante situación de inseguridad.
La peculiar contradicción de los Estados nacionales, su papel de unidades de supervivencia y de unidades de destrucción, no es, ciertamente, algo nuevo. Los Estados nacionales comparten esta contradicción de sus funciones con los clanes de épocas anteriores y con las agrupaciones tribales del pasado y del presente, por nombrar sólo a estos grupos. Pero en nuestros días el peligro que comporta la conversión de la búsqueda de seguridad y preservación de la propia nación en precisamente lo contrario, en un camino hacia la autodestrucción, es, debido al desarrollo armamentístico, más grande que nunca antes.
Además, la doble función de los Estados nacionales contemporáneos, su función como unidades de supervivencia y su función como unidades potenciales o efectivas de destrucción, se traduce en ciertas características de la actitud social de los individuos que conforman esos Estados. Antes he dicho que en el transcurso de los últimos tiempos del desarrollo de la humanidad, y como mínimo en las sociedades más desarrolladas, la identidad del yo ha ganado en intensidad emocional, frente a la identidad del nosotros, en el equilibrio entre el yo y el nosotros que se plantea en el ser humano particular, y que la concepción extrema de un yo carente de un nosotros desempeña un papel importantísimo en la concepción del ser humano que tienen, sobre todo, los filósofos —así como también una serie de sociólogos—. Pero este debilitamiento de la identidad del nosotros no se extiende de manera uniforme por todo el espectro de las capas del nosotros. Por poderoso que pueda ser el empuje individualizador de los últimos tiempos, en lo que se refiere al plano de los Estados nacionales la identidad del nosotros incluso se ha fortalecido. No es raro encontrarse con individuos que buscan superar, mediante la estrategia de encerrarse en sí mismos, la contradicción entre su sentirse a sí mismos como un yo carente de un nosotros, como un individuo completamente aislado, y su compromiso emocional hacia el grupo con carácter de nosotros que constituye su nación. Su sentirse a sí mismos como individuo y su sentirse a sí mismos como miembro de un nosotros, como francés, inglés, alemán occidental, americano, etc., son relegados, por así decirlo, a distintos compartimientos de su saber, y estos compartimientos no están conectados entre sí o, en cualquier caso, lo están en muy escasa medida. En un examen más detenido se advierte que los rasgos de la identidad grupal nacional, es decir, lo que llamamos «carácter nacional», están profunda y firmemente integrados en la estructura de la personalidad de las personas particulares como una capa más de la actitud social.
Ciertamente, la actitud social, y con ella la capa de actitud social del carácter nacional, no es ningún enigma. Es, como el lenguaje, firme y resistente, pero al mismo tiempo elástica y sin duda modificable. De hecho, está en constante fluir. Un análisis minucioso de los procesos educativos, que desempeñan un papel decisivo en la concepción que del yo y del nosotros tienen los adolescentes, podría proyectar algo más de luz sobre la cuestión de la producción y reproducción de la identidad del yo y del nosotros a través de las generaciones. Podría mostrar de qué manera relaciones de poder cambiables, tanto interestatales como internas de un Estado, influyen sobre la configuración de los sentimientos en este ámbito. De hecho, la manipulación de los sentimientos respecto al Estado y la nación, al gobierno y la forma de gobierno, es una técnica muy difundida en la praxis social; en todos los Estados nacionales las instituciones de educación públicas están orientadas hacia la profundización y consolidación de un sentimiento de nosotros dirigido exclusivamente a la tradición nacional. En todo lo que a esto se refiere no existe aún una teoría sociológica pragmática y ajustada a la realidad, con cuya ayuda sea posible comprender estos hechos y superar la concepción de una existencia separada de individuo y sociedad.
El concepto de actitud social no forma parte aún del conjunto de conocimientos teóricos elementales que los profesores de sociología y de las otras ciencias sociales presentan a las generaciones más jóvenes para orientarlas en lo referente a la sociedad humana. La profunda raigambre de las diversas características nacionales y, muy ligada a esto, la conciencia de la propia identidad del nosotros en cuanto nación, son ejemplos que ilustran hasta qué punto puede la actitud social del individuo servir de base para el desenvolvimiento de diferencias absolutamente personales e individuales. La individualidad del inglés, el holandés, el sueco o el alemán constituye en cierto modo la elaboración personal de una actitud social común, o, en este caso, de una actitud nacional.
Es necesario un estudio sociológico centrado en procesos, así como familiarizarse con el estudio de procesos a largo plazo, para poder explicar las diferencias entre las actitudes individuales que se dan en Latinoamérica y en Europa, en África y en Asia. Pero, si se buscan ejemplos de la congruencia con la realidad del concepto de actitud, difícilmente se encontrará un ejemplo más ilustrativo que la tenacidad con que las diferencias entre las actitudes nacionales de los Estados nacionales europeos frenan una y otra vez la consecución de una unión política más estrecha de esos Estados.