4
Fonrar y Thesik alcanzaron el suelo del cañón y empezaron a abrirse camino entre las piedras que había a los pies de la estribación. Detrás, al otro lado, oyeron una voz fuerte que hablaba entre bramidos.
—… como ovejitas…
Sólo oyeron estas palabras; el resto quedó apagado por risas y vítores.
—Es el comandante —dijo Fonrar mientras se detenía para mirar atrás. No podía evitar sentir una gran admiración por Kang que llegaba casi a la devoción. De hecho, todas las hembras sentían lo mismo por aquel bozak que les había hecho de padre de pequeñas y que ahora no sólo era un padre para ellas sino que además era su oficial superior.
—Está contando un chiste —añadió. Entonces miró temerosa a Thesik—. Ya sabes lo que eso significa.
—Están en peligro —contestó Thesik.
Los chistes del comandante eran legendarios. Kang jamás contaba ninguno, si no era antes de una batalla. Los soldados alardeaban de ser capaces de valorar una situación con sólo oír las historias jocosas del comandante. Si los chistes eran malos, la situación también lo era. El chiste de las ovejitas era de los peores.
—Lo siguiente que dirá será lo de la pareja de baile —añadió Thesik alarmada—. ¿Te parece que deberíamos regresar?
—¿Y hacer qué? —preguntó Fonrar con brusquedad—. ¿Reírnos con los chistes estúpidos del comandante como el resto de esos tontos?
—Fonrar, no hables así. —Thesik estaba asustada—. Él…, él…, bueno, él es nuestro comandante.
En un mundo abandonado por los dioses, no se podía concebir una autoridad superior.
—Lo sé —repuso Fonrar medio avergonzada y medio desafiante—. Es sólo que… desde hace algún tiempo tengo unos sentimientos extraños y odiosos. No me aclaro. Hay momentos en que desearía que me abrazara, como cuando era pequeña y tenía miedo a la oscuridad. Pero al instante siguiente dice o hace alguna cosa que me enfada tanto que sería capaz de agarrarle ese brazo escamoso que tiene y retorcérselo de buena gana.
Fonrar suspiró profundamente y negó con la cabeza.
—He pedido e implorado al comandante Kang que nos dé entrenamiento militar. Le he pedido que por lo menos nos enseñe a utilizar las armas para que podamos defendernos solas. Ni siquiera lo ha considerado. ¡Estudios de ingeniería! Eso es lo que nos puede dar. Lo único que sabemos es cómo fabricar un pontón flotante para cruzar estanques. ¿Y acaso has visto algún estanque que tenga que cruzarse? ¿Lo has visto?
—Tienes razón —afirmó Thesik—. Si tengo que volver a bisecar otro triángulo o lo que sea que se haga con esas malditas cosas, creo que vomitaré.
Las dos se sumieron en un silencio taciturno. Ahora se oían ruidos de batalla: gritos, aullidos, el chasquido del metal. Los sonidos les resultaban tan familiares como una canción de cuna.
—Ahora que hemos llegado hasta aquí —preguntó Thesik por fin—, ¿continuamos o regresamos?
—Continuamos —dijo Fonrar con firmeza—. Tenemos que saber qué eran esos resplandores.
—¿Y qué hacemos si son goblins? —preguntó Thesik—. No podemos luchar contra ellos.
—No, pero podemos correr —dijo Fonrar—. Haremos lo que hacen los exploradores… espiamos dónde está el enemigo, contamos cuántos hay y regresamos corriendo para explicárselo al comandante.
El ruido en el otro lado de la estribación se incrementó: los goblins aullaban, las cornetas sonaban. Se oyó una explosión.
—Será mejor que nos apresuremos —dijo Fonrar.
Con la luna llena, los goblins no se molestaron en ocultar sus movimientos o actuar en silencio. Kang, de pie en lo alto de la estribación, miró el mar de goblins que se extendía a sus pies contemplando cómo iba creciendo con la proximidad de la tormenta siguiente. Oía a los oficiales vociferando órdenes, cientos de pasos fuertes de goblins disponiéndose a obedecer, golpes de los bordes de las lanzas al dar contra el suelo. La visión nocturna le permitía contemplar cientos de cuerpos viscosos brillando en un color rojo intenso, como se hubiera prendido fuego en ellos.
