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Los seres humanos formamos parte de un orden natural y de un orden social. Las reflexiones precedentes muestran cómo es posible este carácter doble. El orden social, si bien no es un orden natural en el mismo sentido en que lo es, por ejemplo, el orden en que los órganos están dispuestos en un cuerpo particular, debe su existencia misma a una característica de la naturaleza humana. Debe su existencia a la especial adaptabilidad y flexibilidad que diferencia la dirección de los comportamientos humanos del animal. Debido a esta especial característica, el ser humano particular sólo adquiere en la sociedad y a través de la sociedad aquello que en el animal particular es, en mayor medida, parte heredada de su naturaleza: un esquema fijo de dirección de su comportamiento en su relación con otros seres y objetos. Debido a esta especial característica, en el encadenamiento de deseos y acciones de muchas personas entran en juego regularidades, automatismos y procesos a los que, para diferenciarlos de los orgánicos-naturales, llamamos «sociales». El propio relajamiento del aparato reflejo natural en lo concerniente a la dirección de comportamientos humanos es resultado de un largo proceso histórico-natural. Pero, debido a esta especial característica del ser humano, en la convivencia humana tienen lugar procesos y transformaciones que no existían de antemano en la naturaleza de las personas; debido a esa especial característica, grupos sociales y, dentro de ellos, personas particulares, poseen una historia que no es la historia natural. Los seres humanos forman, dentro del contexto global de la naturaleza, un continuo autónomo de índole particular.

Existen grupos humanos —piénsese, por ejemplo, en los negros de Oceanía— en los que la estructura básica de las relaciones entre personas ha cambiado de manera apenas perceptible a lo largo de los siglos. Existen otras formas de convivencia que se ven empujadas de manera singular hacia transformaciones del propio modo de convivencia, sin que para esto haga falta que intervenga causa alguna de naturaleza extrasocial. Estas sociedades están dirigidas hacia otras formas de relaciones e instituciones interpersonales, lo mismo si alcanzan efectivamente esas otras formas que si no lo hacen. Son, en el sentido más estricto de la palabra, históricas

En la base de estos automatismos y tendencias sociales inclinados hacia el cambio se encuentran determinadas formas de las relaciones humanas mismas, tensiones interpersonales de índole e intensidad muy determinadas. Hablando muy en general, estas tensiones se producen a partir de un determinado grado de división funcional, a causa de una monopolización, transmisible hereditariamente, de bienes y valores sociales por parte de determinadas personas o grupos de personas; monopolización de bienes y valores de los que dependen las otras personas, ya sea para conservar la vida, ya sea para proteger o satisfacer su existencia social.

Entre los bienes que pueden ser monopolizados de esta manera, aquellos que sirven para satisfacer las necesidades vitales más elementales —por ejemplo, los que sirven para saciar el hambre— poseen, sin lugar a dudas, una importancia especialmente grande. No obstante, la monopolización de este tipo de bienes es uno de los muchos tipos de monopolización. Además, nunca existe por sí misma. Toda monopolización «económica» de cualquier índole está directa o indirectamente ligada a otra monopolización, a una monopolización del ejercicio del poder físico y de sus instrumentos, ya se trate, como en la época feudal, de una monopolización desordenada y descentralizada de las armas por parte de muchas personas, ya se trate, como en tiempos del absolutismo, de una monopolización centralizada del ejercicio del poder físico puesto al servicio de una única persona. Lo que calificamos de entrelazamientos «económicos» —aquella porción de los entrelazamientos que hoy en día, y, en general, en la estructura de la primera fase de la industrialización, muy a menudo se considera una porción separable de la historia o incluso la única impulsora de esta, el motor que pone en movimiento todas las demás porciones, como una «superestructura»— se convirtió en una porción diferenciada dentro del tejido global de las acciones humanas sólo muy paulatinamente, de la mano de la creciente diferenciación de la sociedad, de la constitución de centrales estables de ejercicio del poder físico y de la consiguiente pacificación interior.

