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—¡Y una mierda, simulacros! —masculló Fonrar airada. Se encontraba en lo alto de la estribación mirando el valle que se abría a sus pies. Los escuadrones de draconianos habían alcanzado la base y estaban sumidos en una gran batalla contra los goblins—. ¿Acaso el comandante Kang se cree que somos estúpidas?
Fonrar jamás habría hablado del querido y reverenciado comandante en unos términos tan despectivos con nadie que no fueran las hembras. Jamás habría dicho algo así en presencia de un macho. Pero Thesik era la mejor amiga de Fonrar y, como tal, compartía sus pensamientos, esperanzas, sueños y frustraciones.
—No —respondió Thesik—, piensa que todavía somos unas chiquillas que necesitan ser protegidas y tratadas como tales. Creo que eso no se le puede echar en cara.
—Pues yo sí —repuso Fonrar—. Estoy harta de tener que escabullirme por los sitios para conocer la verdad sobre lo que ocurre. ¡Me estoy cansando de tener que robar trozos y partes de armaduras, de que no nos dejen manejar la espada por temor a que nos cortemos! ¡Estoy…!
Entonces se interrumpió y chasqueó la lengua contra el paladar. Thesik tomó del brazo a su amiga y apretó con fuerza.
—¡Fonrar! ¿Ves eso? ¡Los goblins están retirándose!
—Eso es lo que parece —respondió Fonrar con escepticismo—. Me pregunto por qué será. Tal vez sea sólo una estratagema.
—¡No, no! —Thesik saltaba excitaba—. ¡Míralos cómo se marchan! ¡Corred, corred, bastardos pringosos! ¡Huid! —gritó.
—¡Psss! —advirtió Fonrar y luego se lamentó—: ¡Ya la has armado!
Al oír el grito de Thesik, Gloth miró a su alrededor y, al verlas, abrió los ojos con horror. Se acercó a toda prisa asustado.
—¿Qué estáis haciendo aquí, al alcance de las flechas? —les regañó—. ¡En la luz! ¡Nada más ni nada menos!
—¡No es verdad! ¡Tenemos más sentido común! —respondió Fonrar indignada. Pero Gloth no la quería escuchar.
—¡Regresad al otro lado de la estribación! —ordenó aquél moviendo los brazos mientras las conducía como si fueran ovejas—. ¡Regresad! ¡Rápido! ¡Antes de que el comandante os vea! ¡Me despellejará vivo! ¡Cresel! —gritó al otro guardia draconiano—. ¡Que estas hembras no se muevan de este lado de la estribación!
—Lo siento, señor —respondió Cresel mientras subía para recuperar a los miembros perdidos de su rebaño—. No volverá a ocurrir.
—Mejor que no ocurra —gruñó Gloth con el ceño fruncido—. Voy a dar cuenta, draconiano. Voy a informar de esto al comandante.
Cresel condujo a Fonrar y Thesik hacia el lado opuesto de la estribación desde la que se desarrollaba la batalla. No habían permitido a las hembras que levantaran tiendas porque en cualquier momento el ejército podía ponerse en marcha. Sin embargo, sí se les había permitido extender algunas mantas sobre el suelo de piedra.
Las draconianas se encontraban acurrucadas entre sí, no por miedo, advirtió Fonrar, sino porque estaban sumidas en una profunda discusión. Dieciocho pares de ojos se volvieron hacia ella; supo de inmediato que se estaba tramando alguna cosa. Dos baaz empezaron a hacer gestos con la mano invitándola a acercarse cuanto antes.
Thesik no se había dado cuenta porque estaba hablando con Cresel.
—Me sabe mal haberte puesto en un compromiso con el comandante —decía.
Como todas las hembras, ella también sentía debilidad por Cresel. Había sido su guardián desde que eran pequeñas y, a diferencia de los otros machos, siempre había tenido mucha paciencia con ellas. Todas se acordaban de cuando les permitía encaramarse por la espalda y subirse sobre los hombros, pellizcarle las alas y jugar a saltar con su cola. Su cariño por él aumentó todavía más cuando Thesik le oyó decir en una ocasión que se sentía más como un guardián de prisioneras que como un escolta. Ahora parecía abatido y triste. Fonrar creía que su pesar se debía a que iba a ser denunciado.