Desesperado, deseó con todas sus fuerzas que efectivamente aquello fuera así. En otros tiempos, habría rezado a su Reina para pedírselo con la esperanza de que ella le escucharía. En el pasado, se habría postrado de rodillas y le habría rogado el don de sus conjuros, habría sentido su presencia, habría oído su voz, cavernosa y con un deje de humo, ella le habría concedido esa solicitud. Pero aquellos tiempos ya habían pasado. Él no había hecho ningún conjuro de magia desde que ella huyó, se retiró y lo abandonó. Él la odió por aquel abandono pero había agotado aquel odio. No odiaba ni siquiera a los goblins. Tan sólo se sentía cansado Muy, muy cansado.
Alguien le tocó el brazo. Slith estaba señalando.
—Mira ahí. Son los hobgoblins.
—Ya los veo. —Kang quedó absorto ante aquella visión Los hobgoblins estaban haciendo a un lado a los goblin que, en algunos casos, eran pisoteados por las filas de hobgoblins, unos seres más altos, más fieros, más corpulentos, mejor preparados, que ahora se disponían a colocarse en el frente. Los goblins habían cumplido con su cometido: habían debilitado al enemigo, lo habían agotado. Ahora serían ellos quienes iban a llevar el peso del asalto. Estaban decididos a finalizar la tarea.
—Señor, no vamos a salir vivos de ésta —afirmó Slith en voz muy baja.
Kang se resistía a aceptar esa certeza, pero no podía hacerlo por mucho tiempo. La verdad estaba ahí y era mucho más fuerte que él.
—Lo sé —admitió por fin. Morir no le importaba mucho. Lo que llenaba su corazón de pesar era la muerte de su sueño—. Sólo me gustaría saber por qué —añadió en voz baja pero con furia—. ¡Me gustaría saber por qué alguien está haciendo todo esto contra nosotros!
Sacudió la cabeza en un gesto de amarga frustración y desespero.
—¿Acaso eso simplificaría el final?
—No lo sé —repuso Kang con enfado, furioso con quien fuera que deseaba acabar con sus soldados y furioso consigo mismo por haberlos defraudado a todos—. Tal vez.
—Señor —dijo Slith—, creo que lo mejor será enviar a Dremon al norte con las hembras. Es la única esperanza que les queda. No vamos a resistir otro ataque bien planeado, pero por lo menos podremos resistir lo suficiente como para darles un poco de tiempo para que escapen.
—Podría haber, bueno, seguramente hay, goblins tras nuestros talones —puntualizó Kang.
—Sí, señor —respondió Slith—, pero las hembras son unas corredoras excelentes. Seguro que sacan ventaja a cualquier goblin.
—Sí, son unas corredoras excelentes —corroboró Kang. Aquel pensamiento le hizo olvidarse de la ira que había sentido. Había organizado carreras entre ellas con la intención no sólo de fortalecerles las piernas sino también para fomentar su espíritu competitivo. Una vez ofreció como premio una bonita piel de conejo. Una de las gemelas sivak la ganó, aunque no lograba recordar cuál de ellas había sido.
—Señor —interrumpió Slith con respeto pero con apremio—, no es una solución fabulosa, pero por lo menos es una solución.
—De acuerdo, sí —respondió Kang de mala gana. Luego se volvió hacia Granak.
—Pon mucha atención en las órdenes que te voy a dar. Tienes que seguirlas exactamente. Cuando llegue el próximo ataque, espera a que la batalla empiece y entonces toma a Dremon, a la tropa de custodia y a las hembras y os encamináis hacia el norte a la máxima velocidad posible. No os detengáis para nada. Si os atacan, no os paréis para luchar, continuad corriendo. Vuestro cometido es conducir a las hembras a un lugar seguro. Llévate el estandarte contigo. Es nuestra insignia.
—Señor, yo no… —empezó a decir Granak, pero al ver la expresión severa de Kang se interrumpió. Era un soldado bien entrenado. Veía que los hobgoblins estaban avanzando y que tomaban posiciones al frente de la línea. Con una lentitud deliberada se puso firme y levantó la mano para efectuar un saludo muy respetuoso.
—No te fallaré, señor —dijo. Levantó la mirada hacia el estandarte maltrecho y añadió—: Ni a ti, ni al regimiento.
—Sé que no lo harás, Granak —contestó Kang—. Buena suerte.
—Buena suerte a ti, señor —respondió Granak. Hizo el amago de añadir algo más, pero vaciló un instante, se calló y desapareció con el estandarte hacia lo alto de la estribación.
Kang esperaba el final de la batalla. Había hecho todo cuanto había podido. Ahora sólo quedaba trazar un nuevo y último plan. Tenía que inventarse el modo de mantener con vida a sus hombres para que pudieran luchar el máximo tiempo posible. Cada cinco minutos que ellos lograran detener al enemigo era un kilómetro más para las hembras y sus guardianes.
