20

Kang había perdido por completo la noción del tiempo mientras estuvo bajo tierra. Podrían haber pasado días o años. Era posible que salieran del Bastión y descubrieran que los goblins habían dado muerte a todos los draconianos de la fortaleza y estuvieran tomando posesión del sitio. Durante esa temible lucha con el general, había olvidado la batalla contra los goblins. Ahora la recordaba nítidamente y se preguntaba si todo aquello no había sido en vano, si acaso estaba él destinado a morir de forma ignominiosa, con una flecha de goblin atravesada en la garganta.

—Señor, si seguimos este laberinto, pueden pasar años hasta que logremos sacar a los soldados de aquí —observó Slith.

—Tienes razón —dijo Kang—. Después de esa explosión probablemente algunos de los túneles se hayan venido abajo. No merece la pena entrar en el laberinto. Ordena a los kapaks que perforen las paredes. Los necesito ahí arriba lo antes posible.

—Sí, señor. —Slith salió a toda prisa mientras impartía órdenes.

Kang se volvió para mirar a Fonrar y la encontró detrás de él, con la espada en la mano, dispuesta a resistir o a caer a su lado. Se permitió unos breves instantes de placer completo y luego se forzó a volver a sus obligaciones. Todavía no estaba todo resuelto.

—¿Dónde está Thesik?

—Aquí, señor —respondió Thesik. Dibujó una sonrisa forzada—. Estoy bien, señor. Gracias.

—Thesik, te necesito —dijo Kang—. Tengo que salir de este laberinto y regresar rápidamente al exterior.

—Puedo guiarte, señor —dijo Thesik—. Conozco el camino.

—Granak —dijo Kang—, pégate a mí como si fueras aquella pasta marrón. —Miró a Fonrar—. No tengo más escolta. ¿Podríais tú y tus soldados actuar como tales?

—Sería un honor para nosotras, señor —dijo Fonrar con tal entusiasmo que sus escamas parecían resplandecer.

—¡En marcha! —Kang hizo un ademán para partir.

Thesik se puso al frente. Atravesó aquel laberinto de forma decidida, sin ninguna duda ni titubeo y sin perder jamás el camino. Kang y las hembras la seguían a toda prisa. A sus espaldas oían el ejército draconiano de zoquetes, como les llamaba Slith, que se disponía a abrirse paso entre las paredes como si fueran ratas hambrientas.

Delante de ellos, en el túnel, resonaban los sonidos de la batalla: chasquidos de acero, gruñidos y rugidos fieros.

—¡Huzzad! —dijo Kang sobresaltado. Con la excitación se había olvidado de ella; no se había acordado que la había dejado sola defendiendo la entrada del Bastión. Si los goblins habían logrado penetrar, posiblemente estuviera haciendo frente a todo un ejército…

Pero no estaba luchando contra los goblins.

Huzzad estaba en pie bloqueando la entrada y luchando contra los miembros de la Guardia de la Reina, los cuales intentaban abrirse paso en el interior. Ella había bajado el rastrillo; de hecho, un sivak gemía bajo su peso. Otros dos guardias intentaban destrozar el rastrillo y cuatro más, armados con picas, hacían pasar las armas por el enrejado de forma que evitaban que Huzzad les impidiera terminar con sus trabajos.

Huzzad sangraba por muchas heridas pero mientras luchaba sonreía, provocando así a sus atacantes. Su espada brillaba con la luz de los fuegos que quemaban en la fortaleza que se abría delante. Había roto el extremo de una de las picas; ahora, el sivak que la tenía la atacaba con el borde del palo astillado. Varios sivaks sangraban por las heridas que Huzzad había logrado hacerles con la espada.

—¡Fuera de ahí! —gritó Kang por el pasillo. Entonces tuvo la satisfacción de ver que la Guardia de la Reina le obedecía. Desaparecieron de delante del rastrillo.

Kang se dijo para sí que empezaba a ser bueno en eso de dar órdenes.

Al oír el grito, Huzzad se volvió hacia él, levantó la espada y empezó a agitarla.

Entonces el cuadrillo de una ballesta atravesó el rastrillo. La flecha se clavó en el pecho de la mujer con tal fuerza que la arrojó contra la pared. Huzzad quedó encogida en el suelo.

Kang se dio cuenta del motivo por el cual los sivaks se habían apartado. Estaban dejando sitio para el arquero.

Entonces profirió un tremendo aullido de furia y avanzó hacia adelante a toda prisa; sin embargo, fue arrollado y casi aplastado por los codazos y empujones de las hembras, que surgieron a su alrededor y le adelantaron entre gritos de cólera. Fonrar y Riel golpearon el rastrillo de una sola carga y lo desclavaron del techo. Al arrojar el rastrillo que tenían delante destrozaron las filas delanteras de los sivaks. Hanra y Shanra las seguían; Hanra se detuvo para espetar al sivak que estaba atrapado bajo el rastrillo. La lucha se concentró en el exterior de la entrada al Bastión. Kang no podía ver todo lo que ocurría pero oía la voz de Fonrar dando órdenes y la risita incontenible de Shanra.

—¡Ayuda un poco! —ordenó Kang a Granak—. ¡Que los daños sean mínimos!

—Me parece que las mujeres lo tienen todo muy bien controlado, señor —dijo Granak mirando por encima de la cabeza de Kang.

—¡No me refería a ellas! —repuso Kang, mascullando una palabrota—. ¡Es la Guardia de la Reina! ¡No quisiera que no quedara alguno vivo!

—No creo que eso fuera una gran pérdida, señor —apuntó Granak pero se dispuso a cumplir de inmediato las órdenes de Kang.

El comandante acudió rápidamente a la entrada del Bastión, donde Thesik sostenía a Huzzad en brazos.

Kang miró la flecha y observó que del pecho sólo sobresalía el extremo. Percibió el olor de la sangre, si bien no la podía ver porque se perdía en el negro de la armadura. Se arrodilló a su lado. Ella tenía el rostro amoratado y una mirada abierta y empañada por el dolor. Al levantar la vista y verlo, tragó saliva e hizo una mueca.

—No creo que… la saliva de kapak pueda… curar esto —dijo.