—Le diré al comandante que fue culpa nuestra —se ofreció Fonrar—, que nos dijiste que nos quedásemos y no te obedecimos.
—No importa —respondió Cresel con una sonrisa forzada. Volvió la mirada hacia la estribación—. Para ser sinceros, Fonrar, no me importa que den un mal informe de mí. Para nada. No me importaría nada tener que cavar agujeros para las letrinas. Ya lo hice durante un año y jamás me quejé. ¿Me comprendéis? —Volvió la vista y las miró con complicidad.
—Sí —respondió Thesik en voz baja—. Lo comprendemos.
Cresel volvió a su posición entre ellas y la línea de la estribación. Fonrar y Thesik regresaron con sus hermanas y primas, que estaban impacientes por hablar con ellas.
—No entiendo nada —susurró Fonrar—. ¿Acaso a Cresel le gusta cavar letrinas?
—No —respondió Thesik—, lo que dice es que no le importaría hacerlo porque por lo menos eso significaría que está vivo. Ya conoces a Cresel. Nunca nos ha mentido. Nos ha dicho que la situación es muy grave, mucho.
—Pero he visto cómo los goblins se retiraban —protestó Fonrar.
—Lo sé. —Thesik suspiró—. Esto es lo que no entiendo.
—Es posible que tengamos que enviar a Shanra a otra misión aclaratoria.
—Hanra —corrigió Thesik—. Le toca a ella.
—Es verdad. Lo había olvidado —dijo Fonrar cansada y, dirigiéndose hacia el grupo de hembras, añadió—: Y bien, mi tropa, ¿qué ocurre?
—Hemos visto destellos de luz —informó Riel, la jefe de las hembras baaz, que eran el grupo de draconianas más numeroso. Señaló con un dedo de la garra el cañón cubierto de piedras que separaba la estribación de las colinas—. Ahí abajo. Entre todas esas rocas.
—¿Qué tipo de luz? —preguntó Fonrar—. ¿Luz de hechiceros? ¿Antorchas? ¿Qué tipo?
—Luz del sol reflejada en acero —respondió de inmediato otra baaz y, al ver que Fonrar forzaba la vista hacia aquella dirección, agregó—: Ahora no se puede ver. Cuando la sombra se apoderó del cañón dejamos de ver esos destellos de luz.
—Por eso nos imaginamos que seguramente era luz del sol reflejada sobre un peto, un yelmo o algo parecido —dijo una tercera—. Si hubiera sido una antorcha todavía la veríamos.
—¿Algún movimiento? ¿Alguna tropa de goblins?
—No, nada —respondieron todas las baaz negando con la cabeza.
—¿Qué te parece, Fonrar? —preguntó Thesik—. ¿Se lo decimos a Cresel? Podrían ser más goblins subiendo a hurtadillas hacia donde nos encontramos.
Fonrar analizó el problema. Se lo podrían decir a Cresel. Cresel lo diría al jefe de escuadrón Gloth, y Gloth tendría que comunicarlo a otro oficial. Los machos les habían contado historias de cuando luchaban con los ejércitos del dragón, en los tiempos de la Guerra de la Lanza, cuando el horror era la burocracia, no el enemigo. En esas historias la encarnación del mal siempre era el temible Oficial del Estado Mayor, jamás el Caballero Blanco de Solamnia. De hecho, se decía que se habría podido acabar con el Caballero Blanco de Solamnia con una trampa bien colocada en un hoyo, pero que se habían necesitado dos semanas de disputas para obtener el permiso para cavar aquel hoyo. Fonrar no tenía dos semanas y, por los sonidos que le llegaban, tampoco las tenían los demás.
Por otra parte, tampoco aquélla era la peor situación posible. Sería aún peor que Gloth ordenara a Cresel volver a sus obligaciones y le dijera que no lograría apartar su atención del informe negativo contándole extrañas historias sobre monstruos soñados por hembras adolescentes. Fonrar sabía lo que Gloth diría porque ya se lo había oído decir antes, tanto a él como a los demás. Incluso el honrado y respetado comandante Kang, que parecía gustar mucho a las niñas, las trataba como si acabaran de salir del huevo y todavía tuvieran restos de cascara en las posaderas.
