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Toda persona que escucha la palabra «sociedad» sabe a qué se está aludiendo o, al menos, cree saberlo. Una persona transmite esta palabra a otra como se entrega una moneda de valor conocido, cuyo contenido no es necesario examinar. Cuando una persona dice «sociedad» y otra la escucha, ambas se entienden sin más. Pero ¿nos entendemos realmente?

La sociedad —es sabido— somos todos nosotros, es la reunión de muchas personas. Pero la reunión de muchas personas forma en la India o en China un tipo de sociedad muy distinto al que forma en América o en Inglaterra; la sociedad que en el siglo XII formaba en Europa un conjunto de personas particulares era distinta a la del siglo XVI o a la del siglo XX. Y, si bien es indudable que todas esas sociedades estaban y están compuestas únicamente por un conjunto de individuos particulares, es también evidente que el cambio de una forma de convivencia a otra no fue planeado por ninguno de esos individuos. Al menos, no se sabe de persona alguna que en el siglo XII o en el siglo XVI haya trabajado consciente e intencionadamente en la formación de la sociedad industrializada de nuestros días. ¿Qué es esta «sociedad» que formamos todos nosotros, pero que ninguno de nosotros, ni siquiera todos nosotros juntos, hemos querido y planificado tal como hoy existe, que sólo existe porque existen muchas personas y que sólo permanece porque muchas personas particulares quieren y hacen algo, esta «sociedad» cuya estructura, cuyas grandes transformaciones históricas, es evidente que no dependen de la voluntad de personas individuales?

Si se analizan las respuestas que suelen darse hoy en día a estas y otras preguntas similares, se observan, hablando vulgarmente, dos posturas enfrentadas. Parte de la gente se aproxima a las formaciones histórico-sociales como si estas hubieran sido bosquejadas, proyectadas y creadas por una serie de individuos o de entidades, tal como, en efecto, aparecen ante una mirada retrospectiva. Las personas que mantienen esta postura pueden, en el fondo, advertir que su tipo de respuesta no es suficiente —sea cual sea su modo de adaptar y ajustar sus ideas para acomodarlas a los hechos, el modelo teórico al que estas están ligadas es y ha sido siempre el de la creación planificada y racional de una obra, como un edificio o una máquina, realizada por personas individuales—. Cuando tienen ante sí determinadas instituciones sociales, parlamentos, policías, bancos, impuestos o lo que sea, buscan explicarlas recurriendo a las personalidades que crearon originalmente tales instituciones. Cuando tienen que vérselas con géneros literarios buscan al hombre que dio el ejemplo a los otros. Cuando se topan con formaciones difíciles de explicar de esta manera, como el lenguaje o el Estado, proceden al menos como si estas formaciones sociales pudieran explicarse del mismo modo que aquellas otras creadas por personas individuales premeditadamente y con una finalidad determinada. Así, por ejemplo, afirman que la finalidad del lenguaje es el entendimiento entre las personas, o que el objetivo del Estado es el mantenimiento del orden, como si en el transcurso de la historia de la humanidad el lenguaje o la organización en Estados de determinadas agrupaciones humanas hubieran sido creados, mediante una reflexión racional, para el cumplimiento de esos fines determinados. Y bastante a menudo, cuando tropiezan con fenómenos sociales que evidentemente no pueden explicarse mediante este modelo, como, por ejemplo, la transformación de los estilos artísticos o el proceso de la civilización, simplemente dejan de pensar en ellos. No continúan haciéndose preguntas.

Los representantes de la postura antagónica desprecian este modo de aproximación a las formaciones históricas y sociales. Para estos el individuo no desempeña papel alguno. Como modelo teórico les sirven, en primer lugar, determinadas formas de observación propias de las ciencias de la naturaleza y, sobre todo, de la biología. Pero aquí, como ocurre tan a menudo, estos modos de pensar propios de las ciencias de la naturaleza se funden en una unidad con modos de pensar religiosos y metafísicos. Se presenta la sociedad más o menos como una entidad orgánica supraindividual que inevitablemente atraviesa una juventud, una madurez y una vejez, para luego morir. El pensamiento de Spengler es un ejemplo de esto, pero en la actualidad pueden encontrarse concepciones similares independientes de Spengler y en todos los tonos y matices. Y esto ocurre incluso cuando de las experiencias de nuestro tiempo no se puede inducir una teoría general del fatal surgimiento y ocaso de las sociedades, cuando quizás hasta se presume un futuro mejor para nuestra sociedad —común a los antagonistas enmarcados en esta postura es también el intento por explicar las formaciones y procesos histórico-sociales a partir del efecto de fuerzas anónimas y supraindividuales—. Ocasionalmente, como se observa sobre todo en Hegel, se deriva de ello una especie de panteísmo histórico: un espíritu universal, o Dios mismo, se encarna no en un universo estático, como en Spinoza, sino más bien en un universo móvil e histórico, y sirve para dar explicación al orden, la periodicidad y la pertinencia de ese universo. O, como mínimo, se presenta a determinadas agrupaciones sociales particulares como poseídas por un espíritu; se habla entonces del «espíritu» de Grecia o el «espíritu» de Francia. Mientras que para las personas de la postura opuesta las acciones individuales ocupan el centro del interés y los fenómenos que no pueden ser explicados según el modelo de algo planeado y creado desaparecen en cierta medida de su horizonte visual, aquí el interés se centra precisamente sobre aquello que no es posible comprender desde la otra perspectiva: estilos y formas culturales, formas económicas e instituciones. Y mientras allí, en última instancia, queda oscuro cómo puede tenderse un puente desde las acciones o metas individuales hasta tales formaciones sociales, aquí, tanto si se explican estas formaciones a partir del modelo de fuerzas mecánicas y anónimas basado en las ciencias de la naturaleza, como si se explican según el modelo de fuerzas espirituales supraindividuales, queda no menos oscura la relación entre estas fuerzas y las personas singulares, los objetivos y las acciones individuales.

