6
Vertax y Yakanoh condujeron a Kang hasta el gran edificio que había divisado desde el risco y que se encontraba en el mismísimo centro de la fortaleza. La construcción era totalmente cuadrada y tenía una altura de unos seis metros. Había sido construida con vigas de madera labradas a mano y grandes piedras recogidas del cañón cubierto de rocas, todo ello apilado y unido con un barro endurecido al sol hasta convertirse en roca compacta. Las únicas ventanas que había eran unas escasas rendijas estrechas en forma de flecha. Las puertas dobles eran de madera de roble, enormes unidas con hierro. Kang se sorprendió. El resto de aquella fortificación podría caer, es más, probablemente caería, pero aquel edificio continuaría en pie. Kang dudó incluso de que el estallido de una montaña de fuego lograra abatirlo.
—¿Qué es este sitio? —preguntó Kang impresionado.
—El Bastión —respondió Vertax con orgullo—, en su interior se encuentran las estancias del general Maranta.
Las puertas estaban cerradas. Estaban custodiadas por dos guardas sivak apostados a los lados que vestían unos tabardos negros engalanados con el emblema de un dragón de cinco cabezas. Al verlos, Kang abrió la boca con sorpresa, volvió y miró con pasmo a Vertax.
—¿La Guardia de la Reina? —preguntó Kang en voz baja, Vertax asintió—. ¡Creía que habían sido destruidos con la caída de Neraka! —susurró Kang mirando a los guardias. Los sivaks permanecían inmóviles. Ni siquiera movieron las alas o la cola—. Bueno, ahora que lo pienso —añadió—, yo creía que el general Maranta había muerto en Neraka.
—Nunca habla de cómo logró escapar —dijo Vertax en voz muy baja—. Te aconsejo que tampoco lo menciones. Prefiere hablar de victorias, no de derrotas.
—No me extraña —respondió Kang—. Por aquel entonces nos habían encargado apuntalar la estructura de un castillo que los Túnicas Negras pretendían utilizar como ciudadela flotante, si no nosotros mismos habríamos sufrido aquella catástrofe. ¿Puedes creértelo? Para las primeras y escasas ciudadelas que los Túnicas Negras intentaron hacer que volaran, sólo se preocuparon de que se levantaran del suelo. No prestaron ninguna atención a la integridad estructural. ¡Lo bueno es que les extrañaba que las paredes interiores cayeran y que les cayeran en la cabeza trozos de techo! ¡Magos! —Kang sacudió la cabeza con gesto reprobador al recordarlo y añadió—: Por lo menos, nadie puede acusar al general del desastre de Neraka.
—Eso es cierto —dijo Vertax con ironía—, más cierto de lo que puedes figurarte.
Al decirlo miró a Kang por el rabillo del ojo. Éste lo comprendió todo inmediatamente, si bien aquello era algo que no había considerado jamás. Aunque el título era fútil, Maranta fue ascendido a general en el ejército de lord Ariakas. Al ser draconiano, el general Maranta no tenía permiso para dar órdenes a ningún humano, ni siquiera la orden más baja y privada a la peor de las compañías de soldados rasos de la más escuálida de las reservas. El general no había podido dar jamás un comando de campo, ni se le había confiado la tarea de capitanear un ejército. Simplemente, se le había colocado en los desfiles para dar satisfacción a los draconianos y que pensaran que uno de los de su raza era un oficial de rango superior.
En realidad, al general Maranta se le había dado un encargo de poca importancia: idear estrategias que jamás fueron utilizadas o dar órdenes sobre compras de equipos o provisiones que previamente habían sido encargadas por algún humano de rango inferior. Es probable que, al ser aurak y, por lo tanto, un poderoso manipulador de la magia, se le hubiera prohibido emplearla. El general Maranta se habría dado por vencido y habría mantenido su posición durante toda la guerra.
Sin embargo, también es posible que el general no hubiera sido en realidad el draconiano sumiso y obediente que aparentaba. Había sobrevivido a la caída de Neraka mientras que su comandante, el altivo y poderoso Lord Ariakas, perdió la vida en ella. De repente Kang se sintió orgulloso de aquel anciano e inteligente aurak que había sido lo suficientemente astuto como para prever el desastre e idear sus propios planes al respecto, unos planes que no sólo lograron salvarle a él sino también a cientos de soldados que le eran leales. Kang habría dado mucho por conocer la verdadera historia de lo que había ocurrido en Neraka, pero dudaba lograrlo alguna vez. Hay historias de guerra que los soldados veteranos mantienen encerradas en sus corazones y no cuentan jamás.