—No se lo contaremos a nadie —decidió Fonrar—. ¿Qué les vamos a decir? ¿Que vimos unos destellos de luz y que ahora no los podemos ver porque está oscuro? Sabéis perfectamente que lo único que harían sería darnos una palmadita en la cabeza, mandarnos a jugar a tirar la estaca y decirnos que dejemos en paz a los mayores.
—¿Así que no haremos nada? —preguntó Thesik con asombro—. Eso no es propio de ti, Fonrar.
—Pues claro que vamos a hacer algo —manifestó Fonrar—. Tú y yo vamos a investigar por nuestra cuenta.
Todas empezaron a hablar a la vez. Todas querían ir. Finalmente Fonrar levantó la mano y señaló con el pulgar hacia los guardianes. Al instante las hembras se dieron cuenta de la situación y callaron. Fonrar empezó a dar órdenes.
—Vosotras, las bozaks, rellenad nuestros petates de forma que parezca que estamos tranquilamente dormidas. Ya sabéis cómo hacerlo. No es la primera vez que lo hacemos.
Los últimos rayos de luz de la puesta de sol iluminaban la estribación. En el resplandor crepuscular, los guardias sólo verían veinte cuerpos dormidos con las alas extendidas sobre ellos para darse calor. Sólo una inspección detenida podría revelar que dos de esos cuerpos eran en realidad piedras tapadas con mantas; y Fonrar estaba convencida de que era muy improbable que alguien la llevara a cabo. Por una parte, a los machos nunca se les ocurriría que las hembras fueran capaces de escabullirse de noche y, por otra, estaban más preocupados por lo que ocurría al otro lado de la estribación.
Las hembras se dispusieron a pasar la noche. Fonrar y Thesik se tendieron también bajo las mantas y aguardaron a que los brillantes colores rojos y dorados del cielo se convirtieran en rosados y amarillos grisáceos. En cuanto esos colores pasaron al gris y luego se sumieron en una oscuridad azulada, las sombras en la estribación ya eran profundas y oscuras. Todo cuanto se oía era el crujido de las alas al adormecerse. No se oía ningún ruido procedente de la batalla, pero Fonrar sentía la tensión circular por el aire como una cuerda en un juego de tira y afloja. Cresel y los demás guardias estaban nerviosos e intranquilos. Se paseaban por lo alto de la estribación en busca de algún atisbo de algo y conversaban en voz baja con otros draconianos. No había ninguna luz encendida. Incluso la de señalización había sido apagada. El hedor a goblin impregnaba el aire. Estaban ahí fuera, en algún lugar. Tal vez rodeándolos.
La noche extendió sus alas oscuras sobre la estribación. Fonrar esperó a que sus ojos se acomodaran a la oscuridad, pasó a visión nocturna y luego llamó a Thesik. En cuanto Cresel se encaminó a lo alto de la estribación, las dos salieron de las mantas y se marcharon a escondidas del campamento de las hembras. Se movían con cuidado por encima de la superficie rocosa, con el temor de que el chasquido de una garra sobre la roca o el ruido de una piedra al soltarse pudiera delatarlas. En el campamento, dos de las hermanas bozak de Fonrar colocaron con cuidado piedras debajo de las mantas hasta obtener la figura de dos draconianas durmiendo.
Thesik era una excelente compañera para esa misión. Era una aurak, la única entre ellas. De apariencia más delgada que Fonrar, Thesik era elegante y sigilosa por naturaleza. En cambio Fonrar, de complexión robusta, más musculosa y corpulenta, era menos diestra. Resbalaba, tropezaba, revolvía las piedras y se golpeaba. Le parecía que hacía más ruido que un ejército de goblins y esperaba oír en cualquier momento a Cresel llamándolas y corriendo hacia ellas. Thesik, en cambio, se movía en silencio entre las piedras; jamás ponía un pie en falso y no movía más piedras que un poco de gravilla.