—Slith, ¿cuántas bombas de barril te…?
—¡Señor! —A sus espaldas se oyeron unos gritos frenéticos—. ¡Comandante Kang! ¡Señor!
Kang se volvió de un salto, convencido de que los goblins los estaban atacando por la retaguardia.
Fulkth se acercó a toda velocidad por la estribación.
—¡Bueno! ¿Qué ocurre? —preguntó Kang.
—¡Dos hembras han desaparecido! —contestó Fulkth sin aliento.
Kang lo miró con fiereza.
—¿Que han desaparecido? ¿Y adonde? ¿Desde cuándo?
Volvió su mirada severa hacia Cresel que se acercaba avergonzado y corriendo detrás de su comandante.
—¡Por todos los dioses, Cresel! —Kang olvidó durante unos instantes que ya no quedaba ninguno—. ¡Esta vez no me conformaré con tenerte cavando letrinas! ¡Te voy a enterrar en una! ¿Cómo es posible? ¿Acaso no las contaste?
—S… s… sí, señor —tartamudeó Cresel—. Al atardecer conté que las veinte dormían, estaban tan quietas como unos kenders muertos.
—¿Y bien? —preguntó Kang.
En ese momento una hembra, una de las sivaks, Shanra, llegó corriendo.
—Señor… —empezó a decir.
Kang no estaba para tonterías de niñitas y le hizo un gesto para que guardara silencio.
—Te acabo de hacer una pregunta, Cresel.
—Resulta que sólo había dieciocho, señor. Dos de ellas eran… piedras cubiertas con mantas.
—¡Señor! —interrumpió Shanra con insistencia—. Si pudieras…
—¿Quién falta, Cresel? —preguntó Kang aunque conocía ya la respuesta.
—Fonrar, señor. Y Thesik. Parece que algunas baaz vieron destellos de luz en el cañón… Pensaron que podían ser goblins y Fonrar y Thesik se marcharon a investigar.
A Kang se le paralizó el corazón.
—¡Por supuesto que eran goblins! —exclamó con frustración—. ¿Por qué no lo comunicaron a ningún oficial?
—¡Porque nunca nos escuchas, señor! —gritó Shanra, mirándolo exasperada.
—Está bien —admitió Kang—. Te estoy escuchando.
La actitud desafiante de Shanra disminuyó un poco al ver el desespero del rostro del comandante.
—Fonrar y Thesik tenían que regresar antes —dijo Shanra con voz temblorosa—. No esperábamos que permanecieran tanto rato fuera. Tiene que haberles pasado algo. ¿No te parece, comandante?
En aquel instante, Kang se habría sentado de buena gana en la estribación y se habría puesto a llorar. Sin embargo, las lágrimas eran un lujo que sólo tenían los seres de piel blanda.
—Apartadla de mi vista —gritó a Cresel. Éste obedeció con presteza: tomó a Shanra del brazo y la alejó de la ira del comandante.
—¡Fulkth!
—Señor —saludó Fulkth.
—He dado a Granak las órdenes. Ya sabe lo que tiene que hacer. Toma a las hembras, bueno, al resto de ellas… —Kang suspiró y añadió—: e intentad huir. Granak está al mando. Obedécele a él como si fuera yo.
Fulkth aguardó antes de responder. Esperaba que su comandante revocara la orden, que la reconsiderara, que dijera que había actuado con precipitación, que no tenían que tomar unas medidas tan drásticas. Fulkth esperó en vano. Se dio cuenta de la derrota que escondía la voz de Kang, la veía en los hombros hundidos y la cabeza inclinada de su comandante, adivinaba la derrota en las hileras de hobgoblins que se estaban agrupando al pie de la estribación.
—¡Vete! —ordenó Kang ceñudo.
Fulkth sacudió la cabeza, no para desobedecer, sino con gesto de no querer creérselo.
—Vete, Fulkth —repitió Kang. Posó una mano en el hombro del draconiano.
Fulkth posó la suya un momento en el de su comandante y, olvidando el saludo, se volvió y se marchó corriendo hacia la estribación.
Las cornetas atronaban desde las hierbas crecidas.
—Los goblins han llegado, señor —advirtió Slith.
«El fin ha llegado», pensó Kang.