Los tres oficiales se acercaron a los guardias sivak. Kang había supuesto que la disciplina sería buena pero informal, sobre todo si se tenía en cuenta que esos draconianos habían dormido, luchado, comido y trabajado juntos durante más de treinta años. Por ello le sorprendió mucho ver que tanto Vertax como Yakanoh decían su nombre y rango e incluso la contraseña del día. Y todavía se sorprendió más al ver que los guardias sivak los miraban fijamente en una actitud de desconfianza.
Satisfecho por fin, uno de los Guardias de la Reina dijo:
—Podéis entrar. El general os está esperando. —El sivak dirigió una mirada fría a Kang—. ¿Es éste el oficial del regimiento de ingenieros?
—Comandante Kang, de los Ingenieros del primer ejército de los Dragones —dijo Kang, pensando que era mejor saludar.
Los sivaks lo miraron de arriba abajo, por dentro y por fuera y por los lados. Kang jamás había sido sometido a un reconocimiento tan exhaustivo, ni siquiera la vez en que había sido tomado como prisionero durante un corto espacio de tiempo por parte de los Caballeros de Solamnia. Empezó a sentirse molesto. Al fin y al cabo todos eran de la misma raza. Entonces un miembro de la Guardia de la Reina asintió con la cabeza.
—Puedes entrar, comandante Kang. Sin embargo —el sivak retuvo a Kang cuando éste empezaba a dirigirse hacia la doble puerta—, tengo que pedirte las armas, señor.
—¿Cómo dices? —Kang estaba a punto de explotar como una de esas bombas de barril de Slith.
Vertax le posó la garra en el brazo en señal de advertencia.
—Todos lo hacemos, Kang —dijo en voz baja—; es una costumbre del general. Por lo de Neraka.
Al acordarse de lo que había oído decir del final de Neraka, donde draconianos se habían vuelto contra draconianos y se habían matado entre sí, Kang se quitó el hacha de guerra que llevaba en un arnés entre las alas. Había llevado el hacha en aquel lugar durante tanto tiempo que se había convertido en una parte de él, como sus alas. Al entregarla al guardia sivak le pareció que le entregaba una parte de él. El Guardia de la Reina golpeó de un modo especial la puerta. Kang oyó algo que parecía el ruido de una barra pesada al ser levantada. Las puertas dobles se abrieron sobre unos goznes bien lubricados y los oficiales entraron.
Kang levantó la vista y le sorprendió ver un rastrillo toscamente construido, desvencijado y oxidado que colgaba sobre la puerta. Se estremeció. Si aquel rastrillo estaba tan mal diseñado como el resto de la fortaleza, él no se colocaría en el puesto de esos guardias sivak que se encontraban allí ni por todas las joyas de la corona de la Reina Oscura.
Las puertas se cerraron detrás de ellos con un estrépito. En el interior, los guardias colocaron de nuevo en su sitio la enorme barra de roble. Nadie ni nada podría entrar por esa puerta si los demás no querían; por lo menos, no lo lograría si no era con un gran esfuerzo. El interior del edificio estaba fresco y era oscuro, tanto que Kang tuvo que aguardar hasta acomodar su mirada a la oscuridad. No había antorchas ni lámparas. Cuando por fin adoptó la visión nocturna, miró a su alrededor con admiración.
Posteriormente describiría a Slith el interior de aquel edificio.
—Te lo juro, Slith, construyeron toda la estructura en un bloque sólido de barro y piedra y luego entraron en él y cavaron los túneles.
—Señor —diría Slith en un tono algo desaprobador—, ¿otra vez has estado metiendo el hocico en ese licor draconiano?
—Ni haciéndolo habría logrado imaginar una cosa así —le respondería Kang—. Es un laberinto. Un maldito panal. Hay unos túneles arqueados que conducen a quién sabe a qué dirección excepto a la que quieres encaminarte. Jamás habría encontrado el camino que conduce al centro si no hubiera sido por Vertax y Yakanoh. ¡Ese sitio es inmenso! No sé cuántas habitaciones hay en el interior. Nadie lo sabe. Vertax no me lo ha sabido decir. El número varía. A veces se bloquean habitaciones sin razón alguna y se abren otras nuevas. ¿Y sabes quién vive en ese enorme edificio, Slith? Sólo el general Maranta.