La aurak era inteligente, de hecho, la más inteligente de todas las draconianas. Se había apercibido de inmediato de lo que Cresel estaba intentando decirles; en cambio, a Fonrar, que tenía un pensamiento más práctico y concreto, sólo se le había ocurrido pensar que a aquel hombre le gustaba cavar letrinas. Thesik, a pesar de ser más lista que Fonrar, no tenía el carácter de una líder y se sentía muy descargada al dejar que Fonrar, la bozak, adoptara ese papel.
—Tú eres buena decidiendo —le había dicho Thesik a su amiga en una ocasión—. Sabes tomar responsabilidades. Cuando las dos andamos por un bosque, tú te concentras en el camino y miras hacia adelante para llegar al final. No ves nada más que el objetivo que persigues y cómo llegar hasta él. En cambio yo me distraigo con los árboles, los pájaros, las plantas y los animales. Quiero verlo todo. Yo me podría perder perfectamente paseando por un bosque y no llegaría jamás a ningún sitio si no fuera porque tú estás ahí y me ayudas a encontrar la salida.
—Sí —repuso Fonrar—, pero algún día me caerá un árbol encima o algo va a salir disparado hacia mí del bosque sin que yo lo haya visto antes y entonces será demasiado tarde. En cambio tú ya lo estarás esperando.
«Es por esto —se dijo Fonrar a sí misma—, que formamos un equipo tan bueno».
Las dos prosiguieron su camino hacia la falda de la estribación. Nadie las oyó, nadie emitió una alarma. El campamento que habían dejado detrás estaba en silencio. Pero aquel silencio no era tranquilo. Era tenso. A la espera. Observante.
En el otro lado de la estribación, en el extremo opuesto al lugar donde las hembras dormían, se hizo de noche más rápidamente. La oscuridad trajo consigo el silencio entre los hombres de Kang. La súbita retirada de los goblins los había tomado a todos por sorpresa. Sin embargo, nadie lanzaba vítores ni lo celebraba.
—No se han ido —se decía por todo el campamento—. Están ahí fuera. Todavía se les oye.
No sólo oían al enemigo moviéndose entre las altas hierbas que quedaban abajo, ni percibían el chasquido de la piel y el sonido metálico de las cotas de malla. Los olían. Sentían aquel hedor a carne podrida que emitían los goblins. Incluso con la visión nocturna, los draconianos no eran capaces de adivinar la cantidad de goblins que había ni lo que hacían. Todo lo que sabían era que los sonidos no se acercaban.
Kang había aprovechado aquella pausa inesperada para colocar a los soldados en lo alto de la estribación. Los draconianos estaban sentados en cuclillas, agradecidos por aquel respiro. Bebieron un poco de agua de las botas, que cada vez era más escasa, limpiaron las armas, repararon en lo posible la armadura y las armas, las cuales, en algunos casos, ya no merecían el esfuerzo de ser reparadas. Nadie dormía.
La espera, el silencio, el hedor empezaron a hacer mella en los nervios.
—¿Quieres que vaya a echar un vistazo, señor, y vea lo que están tramando esas babosas? —preguntó Slith.
—No, vendrán hacia nosotros —respondió Kang negando con la cabeza—. Estoy seguro de ello. Es sólo una cuestión de tiempo y nosotros tenemos todo el tiempo del mundo. No vamos a ningún lado y ellos lo saben.
—Así que nos sentamos aquí y esperamos la muerte —murmuró Gloth.
Slith golpeó en las costillas del jefe de escuadrón.
—Estás hablando al comandante —le reprendió con severidad.
—No, no es cierto —respondió Gloth ofendido—. Lo decía para mí. Sólo ha sido un pensamiento privado. Una persona tiene derecho a tener ideas propias, ¿no?
Miró con inquietud a Kang.
—No vamos a morir —dijo éste en voz alta no sólo para poner fin a aquella discusión, sino también para que los demás soldados lo oyeran. La moral estaba muy baja, jamás había visto un desánimo parecido y se sintió culpable por ello. Tenía que inspirar confianza, no podía estar fomentando la duda—. Somos capaces de vencer esta batalla. ¡Maldita sea! Ya conocemos a los goblins. Antes eran nuestros aliados y luego esa maldita escoria pringosa se volvió contra nosotros. Hace un momento les hemos dado un buen golpe en las narices.
