11

Shanra y Hanra paseaban entre la pequeña comunidad de la fortaleza con actitud decidida y confiada, procurando no mirar con asombro ni detenerse ante nada. Jamás habían estado en una fortaleza ni en ningún tipo de ciudad o pueblo y nunca habían visto tantos miembros de su raza en un mismo lugar y a la vez.

Como estaban hambrientas, decidieron que la primera parada sería el comedor, cuyas glorias y maravillas les había relatado Cresel. En cualquier caso, el comedor, lleno de draconianos machos, sería un buen lugar para averiguar si eran capaces de camuflarse entre ellos con la misma facilidad con que lo hacían con los machos de su propio regimiento. Les costó un poco encontrar el comedor, pero por fin Hanra, la más descarada, tuvo la osadía de acercarse a un draconiano y preguntarle dónde se encontraba. El draconiano las miró, vio el emblema que llevaban en la armadura de piel, se dio cuenta de que pertenecían a los Ingenieros del primer ejército de los Dragones y señaló hacia la calle adecuada.

—Ha sido fácil —dijo Hanra.

—Hasta ahora —repuso su hermana, más prudente.

—¿Tú crees que lo que dijo Cresel es cierto? —preguntó Hanra mientras caminaban por las calles torcidas y flanqueadas por edificios prácticamente en ruinas—. ¿Qué hay tanta comida que puedes comer y comer hasta quedarte lleno y luego continuar comiendo?

—No —respondió Shanra—, creo que Cresel exagera.

—Seguramente tienes razón. —Hanra suspiró—. Aun así, ¡qué bonito es soñar!

Cuando encontraron el comedor, como no sabían qué hacer, se colocaron en la fila que se había formado en el exterior. La fragancia deliciosa a carne de cabra asada que salía del comedor levantó protestas en los intestinos.

—¿Cuándo fue la última buena comida que tomamos en el campamento? —preguntó Hanra.

—Creo que fue aquel kender —respondió Shanra— y no quedaba mucho de él. —Olisqueó el aire—. Esto huele fabulosamente.

El draconiano que las precedía en la fila se volvió a mirarlas. Las hermanas se horrorizaron ante la posibilidad de haber sido descubiertas. Pero el draconiano se limitó a gruñir y a preguntarles si habían perdido la cabeza o qué.

—Judías y cabra otra vez —se lamentó—. Y quemados. ¿Cómo pretenden que alguien pueda luchar con una bazofia como ésa?

—Es verdad, ¿cómo lo pretenden? —respondió Shanra empastando la voz.

—Es vergonzoso —añadió Hanra.

Ya en el interior, siguieron el ejemplo de los demás draconianos, tomaron unas grandes fuentes de madera de forma cuadrada y, al llegar ante un draconiano que se encontraba delante de un enorme hervidor sirviendo con un cucharón la comida, sostuvieron las fuentes delante, como todos los demás. El draconiano vertió una cucharada llena de judías y carne en la fuente de Hanra. Ella se quedó quieta, mirando asombrada. Nunca había visto tanta comida.

Él se la quedó mirando.

—¿Quieres más?

—¿Puedo? —preguntó con voz sofocada.

—Estás condenado a tener hambre, ¿no? —respondió el cocinero y le puso otra cucharada.

Encontraron dos sitios en una mesa, una gran plancha de madera apoyada sobre unos caballetes. La comida era tan buena como su olor. Empezaron a comer las judías y la carne con tal ansia que al poco llamaron la atención de sus compañeros de mesa.

—Tienen que ser esos ingenieros que rescatamos de los goblins —dijo uno—. He oído decir que estuvieron a punto de morir de hambre.

—Eso lo explica todo —dijo otro tras lanzar una mirada de disgusto a su propia fuente.

—Oye, he oído decir que tenéis hembras con vosotros —dijo el primero, volviéndose hacia Hanra—, ¿cómo son?

—Oh, como nosotros —respondió Shanra, haciéndole un guiño a su hermana.

—Bueno, son más listas —añadió Hanra—, más fuertes, más inteligentes, más guapas…

—Yo las fui a ver —dijo otro—. No tienen nada de especial. Son exactamente iguales a nosotros. ¿Y eso qué gracia tiene? Un día de éstos me haré con una hembra humana.