Es indudable que dificultades de este tipo no se encuentran únicamente cuando uno se ocupa de hechos históricos y sociales, en el sentido más restringido de la palabra. También hay que luchar contra este tipo de dificultades cuando se busca acceder a los seres humanos y su sociedad partiendo de las funciones psíquicas. También en las ciencias que se ocupan con hechos de esta índole nos encontramos, por un lado, con corrientes de investigación que tratan al individuo particular como algo completamente aislado, que buscan dilucidar la estructura de sus funciones psíquicas prescindiendo por completo de sus relaciones con otras personas; y, por otro lado, encontramos corrientes de investigación que apuntan a la psicología social o a la psicología de masas, en las cuales no tienen cabida las funciones psíquicas del individuo. A veces, desde esta segunda postura, como ocurría desde la posición correspondiente en las ciencias sociales e históricas, se atribuye a agrupaciones sociales o a un conjunto de personas un alma propia que se halla más allá de las almas individuales, un anima collectiva o group mind Y cuando no se va tan lejos se suelen considerar los fenómenos psicosociales como la suma o, lo que viene a ser lo mismo, como el promedio de las manifestaciones psíquicas de un cúmulo de individuos. Así, la sociedad aparece simplemente como un amontonamiento de muchos individuos particulares; el dominio estadístico de hechos psíquicos, lejos de apreciarse como una herramienta necesaria, se considera más bien el objetivo y el argumento más poderoso de la investigación psicológica. Y, sea cual sea el proceder particular de las diferentes corrientes de investigación de las psicologías del individuo y de las psicologías sociales, también aquí queda siempre más o menos sin aclarar de qué modo han de relacionarse entre sí los objetos de estudio de ambas formas de entender la psicología. Muy a menudo parece como si la psicología del individuo y la psicología social fueran dos disciplinas completamente independientes. Y las cuestiones de que se ocupa cada una de ellas están delimitadas de antemano de manera tal, que parece que también en la realidad existiera un abismo insondable entre el individuo y la sociedad.

Dondequiera que se mire, se topa uno con las mismas antinomias: tenemos una cierta idea habitual de lo que somos nosotros mismos en tanto individuos particulares. Y tenemos también una cierta noción de lo que queremos expresar cuando decimos «sociedad». Pero estas dos nociones, la conciencia de nosotros mismos en tanto sociedad y la conciencia de nosotros mismos en tanto individuos, nunca encajan completamente la una en la otra. Es indudable que, al mismo tiempo, comprendemos con más o menos claridad que no existe tal abismo entre individuo y sociedad. Nadie puede poner en duda que los individuos dan forma a una sociedad, ni que toda sociedad es una sociedad de individuos. Pero, cuando intentamos reproducir mentalmente lo que vivimos realmente día tras día, aparecen aquí y allá, como en un rompecabezas cuyas piezas no encajaran por completo, nuevas brechas y agujeros en nuestras cadenas cognoscitivas.

Lo que nos falta —reconozcámoslo— son modelos mentales y una visión global, mediante los cuales podamos, al reflexionar, comprender aquello que realmente tenemos ante nosotros día tras día; mediante los cuales podamos comprender cómo la reunión de muchas personas individuales forma algo distinto, algo que es más que la suma de muchas personas individuales, cómo forma una «sociedad» y cómo esa sociedad es capaz de cambiar de manera determinada, cómo es que posee una historia cuyo curso efectivo no ha sido premeditado, dirigido ni planeado por ninguno de los individuos que constituyen esa sociedad.

Aristóteles recurrió a un sencillo ejemplo para vencer una dificultad semejante: el ejemplo de la relación entre las piedras y la casa. De hecho, es un sencillo modelo que muestra cómo muchos elementos individuales forman, juntos, una unidad cuya estructura no puede comprenderse a partir de los elementos individuales que la constituyen. Pues es indudable que no es posible comprender la estructura de la casa aislando y observando en sí misma cada una de las piedras que la componen; tampoco es posible comprenderla si se considera mentalmente la casa como si se tratara de una unidad acumulativa, de un montón de piedras; quizás esto no sea del todo inútil para comprender la casa en su totalidad, pero sin duda no se llegará muy lejos haciendo un inventario estadístico de las particularidades de cada una de las piedras y sacando un promedio.