No se desembocó en un entrelazamiento económico únicamente porque, como a veces se supone, los seres humanos tuvieran que satisfacer sus necesidades alimenticias. También los animales se ven impulsados por el hambre; pero los animales no economizan Cuando parecen hacerlo, esto ocurre, hasta donde puede verse hoy en día, debido a una orientación más o menos automática, a una orientación innata o «instintiva» de las vías de su autodirección. Por el contrario, sólo se llega a entrelazamientos económicos, en el sentido humano, precisamente porque la autodirección del ser humano en la relación con otros seres y objetos no está tan predeterminada a avanzar automáticamente por vías tan estrechas. Entre las condiciones fundamentales para que exista una economía, en el sentido humano, se encuentra el propio carácter psíquico de la dirección de comportamientos humana. Para la existencia de cualquier forma de economía, en el sentido humano, es imprescindible que en las funciones instintivas elementales de la persona, en su necesidad de alimentación, protección, o lo que fuere, intervengan como reguladoras, a través de un modelado social, determinadas funciones del superyó o determinadas funciones de previsión. Sólo así es posible que los seres humanos convivan de forma más o menos regulada; sólo así es, pues, posible, que para procurarse alimentos trabajen codo con codo según un esquema determinado, que surjan diversas funciones sociales coordinadas en el marco de su convivencia. En pocas palabras, en la práctica sólo se llega a regularidades sociales específicas —y entre ellas también a las económicas— debido a aquella especial característica que diferencia al ser humano de todas las otras criaturas vivientes. Precisamente por esto, todo intento de explicar estas regularidades sociales a partir de regularidades biológicas o según el patrón de estas, todo esfuerzo por hacer de la sociología una especie de biología o una parte de las otras ciencias de la naturaleza, es en vano.

A causa del relajamiento de los automatismos naturales en lo concerniente a la dirección del comportamiento de las personas en su mutua convivencia, los seres humanos constituyen un cosmos particular dentro del cosmos natural; constituyen un continuo histórico-social en el que cada persona entra —como parte— desde una posición determinada. Lo que moldea y vincula a los individuos dentro de este cosmos humano —y lo que, al mismo tiempo, establece los márgenes dentro de los que ha de desarrollarse su vida— no es un mero reflejo propio de su naturaleza, sino la indisoluble conjunción de sus deseos y comportamientos con los de otros individuos, tanto vivos como muertos y, en cierto sentido, incluso individuos que todavía no han nacido; es, en suma, el depender de otros y el que otros dependan de él, las funciones de otros para con él y sus propias funciones para con otros. Y así como esta dependencia nunca se debe únicamente a los instintos de la persona y nunca se debe únicamente a aquello que, según la perspectiva del observador, a veces es calificado de pensamiento o previsión y a veces de yo o de superyó, sino que se debe a una conjunción funcional de estos dos aspectos, así también las tensiones específicas entre diferentes grupos, que empujan hacia la transformación de la estructura de cada grupo dentro de este continuo humano y hacen de este un continuo histórico, presentan un doble aspecto: desde su origen, siempre intervienen en estas tensiones —en diferentes grados— tanto impulsos emocionales a corto plazo como impulsos a largo plazo propios del superyó. Nunca se producirían sin la presencia de impulsos tan elementales como puede ser, por ejemplo, el hambre; pero tampoco tendrían lugar sin la presencia de impulsos a largo plazo como, por ejemplo, los que se manifiestan en el afán de poseer o de poseer más, en el afán de alcanzar una seguridad permanente o una vida social elevada, de adquirir poder y superioridad sobre otros. La monopolización de bienes y valores que sirven para saciar estos muy transformados requerimientos impulsivos, estas formas sublimadas del deseo —en pocas palabras, para saciar el hambre del yo y del superyó—, junto a la monopolización de aquello que sirve para saciar el simple hambre, es tanto más importante para la génesis de las tensiones sociales cuanto mayor es la diferenciación de las funciones sociales y, con ella, la diferenciación de las funciones psíquicas, cuanto más se eleva el estándar de vida normal de una sociedad por encima de la mera satisfacción de las necesidades alimenticias y sexuales más elementales.

Por compleja que pueda ser la estructura de las funciones sociales y, con ella, las tensiones entre diferentes grupos funcionales, la cuestión fundamental es bastante sencilla. Incluso en las sociedades menos complejas que conocemos existe algún tipo de reparto de funciones entre las personas. Cuanto más desarrollada esté esta división funcional en un grupo humano, más dependerán las personas que lo componen de un dar y un recibir, más ligados estarán unos a otros por el hecho de que sólo es posible conservar la vida y la posición social dentro de una relación con muchos otros. Cuando algunos, gracias a los instrumentos de poder a su disposición, pueden no conceder a otros lo que estos necesitan para mantener, asegurar y satisfacer su condición social, cuando algunos pueden ejercer sobre otros la constante amenaza de someterlos y explotarlos, o incluso cuando el cumplimiento de los objetivos de unos presupone el arruinamiento de la vida social y física de otros, surgen en el tejido de personas interdependientes, en los grupos funcionales y pueblos, tensiones que, aunque ciertamente pueden diferir mucho unas de otras en cuanto a la forma y la intensidad, poseen siempre una estructura propia muy transparente y susceptible de ser descrita con precisión. Y de esta índole son aquellas tensiones que, poseedoras de una determinada intensidad y estructura, impulsan las transformaciones estructurales de la sociedad. Debido a estas tensiones, las formas de relación y las instituciones de todo grupo humano no se reproducen una y otra vez, generación tras generación, de forma aproximadamente igual. Debido a estas tensiones, determinadas formas de la convivencia apuntan constantemente hacia una dirección determinada y unas transformaciones específicas sin que en esto intervenga motor alguno exterior a ellas.