Algunos hombres lanzaron vítores. Kang se animó.
—Por esto han huido —prosiguió—. Sus comandantes ahora estarán intentando infundirles algo de moral para la lucha. La próxima vez que se acerquen les daremos un golpe en las narices y una buena patada en el trasero. Y mientras se estén frotando las posaderas y lloren pidiendo a su mamita, nosotros nos largaremos corriendo y para cuando logren recuperar el ánimo para seguirnos ya estaremos a unos treinta kilómetros. Seguro que encontraremos un lugar donde ocultarnos, aunque confío en que en esta ocasión sea mejor que el lugar que intentamos defender la vez pasada.
Tal como Kang había pretendido, los draconianos estallaron en carcajadas, y algunos, entre risotadas, dieron codazos a Slith. En una ocasión habían ocupado un granero abandonado como refugio contra los goblins. Al caer la noche, éstos asaltaron el granero con la esperanza de tomar a los draconianos con la guardia baja. Los goblins echaron abajo las puertas y penetraron por los resquicios de las paredes de madera como si fueran ratas. En el transcurso de la cruenta confusión que siguió a todo aquello, Slith, al apuntar contra un goblin, cortó una madera que hacía las veces de puntal y que sostenía el techo. Eso hizo que todo el granero se desplomara sobre ellos y las paredes se doblaran.
Gracias a la piel dura y a los pesados yelmos de los draconianos, éstos lograron salir de aquello con la pérdida de algunas escamas, una o dos alas rotas y una cola gravemente dañada que finalmente tuvo que ser amputada. Las hembras no sufrieron daño alguno porque Kang las había ocultado bajo una enorme pila de heno. En todo caso, aquel derrumbamiento mató a un gran número de goblins. El comandante de éstos, asustado y convencido de que los draconianos se habían puesto en peligro sólo para matar más goblins, se retiró. Sin embargo, a pesar de haber vencido en aquella batalla, el granero dejó de ser un lugar defendible y los draconianos se vieron forzados a marcharse.
Slith se puso en pie e hizo un saludo jocoso. Los soldados se mofaron y le tiraron piedras hasta que se sentó. Luego se agachó junto a Kang.
—Un buen discurso, señor —dijo Slith en voz baja—, pero tú y yo sabemos que estos goblins no actúan del mismo modo que aquellos a los que nos hemos enfrentado en otras ocasiones.
—Es verdad —respondió Kang con preocupación—. No logro imaginarme…
—Disculpa, señor —intervino Gloth con la aparente esperanza de hacer olvidar su falta al comandante llamando la atención del mismo hacia otra—. Tengo que hacer un informe negativo sobre Cresel. Me parece que merece una reprimenda.
—¿Cresel?
Kang reconoció en aquel nombre el guardián de las hembras y se alarmó.
—¿Qué ha ocurrido? ¿No les habrá pasado algo malo a las hembras?
—No, señor —contestó Gloth—, pero desde luego no gracias a Cresel. Me he encontrado dos de las hembras, una bozak y la aurak, en lo alto de la estribación, no muy lejos de donde ahora te encuentras tú, señor, contemplando la batalla. Estaban ahí animando y esas cosas.
Su actitud era de una extrema desaprobación. Para Kang fue fácil adivinar quiénes eran ellas.
—¿Fonrar y Thesik?
—Sí, señor, esas dos.
—¿Y estaban animando?
Kang no pudo reprimir una sonrisa. Si Fonrar fuera macho, la habría considerado como un oficial de excelentes cualidades. Era una líder natural: valiente, decidida y, sobre todo, lo más importante, tenía buen juicio. En cuanto a Thesik, la aurak, Kang no sabía qué pensar. Le desconcertó en sobremanera descubrir que en uno de los huevos se había gestado una draconiana aurak. Los auraks proceden de los huevos de los dragones de oro y son poco habituales entre las especies de draconianos. Kang no había conocido muchos auraks macho en su época y jamás le habían gustado ni había logrado confiar en ellos.