Kang la tomó de la mano. Los soldados saben cuándo la muerte les acecha. No quería insultarla con mentiras sin sentido o palabrería inútil.

—Gracias, Huzzad —le dijo en voz baja.

—¿Compañeros? —le preguntó ella con una sonrisa amarga.

—Compañeros —contestó él mientras le sostenía firmemente la mano y observaba cómo la vida se le escapaba de los ojos.

La cabeza de Huzzad cayó hacia atrás inerte entre los brazos de Thesik; el pelo rojizo se desparramó sobre los hombros brillando bajo la luz de las hogueras.

—¡Huzzad! —exclamó Thesik abrazándola.

Kang puso el brazo sobre el de Thesik.

—Déjala en el suelo. Ya no puedes hacer nada más por ella.

Thesik lo miró afligida.

—No, ella no… No puede ser… ¡Me gustaba!

Las demás hembras regresaron y se colocaron alrededor. Desde pequeñas sabían lo que era la muerte. Desde el mismo día en que ellas fueron salvadas habían muerto draconianos. Sin embargo, aquellas muertes se habían mantenido alejadas, ocultas a ellas. Kang se había encargado de ello. Aquélla era la primera muerte que realmente les tocaba de cerca. Era como si una de ellas hubiera muerto. Tal vez en aquel momento se estaban dando cuenta de golpe de que ellas también eran mortales, al igual que sus seres queridos. Compañeros.

Kang no las podía proteger de aquello. Y, al levantarse y verlas, se dio cuenta de que tampoco quería hacerlo. Le pareció que habían crecido muy rápidamente, pero, al fin y al cabo, habían crecido.

—Ya habéis vengado su muerte —dijo a aquellos veinte pares de ojos apenados clavados en él—. Eso es lo justo y adecuado. En cuanto todo esto haya terminado le daremos una sepultura honrosa. Pero ahora tenemos que proseguir, tenemos que continuar luchando, de lo contrario su muerte no habrá tenido ningún sentido.

Oyó un gimoteo. Shanra. Fonrar le ordenó que recobrara la compostura. Al salir del Bastión, Kang vio dos miembros de la Guardia de la Reina muertos, entre ellos el de la ballesta. Había sido decapitado.

Bueno, tal como había dicho Granak, tampoco era una gran pérdida. Al fin y al cabo, Kang no estaba seguro de querer ver en el futuro pequeños Guardias de la Reina corriendo por las calles.

El resto de la Guardia de la Reina permanecía en pie agrupado mirando a Granak, que se había apropiado de la ballesta, con la que los apuntaba.

—He supuesto que querías tener algunas palabras con ellos —dijo Granak, llamando la atención de Kang—. Les he dicho que basta con un temblor de alas para que alguien tenga una flecha en lugar de un ojo.

—Bien hecho —Kang gruñó—: Vosotros —se volvió hacia la Guardia de la Reina con una actitud arrogante que a partir de ahora siempre llamaría hijo-de-puta-yo-soy-quien-está-al-mando—, el general Maranta ha muerto. Yo estoy al mando. ¿Qué día es hoy? ¿Cómo está la batalla?

Los miembros de la Guardia de la Reina lo miraban boquiabiertos.

—No te creemos —dijo uno con tono huraño.

—¡Muy bien! ¡No me creéis! Aun así, soy un superior —atronó Kang—. ¿Cómo está la maldita batalla?

Las miradas se dirigieron entonces a Granak y la ballesta.

—Falta poco para el amanecer, señor. Hemos resistido al primer asalto —dijo por fin el oficial—. Sin embargo, hemos tenido bajas. Los goblins se están reagrupando. Creemos que van a atacar al amanecer y arremeterán contra nosotros con todo lo que tienen.

—Id a informar a vuestros oficiales al mando —ordenó Kang—. No tenéis nada que hacer aquí. Los sivaks de la Guardia de la Reina se intercambiaron miradas de desconcierto. Luego miraron la expresión sombría de Kang, que estaba cubierto de sangre y polvo; miraron el escuadrón de hembras duras y seguras de sí mismas que se alineaba detrás de él; miraron al enorme Granak que seguía en pie con la ballesta. Recogieron a sus compañeros caídos y se marcharon.

—Por aquí —dijo Kang. Y él y su tropa se encaminaron corriendo hacia la entrada principal de la fortaleza.

Excepto por los quejidos de quienes habían resultado heridos y las órdenes a gritos de algún oficial, la fortaleza estaba tranquila. Pasaron junto a edificios chamuscados y quemados. Había desaparecido un bloque entero de estructuras. Algunos de los incendios ocasionados por las flechas encendidas de los goblins se habían descontrolado y los hombres encargados de apagarlos eran pocos. El aire estaba lleno de humo que dificultaba la respiración y provocaba picor en los ojos. Kang intentó ver el Dragón Borracho y asegurarse de que estaba a buen recaudo y listo para salir, pero el humo que les rodeaba era demasiado espeso.

Los draconianos ocupaban las murallas en silencio con el deseo de repeler el siguiente ataque que, probablemente, sería el último. No podrían resistir un ataque en masa. Aunque Kang no podía verlo desde su punto estratégico, sentía un ruido sordo bajo los pies y supuso que los goblins estarían haciendo avanzar artefactos pesados para el sitio. Se imaginó piedras enormes estrellándose contra muros devencijados o, peor, contra el frágil Dragón Borracho. Tenían que atacar pronto. Tenían que levantar el artefacto del suelo antes de que esas piedras empezaran a volar por los aires.

Un estruendo estentóreo de cornetas anunció el avance de los goblins. Los draconianos respondieron con sus propias cornetas y gritos desafiantes con los que animaban a los goblins a acercarse y morir.

Kang llegó a su zona. Las hembras se arremolinaron a su alrededor con mirada incierta y preguntándose qué estaba ocurriendo. Kang intentó vislumbrar algo entre el humo hasta que finalmente vio a uno de sus oficiales. Entonces rugió. Gloth se volvió, lo vio y se acercó a él a toda velocidad.

—¡Señor! ¡Alabada sea la Reina! ¿Te parece que soltemos ahora al dragón?