—Sí —añadió otro—, abrazar a una de esas draconianas debe de ser como abrazar a cualquiera de vosotros, muchachos.

Los machos se rieron. Hanra empezó a farfullar; estaba tan indignada que no podía hablar.

—Tenemos que irnos —respondió Shanra levantándose de golpe. Tomó a Hanra por el brazo y la empezó a arrastrar hacia la puerta—. Es la hora de pasar revista.

Hanra tenía los puños apretados.

—Les voy a dar un abrazo que no…

—No, no lo harás. Hoy no…

Shanra condujo a su inestable hermana fuera del comedor.

Las dos anduvieron sin rumbo durante un rato, entreteniéndose en dar puntapiés a las piedras en un silencio sombrío.

—¿Crees que todos piensan lo mismo? —preguntó por fin Hanra—. ¿El comandante y… Slith?

—No lo sé —respondió Shanra—. Ya hemos oído hablar antes a los otros acerca de las hembras humanas. Ya sabes, cuando creen que dormimos.

—Pero no a Slith —repuso Hanra esperanzada.

—No, a Slith no —convino Shanra—. Preguntaremos a Fonrar. Ella lo debe saber. Entretanto tenemos cosas que hacer. Me pregunto dónde guardan las armas.

—Lo preguntaré —decidió Hanra.

—No, me toca a mí —dijo Shanra con brusquedad—. La última vez has preguntado tú.

—Sí, pero tú…

—¿Hay algo que pueda hacer por estos muchachos? Un oficial draconiano se detuvo.

—Oh, sí, señor —respondió Shanra algo confusa—. Hemos… mmm… perdido las espadas.

—De hecho, las hemos roto —añadió Hanra—. En la lucha…

—… contra los goblins y necesitamos…

—… recambios —terminó de decir el oficial, que resultó ser, aunque ellas no lo sabían, el mismísimo Prokel—. Lo único que tenéis que hacer es pedir al comandante Kang que rellene una solicitud y luego la lleváis al intendente de ese edificio de ahí. Él os proveerá de todo lo que necesitéis. Imagino que Kang quiere cerciorarse de que todo el mundo está preparado para el gran asalto de los goblins.

Las dos hermanas se miraron.

—Así es —contestó Hanra.

—Gracias, señor —añadió Shanra.

—¿Ha habido suerte en la búsqueda de los dos desertores? —preguntó Prokel.

—¿Los desertores, señor? —preguntó Hanra sorprendida.

—Estos dos hombres de vuestro regimiento que se han marchado esta noche. Supongo que todavía no se les puede llamar desertores.

—¡Ah, no! No, señor —Shanra tartamudeó—. No que yo sepa.

—Bueno, mucha suerte en la búsqueda. Enviad mis saludos al comandante. —Prokel se marchó.

—¡Desertores! —dijo Hanra en tono sombrío.

—Un asalto de goblins —dijo Shanra.

—Solicitud —dijeron a la vez, mirándose con consternación.

—Tal vez Fonrar pueda escribir una solicitud para nosotras —apuntó Hanra—. Ya sabes, tal vez pueda falsificar la firma del comandante.

—No sé cómo —arguyó Shanra—. ¿Tú tienes alguna idea de qué puede ser una solicitud?

—No —admitió Hanra.

—Yo tampoco.

Las dos se quedaron paradas de pie, mirándose.

—En fin, no nos hará ningún daño acercarnos a echar un vistazo al local de ese intendente —dijo Shanra—. Tal vez se nos ocurra algo en cuanto lo veamos.

—Por lo menos podremos explicarle a Fonrar cómo llegar hasta ahí —apuntó Hanra.

Ambas siguieron las indicaciones de Prokel; se perdieron dos veces en medio de aquel laberinto de calles. Para entonces ya se habían dado cuenta de que su extraordinaria habilidad para confundirse con lo que les rodeaba funcionaba. Los demás draconianos de la fortaleza las tomaron por miembros recién llegados del regimiento de Kang y las ayudaron a encontrar el camino a seguir.