En cuanto estuvo entre las piedras, Fonrar descubrió con disgusto que el cañón era mucho más amplio de lo que parecía desde lo alto de la estribación. La superficie del suelo del cañón tampoco era tan lisa como le había parecido antes. El suelo estaba cubierto de hendiduras y grietas profundas, algunas tan anchas que Thesik, que al ser aurak carecía de alas, no podía saltar sin más; eso obligaba a ambas a dar rodeos amplios para encontrar el camino. Las puntas afiladas de las piedras se levantaban de la tierra como pequeñas montañas en miniatura. Estaban rodeadas por un auténtico bosque de piedras. Habían dejado de oír el fragor de la batalla en la estribación.
—¿Cuánto te parece que hemos avanzado? —preguntó Fonrar aprovechando un momento para detenerse y tomar aliento.
—Unos nueve kilómetros —calculó Thesik. Fonrar miró alrededor. Con esa especie de montañas que las rodeaban por todas partes, ya hacía rato que no sabía qué estribación era la suya.
—Estoy totalmente perdida —admitió.
—Yo no —respondió Thesik y con el dedo de una garra señaló a lo lejos—. Aquélla es la posición de nuestro ejército. Justo ahí. A la izquierda de aquella montaña alta. Ahora la luna está justo encima.
Fonrar miró a su amiga con admiración y sin ningún asomo de duda. Thesik había demostrado su sentido de la orientación en muchas ocasiones.
—¿Cómo puedes saberlo?
—No lo sé —respondió Thesik encogiéndose de hombros—. Me parece que es algo que me viene de nacimiento. Igual que tus alas —añadió mirando con envidia a Fonrar.
—Tal vez te crezcan —contestó Fonrar. Thesik negó con la cabeza.
—Cresel dice que no, que los auraks no tenemos alas, dice que eso me convierte en alguien especial, en una raza.
—Ahora mismo, tu sentido de la orientación resulta mucho más práctico que mis alas —apuntó Fonrar con ironía. Miró de nuevo atrás.
—Deberíamos regresar, Fonrar. Seguro que ya se han dado cuenta de que hemos desaparecido. Nos hemos metido en un buen lío.
—Pues yo no voy a regresar hasta que sepa lo que eran esos destellos —replicó Fonrar con la testarudez que le era propia—. Y en cuanto a meterse en líos, ya sabemos qué es lo que va a ocurrir. Recibiremos una regañina del comandante y nos encerrarán en nuestras habitaciones durante una semana. Las cosas no cambiarán porque tardemos un poco más.
La luna, una esfera de plata, se elevó en el cielo e iluminó de tal manera que las piedras hicieron sombra.
—Mira ahí —susurró Thesik en voz baja—. La cumbre en la montaña parece la crin de un dragón. El horizonte es como un enorme dragón tendido a la luz de la luna. Fonrar, ¿has visto eso?
—No —respondió Fonrar con sequedad—. Lo único que veo son montañas. Además, ¿qué iba a hacer un dragón tendido bajo la luz de la luna? La luna no calienta, sólo… ¡Espera! ¡Mira, Thesik, mira! —Fonrar tomó con fuerza a Thesik y le clavó las garras entre las escamas, obligándola a volverse—. ¡He visto un destello! ¡Ahí! ¡Mira!
—¿Qué? ¿Dónde? ¡Ay! ¡Me estás pellizcando! —Thesik se deshizo de la mano de Fonrar y miró hacia adelante—. No veo nada.
—Ha desaparecido —respondió Fonrar desanimada—. Espera. ¡Ahí! ¡Ahí! ¿Has visto eso?
—¡Ya lo he visto! —Thesik estaba excitada—. ¡Un destello clarísimo!
—La luz de la luna se ha reflejado en un objeto de metal. Estoy segura de eso. Thesik, los goblins están por aquí. Los hemos encontrado. Sólo tenemos que acercarnos un poco y verificarlo. Ya sabes lo que dice el comandante: «comprobar, siempre hay que comprobar».
Las dos avanzaron sigilosamente, agazapadas entre las sombras y temerosas de que la luz de la luna se reflejara en sus escamas y revelara su posición al enemigo. Thesik se deslizaba por el suelo desmenuzado e inestable con la misma quietud que la luz de la luna. Fonrar, en cambio, se esforzaba por avanzar silenciosamente y, en honor a la verdad, lo hizo bastante bien hasta que con su peso desplazó a un lado una roca grande. Al intentar recuperar el equilibrio tuvo que batir las alas, agitar la cola y hacer bastante ruido. Thesik se asustó y se volvió a mirar a su compañera.
—¿Estás bien? —empezó a preguntar. Entonces una voz atronó entre la oscuridad.
—¡Quieto! ¿Quién anda ahí? No te muevas e identifícate.