Kang estaba a punto de responder cuando algo pasó silbando a su lado con un ruido parecido al de un avispón enojado.

Thesik chilló y se apretó el brazo. Entre las escamas le sobresalía tambaleante la vara de una flecha. La sangre se le escapaba entre los dedos.

La flecha no procedía de la muralla. Había sido disparada desde algún lugar detrás de ellos. Kang se volvió de un salto y vio a dos goblins agazapados junto a las ruinas de un cobertizo que estaban volviendo a cargar unos arcos cortos.

—¡Tropa! ¡A la carga! —ordenó Fonrar.

Entre aullidos de indignación por las heridas que habían provocado a una igual, las hembras, capitaneadas por Riel, se acercaron a toda prisa hacia los goblins.

—¡Señor! —gritó Gloth, alarmado—. ¿Es preciso que blandan las espadas así por aquí? Podrían cortarse.

Los dos goblins, al ver que la muerte se les echaba encima, dejaron caer sus arcos y corrieron, pero sus piernas cortas no tenían nada que hacer frente a las draconianas. Shanra decapitó a uno de ellos con un golpe diestro. Riel clavó en el otro el extremo de la espada, haciéndola pasar limpiamente hasta alcanzar el esternón. Tras levantar el goblin, tiró el cuerpo en un montón de basura.

—No creo que sufran cortes graves —respondió Kang con sequedad—. No soltéis todavía el dragón. Tengo que ver lo que está ocurriendo en el exterior de las murallas. Esperad mi señal antes de soltar la cuerda. Cuando veáis a Granak ondeando el estandarte del regimiento, levantad el dragón.

—Sí, señor —contestó Gloth y, tras echar un vistazo intrigado a las hembras y sacudir perplejo la cabeza, salió corriendo.

Kang tomó a un par de soldados draconianos que pasaban por ahí, y cuando se disponía a ordenarles que averiguaran el punto por el cual los goblins habían logrado alcanzar las murallas, descubrió que Fonrar se le había adelantado.

—¡Soldados! —dijo, dirigiéndose a las hembras—. Tenemos que encontrar el lugar por donde han penetrado esos goblins. Bozaks y sivaks, acompañadme.

Las hembras salieron corriendo en dirección hacia la parte de la muralla cercana a los barracones.

La siguiente preocupación de Kang era asegurarse de que Thesik estuviera bien y que fuera llevada a la seguridad de los barracones. Se volvió para dar órdenes y se encontró con que un grupo de hembras kapak se llevaba a Thesik en brazos a un lugar seguro por orden de Fonrar.

Fonrar se volvió para saludar a Kang.

—Se repondrá, señor. No te preocupes por nosotras. Tú encárgate de los goblins. ¡Buena suerte!

«Ahora tengo que encargarme de los goblins», pensó. «Igual que cuando me enfrentaba a monstruos debajo de las sábanas, a osos de los bosques y a pesadillas y catarros. Confían en mí. Estéis donde estéis, dioses, haced que no las defraude».

Se volvió hacia Granak, que se encontraba a su lado como de costumbre, quieto, responsable, a la espera de órdenes.

—Toma el estandarte y sígueme. Vamos hacia la entrada.

Granak tomó el estandarte de los Ingenieros del primer ejército de los Dragones, que había sido colocado con firmeza en la base de una cuerda tensa que sostenía en su sitio al Dragón Borracho. Cuatro draconianos bajo las órdenes de Dremon se esforzaban por sostener la cuerda que tiraba con fuerza, como si aquella bestia horrible deseara emprender el vuelo y causar estragos en el enemigo.

—No falta mucho —prometió Kang.

Granak regresó con el estandarte. Kang corrió hacia la entrada con Granak detrás. Aquel recorrido los condujo hacia una calle estrecha que circulaba entre dos barracones de regimientos. Al pasar por una calle secundaria Kang vio a un regimiento de draconianos armados y dispuestos en filas. Se preguntó qué, en nombre del Abismo, podrían estar haciendo ahí parados cuando en las murallas estaba a punto de estallar la batalla. Entonces se acordó. Aquellos draconianos eran la unidad de reacción que el general Maranta tenía retenida para una incursión por la puerta principal. Pero el general ya no estaba ahí para darles las órdenes.

Kang vislumbró a su oficial. Era Prokel.

—Voy a necesitaros —gritó Kang por encima de los gritos, traqueteos y golpes secos de las piedras en el barracón. Los dispositivos de cerco acababan de llegar—. ¡Aguardad mis órdenes!

—Pero, el general Maranta… —exclamó Prokel.

—… ha muerto —gritó Kang—. ¡Aguardad mis órdenes!

Kang y Granak se marcharon corriendo antes de que el asombrado Prokel lograra argüir alguna cosa y llegaron a la puerta donde se encontraron con que las escaleras que conducían a las murallas del lado izquierdo de la puerta se habían incendiado y llenaban el aire con llamas y humo poniendo en peligro a los draconianos que se encontraban luchando en la parte superior de las murallas. Nadie podía subir por ahí y los draconianos que había arriba no tenían ningún modo de bajar si no era volando. A la derecha, la escalera estaba obstruida por soldados baaz que querían subir y otros que querían bajar. Los baaz de arriba soltaban improperios y gritaban a los que se encontraban abajo. Entretanto un baaz muerto se precipitó desde la muralla mientras se convertía en piedra.

Kang se preguntó si aquellos soldados eran veteranos o bien eran algunos de los zoquetes de Maranta. Al fin y al cabo, eso tampoco era importante. Sin un buen liderazgo, en el caos de la batalla forzosamente la disciplina se iba a venir abajo.

—Yo me encargo de esto, señor —dijo Granak y se dirigió hacia el lugar del conflicto—. ¡Moved esas colas! ¡Malditos lagartos imbéciles! —gritó. Al ver que ninguno parecía ser capaz ni estar dispuesto a obedecer, empezó a apretar, empujar y dar codazos para abrirse paso por las escaleras con Kang muy cerca de él.

—¡Apartaos! ¡Apartaos!