—¿Sólo él? —preguntaría Slith sorprendido.
—Sólo él —repetiría Kang—. La Guardia de la Reina tiene sus propios cuarteles cerca del cuartel general, pero no en su interior.
—Así que el general Maranta vive en una fortaleza dentro de su propia fortaleza.
Fortaleza dentro de fortaleza. Exactamente esto fue lo que Kang pensó mientras penetraba en el interior cavado de aquel edificio tan extraño. Nunca había estado en un lugar donde no pudiera encontrar rápidamente el modo de salir en caso de que fuera necesario. Por instinto empezó a recordar las distintas vueltas: una a la derecha, otra a la izquierda, dos a la izquierda y así sucesivamente. Pero tras la vuelta a la derecha que hacía treinta y ocho y la treinta y siete a la izquierda, sin contar con el extraño túnel en espiral y el pasillo serpenteante que se doblaba sobre sí mismo, tuvo que admitir que estaba muy confundido. El único modo de escapar de aquel lugar era volando hacia lo alto y atravesando el techo con la cabeza. Y, como el techo se encontraba a unos tres metros por encima de la cabeza y, según Vertax, estaba apuntalado por maderos pesados y otra capa de piedras y barro, Kang pensó que era mejor mantenerse muy cerca de sus guías.
Fue entonces cuando Vertax le comentó en voz baja, pues toda la estructura de cuevas era una auténtica caja de resonancia, que el general Maranta vivía y trabajaba ahí solo.
—No es un solitario, ni nada así —se apresuró a añadir Yakanoh desde atrás. El pasillo era demasiado estrecho para poder andar a su lado—. Pasa revista a las tropas con regularidad y los oficiales le dan informes a diario. Tú, Kang, también lo tendrás que hacer.
—¿Aquí?
Kang no se podía imaginar a sí mismo acudiendo a diario al Bastión. No le gustaba. No se sentía cómodo y estaba sofocado, como si las paredes de barro se cernieran sobre él. Si no fuera porque mantenía muy bien apretadas las alas, éstas se hubieran malogrado al chocar con la pared a uno u otro lado. Sintió picor en la espalda y se rascó. Echó de menos el hacha.
—No, aquí no. Has recibido un extraño honor, Kang —dijo Vertax—. El general tiene una tienda de comandancia en el exterior y nos reunimos allí. Está al día acerca de lo que ocurre en el campamento, sabe todo lo que ocurre a cada uno y a cada cosa.
Al oír esto Yakanoh tosió y lanzó una mirada significativa a Vertax. Éste se mostró incómodo, cambió de tema rápidamente y pasó a hablar de los meses que había durado la construcción de aquel lugar, las herramientas que habían utilizado y cómo el propio general había diseñado el edificio.
Kang entretanto pensaba que el general tenía espías incluso entre sus propios soldados. Se dijo con amargura que aquello no era raro. Aquel aurak había visto en Neraka un número suficiente de traiciones.
Se preguntó si iban a andar toda la noche. Su estómago vacío emitía sonidos de protesta y exigía ser rellenado. Los oficiales tomaron un recodo, subieron cinco escalones y ahí, a lo alto encontraron otro juego de inmensas puertas enmarcadas con hierro y dos sivaks más.
Sin embargo, esta vez los Guardias de la Reina no hicieron ninguna pregunta. Tras un breve examen para cerciorarse de que los oficiales no llevaban ninguna arma, los sivaks llamaron a la puerta.
—Los comandantes Yakanoh y Vertax y el comandante Kang de los Ingenieros del primer ejército de los Dragones están aquí para ver al general —anunció un Guardia de la Reina a su compañero al otro lado de la puerta.
Tras un momento para que el mensaje fuera enviado y el permiso concedido, la puerta se abrió. Kang entró acompañado de los otros oficiales.
La luz, intensa, deslumbrante, cegó a Kang, como si hubiera sido herido justo en mitad de los ojos. Si el sol fuera capaz de atravesar el túnel del interior del Bastión, aquella luz tendría que proceder de él. Kang, cegado, tuvo que esperar a que su vista se volviera a adaptar al nuevo entorno. Se sintió vulnerable y eso lo intranquilizó.