En nuestros días la teoría de la Gestalt ha observado con bastante profundidad fenómenos de este tipo. Antes que nada, nos ha enseñado a volver a prestar atención al sencillo hecho de que un todo es distinto a la suma de sus partes, que un todo posee regularidades de índole propia que nunca podrán ser comprendidas partiendo únicamente de la observación de sus partes individuales. La teoría de la Gestalt ha proporcionado a la conciencia tipo de nuestra época algunos modelos sencillos que permiten apoyar la prosecución de la reflexión en este sentido; así, el ejemplo de la melodía, que no se compone más que de notas individuales y que, sin embargo, es algo más que la suma de estas, o el ejemplo de la relación entre palabra y sonidos, entre frase y palabras, entre libro y frases. Todos estos ejemplos señalan hacia un mismo punto: de la unión, de las relaciones entre unidades de menor dimensión o, para usar el término más preciso de la teoría de conjuntos, de unidades de menor extensión, resulta una unidad de mayor extensión que no puede ser entendida observando sus partes de manera aislada e independientemente de las relaciones establecidas entre estas.

Pero si son estos los modelos que permiten que la relación entre individuo y sociedad sea más asequible a la reflexión, no es de extrañarse que nuestra autoconciencia se defienda de ellos. Las piedras que uno talla y acomoda para construir una casa no son más que un medio; la casa es el fin. ¿Somos también nosotros, los seres humanos individuales, nada más que medios que viven y aman, luchan y mueren únicamente en función del fin, que es el todo social?

Esta pregunta desemboca en una discusión cuyos argumentos a favor y en contra son de sobra conocidos. Entre las principales polémicas de nuestro tiempo se encuentra la disputa entre quienes afirman que la sociedad, en sus diferentes manifestaciones, formas de división del trabajo, organización estatal, etc., es únicamente un «medio», cuyo «fin» sería el bienestar de los seres humanos particulares, y quienes dicen que el ser humano individual es lo «menos importante», y que lo «más importante», el único «fin» de la vida individual, sería el mantenimiento del conjunto social al que el individuo pertenece como una de sus partes. ¿No es ya tomar partido en esta polémica el buscar modelos, puntos de partida para comprender la relación entre individuo y sociedad, empezando esta búsqueda por relaciones como las que existen entre piedras y casa, notas y melodía, parte y todo?

Hoy en día, en la propia vida social tenemos que enfrentarnos constantemente al interrogante de si acaso —y, de ser así, cómo— es posible un ordenamiento de la convivencia humana que permita un mejor equilibrio entre, por un lado, las necesidades personales y las inclinaciones de cada uno de los individuos, y, por el otro, todos aquellos requerimientos que plantea a los individuos el trabajo conjunto de muchos, el mantenimiento y el funcionamiento del todo social. No hay duda de que este, una estructuración de la convivencia que diera no sólo a unos pocos, sino a todos los miembros de un conjunto social, la oportunidad de alcanzar tal equilibrio, es el tipo de ordenamiento que desearíamos si nuestras pretensiones tuvieran suficiente poder sobre la realidad: si se piensa en ello desapasionadamente no tarda en advertirse que una convivencia humana libre de trastornos y tensiones sólo es posible cuando en ella todos los individuos se encuentran lo bastante satisfechos, y que, a su vez, una existencia individual satisfactoria sólo es posible cuando la estructura social correspondiente está libre de trastornos, tensiones y luchas. Según parece, la dificultad radica en que, en los ordenamientos de la convivencia que podemos observar, la balanza siempre se inclina hacia uno de los dos lados. En las estructuras sociales familiares a nuestra experiencia parece como si para la mayoría de la gente existiera siempre una contradicción, un abismo difícilmente salvable, entre las necesidades o inclinaciones personales y los requerimientos de la existencia social. Y no es difícil suponer que es aquí, en estas contradicciones vitales, donde debemos buscar el motivo de nuestras correspondientes contradicciones mentales. Por lo visto, el abismo entre individuo y sociedad que se abre una y otra vez ante nuestro pensamiento guarda una estrecha relación con las contradicciones entre requerimientos sociales y necesidades particulares que forman parte permanente de nuestra vida. Bien considerado, los programas políticos que ofrecen poner fin a las dificultades existentes parecen, aún hoy, querer obtener lo uno a costa de lo otro.