Las hermanas encontraron por fin el edificio de aprovisionamiento de armas. A diferencia del resto, el almacén estaba construido con el mismo material que los cuarteles del general: piedra, madera y barro endurecido. Carecía de ventanas y una pesada puerta de madera impedía el paso. Los draconianos no estaban dispuestos a dotar con armas al enemigo en caso de que la fortaleza fuera tomada por fuerzas contrarias. Aquel día la puerta estaba abierta. Un enorme y corpulento draconiano estaba sentado al fresco de la sombra en una mesa en la misma entrada. Dos guardias bozak se encontraban sentados junto a él y jugaban a algo. Shanra y Hanra guardaron una prudente distancia, dispuestas a ver el interior del almacén. No lo lograron.

Mientras miraban, se acercó un baaz apresuradamente. Entró en el edificio y saludó.

—Solicitud de tres espadas anchas, señor —dijo el baaz y entregó un rollo de pergamino.

Las hermanas sivak se miraron y asintieron.

El intendente desplegó el rollo y leyó la solicitud. Se volvió, gritó a alguien que había en el interior del edificio e hizo una anotación en un libro. El baaz se marchó, cargando con dificultad las tres espadas anchas. Las espadas refulgían bajo la luz del sol mientras las hermanas sivak las miraban con ansia.

—Debemos conseguir una de esas solicitudes —dijo Hanra en tono categórico.

—De acuerdo —dijo Shanra—, pero no tengo ni idea de cómo obtener una, ¿a ti se te ocurre algo?

Hanra negó con la cabeza. Shanra suspiró.

—Bueno, no sirve de nada andar deambulando por aquí. Seguro que alguien nos verá y sospechará. Lo único que nos queda por hacer es regresar e informar.

Las dos marcharon desanimadas por la calle que transcurría junto al almacén. Esa calle, una de las escasas vías anchas y rectas, llevaba directamente al Bastión. Las otras partían de esa calle principal; algunas iban a algún lugar, otras acababan bruscamente, como si tras trazarlas se hubieran olvidado de por qué las querían ahí.

Las hermanas andaban cabizbajas, dando patadas de irritación a los guijarros sueltos. Oyeron unas voces que se acercaban y entonces vieron dos de los sivaks más grandes y formidables que habían visto en su vida. Llevaban una armadura de cota de malla que brillaba con la luz del sol y portaban unas espadas enormes, decoradas y de filo curvo, enfundadas en cintos de piel. Cada uno de ellos iba ataviado con un tabardo de tela con el emblema de un dragón de cinco cabezas.

—¡Son miembros de la Guardia de la Reina! —dijo Hanra impresionada.

—Son esos de los que nos habló Cresel. Hubo un tiempo en que sirvieron a su Oscura Majestad.

Al ver aquellos seres tan maravillosos, las dos hermanas olvidaron la orden de no mirar nada con asombro ni de forma insistente. Sólo cuando los dos oficiales estaban ya casi a su altura, ambas se acordaron de ello. Se pusieron firmes, rectas y derechas, y saludaron tal como les habían enseñado. Los dos oficiales ni siquiera las miraron y no hicieron ningún ademán de reconocimiento. Continuaron hablando como si no hubiera nadie más en la zona.

—Voy al comedor. ¿Te vienes? —dijo uno.

—Más tarde, en cuanto termine el servicio —respondió el otro. Blandió un rollo de pergamino y añadió—: Ahora mismo tengo que ir a entregar esta solicitud de veinte espadas del ayudante del general.

Los dos se separaron. Uno se encaminó hacia una bocacalle y el otro prosiguió la marcha hacia el almacén.

—¡Veinte espadas! —susurró Hanra con temor—. ¡Justo las que necesitamos!

—Tal vez el comandante no esté en lo cierto —respondió Shanra—. Es posible que exista algún dios.

Ambas se quedaron mirando al oficial sivak que se alejaba y, en concreto, al precioso rollo que sostenía en la mano.

—¿Qué hacemos? —preguntó Shanra con apremio.

—¡Esto! —respondió Hanra.

Tomó una piedra grande y empezó a andar sin hacer ruido por la calle. Al alcanzar al oficial sivak, Hanra levantó la piedra y le propinó un golpe en la cabeza.