Pensó para sí lo difícil, si no imposible, que era para el enemigo penetrar en el Bastión. Los pasillos estrechos obligaban a los soldados a circular en fila de a uno; en esas galerías intrincadas era fácil perderse. Seguro que había rendijas en las paredes para los arqueros, si bien él estaba demasiado confundido para buscarlas. Unas salas oscuras alternadas con salas ricamente iluminadas podían dejar ciego al enemigo durante unos segundos esenciales. El general estaba muy bien protegido, no sólo por la Guardia de la Reina, sino también por el edificio que él mismo había diseñado.
—Ésta es la Sala de Audiencias —explicó Vertax.
El general Maranta podía celebrar audiencia con todos los draconianos del regimiento de Kang y todavía le habría sobrado sitio. La sala era completamente circular, abierta, sin ningún mueble a excepción de una única silla que estaba sobre un estrado situado en un extremo alejado. Los Guardias de la Reina se quedaron junto a la puerta, inmóviles. En la sala no había más draconianos excepto ellos mismos. Las paredes eran lisas y carecían de ventanas. En la sala no había otra puerta más que la puerta por la que habían entrado. Sólo había un modo de entrar y salir de esa sala. La luz brillante procedía de un enorme incensario, una lámpara recargada en la que se quemaba incienso. El incensario estaba suspendido a unos seis metros por encima de sus cabezas. Kang, ensimismado, lo observó atentamente.
El incensario era enorme y, sin duda tenía que ser muy pesado pues pendía de una cadena de hierro cuyos eslabones eran tan grandes como el puño de Kang. Era de hierro forjado y la estructura brillaba en negro ante la resplandeciente luz amarilla que despedían las gomas aromáticas que ardían en su interior. El trabajo de forja reproducía unos dragones que abarcaban todo el perímetro de la lámpara y que se recortaban con la luz mostrándose con las alas extendidas y las colas enroscadas hasta alcanzar la base de la imagen.
—Veo que te gusta mi lámpara, comandante —dijo una voz resonando en la amplia sala.
Kang dio un respingo y miró hacia la tarima elevada. Un instante antes, aquella plataforma estaba vacía, lo habría jurado. Ahora, en la silla había un aurak sentado en actitud muy relajada, como si llevara ahí varias horas. Los miembros de la Guardia de la Reina golpearon los extremos de sus lazas contra el suelo y llamaron la atención de todos. Los oficiales saludaron. La sorpresa hizo que a Kang le rechinaran las escamas. Se obligó a prestar la máxima atención.
—Mis disculpas al general, señor —dijo Kang mientras se preguntaba si el aurak se habría desprendido del techo. No podía encontrar otra explicación a una aparición tan repentina—. No pretendía ofenderte. —Nadie dijo nada. Se hizo un silencio embarazoso. Kang se dio cuenta de que todos lo miraban y creyó oportuno dar alguna explicación—. Esta lámpara es exquisita, señor. Nunca había visto un trabajo como éste…
—Ni lo volverás a ver jamás, comandante —respondió el general Maranta con satisfacción—. La creación de unos artilugios tan bonitos y mágicos es un arte que se ha perdido. Me complace que aprecies la artesanía de calidad. Este incensario procede del templo de la Reina Oscura en Neraka. Es una de las pocas piezas que se pudo rescatar después de la explosión. La encontré a varios kilómetros de las ruinas del templo. El trabajo de forja estaba torcido y girado, pero restaurarlo fue fácil. El conjuro mágico que origina la luz perduraba. Y así, hasta hoy. —El general levantó la vista hacia la lámpara—. Creía que la magia habría desaparecido con los dioses pero, como puedes ver, brilla con la misma intensidad con que lo hacía antes de que la Reina nos abandonara.
—Sí, señor —respondió Kang. Nunca se sentía cómodo al hablar acerca de la partida de la Reina. Todavía sentía la herida en el alma, todavía se sentía traicionado. Deseó que el general cambiara pronto de tema. A Kang se le ocurrió que el general Maranta estaba sentado en el estrado como si se tratara de un rey en su trono y se preguntó con inquietud si acaso aquel aurak se creía a sí mismo un monarca. Pero en cuanto Kang se hubo fijado, la preocupación se desvaneció. La silla en la que el general Maranta estaba sentado era sólo eso: una silla. Por su construcción sencilla y la falta de adornos, parecía haber sido diseñada para dar comodidad y no tanto para impresionar o intimidar. Tenía que ser grande porque el general Maranta era grande, de hecho, Kang jamás había visto un aurak mayor que aquél.