Los baaz caían a derecha e izquierda, por encima de la barandilla, y se apretaron a los lados. El orden volvió a restablecerse. Al alcanzar lo alto de la muralla, por fin Kang pudo ver claramente lo que estaba ocurriendo.

Dos falanges de goblins habían alcanzado las murallas e intentaban treparlas con escaleras. Dos falanges de hobgoblins habían cambiado de sitio e intentaban derribar a golpes la puerta. Una falange acarreaba un ariete cubierto con un escudo de hierro que protegía de los tiros de los arqueros y del aceite ardiendo a los hobgoblins que lo cargaban. Detrás del ariete, la otra falange compuesta por varios cientos de hobgoblins llevaba los estandartes del general. Kang vio al gigantesco jefe de los hobgoblins que se reía y bromeaba con los miembros de su séquito mientras contemplaba los avances de la batalla.

Unas flechas tan gruesas como langostas pasaron zumbando junto a Kang y Granak. Una de ellas fue a dar contra el peto de Kang.

—¡Señor! —gritó Granak asustado.

—No estoy herido —gritó Kang. Se quitó la flecha y la tiró con disgusto. Agarró a un sivak que estaba cerca y desafiaba a gritos a los goblins de abajo apuntándoles con una jabalina.

—¿Quién está al mando aquí? —preguntó Kang, sacudiendo al sivak para verle la cara.

El sivak lo miró con sorpresa.

—¿Eh? No lo sé, señor. ¿Acaso no es usted?

Kang soltó al sivak y éste lanzó la jabalina contra el enemigo. Al momento siguiente el sivak se desplomaba hacia atrás con una flecha en el ojo. Su cuerpo se modificó conforme se precipitaba contra el suelo y adquiría la forma del goblin que le había atacado. Kang miró a su alrededor y no vio a ningún oficial. Miró al general de los hobgoblins y luego al cielo. A pesar de que estaba oscurecido por el humo, el amanecer estaba llegando y el sol empezaba a salir. Con aquella semioscuridad y entre el humo, el Dragón Borracho podría incluso parecer real. Tuvo que repetirse de nuevo que los goblins eran cortos de vista.

—¡Granak, ahora! —gritó Kang.

Granak retrocedió y se volvió hacia el interior de la fortaleza. Levantó el estandarte por encima de su cabeza y lo agitó una, dos veces. A continuación la bandera se detuvo y titubeó.

Una jabalina lanzada desde una pequeña balista dio contra la espalda del enorme sivak. El disparo hizo caer a Granak de la muralla al suelo justo en medio de una tropa de baaz. El estandarte cayó con él.

Mientras Kang veía caer a Granak, el tiempo se detuvo. Granak cayó lentamente, tanto que a Kang le pareció que estaba a tiempo de acercarse y volver a ponerlo en su sitio en la muralla, junto a él. El sonido de la batalla se amortiguó. Todo lo que Kang pudo oír fue el revuelo de la bandera mientras bajaba en círculos y caía junto al cuerpo del enorme sivak que la había llevado con tanto orgullo.

—¡Señor! —Alguien le empujó—. ¡Señor! ¿Qué ordenas?

Kang volvió la cabeza. Un grupo de baaz veteranos se había arremolinado a su alrededor. Asían las armas ensangrentadas en las manos también cubiertas de sangre y lo miraban confiados. Detrás de ellos vio a su gente luchando y muriendo. Miró de nuevo al suelo, pero con el caos que había abajo no pudo ver a Granak ni al estandarte.

—Señor —dijo de nuevo el baaz, asustado y desesperado—, ¿tus órdenes?

«Voy a enfrentarme a los goblins. Que los dioses, estén donde estén, no permitan que yo defraude a mi pueblo».

El ruido de la batalla regresó a él con un rugido. Se acercó al baaz que tenía más cerca.

—¡Tú! Ahora tú serás mi abanderado. ¿Lo entiendes? Vete ahí, recupera el estandarte y tráelo aquí arriba. ¡Maldita sea, corre!

El baaz parpadeó sorprendido. Aquello no era precisamente lo que estaba esperando, pero le habían dado una orden y se aprestó a obedecerla. No pertenecía al regimiento de Kang y éste no sabía qué regimiento reclamaría la propiedad de aquel baaz, pero en ese preciso instante, era miembro del de Kang. A continuación, el comandante distribuyó a los demás baaz y los envió a cubrir los puntos de la muralla que habían quedado al descubierto por las bajas de draconianos. Les recordó de nuevo que si se encontraban junto a un bozak que se moría, tenían que empujar el cuerpo por la muralla contra las filas enemigas de forma que la explosión resultante afectara al enemigo y no a los compañeros. Por un instante se preguntó si en breve alguien estaría tirando su cuerpo contra el tumulto de abajo, pero pronto apartó aquel pensamiento por considerarlo idiota e irrelevante.

—¡Ya lo tengo, señor! —El baaz se acercó corriendo por las murallas con el estandarte. La bandera estaba cubierta de sangre y ya no parecía el estandarte de un regimiento, pero Fulkth estaba esperando que una bandera, una bandera cualquiera, ondeara cuatro veces.

—Levanta el estandarte —ordenó Kang—. Levántalo lo máximo que puedas. Es la bandera de los Ingenieros del primer ejército de los Dragones, hijo. Queremos que todos lo vean.

—Sí, señor —contestó el baaz que, poniendo en peligro su propia vida al convertirse en un excelente objetivo, se encaramó en lo alto de un poste y se balanceó agitando levemente las alas.

Las flechas le pasaron volando por los lados pero no lo alcanzaron.

—Agítala cuatro veces —dijo Kang—. Adelante y atrás. Una, dos, tres, cuatro. ¡Perfecto! Ahora baja, quédate aquí y no hagas nada hasta que yo te lo ordene.

Kang esperó con inquietud. Intentó atravesar con la vista el humo para ver el horizonte. Las brumas ondeaban y se separaban y vio el cielo azul. Aquel día tendría un amanecer limpio y bonito. Los rayos del sol se extendían por el cielo en tonos de color púrpura y rojos; aquél era un amanecer espectacular que le recordó que el mundo que estaba a punto de abandonar era realmente un lugar precioso.

