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Actualmente suele concebirse al ser humano como poseedor de varios compartimientos psíquicos. Se diferencia entre, por ejemplo, «espíritu» y «alma», «razón» y «sentimientos», «conciencia» e «instintos», o entre «yo» y «aquello». Pero la honda y marcada diferenciación de las funciones psíquicas que se pone de manifiesto en estas palabras no es —digámoslo una vez más— producto de la naturaleza. Esta diferenciación funcional sólo tiene lugar en un ser humano cuando este crece en un grupo, en una sociedad de individuos. No se produce, como sí lo hace, por ejemplo, el crecimiento corporal, debido a un mecanismo natural heredado, sino a causa de un entrelazamiento de las «naturalezas» de muchos individuos. Y esta diferenciación sólo llega a ser tan marcada y aguda como lo expresan nuestros términos a través de un proceso muy paulatino, de la mano de una creciente diferenciación de los propios grupos humanos. Es producto de un proceso histórico-social, de una transformación de la estructura de la convivencia humana.
Por otra parte, los términos con los que intentamos expresar esta aguda diferenciación de las funciones psíquicas de los adultos de nuestra sociedad poseen una fuerte tendencia a, en cierto modo, ocultar el carácter específicamentefuncional de aquello que llamamos «psique». «Razón», «espíritu», «conciencia» o «yo», por poco que se superpongan estos términos unos con otros, por distintas que sean las líneas de intersección que trazan en el alma del ser humano, todos ellos despiertan más la idea de sustancias que la de funciones, transmiten más la noción de algo que descansa en sí mismo que la noción de algo cambiante. Parecen hacer referencia a algo que existe de la misma manera en que existen el estómago o el cráneo. En realidad, se trata de funciones muy específicas del organismo humano, de funciones que, a diferencia de las del estómago o los huesos, están constantemente dirigidas a otras personas y cosas. Se trata de determinadasformas de la autodirección de un ser humano en relación con otras personas y cosas
Lo mismo vale para los instintos y los afectos. Incluso en la literatura psicoanalítica se encuentran ocasionalmente enunciados que vienen a significar que «aquello», o los instintos, es inmutable si se prescinde del cambio de la dirección de los instintos Pero ¿cómo es posible prescindir de la dirección cuando se habla de algo que, como los instintos humanos, lleva en su esencia el estardirigidohacia otra cosa? Lo que llamamos «instintos», o también «inconsciente», es una forma determinada de la autodirección de la persona en relación con otras personas y cosas; es, en todo caso, una forma de autodirección que, cuando existe una fuerte diferenciación de las funciones psíquicas, ya no contribuye a determinar el comportamiento de manera directa, sino sólo indirectamente.
En suma, en el conjunto del organismo humano existen dos ámbitos funcionales distintos, aunque completamente interdependientes: hay órganos y funciones que sirven al mantenimiento y a la constante reproducción del organismo mismo, y hay órganos y funciones que sirven a la relación del organismo con otras porciones del mundo y a su autodirección en tales relaciones. Solemos expresar la diferencia entre estos dos ámbitos funcionales —de manera demasiado estática y sustancializadora— mediante la diferenciación entre «cuerpo» y «alma». Lo que llamamos «alma», lo que llamamos «psíquico», no es en realidad más que el conjunto de estas funciones relacionales El ser humano no es —como parece cuando se observa una determinada forma histórica de la autoconciencia humana— un cajón cerrado en sí mismo, con diferentes compartimientos y órganos, no es un ser cuya organización natural excluya en un primer momento el contacto con otros, sino que por naturaleza está organizado como parte de un universo mayor. Es, en cierto modo, un vector que constantemente está dirigiendo hacia otras personas y cosas valencias de momento saturadas y luego siempre otra vez no saturadas. Su constitución natural es tal, que puede y debe trabar relaciones con otras personas y cosas. Y lo que diferencia esta natural inmersión del ser humano en relaciones amistosas u hostiles de la correspondiente inmersión de los animales en diversas relaciones, lo que realmente confiere a esta autodirección del hombre en su relación con otras criaturas —a diferencia de los llamados instintos animales— el carácter de autodirección psíquica no es sino su gran versatilidad, su marcada capacidad para adaptarse a tipos cambiantes de relación, esto es, su especial flexibilidad y capacidad de amoldamiento.