El general Maranta era un draconiano anciano, el único que Kang había conocido y, probablemente, por el momento, el último que conocería en la vida. Los ancianos eran los primeros draconianos nacidos de los huevos robados de los dragones buenos. Tras obtener aquella primera nidada sus creadores, el mago Túnica Negra Drakart, Wyrllish, un clérigo de Takhisis y el Dragón Rojo Harkiel, esperaron un poco antes de proseguir con los conjuros porque querían ver el resultado de aquel experimento.
La prueba fue un éxito y obtuvieron una raza de guerreros feroces, inteligentes y hábiles. Cuando aquello resultó evidente, la corrupción de los huevos robados a los dragones buenos continuó a buen ritmo. La diferencia de años entre la primera nidada y las que la siguieron no habría tenido gran importancia en términos humanos, pues no excedía unos pocos meses. Pero entre los draconianos era un factor distintivo y lo respetaban.
En cualquier caso, esa diferencia era más drástica de la que habría cabido esperar. El aurak que Kang tenía ante sus ojos era de gran tamaño, robusto y fuerte. Sin embargo, se advertían señales de envejecimiento; esos indicios inquietaron a Kang. Se preguntó consternado si aquél sería su aspecto si se mirara en un espejo.
Las escamas del general Maranta conservaban todavía su brillo dorado, pero no era aquel lustre brillante de las escamas de Thesik. Bajo la luz ella refulgía como una moneda recién acuñada. En cambio, el dorado del general Maranta era pálido, deslucido. Sentado en la silla, tenía la espalda algo encorvada. Inclinaba la cabeza levemente hacia adelante entre unos hombros hundidos y redondeados. Los músculos de los brazos empezaban a colgarle, probablemente por desuso, y mostraba un leve indicio de barriga. La piel alrededor de los ojos se le había arrugado y formaba bolsas.
Los ojos del general Maranta eran como el incensario brillante. Impresionaron tanto a Kang que le llegaron al alma. La primera inclinación precipitada de conmiseración por el aurak anciano mudó de golpe y fue reemplazada por un sentimiento de temor, respeto y un miedo bastante natural y propio.
Kang continuaba permaneciendo de pie, atento y sintiéndose incómodo. El hombro le dolía y le quemaba bajo el vendaje. No podía apoyarse por completo en la pierna herida y además se veía obligado a cambiar la posición con frecuencia para mantener el equilibrio mientras un aurak formidable le escudriñaba. Si el porte militar de Kang hubiera sido menos rígido probablemente se habría estremecido. Sin embargo, él no tenía nada de qué avergonzarse. Se sentía orgulloso de sus hombres, de sus logros y estaba orgulloso también de sí mismo. Y, en cuanto a secretos, sólo tenía uno, pero pretendía darlo a conocer y una vez eso estuviera listo, se habría podido exhibir desnudo ante aquella mirada escrutadora.
El general Maranta, aparentemente satisfecho de su inspección, se levantó de la silla y devolvió el saludo a los oficiales.
—Bienvenido, comandante Kang. Bienvenido. Bienvenido a mi fortaleza.
Aquel draconiano era un verdadero caudillo, que no sólo intimidaba sino que también infundía valor; era un jefe aterrador y a la vez admirable. Kang entendió entonces cómo aquellos draconianos habían logrado sobrevivir a Neraka. El general lo había querido así.
—Muchas gracias, señor —dijo Kang—. El Regimiento de Ingenieros del primer ejército de los Dragones queda a tus órdenes, señor.
—Excelente, comandante —respondió el general Maranta—. Evidentemente, estoy encantado de poder añadir doscientos soldados nuevos a nuestras filas, pero ésta no es la única razón por la que estoy encantado de daros la bienvenida. Vosotros representáis la esperanza. Sois la prueba de lo que llevo diciendo desde hace mucho: que quedan más draconianos en este mundo. Posiblemente, un gran número de ellos. Tú y tus hombres sois los primeros que hemos encontrado, pero hace tiempo que llevo diciendo que hay más —repitió el general Maranta— a pesar de que otros no estuvieran de acuerdo conmigo.