Miró abajo mientras abría y cerraba los ojos en un esfuerzo por ver a través del humo. Los hobgoblins estaban destrozando la puerta con el ariete recubierto de hierro. Las flechas draconianas que les lanzaban no surtían apenas efecto alguno porque llevaban armaduras pesadas y escudos. La puerta temblaba, pero todavía resistía. Los ingenieros de Kang la habían reforzado aunque seguramente no aguantaría mucho más. Miró atrás y ahí encontró al Dragón Borracho, elevándose en aquel cielo glorioso.

Kang tuvo que contener su primer impulso de lanzar una risotada histérica. Era mejor así, al fin y al cabo esa risa podía acabar en lamento.

El dragón tenía una apariencia muy diferente a los dragones que había visto. No se parecía a ninguno. Seguramente a causa del color de la pasta marrón mezclada con el barro rojo. Las alas crujían mientras se elevaban y chirriaban cuando bajaban. La cola parecía rota porque pendía en el ángulo equivocado. Las llamas de los numerosos incendios de la fortaleza se reflejaban en sus dientes hechos con filos de espadas. El humo no sólo salía despedido de la nariz, sino también por todos los orificios donde la pasta y la madera no encajaban por completo. El Dragón Borracho probablemente no lograría confundir a los goblins. Lo más probable era que cayeran al suelo muertos de risa. Sin embargo, Kang estaba orgulloso mientras lo veía chirriar, crujir y agitarse las cuerdas. Sus hombres habían hecho un buen trabajo en unas circunstancias abrumadoras.

—Mira eso, ¿lo ves? —dijo en tono burlón un draconiano a otro. Pero su compañero se encontraba luchando por su vida y no se atrevió a mirar. Quienes pudieron vislumbrar al Dragón Borracho elevándose pesadamente por encima del fuego sacudieron la cabeza, pusieron los ojos en blanco y finalmente reemprendieron la lucha.

—Está bien —les dijo Kang—. Reíos si queréis. No va a engañar a los goblins. Pero tampoco es necesario. Todo lo que tiene que hacer es caer sobre ellos… —masculló. Pero entonces el sobrecogimiento le interrumpió las palabras.

El Dragón Borracho contrahecho había desaparecido. En su lugar se mostraba un enorme Dragón Dorado, bello y poderoso. Las escamas doradas brillaban bajo la luz púrpura del sol deslumbrando la vista. Las alas de oro ondeaban con movimientos elegantes. Las fauces temibles de aquel dragón emitían gruñidos de odio y furia que dejaban entrever unos colmillos afilados y brillantes.

Kang se quedó estupefacto y estuvo a punto de caer del parapeto. Lo primero que pensó es que se había vuelto loco, que estaba sufriendo una alucinación. En su cabeza acudieron pensamientos de lo más extraño: que los Caballeros de Solamnia habían enviado un Dragón Dorado para masacrarlos a todos; que un Dragón Dorado había caído de los cielos… pero, no, no era eso.

«¡El temor al dragón! —pensó—. Debería haberme caído al suelo y cagarme de miedo. Todos lo deberíamos estar haciendo. Pero yo no estoy dispuesto a ello. No temo a los dragones». Aquel Dragón Dorado que veía no podía ser real.

Lo racional se impuso, si bien no sin lucha. Todavía oía el resuello, el ruido metálico y el traqueteo del dragón de aire caliente. Vio cómo las cuerdas iban cayendo hasta quedar sólo una: la mecha para encender las bombas de barril, que estaba encendida. La llama trepaba lentamente por la cuerda.

El Dragón Borracho todavía estaba ahí. Él era el Dragón Dorado. Kang se dio cuenta de que todo aquello era un espejismo. Alguien había lanzado un hechizo poderoso y había transformado el dragón de aire caliente hecho de pasta marrón en un monstruo dorado, bello y maravilloso que se elevaba por encima del humo y las llamas de la batalla.

Entonces de todos los lados surgieron gritos y aullidos de sorpresa, terror y miedo. Los gritos eran en los dos idiomas: el de los goblins y el de los draconianos. Los dos enemigos detuvieron a la vez la lucha y levantaron la cabeza para mirar.

—¡Es un espejismo! —gritó Kang en draconiano—. Es magia. Vaya, bueno, no importa.

Confiaba en que, pasada la primera sorpresa, los draconianos tendrían el suficiente sentido común como para saber lo que estaba ocurriendo. Y si no era así, bueno, pues entonces su temor todavía lo haría más real.

El dragón se desplazó lentamente sobre la puerta; el aleteo de las alas apartaba el humo de modo que ahora resultaba del todo visible. Un grupo de goblins había logrado plantar por fin una escalera de sitio y estaba empezando a subir por un lado de la muralla con las espadas brillantes cuando el jefe de los goblins miró a lo alto y vio un dragón de oro que se cernía peligrosamente sobre él. Soltó un chillido y cayó hacia atrás, llevándose consigo la escalera y a todos sus compañeros. Tanto en lo alto de las murallas como abajo, los gritos de guerra se habían transformado en gritos de terror.

Al ver el dragón de oro, los goblins que habían logrado alcanzar las murallas se precipitaron bocabajo. Otros se tiraban desde las escaleras o intentaban bajar precipitadamente, golpeando así a los que tenían debajo. Los soldados goblins del suelo dejaron a un lado las armas y se dieron la vuelta para huir. Sus gritos y chillidos y la retirada llena de terror sembraron la confusión en las filas que los seguían.

Kang, ajeno a su propia seguridad, se inclinó por encima de la muralla y miró al campo en un intento por ver al general de los hobgoblins. El humo le escocía los ojos. Profirió una maldición, agitó la mano y apartó el humo. El general de los hobgoblins ya no se reía ni gastaba broma alguna. Miraba al dragón con la boca muy abierta. Los miembros de su séquito señalaban al cielo y, en algunos casos, empezaron a correr para salvar el pellejo.