La agudeza de las discusiones que en la actualidad cuestionan constantemente toda la relación entre individuo y sociedad mantiene nuestro pensamiento dentro de ciertos límites. La excitación y los temores que estas discusiones despiertan en quienes participan en ellas se hacen patentes por la carga emocional que poseen todas las palabras que aluden, directa o indirectamente, a esas discusiones; excitación y temores se condensan en un aura de valoraciones que envuelve dichas palabras, haciendo que lo que estas deben expresar, más que aclararse, se oscurezca. Cada una de las ideas que, de cerca o de lejos, alude a estas discusiones, es inexorablemente entendida como un argumento a favor o en contra inmerso en aquella antítesis permanente que conduce a pensar que el individuo es el «fin» y la sociedad el «medio» o, a la inversa, que la sociedad es lo «más esencial», el «fin supremo», y el individuo es tan sólo un «medio», algo «menos importante». Ir al fondo de esta antítesis o —aunque de momento sea sólo mentalmente— romperla es visto como algo vano. Tampoco aquí los cuestionamientos trascienden un plano muy determinado: lo que no sirve para legitimar como lo «más importante», como el «fin supremo», bien a la «sociedad», bien al «individuo», se considera banal, de poco interés e indigno de la labor intelectual. ¿Por qué, pues, si sólo podrá conseguirse un mejor entendimiento de la relación entre individuo y sociedad cuando se rompa con esta disyunción, cuando se deshiele esta entumecida antítesis?

Despojar de sus vestiduras el núcleo de esta antítesis equivale ya a empezar a superarla. Los dos grupos enfrentados en esta discusión hablan como si hubieran recibido su saber del cielo o de alguna razón pura. Tanto si afirman que el fin supremo es la sociedad, como si sostienen que lo es el individuo, ambos antagonistas están procediendo mentalmente como si un ser exterior al ser humano, o incluso el representante de ese ser en nuestra mente, la «naturaleza» y una «razón» de tipo divino situada más allá de toda experiencia, hubieran establecido de una vez y para siempre ese fin último y esa escala de valores. Si se atraviesa el velo de valoraciones y emociones con que los conflictos de nuestros días inundan todo lo referente a la relación entre individuo y sociedad, se obtiene una visión completamente distinta. Considerados a un nivel más profundo, los individuos y la sociedad que estos conforman carecen de toda finalidad, de todo sentido. Los unos no existen sin la otra. Simplemente están allí, el individuo en una sociedad formada por otros individuos, la sociedad siendo una sociedad de individuos —tan carentes de sentido como las estrellas que forman un sistema solar o como los sistemas solares agrupados en una galaxia—. Y esta existencia de los individuos en la sociedad, esta existencia sin sentido, es el tejido sobre el que los seres humanos bordan las cambiantes figuras de su sentido, de su fin.

Los seres humanos se otorgan fines según lo requieran las circunstancias, y no existen más fines que los que ellos mismos se otorgan. «La sociedad es el fin último y el individuo sólo un medio», «El individuo es el fin último y la agrupación de los individuos en una sociedad es sólo un medio para alcanzar el bienestar de los individuos», estas dos frases son consignas de guerra proclamadas por grupos antagónicos en relación con sus circunstancias actuales, con sus problemas e intereses del momento. Cada una de estas consignas expresa algo que el grupo que la proclama desearía que fuera realidad. Sólo cuando se trascienden estas consignas, cuando se supera la necesidad de abogar por cómo debería ser según los propios deseos, la relación entre individuo y sociedad, sólo entonces emerge ante nuestros ojos la cuestión elemental, el cómo es realmente, de manera universal, la relación entre individuo y sociedad. ¿Cómo es posible —esta es la pregunta— que mediante la existencia simultánea de muchas personas, mediante su convivencia, sus acciones recíprocas, el conjunto de sus relaciones mutuas, se cree algo que ninguna de las personas individuales ha considerado, proyectado, premeditado o creado por sí misma, algo de lo que cada individuo, quiéralo o no, es parte, una estructura de individuos interdependientes, una sociedad? Es muy posible que también en lo referente a este problema, como sucede en lo referente a la naturaleza, nuestras acciones, nuestra fijación de objetivos, nuestros planes de lo que debería ser, sólo puedan adquirir mayor lucidez cuando comprendamos mejor lo que verdaderamente es, la legitimidad elemental de la raíz de nuestros fines, la estructura de esas grandes unidades que formamos unos con otros. Sólo entonces estaremos en condiciones de instaurar sobre un diagnóstico seguro el tratamiento de las carencias de nuestra convivencia. Mientras esto no suceda, nuestro proceder en lo que se refiere a la consideración de nuestra convivencia y sus carencias no será, en el fondo, muy distinto al de un curandero respecto al tratamiento de los enfermos: estaremos prescribiendo una terapia sin ser capaces de establecer, con anterioridad e independientemente de los propios deseos e intereses, un diagnóstico claro.

No hay duda de que el ser humano individual es criado por otros que estuvieron antes que él; no hay duda de que él, como parte de un grupo humano, de un todo social —sea este como sea—, se hace adulto y vive. Pero esto no quiere decir que el ser humano individual sea menos importante que la sociedad, ni tampoco que el individuo sea un «medio» y la sociedad un «fin». La relación entre parte y todo no es más que una forma determinada de relación, y como tal es ya bastante problemática. Bajo determinadas circunstancias puede armonizar con la relación entre medio y fin, pero no es idéntica a ella: generalmente la primera forma de relación no tiene nada en común con la otra.