En honor a la verdad, hay que decir que aquel Guardia de la Reina se consideraba tan a salvo de sufrir un ataque como si estuviera dentro de la cascara del huevo. Jamás se habría podido imaginar que podría sufrir una emboscada por parte de dos miembros de su propia raza. Los Guardias de la Reina eran honrados, reverenciados y temidos. Aunque hubiera oído el golpeteo de los pasos o la risa nerviosa procedente de sus espaldas no les hubiera prestado atención alguna. Cayó al suelo como un roble herido por un rayo.

—Pero ¿qué has hecho? —gritó Shanra, corriendo tras su hermana.

—Acabo de conseguir veinte espadas.

—¿Y si alguien te ha visto? —preguntó Shanra con voz entrecortada.

Hanra miró a su alrededor. Afortunadamente, la calle estaba vacía.

—Nadie me ha visto —dijo—. Agárralo por los pies.

Las dos arrastraron al sivak hacia el interior de uno de los numerosos callejones que serpenteaban por la ciudad. Hanra le quitó de la mano la bendita solicitud. Shanra le retiró el tabardo de la cabeza. Las dos miraron la espada con ansia.

—Mejor no —aconsejó Shanra—. Seguro que alguien la reconocería y sabría de dónde la habíamos sacado.

—Creo que tienes razón —aceptó Hanra. Extendió la mano—. Llevaré el tabardo.

—De ningún modo —dijo Shanra, apretándolo—. Tú has ido hacia él. Ahora me toca a mí hacer algo.

—Pues yo tengo la solicitud —dijo Hanra agitándola en el aire.

—Y yo llevo el tabardo —dijo Shanra con testarudez mientras se disponía a pasárselo por la cabeza.

—No lo harás —empezó a decir Hanra con enfado.

Entonces oyeron unos pasos en la calle.

—¡Alguien se acerca! —susurró Shanra. Señaló con nerviosismo la solicitud—. ¡Dámela! ¡Dámela!

—¡Está bien! —aceptó Hanra. Con una mirada de enojo colocó el rollo en la mano de su hermana.

Dos draconianos baaz pasaban por el callejón. Ninguno de ellos miró hacia abajo. Ni vieron a las hermanas ni al inconsciente miembro de la Guardia de la Reina. Shanra se arregló el tabardo. Hanra, de mal humor, se quitó el polvo. Ambas salieron altivas del callejón.

—No eres de mi rango. Deberías andar a varios pasos de mí —dijo Shanra en voz baja.

—¡Pues estás apañada! —masculló Hanra.

Se acercaron al almacén de armas.

—Espérame en el exterior —ordenó Shanra a Hanra en tono autoritario.

Hanra miró con fiereza a su hermana, pero a la vista del intendente y sus ayudantes, no podía hacer otra cosa que obedecer.

—¡Sí, señor! —dijo mientras hacía un saludo con un chasquido de la mano y los dientes.

El intendente miró inseguro al supuesto miembro de la Guardia de la Reina. La luz del sol en el exterior era brillante y el almacén estaba oscuro. No sabía con certeza quién era.

—¿Puedo ayudarle, señor? —preguntó.

—Solicitud de veinte espadas anchas —dijo Shanra a la vez que pasaba el rollo por la mesa con un gesto de aburrimiento.

—Sí, señor —dijo el intendente. Lo revisó y, tras ver que todo estaba correcto, dijo—: Procederé a entregarlas. ¿Al sitio habitual?

Shanra se tensó. Detrás de ella oyó que Hanra sofocaba un sonido.

—¡Ah, no! Esta vez, no. Nosotros… bueno, el general las quiere ahora. De inmediato. He traído a mi ayudante —Shanra señaló a sus espaldas—. Las llevaremos nosotras —dijo por fin, sin energía.

—Bueno… —El intendente la miró con recelo—. Bueno, si tú lo dices…

—Son órdenes del general —dijo Shanra desesperada.

El intendente se encogió de hombros. Él ya tenía la solicitud, completada además con el sello oficial del general. Si la Guardia de la Reina se empeñaba en cargar por la calle veinte espadas anchas, ¿quién era él para discutirlo? No quería perder las escamas de su hocico. Ordenó a sus ayudantes que trajeran las armas.