Fonrar agarró con fuerza a Thesik y la arrastró detrás de una piedra. Ambas se quedaron quietas en aquel sitio sin atreverse ni a respirar.
—Sé que estás ahí —volvió a hablar la voz.
—¿Los goblins hablan draconiano? —susurró Fonrar.
—No que yo sepa —contestó Thesik—. Creo que los goblins apenas hablan su propio idioma.
—Pues quien sea que ha hablado lo ha hecho en draconiano. —Fonrar se interrumpió, levantó la voz y con una imitación creíble del comandante Kang exclamó—: ¡Tú, quieto ahí! ¡Identifícate!
—Aunque no te veamos, te olemos —respondió la voz en un tono poco impresionado—. Y sólo porque no oléis a humanos no os hemos hecho nada. Tenéis cinco segundos para identificaros, de lo contrario tendremos que identificar vuestros cadáveres.
—Hablan como los draconianos —dijo Thesik dubitativa.
—Sí, pero tal vez estén utilizando nuestro idioma para engañarnos —contestó Fonrar—. El comandante dice que algunos de esos malditos Caballeros de Solamnia hablan draconiano. Tal vez sean eso: espías solámnicos.
Se oyó una espada y luego, el chasquido de metal contra metal y el rasguño de las garras de los pies al avanzar sobre la piedra.
—Avanzad a mi orden, muchachos —dijo la primera de las voces.
—¡No ataquéis! Me rindo —gritó Fonrar. Levantó las manos para indicar que no ocultaba ninguna arma y se alzó desde detrás de una piedra. Entretanto susurró a Thesik—: Tú mantente escondida. Si me ocurre algo…
—Yo no pienso quedarme escondida —respondió Thesik enfadada—. Si tiene que ocurrir algo malo, que sea a las dos.
Thesik se alzó detrás de la piedra y, antes de que Fonrar la pudiera detener, la hembra aurak asomó en actitud desafiadora bajo la luz de la luna. La luz plateada se reflejaba en sus escamas doradas. Adoptó una actitud en guardia y movía con elegancia su cuerpo delgado. Su ademán era digno y ajeno a cualquier temor.
En la oscuridad que ocultaba la luz de la luna se empezaron a oír gritos de asombro, respingos y blasfemias. Las voces abandonaron el tono amenazador; parecían sobrecogidas, incluso aterrorizadas.
Entonces un bozak enorme asomó entre las piedras, a medio metro de ellas. A su señal se mostraron también otros cuatro soldados draconianos; la luz de la luna refulgía en los escudos y en las hebillas de los cintos de las espadas.
El bozak dio un paso hacia adelante y miró fijamente a Thesik. De repente se arrodilló.
—¡Gran aurak! —dijo con voz atemorizada y un movimiento tembloroso de las alas—. Olvida mis amenazas. He hablado sin pensar. No tenía ni idea. No quería ofenderte. Si lo hubiera sabido… —Inclinó la cabeza y abrió los brazos—. ¡Gran aurak! Estoy a tus órdenes. Mis hombres están a tus órdenes. Estamos a tu servicio.
Otros dos draconianos más se arrodillaron como él mientras los dos restantes se tendieron bocabajo.
—¡Estamos a tus órdenes, gran aurak! —gritaron al unísono.
—¡Bueno esto ya está mejor! —exclamó Fonrar exultante.
Las filas de hobgoblins avanzaban. Estaban descansados; no habían sufrido ninguna baja. Tenían la moral alta. Probablemente acababan de despertarse de un sueño reparador después de haber disfrutado de una buena cena. Los draconianos no habían gozado de un buen descanso desde hacía meses y no habían comido bien desde aproximadamente el mismo tiempo. Aquel día habían tenido que hacer frente a tres ataques serios. Apenas quedaba alguien que no estuviera herido y algunos estaban graves. Habían visto morir a sus compañeros junto a ellos. Eran minoría y no tenían adónde huir.
Los hobgoblins avanzaron entonando cantos guerreros. Los draconianos se mantuvieron en pie con expresión severa mientras asían con fuerza las armas. Estaban agotados y la batalla a la que se enfrentaban era inútil. Kang casi esperaba ver que los hombres abandonaban las armas y se morían ahí mismo. No les habría culpado por ello.
Entonces un baaz profirió un grito. Estaba herido. Un brazo le colgaba inerte. No podía cargar un escudo, pero todavía era capaz de blandir la espada.
—¡Por el comandante! —gritó con rabia y se precipitó hacia adelante para enfrentarse a los hobgoblins que se acercaban.
—¡Por el comandante! —gritaron a su vez los demás draconianos mientras se lanzaban a la carga.