Pero, cuando se sigue este camino para empezar a atravesar la niebla de las heterogéneas valoraciones sobre la relación entre individuo y sociedad, no tarda en surgir otro problema. Decir que «el ser humano individual es parte de un todo mayor que forma con otros seres humanos individuales» no es decir mucho; en último término, esta frase no es más que una constatación banal y evidente. O, hablando con más precisión, sería una constatación banal de no ser porque muchas personas pasan por alto este sencillo hecho. Buena parte de las opiniones sobre la relación entre individuo y sociedad con las que uno se topa actualmente apuntan, examinadas de cerca, a una concepción totalmente opuesta: «En realidad —así piensan y sienten los representantes de esta postura— no existe nada parecido a una sociedad; en realidad sólo existen muchos individuos particulares». Y a aquellos a quienes, así, los árboles no dejan ver el bosque, en el sentido más estricto de la expresión, la referencia a la relación entre piedras y casa o, en general, entre parte y todo, puede servirles de cierta ayuda. La afirmación de que los individuos son «más reales» que la sociedad no es más que una expresión de que las personas que sostienen esa opinión consideran a los individuos más importantes y al grupo que forman, la sociedad, menos importante La idea de que en «realidad» no existe nada parecido a una sociedad, sino sólo muchas personas individuales, dice tanto como que en «realidad» no existe nada parecido a una casa, sino sólo muchas piedras particulares, sólo montones de piedras.

Pero, de hecho, al hacer referencia a otras totalidades, a sonidos y palabra, a piedras y casa, sólo hemos realizado lo más burdo. Viéndolo bien, de momento sólo se ha señalado dónde radica el problema. Se ha conseguido un punto de partida desde el cual se pueden seguir hilando pensamientos, estando siempre en contacto con las experiencias que nos ofrecen los individuos humanos y su sociedad. Pues, aunque en un primer momento ejemplos como el de la casa sirven de ayuda para reflexionar acerca de lo que es una «sociedad», cuando se continúa la reflexión no tardan en surgir claramente las diferencias entre una sociedad y, digamos, una casa. Por «todo» comprendemos, en general, algo más o menos armónico. Sin embargo, la convivencia social de los seres humanos está llena de contradicciones, de tensiones y estallidos. Decadencias se alternan con auges, guerras con períodos de paz, rupturas con uniones. La convivencia humana no es, en modo alguno, armónica. Y si no la idea de armonía, la palabra «totalidad» sí despierta en nosotros al menos la idea de algo cerrado en sí mismo, de una formación de contornos claros, dueña de un perfil apreciable a primera vista y de una estructura palpable, más o menos evidente. Pero las sociedades no poseen semejante forma; no poseen estructuras que podamos ver, oír o palpar directamente en el espacio. Son, vistas en conjunto, más o menos abiertas: como quiera que se miren, están abiertas en la esfera temporal, esto es, abiertas hacia el pasado y el futuro. Padres, hijos de padres, son seguidos por hijos; madres son seguidas por hijas. Es, de hecho, una corriente continua; un cambio, más lento o más rápido, de formas de organización y de formas de vida. Muy difícilmente puede la mirada encontrar aquí un punto fijo.

Y también en cualquier presente, en cualquier instante determinado, se encuentran los seres humanos inmersos en un movimiento más o menos palpable. Lo que los individuos forman unos con otros no es cemento. Piénsese sólo en el ajetreo de las calles de una gran ciudad: la mayoría de las personas no se conocen. Apenas si representan algo las unas para las otras. Cada persona se abre paso entre las otras, se dirige hacia sus propios objetivos y proyectos. Van y vienen según sus propias conveniencias. ¿Partes de una totalidad? Ciertamente, aquí no cabe la palabra totalidad, al menos no si el sentido de esta está determinado únicamente por la visión de configuraciones estáticas o cerradas en sí mismas espacialmente, por experiencias como las que nos ofrecen las casas y las obras de arte, incluso los organismos.