Dirigió su mirada a Vertax y Yakanoh, que todavía estaban firmes.
—Me alegra comprobar que me equivocaba, general —dijo Vertax.
—Espero que esto os sirva de lección —repuso el general. Agitó su garra—. ¡Descanso, señores! ¡Descanso!
Se sentó de nuevo en la silla e hizo un gesto a Kang para que se acercara.
Kang avanzó tres pasos y se detuvo a los pies de la tarima. Estaba bastante cerca del general, una cercanía incómoda de aquella mirada incisiva.
—He recibido unas noticias perturbadoras acerca de ti, comandante —dijo el general Maranta—. Exijo explicaciones.
—Si se trata de mi segundo, Slith, señor —dijo Kang con inquietud—, te aseguro que lamenta profundamente sus acciones y que no te va a causar…
—¿Slith? —El general Maranta estaba perplejo—. No recuerdo a ningún Slith. No, no. Lo que tengo que decir se refiere al hecho de que tengas un aurak en tus filas y, sin embargo, seas el oficial superior. Por favor, explícate.
Entonces Kang comprendió a qué se refería el general. Los draconianos tenían categorías sociales, igual que los dragones, los hombres, los elfos y todas las demás razas. Lo nomal habría sido que un aurak estuviera muy por encima en el rango que un bozak. Y, a pesar de que la experiencia había demostrado que los bozaks eran los mejores comandantes, Kang debería haberse rendido frente a un aurak, del mismo modo que un general humano se sometía ante un rey humano. Efectivamente, Kang tenía que dar una explicación por todo aquello.
Habría preferido postergar el anuncio de su gran noticia y solicitar una audiencia privada con el general, pero si se cuestionaba ahora su habilidad para el mando, era preciso que aclarara esa confusión de inmediato. Pensó que la mejor solución era ser franco y directo.
—Señor, estoy al mando porque, a pesar de tener el aspecto de un adulto, la aurak hace poco que ha salido del huevo. Ella no es más que una chiquilla.
Las implicaciones de lo que estaba diciendo eran tan enormes que los tres draconianos que había ahí parecían atrapados por un rayo procedente de un cielo sin nubes. «Ella», «chiquilla». Esas palabras jamás se habían utilizado en referencia a los draconianos.
Vertax y Yakanoh olvidaron la disciplina y miraban estupefactos. El general Maranta resopló. Los ojos rojos se convirtieron en una especie de bisturí que penetró en el cerebro de Kang y lo dividió en dos. Kang estuvo a punto de hacer una mueca de dolor pero aguantó, seguro de sí mismo y convencido de la verdad.
—¿Señor, no iras a creértelo, verdad? —preguntó Vertax. A continuación se volvió hacia Kang—. No quisiera llamarte mentiroso, comandante, sin embargo creo que es probable que te hayan mentido. Jamás ha habido hembras draconianas.
—Sí, sí hubo —dijo de repente y por sorpresa el general Maranta.
—¿Señor? —Vertax lo miró con expresión de asombro.
—Se crearon con la primera nidada, de forma simultánea a los machos ancianos. Sin embargo, no se les permitió salir del cascarón.
—Pero ¿por qué, señor? —preguntó Yakanoh.
—¿No os lo imagináis? —respondió el general Maranta. Su voz era grave y el tono, amargo—. Al ver las criaturas que habían creado, Drakart y Wyrllish se sintieron orgullosos y encantados, pero también tuvieron miedo. Nosotros, su creación, resultamos ser más poderosos que nuestros creadores. Esos seres de piel blanda tuvieron miedo de nosotros, temían lo que podría ocurrirles si nosotros nos procreábamos. Por esto adoptaron medidas para que nuestro número jamás creciera. Viviríamos para servirles, para morir por ellos. Y cuando todos nosotros pereciésemos, no habría nada que se alzase y les amenazase o les acusara. Entonces se llevaron los huevos que contenían el futuro de nuestra raza y se nos dijo que habían sido destruidos. Quienes sabíamos de su existencia fuimos obligados a prometer que no revelaríamos jamás este conocimiento a nadie. La maldición de Takhisis caería sobre nosotros si incumplíamos aquella promesa y, por lo que sé, ninguno de nosotros la rompió. Al fin y al cabo, ¿para qué? ¿Qué había de bueno en hablar de algo que estaba perdido para siempre?