Esta maleabilidad y esta adaptabilidad relativamente elevadas de las funciones relacionales de la persona constituyen, por una parte, la condición básica para que la estructura de las relaciones entre seres humanos sea más flexible que la de la convivencia de los animales; constituyen, en suma, la condición básica de la esencial historicidad de la sociedad humana. Y, por otra parte, son al mismo tiempo responsables de que el ser humano sea un ente social de tipo muy particular, es decir, un ente que depende de la sociedad de otras personas. En los otros animales, la autodirección en la relación con otras criaturas y configuraciones está predeterminada de forma más o menos fija por mecanismos reflejos. Ya en los animales más cercanos al ser humano en la sucesión de organismos existe un cierto relajamiento en este sentido, una mayor adaptabilidad a relaciones cambiantes, un ligero incremento de la capacidad de autodirección. Pero sólo en el ser humano llegan este relajamiento y esta maleabilidad de las funciones relacionales a ser tan grandes que la persona individual necesita que su autodirección sea modelada durante años por otras personas, por una sociedad, para que avance de forma más o menos regulada en la relación con otras personas, para que asuma una forma diferenciada y específicamente humana. La parte de fijación heredada de la autodirección en el trato con los demás de la que carece el ser humano ha de ser reemplazada por una fijación social, por un modelado socio-genético de las funciones psíquicas.
La razón de que la configuración de las funciones psíquicas de una persona no pueda entenderse exclusivamente a partir de su constitución heredada, sino únicamente a partir del desarrollo actual de esa constitución en el entrelazamiento con otras personas, únicamente a partir de la estructura del grupo humano en el que crece el individuo, se encuentra, en último término, en una característica de la propia naturaleza humana, en la relativa facilidad con que la dirección de las relaciones humanas se desvía del sendero del automatismo reflejo, heredado. Gracias a esta desviación, cuya existencia es bastante conocida y cuya génesis histórico-natural sólo estamos empezando a intuir, la dirección de las relaciones del ser humano concreto, mucho más que la de cualquier otro animal, es susceptible de ser conformada, y precisa serlo, por la sociedad. Gracias a esta conformación social, la estructura del comportamiento, la forma de la autodirección en la relación con otros, es en los seres humanos mucho más diversa y heterogénea que la de todos los otros animales; gracias a ella, la estructura del comportamiento se hace, en una palabra, «más individual». También por esta parte comienza a cerrarse, así, el abismo entre individuo y sociedad.
Y es este también el punto del que parte un camino hacia el derribo de los límites artificiales mediante los cuales el pensamiento actual desmembra al ser humano en diferentes ámbitos de dominio: un ámbito de los psicólogos, un ámbito de los historiadores y un ámbito de los sociólogos. Las estructuras de la psique humana, las estructuras de la sociedad humana y las estructuras de la historia humana son fenómenos complementarios e inseparables, y sólo pueden ser estudiados dentro de un contexto que abarque sus relaciones mutuas. En la realidad no existen ni se mueven por separado, como parecen indicar los trabajos de investigación actuales. Estos tres tipos de estructuras, junto con otros, constituyen el objeto de estudio de una ciencia del ser humano.