Pero la moneda tiene, sin duda, otra cara: Por lo visto, en este ajetreo de personas que corren entremezcladas actúa, a pesar de la libertad de movimiento de cada persona individual, un orden oculto, un orden que no puede palparse directamente con los sentidos. Cada persona particular posee un lugar determinado dentro de ese barullo humano. Tiene una mesa a la que se sienta para comer, una cama en la que duerme; incluso los hambrientos, incluso las personas sin hogar, son producto y parte del orden oculto que subyace a este caos. Cada ser humano que pasa por allí tiene, en algún momento y en algún lugar, una función determinada, unos bienes o un trabajo determinados, una tarea de algún tipo para con los demás, o quizá también una función perdida, bienes perdidos o un trabajo perdido. Hay dependientes de grandes almacenes y empleados de la banca, modistas y damas de la sociedad sin ningún trabajo en particular; hay hombres que viven de renta, agentes de policía, barrenderos, especuladores inmobiliarios arruinados, carteristas y muchachas sin otra función que la de dar placer a los hombres; hay comerciantes en papel y ajustadores, directores de un gran consorcio químico y desempleados. De acuerdo con su función, cada una de estas personas tiene o tenía unos ingresos, elevados o bajos, de los que vive o vivía; y cada vez que sale a la calle esa función y esos ingresos van con él, quizás a la vista, quizás ocultos. No puede escapar de ellos a su capricho. No puede, aunque lo desee, cambiar simplemente de una función a otra. El comerciante en papel no puede convertirse de repente en ajustador, el desempleado no puede llegar de pronto a ser director de una fábrica. Y a ninguno de ellos le es posible, aunque lo desee, convertirse en un cortesano, o en un caballero, o en un brahmán, a no ser en un baile de disfraces. Está obligado a llevar un traje de una forma muy determinada; está obligado a observar un determinado ritual de trato con los demás y unas formas de comportamiento específicas, muy distintas a las que siguen las personas de una aldea china o de una ciudad de artesanos de la Edad Media. El orden imperceptible directamente a los sentidos, el orden invisible de esta convivencia, ofrece a la persona individual únicamente un abanico más o menos limitado de posibles modos de comportamiento y funciones. Desde el momento mismo de su nacimiento, la persona queda inmersa en un contexto funcional de estructura bastante determinada; debe acomodarse a este determinado contexto funcional, desarrollarse de acuerdo con él y, según las circunstancias, abrirse paso a partir de él. Incluso la posibilidad que tiene una persona de elegir entre las funciones previamente dadas está más o menos limitada; depende en gran medida de la posición dentro de este tejido humano en la que ha nacido y se ha criado, de la función y la situación de sus padres, de la educación que, según esto, ha recibido. Y también este pasado es, así, parte del presente inmediato de cada una de las personas que van y vienen en medio del ajetreo de las calles de una gran ciudad. Puede ser que una persona particular no conozca a ninguna de las personas con las que se cruza, pero en algún lugar tiene conocidos, amigos y enemigos, una familia, un círculo al que pertenece, o, ahora solitario, conocidos perdidos o muertos que ya sólo viven en su memoria.

En otras palabras, cada uno de los seres humanos que caminan por las calles aparentemente ajenos e independientes de los demás está ligado a otras personas por un cúmulo de cadenas invisibles, ya sean estas cadenas impuestas por el trabajo o por propiedades, por instintos o por afectos. Funciones de la más diversa índole lo hacen, o lo hacían, depender de otros, y a otros depender de él. El ser humano individual vive, y ha vivido desde pequeño, dentro de una red de interdependencias que él no puede modificar ni romper a voluntad sino en tanto lo permite la propia estructura de esa red; vive dentro de un tejido de relaciones móviles que, al menos en parte, se han depositado sobre él dando forma a su carácter personal. Y en esto radica el verdadero problema: este contexto funcional posee una estructura muy específica en cada grupo humano. No es el mismo en una tribu de pastores nómadas que en una tribu de agricultores; en una sociedad guerrera feudal que en la sociedad industrializada de nuestros días, e incluso difiere según las distintas agrupaciones nacionales de la propia sociedad industrializada. Sin embargo, este armazón de funciones interdependientes, cuya estructura y cuyo esquema confieren a un grupo humano su carácter específico, no es ni ha sido creado por individuos particulares; pues cada persona particular, incluso la más poderosa, incluso el cacique de una tribu, un rey déspota o un dictador, es sólo una parte de este armazón, es el representante de una función que únicamente se forma y se mantiene en relación con otras funciones, que sólo puede entenderse a partir de la estructura específica y de las tensiones específicas del contexto global.

Y este movimiento circular funcional de un grupo humano, este orden invisible a partir del cual y en dirección al cual los individuos están constantemente estableciendo fines y actuando, tampoco debe su aparición a una simple suma de actos voluntarios, a una decisión común de muchas personas particulares. No fue gracias a una libre decisión de muchos, a un «contrato social», y sin duda tampoco gracias a plebiscitos y elecciones, como se transformó en Occidente, poco a poco, la cadena funcional relativamente simple de la alta Edad Media —en la que las personas quedaban relacionadas según su condición de sacerdotes, caballeros o siervos de la gleba—, para dar paso al complicado y diferenciado tejido funcional de nuestros días. En Occidente las personas no se pusieron de acuerdo para salir de, por así decirlo, un estado carente de relaciones, ni hicieron una votación para, siguiendo la voluntad de la mayoría, distribuir las funciones según el esquema actual, esto es, en comerciantes, directores de fábricas, agentes de policía y obreros, sino que las votaciones y elecciones, los enfrentamientos incruentos entre diferentes grupos sociales fueron y son posibles como instituciones estables de la dirección social únicamente dentro de una determinada estructura del contexto funcional de una sociedad. A cada uno de tales acuerdos acumulativos subyace un contexto de relaciones personales de índole ya no únicamente acumulativa, sino funcional; la estructura y las tensiones de ese contexto se expresan directa o indirectamente en los resultados de las votaciones. Y las decisiones comunes de una mayoría, las votaciones y elecciones sólo pueden modificar o perfeccionar esta estructura funcional dentro de unos límites determinados y más o menos estrechos. El tejido de funciones interdependientes que une a las personas entre sí posee un peso propio y unas leyes propias que dejan un margen de actuación muy delimitado a los acuerdos incruentos —y cualquier decisión mayoritaria es, en último término, un acuerdo incruento.