—No estaba perdido —dijo Kang suavemente—. Estaba oculto. Oculto en un sitio, y sólo se hallaría cuando fuera el momento adecuado para ello.
—¿Y cómo las encontraste, comandante? —El general Maranta tenía los ojos rojos brillantes.
—Takhisis nos condujo hasta ellas, señor —respondió Kang sin más—. Tal vez aquélla fuera una de sus últimas intervenciones en el mundo.
—¿Y por qué Takhisis iba a confiarte a ti este valioso tesoro, comandante?
El general estaba molesto, celoso. Kang adivinó lo que estaba pensando. Un regalo como aquél tenía que haber sido confiado a un aurak del rango y condición del general Maranta y no a un humilde ingeniero bozak. Kang no podía culpar por ello al general. En las mismas circunstancias él habría sentido lo mismo.
Kang pasó a explicarle cómo había descubierto a las hembras. Contó que los enanos habían intentado llegar primero a los huevos para destruirlos y narró la salvaje carrera por las cuevas de Thorbardin. Trató por encima y con modestia la batalla contra el dragón de fuego y el desplome de la curva sobre él y, en cambio, se regocijó en la emoción del descubrimiento de la preciada caja con los huevos. Aquella historia le llevó bastante tiempo, pero nadie parecía aburrido. Al final, el general Maranta se mostró bastante complacido.
—Así pues, fue sólo una cuestión de estar en el lugar y el momento oportunos.
—Sí, señor —afirmó Kang, aliviado por poder dejarlo ahí.
Vertax y Yakanoh miraban a Kang con una admiración manifiesta. Kang estaba inquieto, avergonzado y deseó que no lo admiraran de ese modo. El general Maranta se dio cuenta y Kang vio claro que eso no gustaba al general. Estaba acostumbrado a ser el único admirado y, al parecer, no le gustaba compartir eso con nadie.
Kang suspiró profundamente. Sin quererlo ni buscarlo había provocado la ira del general y eso, sólo en las primeras horas en la fortaleza.
—Así pues, comandante Kang —dijo entonces el general Maranta—, parece que al abrirte las puertas, hemos abierto también las puertas a nuestra perdición.
—¿Señor? —Kang levantó la vista con asombro.
—Ese regalo de Su Majestad, del cual te vanaglorias de haber recibido… —empezó a decir el general Maranta con un énfasis frío en las palabras.
Kang se estremeció. Aquella acusación no estaba justificada. Había sido devoto y su fe había sido recompensada. Le parecía que lo había dejado claro. Contuvo la lengua y la mantuvo firmemente quieta y enroscada entre sus mandíbulas apretadas.
—… es, como todos los últimos dones de Su Majestad, un regalo extremadamente peligroso para quien lo recibe —proseguía el general Maranta—. Yo me preguntaba por qué un ejército de goblins y hobgoblins se molestaba en atacar una pequeña e insignificante tropa de draconianos constructores de puentes. Ahora la respuesta está clara.
—Sí, señor —Kang no podía decir otra cosa—. Me temo que es posible que estés en lo cierto. Aun así yo no puedo evitar preguntarme por qué…
—Porque somos una amenaza, comandante —atronó el general Maranta—. Éramos una amenaza hace cincuenta años y continuamos siéndolo en la actualidad. Éste es el motivo por el cual quieren matar a tus hembras. ¡Y ahora has traído al enemigo aquí, contra nosotros!
—¡Pero si los goblins huyeron! —Kang se atrevió a discrepar—. ¡Seguramente todavía están huyendo! En cualquier caso, ellos no atacarían una fortificación como ésta. Los goblins son unos cobardes, todo el mundo lo sabe. Se atrevieron a luchar contra nosotros porque éramos pocos y estábamos medio muertos de hambre y cansados y pensaron que seríamos una presa fácil para ellos. Sin embargo, atacar una posición que está bien fortificada y se encuentra protegida no es su estilo.
—Tal vez no lo fuera —repuso el general Maranta con frialdad—. Pero al parecer esto ha cambiado.
Hizo un leve gesto hacia uno de los guardias sivak que había permanecido en silencio e inmóvil. El Guardia de la Reina sacó un rollo de vitela y se acercó para mostrárselo al general.