Pero, al mismo tiempo, al partir de esta visión global se hace más honda la comprensión de aquel hecho fundamental de la existencia humana al que aquí tantas veces se ha aludido: el hecho de que el tejido de seres humanos posee un orden y está sujeto a una regularidad; orden y regularidad que son distintos y más poderosos que los planes y deseos de los seres humanos individuales que forman este tejido. Es el marcado desviarse la dirección de las relaciones humanas del camino de los automatismos heredados, orgánicos, lo que realmente despeja el camino a la acción de los mecanismos sociales de entrelazamiento. Sólo con la liberación —relativamente drástica— de la dirección del comportamiento del organismo de la sujeción a automatismos heredados, sólo con la paulatina y transitiva transformación de la llamada dirección «instintiva» del comportamiento del organismo a la llamada dirección «psíquica» del mismo, cobra toda su dimensión la regularidad que resulta del entrelazamiento y la interdependencia indisolubles de los individuos. Precisamente porque los seres humanos están, en lo referente a la configuración de sus relaciones mutuas y con el resto del universo, menos ligados a patrones de comportamiento prefijados orgánicamente que el resto de los animales, en este entrelazamiento de las actividades humanas se producen regularidades y estructuras de carácter propio. Es precisamente por eso por lo que en este entrelazamiento se producen automatismos del cambio, transformaciones históricas que ni tienen su origen en el aparato reflejo heredado del ser humano, ni —en tanto totalidad, que es como se desarrollan en la realidad— han sido queridas o planeadas por personas individuales, y que, sin embargo, son cualquier cosa menos caóticas; precisamente por eso, con el indisoluble entrelazamiento de acciones, necesidades, pensamientos e instintos de muchos seres humanos se producen estructuras y cambios de estructuras cuyo orden y cuya dirección no son ni «animales-naturales» ni «espirituales», ni «racionales» ni «irracionales», sino puramente sociales
Y, finalmente, en esta particularidad de la psique humana, en su especial flexibilidad, en su natural dependencia de un modelado social, se encuentra también el motivo de que, para comprender la estructura de unas relaciones entre individuos, la estructura de una sociedad, la reflexión no puede partir de los individuos particulares, sino que, a la inversa, es necesario pasar por la estructura de las relaciones entre individuos para poder comprender la estructura de la «psique» de una persona particular. Si la persona entrara en la sociedad como Adán —como un adulto terminado en un mundo terminado—, únicamente a partir de un milagro, de una armonía preestablecida, podría explicarse que la parte y el todo, que la respectiva constitución psíquica del individuo y la respectiva estructura de una sociedad se correspondieran una con otra y se transformaran la una a la otra. Puesto que la relativamente indiferenciada dirección de las relaciones del recién nacido sólo se diferencia y se regula de manera humana en la relación del niño con otras personas, aquello que conocemos como «alma» del individuo adulto no es «en sí mismo» algo ajeno a la sociedad y asocial, sino que está desde la base en función de aquella unidad relacional de mayores dimensiones que denominamos «sociedad»; el modo en que la persona se ve y se dirige a sí misma en sus relaciones con los otros depende totalmente de la estructura de aquel grupo o aquellos grupos humanos a los que hemos aprendido a llamar «nosotros».
La manera más sencilla de ilustrar este hecho en apariencia tan complicado es recurrir nuevamente a la función psíquica del lenguaje. Por naturaleza, toda persona normal viene al mundo con un aparato fonético, que es articulable y que la persona misma puede dirigir. También a este respecto, el ser humano no puede adaptarse de modo únicamente natural a la comunicación con otros seres semejantes, sino que necesita —por naturaleza— de la adaptación a través de otras personas, de la adaptación social. La dirección de esta forma de relación que constituyen el lenguaje y su aparato no está en el ser humano limitada por automatismos naturales a un abanico de posibilidades de expresión tan reducido como en los demás animales; no está en el ser humano tan ligada a la herencia como en los demás animales. Aquello que en el ser humano viene predeterminado por la herencia, como, por ejemplo, la potencia o el tono de la voz, es sólo el marco para una infinita multiplicidad de posibilidades de articulación. Podría discutirse cuán limitadas están las posibilidades de articulación por determinadas características heredadas, por la historia de la sociedad de los antepasados. Sólo mediante experimentos exactos se puede determinar, por ejemplo, si el tono de voz de un nativo de África recordaría al de sus antepasados si este, desde el primer día de su vida se criara sin mayor contacto con personas de su sociedad natal y en una sociedad que hablara otro idioma, y si todas sus relaciones instintivas —los motores centrales del modelado durante la primera infancia— fueran relaciones hacia personas de esa sociedad poseedora de otro idioma, y, además, estas relaciones le proporcionaran un grado de satisfacción normal.