Hanra, en el exterior del almacén, miraba con nerviosismo arriba y abajo de la calle, temerosa de encontrarse con cincuenta Guardias de la Reina dispuestos a abalanzarse sobre ella y su hermana y denunciarlas como impostoras, delincuentes, asesinas y ladronas. En el interior del almacén, Shanra intentaba adoptar un aire tranquilo e indiferente. Casi lo había logrado cuando se le ocurrió que tal vez un Guardia de la Reina como aquél tuviera una actitud severa e impaciente.

—¡Un poco más de ánimo! —dijo en tono autoritario, clavando la mirada en el intendente.

—Sí, señor —dijo éste—. Ahora vienen, señor.

Dos ayudantes baaz surgieron de la oscuridad del interior del almacén acarreando una caja enorme de madera. Del interior de aquélla se oía el sonido reconfortante de las hojas de acero chocando entre sí. Los baaz dejaron caer la caja con un ruido sordo.

Shanra miró la caja y luego a su hermana. Las dos se arrodillaron para levantarla.

El intendente contempló todo aquello con asombro y se puso en pie.

—Señor, no debería andar cargado con eso. Enviaré a mis ayudantes…

—¡No, no! —respondió Shanra—. Está bien así. Yo… necesito hacer ejercicio. Es un castigo por llevar el tabardo sucio. Vámonos. ¡Por ahí! —dijo con seriedad a su hermana.

—Sí, señor —dijo Hanra con entusiasmo. Por una vez en la vida, ambas estaban totalmente de acuerdo.

Las hermanas levantaron la caja pesada con facilidad, salieron del almacén y se marcharon a toda prisa por las calles antes de que el intendente lograra recuperarse por completo del asombro.

—¡Jamás había visto nada parecido! —declaró sorprendido.

—Yo tampoco, señor —respondió uno de sus ayudantes.

—¿Conoces a ese sivak?

—Lo he visto por ahí, señor —dijo el baaz.

—Sí, yo también. Pero no logro acordarme de cuál es su nombre.

—Me pregunto qué hace el general con tantas espadas —comentó el baaz—. Hace una semana encargó cuarenta. Hace unos días, veintidós. Y hoy, veinte más. Empezamos a quedarnos cortos. Tal vez tenga algo que ver con esos malditos goblins.

—Es posible —respondió el intendente. Contempló muy atentamente la solicitud. Todo estaba correcto. Aquél era el sello del general. Sacudió con la cabeza—. Es posible.

El general Maranta se encontraba en la tienda de comandancia y convino en recibir al comandante Kang. Dos Guardias de la Reina apostados en el exterior de la tienda escudriñaron con detenimiento a Kang antes de dejarle entrar. No llevaba el hacha de batalla ni ninguna otra arma, por lo que pasó sin problemas.

La tienda de comandancia era lo suficientemente amplia como para dar cabida no sólo al general, sino también a varios ayudantes, que estaban ocupados en otros menesteres. Además, la tienda tenía una gran mesa con un mapa enorme de la zona extendido, un escritorio grande ocupado por el general y dos escritorios más pequeños para sus ayudantes.

Kang aguardó cerca de la entrada de la tienda hasta que general Maranta reparó en su presencia. El general no es una persona a quien le gustara demostrar a sus oficiales que podía hacer con ellos lo que quisiera. Al ver a Kang le hizo un gesto casi inmediato para que se acercara.

—¿Alguna pista de los desertores? —preguntó el general.

Kang movió las mandíbulas y miró por encima de la cabeza del general, a un punto de la tienda.

—No creo que hayan desertado, señor —dijo.

—¿De veras? —El general Maranta entrecerró los ojos. Señaló al sur—. Ahora mismo aquí hay ocho mil goblins comandante. Y se están acercando otros más. Odio decir esto, pero tenemos que enfrentarnos a los hechos. Vertax perdió tres hombres de su regimiento la noche pasada…

—Mis hombres no desertan, señor —manifestó Kang con orgullo—. Hemos pasado por situaciones difíciles antes que ésta y mis soldados no han huido. No creo que ahora lo hicieran, señor.