—Aquí tengo —dijo el general Maranta blandiendo el rollo sin abrirlo— un informe de mi oficial de reconocimiento. Los goblins no han huido. Al contrario: se están reagrupando, reequipándose. Han reforzado en número las filas. En mi opinión, el único motivo por el que todavía no nos han atacado es porque están esperando refuerzos adicionales.
El general Maranta se inclinó sobre la silla y echó hacia adelante la cabeza. Kang se tuvo que mantener rígido en su sitio para evitar dar un paso involuntario hacia atrás, alejado de la rabia de aquellos ojos rojos.
—No te confundas, comandante Kang. Contigo nos has traído la guerra.
—Lo siento, señor —respondió Kang—. No era ésa mi intención, te lo aseguro. Si nos concedes una noche para descansar, antes del amanecer nos habremos marchado. De todas formas, yo tampoco planeaba quedarme aquí. De hecho, nosotros nos dirigimos hacia Teyr, una ciudad que hemos descubierto en un mapa…
—¡No tan deprisa, comandante Kang! —gritó el general Maranta—. ¡No voy a consentir que nos dejes enfrentándonos a los goblins mientras huyes con las hembras!
—Me has malentendido, señor —repuso Kang con dignidad—. Os hemos colocado en una situación de peligro. Mi única intención al sugerirte nuestra partida era atraer a los goblins fuera de la fortaleza. Os dejarían en paz. Lo único que queremos es que las hembras estén a salvo…
El general Maranta le hizo un gesto para que callara. Durante unos instantes clavó la vista en Kang; luego la rabia del general pareció desvanecerse. El aurak hundió los hombros. Se reclinó de nuevo en la silla y sacudió la cabeza en señal negativa.
—Es posible que no te haya juzgado bien, comandante —admitió el general Maranta con una sonrisa pesarosa—. Te ruego que me disculpes. Llevamos unos treinta años viviendo aquí en una paz relativa. Me molesta pensar que podemos perder todo cuanto hemos conseguido con tanto esfuerzo.
—Mis hombres y yo estaremos encantados de poner a tu disposición nuestros conocimientos para fortalecer la fortificación, señor —dijo Kang tranquilizado ante el tono conciliador del general. Kang comprendía perfectamente la aprensión del general porque recordaba el dolor y la pena que sintió cuando los enanos quemaron su ciudad—. Si lo deseas, nos encargaremos de la muralla y ayudaremos en la defensa…
—Está bien, comandante, está bien —interrumpió el general Maranta. Dirigió una mirada de soslayo al Guardia de la Reina, que avanzó hacia adelante. Al parecer, la audiencia estaba tocando a su fin.
—… hasta que la amenaza persista —prosiguió Kang, dando énfasis a sus palabras. No estaba dispuesto a abandonar su sueño—. En cuanto acabemos con los goblins nuestra intención es proseguir en dirección norte, hacia Teyr, señor.
No quería que hubiera ningún malentendido en ese sentido.
—Ya lo veremos, comandante —respondió el general Maranta en tono tranquilo—. Es posible que te guste este sitio. Tal vez ahora sólo seamos cinco mil, pero esta cantidad aumentará. Nuestras filas crecerán.
Kang se alarmó.
—Señor —dijo—, las hembras son, como ya he dicho, apenas unas chiquillas. E incluso en el caso de que hubiera… mmm… pequeños draconianos —la sangre le hervía bajo las escamas—, pasarían años, tal vez muchos, hasta que crecieran y…
—¿Por quién me tomas, comandante? —intervino el general con una risa ahogada—. ¿Por un enano gully descerebrado? No contaba con esas malditas hembras tuyas para conseguir guerreros. Os hemos encontrado, ¿no? Entonces es probable que haya más unidades como la tuya, tal vez incluso regimientos completos, vagando por ahí. Han estado escondidos, pero ahora que la Guerra de Caos ha diezmado las filas de nuestros enemigos y los ha vuelto más débiles, seguro que vendrán aquí más draconianos como vosotros. —El general Maranta asintió con gesto de saber de lo que hablaba—. Puedes apostar todas tus piezas de acero.
Se puso en pie. Los oficiales se pusieron firmes, saludaron, giraron sobre los talones y se marcharon por donde habían venido guiados por el guardia sivak que ostentaba los colores de la Guardia de la Reina.
«Rarísimo —se dijo Kang al pensar en la entrevista—, rarísimo».