A los auraks no les gusta acatar órdenes. No sirven para nada, ni siquiera para los de su propia especie, y tienden a ser seres solitarios que se mantienen separados de los otros draconianos, a los que consideran inferiores. Son ambiciosos, misteriosos, tienen grandes poderes de magia y se dice que son capaces de matar a sus compañeros inferiores sin ningún remordimiento. Sus grandes habilidades para la magia y su naturaleza despiadada hacían de los auraks unos draconianos muy temidos que despertaban la desconfianza entre los demás. Nunca fueron unos buenos soldados y había muy pocos en los ejércitos de los draconianos.
Kang había observado detenidamente a Thesik para ver si mostraba algún signo de desarrollar la personalidad retorcida y complicada de los auraks macho, pero lo único que había advertido en ella era una desafortunada tendencia a ensimismarse, cuando lo que debía hacer era concentrarse en sus estudios de ingeniería.
El comandante había visto con preocupación el desarrollo de la amistad entre Thesik y Fonrar, pero ahora eso le complacía. Esperaba que una amistad como aquélla pudiera mantener ocultas las cualidades perversas de los auraks si es que tales cualidades estaban también presentes en la versión femenina de aquéllos.
—Señor —dijo Gloth con desaprobación al ver que el comandante sonreía—, las hembras se encontraban en la línea de fuego. ¡Al alcance de las flechas! ¡Y Cresel ni siquiera se había dado cuenta de que se habían marchado!
—Ah, sí, claro —respondió Kang ocultando la sonrisa—. Tienes razón, Gloth. No podemos tener a las hembras cerca del frente. Hablaré con Cresel. Una semana cavando letrinas sin duda le hará prestar más atención a sus obligaciones.
—Es exactamente lo que yo pensaba, señor —respondió Gloth satisfecho.
Se marchó contento y Kang suspiró profundamente. Menuda farsa. Dar un informe negativo de Cresel. En pocas horas, tal vez menos, Cresel estaría luchando por su vida contra miles de goblins, con todos sus compañeros muertos o agonizantes. ¿Y entonces qué sería de las hembras? Kang decidió que, como última solución, podía enviarlas hacia el norte. Pero aquélla era la última solución. Se encontraban en un territorio desconocido. Los pocos exploradores que se habían aventurado para encontrar un lugar seguro donde resguardarse no habían regresado. Se habían demorado demasiado y Kang tuvo que concluir que sin duda habrían sido capturados o asesinados.
Le resultaba muy difícil creer que su sueño, sus esperanzas, la promesa de una nueva vida iba a terminar de forma ignominiosa en lo alto de aquella estribación. No podía aceptarlo. Él y sus hombres habían llegado muy lejos. Estaban muy cerca de su destino: una ciudad propia, una ciudad de murallas gruesas y torres altas. En una ciudad como aquélla, los draconianos podrían hacer frente a todos los goblins del mundo y a unos cuantos Caballeros de Solamnia. Pero, para lo que le iba a servir, esa ciudad ya podría encontrarse en el otro lado de una extraña luna nueva. Él moriría entre aquellos altos hierbajos y, a menos que encontrara una salida, el don que le había encomendado su Reina moriría con él.
—No abandones, señor —dijo Slith—. No abandones jamás. Si lo haces habrás acabado antes de empezar.
—Gracias, Slith —contestó Kang reconociendo palabras que antes había dicho él—. Tienes razón. Si salimos de ésta, lo haremos con una lucha que cantarán numerosas generaciones.
—Sólo hay un problema, señor —repuso Slith con una risa—. ¡Los draconianos no sabemos cantar!
Kang dio un golpecito en el hombro a su segundo y se sintió bien de inmediato.
Un buen presagio. Entre las altas hierbas se oyó un ruido familiar para ellos: el que hacen cientos de flechas al ser disparadas. El nuevo ataque acababa de empezar.
—¡Escudos! —gritó Kang.