A Kang el corazón se le hinchó con orgullo. Nadie podría cantar aquel momento final, excepto quizá los hobgoblins vencedores. Pero Kang sí lo haría. En la vida futura que le aguardaba recordaría aquel momento y el orgullo que había sentido por sus hombres.
Slith dio un golpecito en la armadura del brazo de Kang.
—¡Señor, mira ahí!
Slith estaba señalando un pequeño grupo de soldados hobgoblins de mayor tamaño que sobresalían entre los demás y que portaban una armadura de cadenas cruzada con unas bandas de color rojo brillante. En el centro había un hobgoblin gigantesco, Kang nunca había visto uno tan grande. Lucía un yelmo de piel decorado con cuernos de alce, los cuales le daban una talla de por lo menos dos metros y medio.
—Es su general —comentó Slith.
—¿Queda alguna bomba de barril? —preguntó Kang con urgencia.
—No, señor. —Slith negó con la cabeza—. Lo siento.
—No importa. Nos encargaremos de él en una lucha cuerpo a cuerpo —respondió Kang mientras blandía el hacha de guerra con una mano y desenvainaba el puñal con la otra.
—Será algo digno de una canción —dijo Slith con una sonrisa torcida.
—Con mi último aliento —respondió Kang. Miró de nuevo al grupo de oficiales. Sólo quedaban dos guardias con él. Granak, el abanderado, había desaparecido en la estribación. Kang se permitió un único momento de esperanza e imaginó a las hembras huyendo hacia un lugar seguro. Pensó que en el futuro ellas guardarían el estandarte como un tesoro y les contarían a sus hijos historias de los Ingenieros del primer ejército de los Dragones y les dirían que habían luchado con orgullo y muerto con honra junto a aquel estandarte. Con aquel único momento en la cabeza, Kang levantó la mano y señaló el enorme hobgoblin tocado con la cornamenta.
—Muchachos, ése será nuestro objetivo, adelante.
Kang se abrió paso entre las primeras hileras de hobgoblins. Una lanza le atravesó las costillas. Agitó el hacha y decapitó al hobgoblin antes de que pudiera atacar otra vez. Slith luchaba a su lado, blandiendo la espada y el puñal con eficacia y habilidad. Las filas de hobgoblins se fueron abriendo ante ellos. Los dos escoltas de Kang quedaron retenidos por la batalla y Kang los perdió la pista. Él y Slith continuaron avanzando con la vista puesta en su objetivo.
El general los vio. Slith se aseguró de ello dedicándole a gritos unos cuantos insultos en perfecto acento goblin. Pero el general de los hobgoblins no prestó gran atención a los dos draconianos que le atacaban y prosiguió dirigiendo el curso de la batalla, dejando que su guardia se encargara de aquella molestia.
Kang se enfrentó a uno de esos hobgoblins de banda roja. Era casi tan alto como Kang y era muy corpulento. Agitó con habilidad una enorme espada de filo ancho y la blandió contra Kang. Éste desvió el golpe con el hacha de batalla y se apartó. Entonces el hobgoblin levantó la pierna con la intención de propinarle una patada a Kang en el estómago. Tras colocarse el puñal entre los dientes, Kang empleó la mano desocupada en agarrar al hobgoblin de la pierna y levantarlo hasta dejarlo tendido en el suelo bañado en sangre. Slith hundió la espada en el pecho del hobgoblin.
—¡Clava!
Slith se inclinó a la vez que evitaba el ataque funesto de la espada del segundo guardián, que buscaba separarle la cabeza de los hombros. Slith clavó el puñal en el hobgoblin hasta que la empuñadura quedó clavada en la barriga grasienta, por la parte en la que ésta sobresalía del peto. El hobgoblin se dobló sobre sí y murió con un gemido.
—¡Apestoso esbirro solámnico! —atronó Kang—. ¡Mírame, bastardo!
Entonces, por fin, el general de los hobgoblins se dignó mirar alrededor. Al ver que los dos guardias yacían bañados en su propia sangre frunció el entrecejo con enojo.
—Espera un momento; quiero terminar con estos desgraciados —comentó a un mensajero que estaba esperando órdenes.
Kang cargó blandiendo el hacha. El general levantó con las dos manos una enorme espada de filo ancho y se enfrentó al ataque furioso del draconiano. El hacha de Kang dio contra la espada. Contaba con poder partir el arma en dos, pero el filo del hobgoblin era muy bueno y resistió.
Ambos chocaron en un aprieta y afloja con la esperanza de que el contrario se viniera abajo.