El hobgoblin cerró la boca de golpe. Luego la volvió a abrir empezó a dar órdenes. Al primer momento se había engañado pero luego, al igual que Kang, había llegado a la misma conclusión. Sabía que el dragón no era real e intentaba acabar con el pánico y detener aquella estampida. Sus oficiales avanzaron en el campo blandiendo el fuste y gritando órdenes, pero para los goblins, locos de miedo, aquellos golpes y gritos no lograron más que incrementar la confusión.

Kang empezó a hacer un pequeño baile de victoria cuando se dio cuenta de que el estruendo del ariete contra la puerta no se había detenido. Miró a los goblins y lanzó una maldición. O habían oído las órdenes de su general, o no se sentían intimidados por la visión de un Dragón Dorado, o bien habían logrado descubrir el espejismo. Fuera cual fuera el motivo, no habían cejado en su empeño por tomar la puerta y los soldados hobgoblins que se encontraban detrás mantenían su posición.

A regañadientes, Kang sintió admiración y saludó incluso a su comandante. En pocos momentos, los hobgoblins estarían muertos. Kang podía permitirse ser magnánimo. Miró hacia arriba. Para él el espejismo del Dragón Dorado había desaparecido y veía el artefacto tosco agitando las alas que se dirigía pesadamente por encima de la puerta mientras se encaminaba directamente hacia las tropas de hobgoblins, hacia su general. La mecha… La mecha se había apagado.

Kang miró fijamente la mecha con un horror creciente. No debería haberse apagado. Slith le había asegurado que aquello nunca ocurriría. Ni el viento ni la lluvia lograrían apagarla. Sin embargo, lo estaba. Kang la miró fijamente hasta que los ojos le dolieron con la esperanza de ver un brillo de fuego, una pequeña chispa. En un intento por convencerse, se dijo a sí mismo que todavía estaba encendida, pero finalmente tuvo que admitir desesperado que Slith había cometido un error. El Dragón Borracho iba a volar tranquilamente sobre los goblins y continuaría así hasta que todo el aire caliente se secara y efectuara un aterrizaje ignominioso a unos cuarenta kilómetros de allí, donde se convertiría en un bastidor de madera de abeto rota cubierta con pasta marrón.

Unas flechas en llamas podrían ser la solución. Kang buscó por todas partes una flecha que hubiera sido disparada, pero que no se hubiera encendido. Lógicamente, ahora que él quería flechas encendidas, los goblins habían dejado de tirarlas. Quería hacerles señales a los soldados para hacerles comprender el problema. Sin embargo, desde donde se encontraban no podían ver la mecha que pendía ni podían adivinar que se había apagado.

Kang se volvió hacia su nuevo abanderado, pero en su sitio sólo encontró un montón de polvo y ningún estandarte. No tenía ni idea de dónde había desaparecido y supuso que había caído por las almenas y estaba en algún lugar al otro lado de la muralla.

El Dragón Borracho voló por encima de la puerta a una distancia de unos tres metros.

Kang deseó con desespero poseer el don de la magia. De tenerlo, haría un conjuro para que el dragón se incendiara. Había otros draconianos que la conservaban. Lo había visto con sus propios ojos. La magia que les habitaba no había desaparecido con la Reina de la Oscuridad.

Kang rememoró claramente cómo se arrodillaba delante del altar y susurraba sus oraciones a la reina. Recordaba la bendición que ella le arrojaba, sintió el estremecimiento que le recorría el cuerpo mientras la magia lo llenaba.

Cerró los ojos y buscó en su interior. Pero era en vano. Es posible que los demás tuvieran magia, pero él la había pedido del mismo modo que había perdido a su Reina. Había perdido la fe y, a pesar de que su Reina lo había abandonado hacía años, se volvió a sentir abandonado por ella. En lugar de magia, en su interior ahora sentía ira. De nuevo iba a defraudar a su gente.

O tal vez no.

Kang se palpó el cinto y el cuerpo con ansiedad. Entonces topó con aquel artilugio mágico, el Corazón de Drakart. Él ya no poseía ningún poder mágico pero aquel objeto sí. Su intención era destruirlo de algún modo.

—Al fin y al cabo, vas a cumplir el designio de tu señor —le dijo Kang a la bola negra mientras la sostenía con una mano—. Si funciona, realmente habrás salvado a la raza draconiana.

La cabeza del Dragón Borracho se encontraba ahora sobre el general de los hobgoblins. El general señalaba hacia allí y se reía a carcajadas. Kang rechinó los dientes y, con toda su fuerza, apretó los dedos en la bola.

El Corazón de Drakart se hizo añicos. Los fragmentos de cristal roto atravesaron la carne de Kang y de la mano empezó a brotar sangre. El dolor le inundó el cuerpo, del mismo modo que la magia. Aquel poder le asombró, porque era tan intenso que logró amortiguarle el dolor. El corazón le latía a toda prisa y la sangre le hervía. Temió haber cometido un error mortal y que la magia lo consumiera al no ser capaz de controlarla.

Profirió un chillido impresionante y se concentró en el dragón y en lo que él deseaba de forma desesperada. Empezó a recitar las palabras que a menudo había pronunciado, aquellas palabras tan sabidas y queridas que eran un conjuro mágico.

La magia se acumuló en su interior en forma de una bola de fuego que le brotó de los dedos de la mano ensangrentada. La llamarada fue como un meteorito resplandeciente que atravesó el aire y dejó a su paso chispas blancas que quemaban cuanto tocaban, incluso la protección de hierro del ariete. La bola de fuego dio contra el Dragón Borracho por la parte de la cola y lo quemó al instante.

El fuego mágico se apoderó del bastidor de madera de abeto y lamió con avidez la pasta marrón. En las alas se abrieron unos agujeros. El Dragón Borracho empezó a desplomarse con rapidez. Al ver aquello los hobgoblins se asustaron y dudaron de si debían proseguir con el ataque.

Las llamas alcanzaron las bombas de barril. Una bola de luz de color blanco azulado, deslumbrante, engulló al Dragón Borracho. Al mirarla, Kang quedó cegado durante unos instantes. Un estruendo como el de cien truenos juntos estremeció la fortaleza e hizo caer a Kang de rodillas. Una ola de calor lo envolvió. Oyó gritos: eran hobgoblins agonizantes, goblins quemados vivos. Los chillidos eran horripilantes.