Pero, si bien es cierto que este contexto funcional posee unas leyes propias de las que, finalmente, depende toda fijación de objetivos de las personas particulares, incluso la de aquellas decisiones acumulativas computables en papeletas electorales, si bien es cierto que este contexto y su estructura no son ni han sido creados por individuos aislados, ni tampoco por muchos individuos juntos, también es verdad que este contexto funcional no existe fuera de los individuos. Todas esas funciones interdependientes, las del director de una fábrica o las de un ajustador, las de un ama de casa o las de un amigo y un padre, todas ellas son funciones que un ser humano cumple para con otros seres humanos, un individuo para con otros individuos. Cada una de estas funciones apunta hacia otras; depende del funcionamiento de estas como estas del suyo; debido a esta ininterrumpida interdependencia de las funciones individuales, las acciones de muchos individuos particulares tienen —sobre todo en una sociedad tan diferenciada como la nuestra— que fundirse constantemente en largas cadenas de acciones para que la acción de cada persona particular cumpla su propio sentido. Y, de esta manera, cada ser humano particular queda, de hecho, atado; queda atado por cuanto vive en constante interdependencia funcional con otras personas; es un eslabón de la cadena que ata a otras personas, y cada una de esas otras personas es —directa o indirectamente— un eslabón de la cadena que lo ata a él. Estas cadenas no son tan visibles y palpables como las cadenas de hierro; son más elásticas, variables y alterables, pero no son menos reales y, con toda certeza, tampoco menos firmes. Y es este contexto de funciones que las personas tienen las unas para las otras lo que llamamos «sociedad». Este contexto funcional constituye una esfera de existencia de tipo particular. Sus estructuras son aquellas que denominamos «estructuras sociales». Y cuando hablamos de «leyes sociales» no nos estamos refiriendo a otra cosa que a las leyes propias de las relaciones entre los seres humanos individuales.

Franquear el abismo que tan a menudo parece abrirse cuando se reflexiona en torno al individuo y la sociedad no es una tarea fácil. Exige un singular esfuerzo mental; pues las dificultades contra las que se tiene que luchar en toda reflexión en torno a la relación entre individuo y sociedad remiten, en tanto proceden de la ratio a determinadas costumbres del pensar que hoy por hoy están todavía muy arraigadas en la conciencia de cada uno de nosotros: hablando en general, parece ser que, en el estado actual del pensamiento, para la mayoría de las personas sigue siendo extremadamente difícil comprender que algunas relaciones posean una estructura y unas leyes propias. Estamos acostumbrados a pensar que las leyes son algo privativo de objetos o cuerpos que pueden ser percibidos directamente por los sentidos. Una voz interior nos induce a creer que el desarrollo de una relación ha de explicarse a partir de la estructura y las leyes de los cuerpos, perceptibles sensorialmente, que constituyen la relación. Nos parece evidente que el único camino correcto que conduce a la comprensión de unidades compuestas es su desmembramiento. Según parece, la reflexión debe partir de las unidades menores que, al relacionarse, dan forma a la unidad mayor. Estudiar estas unidades menores «en sí mismas», tal como son separadas de todas sus relaciones mutuas, se nos muestra como el primer paso ineludible. Las relaciones entre estas unidades menores y, así, también la unidad mayor, nos parecen, de modo involuntario, algo posterior y suplementario.

Pero estas costumbres del pensar, útiles como son hasta cierto punto para la comprensión de nuestra experiencia de sustancias inertes, conducen una y otra vez a incongruencias muy específicas cuando se trata de comprender nuestra experiencia de nosotros mismos como seres humanos y como sociedad. Debido a estas costumbres del pensamiento, determinados grupos humanos cuyas ideas referentes a sus experiencias sociales específicas giran en torno a, sobre todo, las leyes propias de las relaciones humanas se ven obligados una y otra vez a ocultar el hecho de que estas son leyes de relaciones humanas. Puesto que sólo son capaces de concebir las leyes como leyes de sustancias o de fuerzas sustanciales, sin proponérselo atribuyen a las leyes que observan en las relaciones humanas una sustancia que se encuentra más allá de los individuos. Debido a estas regularidades sociales específicas sólo pueden concebir la sociedad como algo supraindividual. Se inventan un portador de estas regularidades, que bien pueden ser un «espíritu colectivo», un «organismo colectivo» o, según el caso, unas «fuerzas» espirituales o materiales supraindividuales, en clara analogía con las fuerzas y sustancias de la naturaleza. Y, en el otro extremo, hay grupos humanos cuyo pensamiento se centra sobre todo en el individuo humano. Para estos grupos está claro lo que se ocultaba a los anteriores: que todo aquello que llamábamos «estructuras y regularidades sociales» no es sino las estructuras y regularidades de las relaciones entre personas individuales. Pero, al igual que los anteriores, tampoco estos están en condiciones de pensar que las relaciones mismas pueden poseer un tipo particular de estructuras y regularidades; en lugar de considerar estas estructuras y regularidades como una característica esencial de las relaciones entre unidades físicamente palpables, las consideran más bien como característica esencial de las mismas unidades físicas. De acuerdo con sus experiencias e intereses sociales, creen hallar, sin proponérselo, en el individuo particular, aislado de los demás, esa sustancia perceptible por los sentidos a la que se deberían las estructuras y regularidades sociales. Aunque su visión de las leyes propias de las relaciones humanas hace que automáticamente atribuyan una sustancia propia a estas leyes, no llegan a comprender que las relaciones entre individuos poseen una estructura y una regularidad propias; piensan de manera espontánea que la explicación de las estructuras y regularidades de las relaciones entre los individuos debe buscarse en la «naturaleza» o en la «conciencia» de los individuos particulares, tal como estos son «en sí mismos» y fuera de toda relación mutua, y en su estructura y sus leyes. Al parecer, la reflexión debe tomar como punto de partida a los individuos, los «átomos», las «partes más pequeñas» de la sociedad, para, partiendo de estos, reconstruir mentalmente sus relaciones mutuas —la sociedad— en cierta medida como si se tratara de algo posterior. En resumen, piensan que los individuos son pilares fijos entre los que sólo posteriormente se tiende el cordel de las relaciones. Los unos piensan, con la mirada puesta en las leyes propias de las relaciones humanas, que la sociedad es algo anterior e independiente de los individuos; los otros, de acuerdo con la diferente orientación de sus intereses, piensan en los individuos como en algo anterior e independiente de la sociedad. Y tanto unos como otros se quedan sin comprender una serie de hechos muy determinados. Tanto en una como en otra reflexión se abre, de hecho, un abismo insalvable entre los fenómenos individuales y los sociales.