—¿Quién os paga? ¿Quién os ha pagado para matarnos? —preguntó Kang y, frustrado, añadió en draconiano—: ¡Respóndeme, inmundicia resbaladiza!
—No es asunto tuyo, lagartija. Estás muerto —respondió el general en tono condescendiente mientras mostraba sus fauces putrefactas y amarillentas—. Te diré una cosa. Casi siento mataros. Vuestra vida me está haciendo ganar una fortuna. —Se encogió de hombros y dio un enorme empujón con sus brazos musculosos. Apartó hacia atrás a Kang con facilidad—. Cuando hayáis muerto me darán una recompensa. Así que a mí ya me está bien.
—¡Maldito seas hasta el Abismo! —maldijo Kang, esquivando el ataque con un salto—. Casi, casi me apetece dejar que me mates. Así estallaría en tu carota.
El general se rió y levantó la espada de filo ancho. Pero en este momento otro de los guardianes de banda roja se interpuso delante del general. Kang se vio forzado a combatir contra aquel soldado.
—¡Cobarde! —gritó Kang con tanta fiereza que se le escapó la saliva de la boca—. ¡Lucha conmigo si te atreves, maldito cobarde!
El general de los hobgoblins hizo una mueca de disgusto. Se volvió de espaldas y empezó a impartir órdenes.
El guardián hobgoblin cortó la greba que cubría la pierna derecha de Kang llevándose con él un trozo de carne. Aquel hobgoblin era un espadachín excelente y Kang tuvo que concentrarse por completo para poder ganarlo. Los hobgoblins prosiguieron el avance. Kang logró vencer a ese soldado partiéndole la cabeza en dos pero tras él aparecieron dos más. Kang estaba tan cansado que no creía tener fuerzas ni siquiera para levantar el hacha. Entretanto Slith luchaba con valentía junto a Kang, pero también estaba cansado. Entonces cometió un error que le dejó al descubierto. Sólo la intervención desesperada de Kang logró salvarlo.
A ninguno de ambos le quedaba aliento para intercambiar palabras, pero sí se cruzaron una mirada. Era la despedida.
Kang prosiguió la lucha con la esperanza de alcanzar al general o, por lo menos, de morir a sus pies. Apenas se dio cuenta de la presencia de un mensajero hobgoblin que avanzaba rápidamente para transmitir un mensaje que tomó al general por sorpresa. El hobgoblin escuchó atentamente, miró con fiereza en dirección oeste y dio unas órdenes. El sonido de una corneta restalló justo a la derecha del rostro de Kang, dejándolo medio sordo.
—Pero ¿qué…? —empezó a preguntar Kang. Su voz quedó enmudecida por las cornetas que empezaron a atronar a su alrededor.
Los oficiales gritaban órdenes. El general de los hobgoblins se dio la vuelta para marcharse y el resto de sus oficiales lo siguió aplastando las hierbas altas a su paso. Kang permanecía en pie, sin aliento, mirando alrededor sin comprender nada de lo que ocurría. Donde antes había mil rostros de hobgoblins esforzándose por tener su sangre, ahora apenas se veían cien espaldas.
—¿Qué me he perdido? —preguntó Kang asombrado—. ¿Acaso no estábamos perdiendo?
—Sí, señor —contestó Slith—. Y a lo grande.
—¿Me he muerto? —preguntó—. ¿Es eso?
Slith lo miró atentamente.
—No tienes un aspecto excelente, señor, pero no estás muerto.
—Bueno, entonces, ¿qué ocurre?
Slith contempló al ejército de hobgoblins.
—Parece que están huyendo, señor.
Kang sacudió la cabeza y miró a sus espaldas. Los supervivientes de su ejército estaban tendidos en el suelo, la mayoría heridos, muchos muertos. La respuesta no estaba ahí.
—¡Por la gracia de la Reina Oscura! —dijo Slith entre dientes. Tocó el brazo de Kang—. ¡Mira, señor, mira ahí!
Una falange de draconianos avanzaba por la llanura arremetiendo a su paso como un relámpago caído del cielo el flanco de hobgoblins. La retirada de los hobgoblins pasó a ser un disturbio. Los draconianos elevaron la voz en un grito de guerra furioso y los persiguieron.
—Tiene que ser el escuadrón de Fulkth —rugió Slith enfadado—. Nunca le ha resultado fácil obedecer órdenes.
Kang miró hasta que le escocieron los ojos. Se los frotó y miró de nuevo. Aquella visión no desaparecía.