—Entiendo —dijo el general Maranta con tranquilidad—, te consideras un mejor comandante y tus soldados son más leales…

—No, señor —interrumpió Kang, molesto—, esto no es lo que quería decir. Lo único que ocurre… —Entonces perdió el hilo del discurso y no supo qué decir. ¿Cómo hacer entender a aquel aurak el grupo que se había formado, los tiempos difíciles que habían tenido que soportar y los buenos momentos que habían pasado juntos? Era imposible y desistió de intentarlo—. Me resisto a creer que hayan desertado. Tiene que haber otra explicación. Creo que les ha pasado algo y estoy dispuesto a averiguar el qué. Es posible que sepa algo más en cuanto mis escuadrones regresen esta tarde, señor.

—Eso espero, comandante —respondió el general Maranta en un tono de voz frío—. Espero que los encuentres y que la fe que les tienes quede justificada. —El general empezó a volverse de espaldas—. Ahora, si no hay nada más…

—Sí, lo hay, señor —Kang se aclaró la garganta—. Acabo de ser informado de que hay un Ala de los caballeros negros no muy lejos de aquí. Señor, se me ha ocurrido que les podríamos enviar un mensajero para pedirles ayuda para la batalla contra los goblins.

—Eso es imposible —repuso el general Maranta con sequedad—. No pediría ayuda a un humano aunque me estuviera cayendo desde un precipicio y sólo estuviera él para ayudarme.

—Lo comprendo, señor, créeme —dijo Kang—, pero he tenido algunos tratos con los caballeros negros y creo que ellos…

—La respuesta es no, comandante —interrumpió el general Maranta con los ojos rojos brillantes—. Puedes reti…

Un tumulto en la parte delantera de la tienda distrajo al general. Se volvió a mirar, al igual que Kang y todo el mundo. Dos Guardias de la Reina entraron llevando a cuestas a uno de sus compañeros. El sivak estaba hundido entre sus brazos, parecía enfermo y mareado, arrastraba los pies y no llevaba tabardo.

—¿Corak? —El general Maranta miró al sivak—. ¿Qué tiene? ¿Qué ha ocurrido?

—Le han golpeado y robado, señor. Una pareja de bozaks lo encontró en el callejón que hay detrás de las letrinas del regimiento de señalización.

—¿Quién te ha hecho esto, Corak? —preguntó el general Maranta.

El sivak sacudió la cabeza débilmente y emitió un quejido semejante al croar de una rana.

—No recuerda nada del ataque, señor. Todo lo que sabe es que se disponía a presentar una solicitud de armas. Después de esto no recuerda nada.

—¿Qué le robaron los ladrones?

—La solicitud, señor. Eso y su tabardo. He hablado con el intendente. Dijo que poco antes de la hora de comer acudieron dos sivaks con una solicitud de veinte espadas y que uno de ellos llevaba el tabardo de la Guardia de la Reina.

—Es cierto, yo entregué a Corak esta solicitud —dijo el general, perplejo—. ¿El intendente la satisfizo?

—No tenía ninguna razón para no hacerlo, señor. Sí, lo hizo. Los dos sivaks se marcharon con la caja de espadas anchas. Le pareció que era extraño, señor, pero dijeron que cumplían órdenes tuyas y a él no le pareció oportuno cuestionarlas.

—Qué raro. Es realmente raro. —El general Maranta vio a Kang—. Nunca antes había ocurrido algo así. Jamás hasta que llegaron los nuevos draconianos.

Ante aquella ofensa Kang se tensó; estaba tan enfadado que apenas podía contenerse. Se controló, pero hizo oír su enfado, el cual estaba perfectamente justificado.

—Señor —dijo rechinando—, mis hombres no roban. Me permito recordarte que todos y cada uno de mis soldados han estado todo el día en el exterior en busca de los desaparecidos, con la excepción de dos draconianos bozak que se quedaron a guardar a las hembras. El comandante Prokel puede dar testimonio de ello, señor.

—Eran sivaks, señor —dijo uno de los Guardias de la Reina—. El intendente del almacén está completamente seguro de eso. Pensó incluso que le resultaban familiares. Ya los había visto antes por ahí.

—Ninguno de mis sivaks ha estado cerca del almacén de armas, señor —puntualizó Kang.