Se puso de pie mientras se frotaba los ojos, deseoso por ver lo que estaba ocurriendo.

La visión que se mostró a sus ojos fue atroz. El dragón explotó a una altura de dos metros y medio por encima de la falange de los hobgoblins. El líquido contenido en las bombas de barril salió con fuerza explosiva y se encendió, cayendo como una lluvia de fuego sobre los hobgoblins. El séquito del general sufrió una buena parte del primer estallido.

Kang vislumbró al general hobgoblin. Tenía el pecho y los brazos en llamas y lanzaba improperios de impotencia. Kang le perdió de vista cuando la parte inferior del dragón se desplomó pesadamente sobre el general y sus mandos.

Tenía la esperanza de que aquello hubiera acabado con los hobgoblins que había en la puerta. Maldijo y lanzó improperios. Los goblins que habían sobrevivido se estaban dando a la huida, pero la falange de hobgoblins, a pesar de que había disminuido mucho el número de sus miembros, todavía se mantenía en su puesto con la intención de derribar la entrada. La muerte del general parecía que sólo había confirmado su decisión.

Kang deseó conocer a quienquiera que hubiera entrenado a esta gente. Le habría dado la mano justo antes de cortarle la cabeza.

Los draconianos lanzaban vítores desde las murallas. Kang les ordenó cerrar sus malditos hocicos y les ordenó lanzar flechas. Les dijo que tiraran lanzas o piedras y que hicieran todo lo posible por detener aquel avance.

Bajó con estrépito las escaleras hasta llegar al lugar donde había dejado al Noveno de Infantería. Confió en que fueran tan disciplinados como los hobgoblins. Los encontró dispuestos en filas y a la espera.

—¡Prokel! —gritó Kang—. ¡Sígueme!

Prokel vaciló.

—Antes dijiste que el general Maranta estaba muerto. ¿Cómo…?

Kang sacudió la cabeza. Aunque pudiera contarlo, ahora no había tiempo para hacerlo. O los soldados le seguían o no. Kang, haciendo caso omiso de Prokel, señaló la puerta principal.

—Muchachos, los hobgoblins están intentando echar abajo la puerta y eso no debe ocurrir. Yo voy a ir hacia allí para luchar contra ellos. ¿Estáis conmigo?

Les dio la espalda y se dispuso a marcharse a la carrera hacia la puerta. Si no lo seguía nadie, aquella última batalla suya sería espléndida para los vates. Pero entonces oyó la voz de Prokel.

—¡Noveno de Infantería, a la carga!

Los soldados, fuertemente armados y con las armaduras del Noveno, siguieron con estrépito a Kang mientras entonaban el grito de batalla de su regimiento con voces graves.

—¡Abrid la puerta! ¡Abridla! —gritó Kang a los soldados encargados del acceso a la puerta.

Al mirar detrás de ellos, los draconianos de la puerta vieron a la infantería que avanzaba y entendieron. Retiraron las barras de refuerzo justo en el momento en que llegó el Noveno.

La puerta se abrió de golpe y los hobgoblins, tomados por sorpresa, se precipitaron en el interior del recinto. El Noveno de Infantería pesada abatió la formación de hobgoblins como un martillo da contra un bloque de hielo. Ésta se deshizo y los soldados abandonaron el ariete. Algunos se volvieron para correr. Otros, viendo que no había esperanzas de escapatoria, desenvainaron las espadas y se dispusieron a luchar hasta la muerte.

Kang se encontraba en la zona de vanguardia de la carga. Su ímpetu le llevó a través de las filas de hobgoblins y al exterior de las puertas; desde ahí vio cómo el enemigo se retiraba delante de él. Se acababa de quedar sin enemigo contra el que luchar y se detuvo para tomar aire y evaluar la situación. Un trapo de colores le llamó la atención. El estandarte de su regimiento yacía en el suelo. Se apresuró para recogerlo a la vez que aprovechaba para partir las cabezas de dos goblins que se encontró.

Regresó a la entrada y vio que el Noveno de Infantería se apiñaba para salir al exterior, al campo de batalla. Ahora los hobgoblins y los goblins se apresuraban a huir. El Noveno se dedicó a dar caza a aquellos que habían tenido la mala suerte de ser los últimos.

Kang, que se encontraba en el centro de la entrada abierta, alzó la voz con un gran grito que se escuchó por encima de todo el revuelo.

—¡Al ataque! El enemigo se retira. —Entretanto iba agitando la bandera—. ¡Al ataque!

Se oyeron vítores procedentes de las filas de soldados de las murallas. Muchos estaban tan excitados que saltaban volando sirviéndose de las alas para aterrizar en el suelo. Se concentraron alrededor de Kang y, en menos de un minuto, éste se encontró capitaneando a más de cien draconianos.

—¡A la carga! —gritó mientras avanzaba corriendo.

Los goblins y hobgoblins huían en todas direcciones. Los restos chamuscados del Dragón Borracho escupían humo negro contra el aire. El Noveno se abría paso de forma sangrienta a la derecha. Kang dirigió a su formación a la izquierda y aplastó a los goblins rezagados que huían.

Kang prosiguió la carga durante unos quince metros pero luego, al darse cuenta de que estaba demasiado débil, se detuvo. Sentía un dolor punzante en la mano que parecía atravesarle el brazo y los intestinos. Le sorprendió ver que tenía la mano destrozada y que dos dedos le colgaban por los tendones. El palo del estandarte que había estado agitando estaba bañado con su propia sangre. Intentó agarrarse a él para evitar caerse al suelo, pero ya no le quedaban fuerzas.

—¡Ya lo sostendré yo, señor! —dijo una voz. Luego una mano pasó a sostener el estandarte y lo colocó firmemente a los pies de Kang.

Aquella voz le resultaba conocida, pero en cambio procedía de la boca de un hobgoblin. Pero entonces éste desapareció y encontró a Slith, que sonreía tan abiertamente que mostraba todos y cada uno de los dientes.

—¡Ha ido muy bien! ¿Verdad, señor? —gritó Slith.

—Muy bien —repitió Kang. Aunque se sentía débil debido a la cantidad de sangre que había perdido, estaba decidido a no desmayarse. No quería perderse aquel final.