Así, fuerzas coercitivas de este tipo, fuerzas que obligan a que un entrelazamiento determinado se transforme en un sentido determinado, aparecen, por ejemplo, en la base de aquella creciente división funcional, tan importante en el desarrollo de la historia occidental, que conduce, a partir de una cierta etapa, a la utilización del dinero, a partir de otra etapa, al desarrollo de máquinas y, con esto, a una creciente productividad del trabajo y a un mejor nivel de vida de capas de la población cada vez más amplias. Podemos apreciar este automatismo de las transformaciones en la manera en que, en Occidente, la creciente división funcional conduce a que los artesanos libres se opongan a los terratenientes guerreros, en la manera en que luego, con el paso de los siglos, un lento desplazamiento del equilibrio de fuerzas hace que los polos de los principales ejes de tensiones sean, primero, grupos nobles y grupos burgueses, y, luego, grupos poseedores de capital y grupos no poseedores de capital —polos de ejes de tensiones que, sin duda, no fueron planeados ni creados por personas particulares—. Estas fuerzas coercitivas que obligan a un entrelazamiento a avanzar en determinada dirección son las causantes de que, a lo largo del transcurso de la historia de Occidente, la cualidad constitutiva del comportamiento humano y el conjunto de la autodirección psíquica del ser humano hayan evolucionado hacia una civilización. En nuestro propio tiempo podemos ver en acción estas fuerzas coercitivas en la rigurosidad con que las tensiones del entrelazamiento de personas que desembocan en la libre competencia empujan a un estrechamiento del círculo de competidores y, finalmente, a la formación de monopolios centralizados. Así, a partir de fuerzas coercitivas de los entrelazamientos, se han producido y se producen tanto las épocas más pacíficas de la historia como las épocas de guerra y revolución, tanto las épocas de florecimiento como las de decadencia, tanto las etapas del arte más elevado como las de los meros imitadores. Todos estos cambios tienen su origen no en la naturaleza de personas individuales, sino en la estructura de la convivencia de muchas personas. La historia es siempre la historia de una sociedad, pero, sin duda, de una sociedad de individuos.

Sólo a partir de esta visión de conjunto se hace comprensible el hecho de que transformaciones de este tipo —piénsese en el proceso de creciente división del trabajo o en el de civilización— se desarrollen durante siglos, a lo largo de muchas generaciones, siempre en una dirección y dentro de un orden muy determinados, sin que el modo en que efectivamente se desarrollan haya sido planeado y desencadenado por personas singulares. Y sólo a partir de esta visión de conjunto puede comprenderse en último término cómo es posible tal transformación de los seres humanos sin la acción de un motor transformador exterior a estos. Actualmente nuestro modo de pensar está todavía bastante vinculado a concepciones causales, las cuales no bastan para explicar la cuestión aquí tratada: estamos extremadamente inclinados a explicar toda transformación operada en una configuración determinada a partir de una causa transformadora exterior a tal configuración. El misterio de los cambios específicamente histórico-sociales sólo deja de ser tal cuando se está en condiciones de comprender que no es necesario atribuirlos ni a transformaciones de la naturaleza exterior al ser humano, ni a transformaciones de un «espíritu» interior de las personas o de los pueblos. Ninguno de los testimonios que poseemos apunta a que, durante los siglos de avance civilizador de Occidente, se hayan producido transformaciones de la misma envergadura en la esfera natural, por ejemplo en el clima o en la naturaleza orgánica de los propios seres humanos. El «medio ambiente» que ha cambiado —por utilizar esta expresión tantas veces mal empleada— es únicamente el medio ambiente que los seres humanos formaban y forman unos para otros. Durante todos estos siglos el cielo ha sido siempre prácticamente igual, lo mismo que la naturaleza orgánica del ser humano y que la estructura geológica de la tierra. Lo que ha cambiado en una dirección determinada ha sido únicamente la forma de la convivencia humana, la estructura de los grupos humanos de Occidente, y, con ella, la conformación y la forma de las funciones psíquicas del ser humano particular. Quizá daría pie a malas interpretaciones decir que este continuo de la sociedad humana es un perpetuum mobile. Ciertamente, este continuo ha estado y está en constante relación con fuerzas físicas en todas partes del universo. Desde un punto de vista físico, la sociedad sólo representa una parte de ese más amplio y poderoso cosmos natural que, en cuanto todo, es de hecho un perpetuum mobile. Pero, como la corriente de un golfo en el mar, el continuo de seres humanos interdependientes, aunque inmerso dentro de ese cosmos más amplio y poderoso, posee un movimiento, una regularidad y un ritmo de cambio propios que, a su vez, son más amplios y poderosos que la voluntad y los proyectos de un ser humano individual inmerso en este continuo.