—Está bien, está bien —dijo el general Maranta. Echó una mirada oblicua y conciliadora hacia Kang—. Es posible que esté equivocado, comandante. Seguro que comprendes mi primera reacción.

—Sí, señor —dijo Kang a falta de otra cosa.

—Es de todo punto necesario que aclaremos este misterio. Quiero un registro completo de todos los cuarteles, talleres, establos y almacenes. Es muy difícil ocultar veinte espadas. Comandante, ¿tienes alguna objeción a que registremos tus tropas?

—Por supuesto que no, señor —contestó Kang—. Siempre y cuando también se registren a todos los demás de la fortaleza.

—Se registrará a todo el mundo —garantizó el general Maranta secamente—. A fondo. Retiraos todos. —Señaló con una mano al Guardia de la Reina herido—. Llevaos a este hombre para que lo curen.

Aquella noche Kang se sentó solo en la tienda. Aunque tenía muchas cosas que hacer no hizo ninguna. Los escuadrones habían regresado todos y habían dado sus partes. No había ninguna pista de los desaparecidos. No le quedaba otra opción: tenía que declararlos desertores. La única satisfacción que tenía era que la Guardia de la Reina había inspeccionado profundamente los barracones a medio construir y que no había encontrado ninguna espada. También insistieron en inspeccionar los barracones de las hembras, si bien Kang les indicó que permanecían encerradas todo el día con un guardián propio que las vigilaba.

Las hembras estaban dispuestas para la inspección en pie y cada una junto a su litera. La Guardia de la Reina hizo un trabajo exhaustivo, si bien con la sensación de que era muy probable que no obtuvieran ningún resultado positivo. No les sorprendió no encontrar nada e incluso se disculparon ante Fonrar por aquella intrusión.

Fonrar había preguntado qué estaba ocurriendo y quería saber lo que buscaban, pero Kang estaba demasiado nervioso para hablar con ella. De hecho, estaba demasiado nervioso para hablar con cualquiera. Ahora estaba sentado en la oscuridad y repasaba mentalmente las pocas pistas que tenía respecto a la desaparición de sus soldados.

Se oyó un golpe en el palo de la tienda.

—Dejadme en paz —masculló Kang.

—El comandante Vertax quiere verte, señor —se disculpó Gránale.

Vertax entró. Kang se tambaleó al ponerse en pie, tanteó para encender una lámpara y a continuación fue a buscar otro asiento.

—Lo siento, comandante, yo…

Vertax tenía una actitud compasiva.

—No te disculpes. Comprendo cómo te sientes. Hace unos días perdí un par de los míos. También eran buena gente. Yo no hubiera sospechado jamás que pretendían huir. Pero nunca se sabe lo que impulsa a una persona a saltar la muralla.

Kang permanecía sentado en silencio.

—Pero éste no es el motivo por el que he venido. —Vertax se puso cómodo—. El general Maranta ha aprobado tu propuesta.

—¿Qué propuesta, señor? —preguntó Kang sorprendido—. ¿Qué propuesta es ésa?

—La de enviar un mensaje de ayuda a los Caballeros de Takhisis.

Kang abrió la boca, sorprendido. El general Maranta había rechazado tan de plano esa ocurrencia que Kang se había olvidado por completo de ella.

—Pero… esta tarde, no quiso ni siquiera considerarla.

Vertax se encogió de hombros y sonrió.

—El Anciano es así. Con el tiempo ya sabrás cómo se comporta. Es cierto que toma decisiones con rapidez. Pero cuando se equivoca no le cuesta admitirlo. Ha estado meditando ese plan tuyo y, aunque detesta la idea de tener que pedir ayuda a los humanos, piensa que tal vez ésta sea la única alternativa que nos queda. —Vertax sonrió—. Ha dicho que le gusta la idea de ver por una vez humanos muriendo por salvar nuestro pellejo.

—Estoy encantado, por supuesto —contestó Kang algo confuso.

—¡Perfecto! —Vertax se levantó de la silla—. Mañana por la mañana partirás hacia allí.