Cada draconiano levantó un escudo pequeño para protegerse el rostro. Luego se oyó un silbido semejante a un millar de avispas enfurecidas y las flechas se precipitaron sobre ellos y a su alrededor. La puntería de los goblins, cuanto menos escasa, resultaba inútil en la oscuridad.
—Tranquilos, muchachos. Pronto dejarán de hacer esta tontería. Penetrarán creyendo que en un minuto podrán partirnos en dos como si fuésemos corderitos —exclamó—. Ahora comprobarán que somos ovejitas, sí, pero con unas fauces temibles.
Los soldados se rieron, aunque el chiste no era muy bueno. El humor, aunque fuera malo, calmaba a los hombres y les recordaba que no estaban solos. Todos podían confiar en sus compañeros, pero sobre todo, todos podían confiar en su comandante.
Kang continuó hablando para que todos oyeran su voz.
Ahora que la batalla estaba a punto de empezar él mudaba su miedo y su ansiedad como las serpientes mudan la piel vieja. Los draconianos habían nacido para luchar. Eso era lo que mejor sabían hacer.
—Primer Escuadrón, reforzad las líneas. ¡No estamos en ninguna fiestecilla! ¡No se trata de escoger una pareja de baile! ¡Cerrad las filas!
Los soldados conocían el ejercicio. Habían vivido y luchado juntos durante años. Hubo un tiempo en que Kang había llevado un registro de todas las gestas de su regimiento. Estaba muy orgulloso del libro en que las anotaba y lo había llevado siempre con él en la mochila. Sin embargo, en una ocasión recibió el ataque de una lanza y aquel libro le salvó la vida aunque quedó destrozado. Al contemplar las páginas gastadas, Kang decidió que aquello era una pérdida de tiempo. Sus gestas serían recordadas en forma de cuentos y canciones. Y eso a pesar de que los draconianos no saben cantar.
Kang rió de nuevo, pero su risa se desvaneció de golpe al ver que de entre las altas hierbas se levantaban filas y filas de goblins que habían permanecido ocultos ahí. Para empeorar aún más las cosas, los goblins avanzaban hacia adelante al unísono, con las lanzas en alto y a paso ligero dirigiéndose hacia las posiciones de los draconianos.
—No son goblins normales —dijo Slith tras mascullar una palabrota—. No señor, no son nada normales.
Slith tenía razón. Por lo general, los goblins habrían atacado sin ningún orden en un intento de superarlos en número. Eran cobardes por naturaleza, de hecho, unos cobardes sin disciplina y desaliñados de los que cabía esperar que se dispersaran y huyeran en el momento en que encontraran una oposición firme. Pero esta vez no. Los goblins avanzaban de forma ordenada. Parecían estar entrenados y decididos. Kang se asustó profundamente.
De nuevo volvió a surgir la pregunta que ya se había formulado antes: ¿quién había detrás de todo eso? ¿Quién les quería muertos?
Los draconianos se mantuvieron en posición mientras esperaban tensos el momento en que las líneas chocaran. La fila de cabeza de los goblins avanzó hacia adelante rápidamente blandiendo sus lanzas cortas. Los draconianos les hicieron frente con martillos, hachas y espadas y la línea delantera de goblins se desintegró en una masa sangrienta. Sin embargo, detrás había más filas que empujaban hacia adelante. Aquí y allá los draconianos iban cayendo. En el flanco izquierdo una flecha de goblin atravesó la piel escamosa de un bozak. Éste murió al instante y, como es costumbre tras la muerte de esta especie, los huesos del bozak explotaron. Aunque logró matar a diez goblins, hirió también a sus compañeros, que fueron incapaces de apartarse a tiempo.
Kang estaba luchando contra dos enemigos cuando vio a un tercero que arrojaba una lanza contra él. El comandante no podía defenderse de eso pero confió en que sus escoltas se encargarían del goblin. No erró. La empalizada de una espada de baaz partió en dos la lanza del goblin y le rebanó también la mano. Otro goblin dio un salto por atrás, blandió la espada y fue a dar justo debajo del peto del baaz. La lanza dio en el blanco y atravesó los órganos vitales del draconiano. El baaz murió y su cuerpo se convirtió en piedra atrapando con ello la espada del goblin. Tras haberse zafado de sus oponentes, Kang propinó una patada contra los dientes del goblin y le partió así la mandíbula y el cuello a la vez que con el hacha mataba también a otro goblin. Ya en el suelo, el cadáver del baaz se volvió polvo.