—No es Fulkth —dijo por fin—. No sé quién es, Slith. No hay tantos draconianos en el escuadrón de Fulkth. ¡Dios! Ni siquiera en todo nuestro maldito regimiento hay tantos draconianos.
Slith parpadeó.
—Tienes razón, señor, ¿de dónde vienen? Como respuesta, Kang escuchó a sus espaldas una risita que le resultó familiar. Se volvió lentamente, como en un sueño de dragón, Fonrar se puso firme y levantó la mano para saludar. A su lado estaba Thesik, también saludando, y detrás de ella, Hanra y Shanra, las gemelas sivak.
—Nosotras hemos traído a los soldados draconianos, señor —dijo Fonrar con orgullo. A continuación, miró a Shanra con disgusto, pues ésta tenía la desafortunada costumbre de reírse en situaciones tensas.
—Y yo enseñé a Fonrar dónde encontrarte —añadió Shanra.
—No, fui yo quien enseñé a Fonrar dónde encontraros —dijo Hanra mirando a su hermana.
—Señor, Thesik y yo pensamos que esa ayuda te vendría bien —intervino Fonrar con rapidez—. No es que temiéramos que fueras a sufrir una derrota. —Se cuidó mucho de no mirar a Kang, que estaba magullado, cubierto de sangre, sin aliento y se agarraba a lo que le quedaba de salud—. Hemos traído estos soldados para daros un respiro a ti y a la tropa.
Un oficial draconiano kapak salió de la oscuridad y saludó a Kang. Este, mareado, devolvió el saludo. Entre los Ingenieros del primer ejército de los Dragones no había kapaks desde hacía treinta años. El kapak iba vestido con una armadura articulada como la del ejército de infantería pesada de draconianos. Los galones que ostentaba eran los de un subcomandante.
—Mi nombre es Prokel y soy el subcomandante del Noveno de Infantería. —El kapak miró a Kang—. ¿Estás herido, señor?
Kang se encontraba demasiado sorprendido para responder; le parecía que se había quedado sin cerebro y que estaba bailando de un lado a otro. Slith, al ver a su comandante incapacitado momentáneamente, devolvió el saludo al kapak.
—Ingenieros del primer ejército de los Dragones —dijo y añadió con incredulidad—: ¿De dónde diablos habéis salido?
El kapak continuaba mirando a Kang con visible preocupación.
—Tenemos una fortaleza a menos de veinte kilómetros de aquí. Somos los supervivientes de la raza draconiana, bueno, eso era lo que creíamos hasta que estos dos valientes guerreros —manifestó señalando a Fonrar y Thesik— interceptaron una de nuestras patrullas. Estábamos investigando la hoguera en la cima de la estribación. Temíamos que fueran Caballeros de Solamnia. —El kapak observó al enemigo que se retiraba—. En lugar de ellos nos encontramos con unos draconianos que estaban siendo atacados por hobgoblins.
—¡Comandante Kang! ¡Señor! —se oyó un grito. Granak, el enorme sivak, asomó blandiendo con orgullo el estandarte.
—Siento haber desobedecido tus órdenes, señor —dijo Granak—, pero encontramos a estos draconianos y estaba seguro de que querrías que regresásemos.
También Fulkth estaba ahí dando palmaditas al hombro de Slith. Acudieron asimismo la mayoría de hembras, que se arremolinaron alrededor de Fonrar y Thesik y empezaron a hablar entre sí de inmediato.
Fonrar logró abrirse paso entre la multitud y acercarse a Kang.
—Esperamos que no estés demasiado enfadado con nosotras.
—Ya nos hemos retirado a nuestros cuarteles, señor —añadió Thesik en tono dócil—, para evitarte la molestia.
Kang miró el campo. Los goblins habían desaparecido en la noche. Por primera vez en treinta años, Kang veía más draconianos de los que era capaz de contar. Había soldados draconianos apresurándose por todas partes en columnas de compañía, recogiendo muertos, matando goblins y atendiendo a los draconianos heridos.
Al ver a Granak y el estandarte, Kang empezó a reírse. Cayó de rodillas entre risotadas y finalmente se tiró bocabajo en la hierba crecida. Mientras perdía la conciencia, oyó un grito de temor de Fonrar que le pareció muy dulce. Oyó a Shanra o Hanra, benditas sean las dos, discutiendo. Oyó también un grito del oficial kapak llamando a un camillero. Por fin, antes de caer en un merecido descanso, Kang oyó a Slith.
—El comandante está herido, pero no es grave, señor. Él es como el resto de nosotros. Sobrevivirá. Todos lo haremos —declaró Slith en tono triunfante.