—Pero, por todos los Abismos, señor, ¿qué te has hecho? —preguntó Slith al ver que Kang en lugar de mano parecía tener carne de picadillo—. Esto hay que vendarlo, señor, para detener la hemorragia.

Slith comprobó si tenía material para hacer vendajes, pero no llevaba más que la armadura y el cinto, lo mismo que Kang. Entonces se fijó en el estandarte. Sin atender a las protestas airadas de Kang, Slith arrancó el estandarte del palo y empezó a envolver la mano de Kang con aquel trozo de ropa manchada y sucia.

—Este estandarte tiene sangre de Granak —dijo Kang. Slith dejó de vendar y levantó la vista asustado.

Kang asintió y suspiró profundamente.

—Lo alcanzó una jabalina.

Slith bajó la cabeza y prosiguió con el vendaje.

—Malditos sean los goblins —musitó—. Granak era un gran soldado.

—Sí —dijo Kang. Aquél era el mejor epitafio que se le podía dar a un soldado—. Sí, lo era. Huzzad también ha muerto.

—Sí, señor. Hemos encontrado su cuerpo al salir del Bastión. He apostado una guardia de honor. Pensé que te complacería.

—Seguramente es el único ser humano que ha dado la vida por un draconiano —dijo Kang. Pero luego Kang se corrigió: aquello no era del todo cierto. Huzzad había dado su vida por honor, por una visión que una diosa le había dado, por fe en aquella visión. Aquél sería el epitafio de Huzzad.

—Ya está, señor —dijo Slith al rematar el vendaje con un nudo—. Bastará un poco de saliva de kapak y te sentirás como nuevo.

Kang sonrió débilmente. Slith continuó hablando, dijo algo sobre el modo en que él y su tropa de zoquetes lograron abrirse paso en el Bastión. Habían llegado a tiempo a la puerta, el justo para ver la explosión del dragón. Al oír la orden de ataque de Kang, Slith intentó alcanzarlo, pero el Noveno de Infantería ya se había puesto en marcha.

—En cuanto el Noveno despejó el camino, salimos y vimos que ondeabas el estandarte. Te seguimos, pero ibas demasiado rápido. Allí están, señor —agregó Slith con orgullo—. Míralos.

Los Ingenieros del primer ejército de los Dragones pasaron a toda prisa delante de ellos profiriendo su grito de batalla mientras iban a la caza de goblins. Los oficiales saludaron al pasar delante de él. Kang les devolvió el saludo, a pesar de que la mano le dolía terriblemente. Miró el campo de batalla. Hasta donde alcanzaba la vista estaba cubierto por cuerpos muertos de goblins y hobgoblins. A lo lejos vio a unos draconianos que perseguían a un grupo de goblins. La resistencia era mínima y no se tomó a nadie prisionero.

Kang, aturdido, se dio cuenta entonces de que acababan de vencer. Aquél era su día. Habían ganado.

—Slith —dijo al cabo de un instante, en cuanto pudo hablar tras aplacar la sensación de ahogo que le atenazaba la garganta—, ¿te queda alguna de esas bombas de barril?

—¿Por qué, señor? —Slith miró a su alrededor consternado—. ¿Acaso las necesitamos?

—Yo sí —dijo Kang.

Slith advirtió la sonrisa de su comandante y lo comprendió.

—Sí, me guardé una, señor. Y también guardé un par de tazones.

Ambos se dieron la vuelta y regresaron lentamente a la fortaleza. Kang no quiso aceptar ayuda de Slith. La mano le dolía tanto que tenía que apretar los dientes para resistir el dolor. Se sentía levemente mareado y débil por la pérdida de sangre, pero se negaba a que volvieran a llevarlo de un lado a otro en una maldita camilla.

Al pasar junto a la carcasa chamuscada del dragón destrozado inclinó la cabeza con afecto y la saludó. El humo se elevaba entre los restos del dragón y de los cientos de fuegos que todavía ardían en la fortaleza. De hecho, toda la construcción se encontraba en muy mal estado. Al verla, Kang se sorprendió de que hubiera resistido tanto. Había partes de la empalizada de madera totalmente destrozadas.

Al entrar por la puerta, Kang advirtió montones de polvo, restos de cadáveres de baaz, y algunos charcos de ácido, señal de la muerte de kapaks. Algunos de los sivaks fallecidos todavía conservaban el rostro de sus asesinos, otros ya habían recuperado su apariencia habitual. Los draconianos habían vencido, pero el precio que habían tenido que pagar era elevado. La euforia de Kang por la victoria empezó a desvanecerse. Inclinó la cabeza y aflojó el paso. Se sentía enfermo y débil. Estaba a punto de pedirle a Slith que buscara algún camillero cuando se empezaron a oír vítores. Eran vítores y el estrépito de espadas contra escudos.

Kang, sorprendido, levantó la vista. Los draconianos ocupaban las murallas. Otros acudían en masa a la enfada destrozada. Todos vitoreaban con ganas. Miró alrededor.

—¿Qué ocurre? —preguntó, confuso—. ¿A qué viene esto?

Slith sonrió.

—Eres tú, señor.

—¿Yo? —Kang estaba pasmado—. No…

Al verlo, los vítores de los draconianos sonaron más alto y retumbaron en las montañas de alrededor. No cabía duda. Tenía todas las miradas clavadas en él. Los soldados golpeaban las espaldas contra los escudos. Quienes llevaban lanzas empezaron a golpear rítmicamente el suelo con los extremos. Otros daban patadas en el suelo. Se separaron hasta formar un pasillo de honor.

Slith se retiró.

—Sigue tú, señor. Te felicito. Te lo mereces. Kang se detuvo, sobrecogido por la emoción.

—Yo solo no —dijo—. Todos ellos…

No pudo terminar. Sintió un ahogo y se tuvo que aclarar la garganta.

—Busca a Granak —susurró con tono ronco—. Y encárgate de Huzzad.

—Sí, señor —respondió Slith.

Kang levantó la cabeza y se abrazó los hombros, tomó aire y avanzó entre las filas de gente que lo aclamaba.