Mientras luchaba junto a Kang, Slith asió la bolsa de piel que llevaba colgada en el hombro y sacó una mecha de combustión lenta que había encendido antes de la batalla. La piel estaba bien engrasada para que la mecha no la incendiara. En otra bolsa, Slith cargaba con lo que él denominaba «bombas de barril»: unos barriles pequeños rellenos de la pasta que quedaba tras la destilación de un licor conocido con el nombre de Aliento de Dragón.
Slith había descubierto que la destilación del maíz producía un licor poderoso que él había bautizado como Aliento de Dragón. Además le había llamado mucho la atención descubrir por accidente que la pasta que quedaba del proceso de destilación podía explotar en unas circunstancias determinadas.
—El Aliento de Dragón es un líquido magnífico —había hecho notar Slith a su comandante—. No sólo proporciona una agradable pérdida de la conciencia sino que, si es preciso, permite hacer desaparecer al enemigo.
Slith insertó una mecha de combustión rápida en el barril y unió la mecha de combustión lenta con la mecha rápida. Se produjeron algunas chispas. La mecha rápida chisporroteó. Slith empezó a contar. A la de tres, lanzó el barril contra la masa de goblins que amenazaba al grupo del comandante. El barril rebotó en la cabeza de un goblin, cayó al suelo y estalló. Abatió por lo menos a treinta goblins. En sus filas se abrió un agujero enorme.
—¡A la carga! —gritó Kang. Mientras blandía el hacha de batalla sobre la cabeza, penetró en el frente de los goblins, entre golpes y puñetazos. No se detuvo a contemplar si mataba o sólo hería a su enemigo. Sabía que los draconianos que le seguían acabarían la tarea que él empezaba.
Los soldados se alzaron tras él entre aullidos salvajes. Las líneas de goblins se detuvieron un momento, se agitaron y se rompieron. Aterrorizados, los goblins se dieron la vuelta corriendo de forma que los que se encontraban al frente, en su esfuerzo por escapar de la calamidad que se cernía sobre ellos, derribaban a sus propios compañeros.
Los draconianos se precipitaron hacia la base de la estribación. Ardían en ganas de sangre y venganza por sus compañeros caídos y estaban dispuestos a perseguir y matar el máximo número posible de goblins; pero Kang ordenó el repliegue y las cornetas obligaron a los draconianos a retirarse. Los soldados obedecieron y regresaron a la línea de la estribación. Los goblins se dispersaron en la noche, fuera del alcance de la vista de los draconianos.
Los soldados draconianos se echaron de bruces contra el suelo. No hubo vítores, ni risotadas, ni alardeos de grandes hazañas. Mala señal. Estaban destrozados. Debilitados por la falta de comida, llevaban semanas en marcha, acosados y atacados constantemente. La batalla de aquel día, una batalla destinada a mantener alejados para siempre a los goblins, no había surtido efecto. La lucha se había cobrado un precio excesivo entre los hombres de Kang, había debilitado a los soldados, los había desmoralizado poco a poco y les había destrozado la moral. A pesar de haber matado y herido a un gran número de goblins, parecía que siempre había más.
Kang vio a Slith desplomado en el suelo con la cabeza baja y respirando pesadamente.
—¿Estás bien? —preguntó Kang preocupado.
—Sí —logró contestar Slith tomando aire. Aguzó la vista en la oscuridad—. Ahora desaparecerán, ¿verdad, comandante? ¡Maldita sea! —añadió con frustración—. ¡Seguramente hemos matado a quinientos bastardos! No van a quedarse por aquí para recibir más palos.
Kang dejó caer el hacha de los dedos doloridos y se desplomó pesadamente en el suelo.
—¿Tú qué piensas?
Slith no respondió nada. Estaba escuchando los crujidos entre las largas hierbas, de hecho ambos lo estaban.