La relación entre individuo y sociedad es singular. No tiene paralelo en ninguna otra esfera de lo existente. Sin embargo, las experiencias que pueden adquirirse mediante la observación de relaciones parte/todo propias de otras esferas pueden ayudar aquí de una forma muy determinada. Pueden ayudar a sacudir y perfeccionar las costumbres del pensar mencionadas más arriba. Tampoco es posible comprender una melodía observando cada una de sus notas en sí misma, sin considerar sus relaciones con las otras notas. Tampoco la estructura de la melodía es más que las relaciones entre diferentes notas. Algo parecido sucede con una casa. Lo que llamamos su estructura no es la estructura de cada piedra en particular, sino la estructura de las relaciones entre cada una de las piedras que forman la casa; es el contexto de las funciones que las piedras tienen unas para con otras en el conjunto de la casa. Estas funciones, la estructura de la casa, no se pueden explicar partiendo del aspecto y de la talla de cada una de las piedras, sin considerar sus relaciones mutuas; ocurre todo lo contrario: sólo cabe explicar la forma y la talla de cada una de las piedras a partir de la función de la piedra en el conjunto de este contexto funcional, a partir de la estructura de la casa; la reflexión ha de partir de la estructura del todo para que sea posible comprender la forma de las partes individuales. Todos estos y otros numerosos fenómenos, por mucho que puedan diferenciarse entre sí, poseen algo en común: para comprenderlos es necesario dejar de pensar en sustancias individuales aislables y empezar a pensar en relaciones y funciones Nuestra mente no estará preparada para comprender los fenómenos sociales hasta que haya concluido esta transición.

Imaginemos como símbolo de la sociedad a un grupo de bailarines. Pensemos en danzas cortesanas, un minué o un rigodón, quizá también en algunos bailes campesinos. Los pasos e inclinaciones, los gestos y movimientos de cada bailarín están completamente coordinados con los de los otros bailarines. Observando de manera aislada a cada uno de los bailarines sería imposible comprender el sentido, la función de sus movimientos. La manera en que actúa aquí el individuo está determinada por las relaciones mutuas que existen entre los bailarines. Algo similar ocurre con el comportamiento de los individuos en general. Ya se enfrenten como amigos o enemigos, como padres e hijos, como marido y mujer o, también, como caballeros y vasallos, como rey y súbditos, como directores y empleados, sea cual fuere el comportamiento de las personas individuales, este está determinado por relaciones presentes o pasadas con otras personas. Y esto sucede cuando un ermitaño se aleja de todo ser humano —ya el gesto de alejarse de otros es, no menos que el gesto de acercarse a otros, un gesto relacionado con otras personas—. Ciertamente, el individuo puede zafarse fácilmente de un baile bajo determinadas circunstancias. Pero los seres humanos no están atados a la sociedad únicamente por el afán de jugar y de bailar. Lo que les vincula a la sociedad es la disposición elemental de su propia naturaleza.

De hecho, ningún símil transmite una imagen suficiente de la importancia que poseen las relaciones humanas para el carácter del individuo; únicamente profundizando en la naturaleza y la estructura de esas relaciones es posible hacerse una idea de cuán firme y hondamente ata a las personas la interdependencia de las funciones humanas; en pocas palabras, únicamente así puede obtenerse una imagen más nítida de la integración de los individuos en una sociedad. Pero para conseguir una mayor claridad en este sentido hace falta algo más que una mera revisión de las costumbres del pensar; es necesaria una profunda revisión de toda la autoconciencia tradicional[3].