—¿Yo? —Kang se quedó pasmado—. Pero si soy… soy un ingeniero. Debería enviar a… bueno… un oficial de infantería, o ir tú mismo, señor…

—Kang. El general Maranta te quiere a ti —dijo Vertax—. Tú has mantenido contactos con esos caballeros negros en otras ocasiones. Sabes cómo tratarlos, lo que hay que decir. Cree que eres el mejor hombre para esta misión.

—Me complace que el general deposite su confianza en mí, pero tengo demasiadas cosas que hacer para marcharme. Está el asunto de esos desaparecidos. Además, los soldados tienen que terminar de construir nuestros barracones y tengo que inspeccionar la fortaleza para decidir las reparaciones…

—Tu segundo puede encargarse de ello —dijo Vertax. Miró a Kang con gravedad—. Es una orden, comandante.

No se podía responder a nada ante eso, así que Kang sólo pudo decir:

—Bueno, tal como están las cosas, me imagino que me marcho. —Se encogió de hombros.

—Bien. Se lo diré al general. Necesitarás escolta.

—Llevaré mi propia guardia, señor.

—Solicita las armas y provisiones que necesites para el camino.

Kang asintió y luego se levantó para estrechar la mano de Vertax.

—Ahora que hablamos de solicitudes, ¿han aparecido ya esas veinte espadas?

—No que yo sepa —respondió Vertax—. La Guardia de la Reina ha puesto la fortaleza patas arriba. El general Maranta se está volviendo loco. Incluso ha enviado hombres para que busquen en las letrinas.

Kang sacudió la cabeza.

—Me alegra que no me haya encargado esa misión.

—¡Anda, y a mí!

Vertax se marchó riéndose.

—Arriba —decía Fonrar mirando con atención la trinchera—, con cuidado, cuidado, quietas…

Las baaz habían atado unas cuerdas a la caja para poderla bajar y ahora tiraban de ellas para sacarla de la letrina. Fonrar había pensado dejar las armas robadas ahí abajo, pero cuando oyó a Cresel decir que la Guardia de la Reina había ordenado examinar todas las letrinas, las hembras se asustaron. Todas menos Thesik, que dijo que nadie iba a examinar las suyas porque a nadie se le ocurriría. En cualquier caso, Fonrar no podía hacer nada y no se atrevió a sacar la caja mientras todavía hubiera luz.

Thesik tuvo razón. Al parecer, nadie cayó en la cuenta de que las hembras tenían sus propias letrinas. De todos modos, podían acordarse por la mañana. Por lo tanto, aquella noche Fonrar ordenó sacar la caja y distribuir las espadas a cada una.

—Ocultadlas debajo de los colchones —sugirió Thesik.

—Pero si es el primer lugar donde miran —protestó Fonrar.

—Exacto. Es el primer lugar donde han mirado. Ya han inspeccionado nuestras literas. Es perfecto.

—Eso parece —admitió Fonrar.

—Vamos. ¡Ánimo! Son veinte espadas. Lo que siempre has querido.

—¿Te das cuenta del lío en que hemos metido al comandante, Thesik? —dijo Fonrar con tristeza—. Asumirá la culpa. Como siempre. Incluso es posible que el general lo someta a un consejo de guerra.

—Ya te dije que se quejaría —dijo Hanra en voz baja a su hermana—. No hacemos nada bien.

—Nadie lo va descubrir, ya lo verás —dijo Thesik con confianza—. Además, ahora ya tienes espadas de verdad para los ejercicios de mañana.

—¿Qué hacemos con la caja, Fonrar? —preguntó una las baaz.

—Rompedla, ¡sin hacer ruido! Esconderemos las tablillas entre las de las literas.

—¡Ach! ¡Esto apesta! —protestó una bozak.

—Míratelo así: de este modo los hombres no dirán que olemos diferente —dijo Thesik.

—Aquí tienes, señora —dijo Riel mostrándole a Fonrar una espada—. Para ti la primera.

Los barracones estaban a oscuras. Las hembras no se habían atrevido a encender la luz. El tenue resplandor de las estrellas dibujaba unas formas estrechas y plateadas en el suelo. La luz de color argentino recorrió el fino filo de la espada como mercurio. Fonrar apretó la mano en la empuñadura. Parecía fabricada expresamente para ella.

—¿No te parece muy bonita, Thesik? —susurró Fonrar.

—Es preciosa —respondió Thesik.