Pero, tanto si los límites de la maleabilidad son algo mayores como si son algo menores, la cuestión de fondo sigue siendo la misma: la sociedad en la que una persona crece es el factor que decide cuál será el lenguaje que poco a poco irá tomando forma en el aparato fonético de la persona. Y los usos lingüísticos personales, el estilo más o menos individual del habla, que la persona puede poseer de adulta, constituyen una diferenciación en medio del lenguaje con el que la persona se ha criado; están en función de la historia individual de la persona dentro de su grupo social y de la historia de este. Con toda certeza, las características heredadas desempeñan un papel en esta diferenciación individual. Pero es un papel similar al que desempeñan, por ejemplo, determinadas características de una piedra sin tallar —su mayor o menor dureza, su mayor o menor cantidad de vetas— en la escultura ricamente articulada que el escultor labra en ella. Y algo no muy distinto sucede con lo que el lenguaje busca expresar, con el pensar o el sentir. Y lo mismo ocurre con la totalidad de la autodirección de una persona en su relación con otros seres y cosas, lo mismo ocurre con su «psique».
La división del trabajo científico ha propiciado que se encomiende a la psicología una tarea bastante peculiar. El niño pequeño, tal como nace, es resultado del destino al mismo tiempo natural y social de sus antepasados, destino cuyo desarrollo se oculta a nuestra mirada en la oscuridad de los milenios pasados. La fatalidad con que el organismo del recién nacido dirige los procesos internos de sus órganos, la estructuración y descomposición de sus órganos, hacia una configuración que le viene dada como herencia de generaciones pasadas, y la medida relativamente escasa en que esta autodirección puede ser influenciada por acontecimientos sociales actuales, son el motivo por el cual decimos de dicha autoconfiguración que está «determinada por leyes naturales». Ciertamente, también las funciones de autodirección específicas de las que se ocupa la psicología se hallan, en cierto modo, determinadas por leyes naturales; pero están menos determinadas que las otras, que la autodirección del organismo en la estructuración y descomposición de sus órganos. La psicología se ocupa precisamente de aquellas funciones de autodirección que están menos determinadas que todas las otras por procesos pasados, por el destino de los antepasados de una persona, y que son en mayor medida susceptibles de ser determinadas por la estructura actual de la sociedad y por el destino actual de la persona dentro de esta sociedad. Precisamente porque estas flexibles funciones de autodirección no sólo pueden, sino que requieren un modelado actual y social para poder «germinar» en la autodirección diferenciada de una persona adulta, la psicología misma se encuentra ante una tarea correspondientemente diferenciada: por una parte, está en sus manos investigar la estructura y las leyes naturales de todas aquellas funciones de autodirección del ser humano que están dirigidas hacia otros seres y objetos, que sirven a la relación de la persona con estos y que, debido a su natural maleabilidad, constituyen el material del modelado realizado a través de estas relaciones. Por otra parte, a la psicología le compete seguir el desarrollo del proceso en el cual, de acuerdo con una determinada estructura social y en el seno de la convivencia con otras personas, estas flexibles funciones de autodirección de la persona se diferencian, ocasionando una configuración individual. Finalmente, a la psicología le corresponde dilucidar y hacer comprensible la estructura general de estos procesos de diferenciación y modelado; explicar cómo funciona en la posterior convivencia con otras personas la configuración de la dirección de comportamientos una vez que ya se ha operado en el individuo, debido a un determinado destino relacional, un modelado social y específico de un «carácter», de una constitución psíquica individual. La primera parte de estas tareas desemboca directamente en el estudio de las regularidades fisiológicas y biológicas del organismo; la otra parte conduce directamente al estudio de las estructuras y regularidades histórico-sociales de las que dependen la dirección y forma de la diferenciación individual[7]. La psicología constituye, en suma, el puente entre las ciencias de la naturaleza y las ciencias sociales.