16

Las hembras trabajaron durante toda la noche cortando paneles. Durante la mañana siguiente empezaron a coserlos. Huzzad se dio cuenta de que faltaban dos hembras, las hermanas sivak Hanra y Shanra, pero no hizo ningún comentario. Adivinó dónde podían estar las dos. Las hembras bozak necesitaban algunos componentes para sus conjuros mágicos. A pesar de que las hembras ejercitaban la espada a la vista de todos, Huzzad y Thesik se opusieron a la decisión de Fonrar de contar a Kang que las hembras utilizaban magia.

—No estamos mintiendo al comandante —explicó Thesik—. Nos limitamos a no contarle toda la verdad de golpe.

—Es lo mismo que esa pasta marrón —arguyó Huzzad—. En cuanto logras tragar el primer bocado, el resto no está tan mal. Es preciso que antes él digiera el primer bocado.

Fonrar por fin cedió de mala gana.

Al amanecer de la mañana siguiente, las alas ya estaban montadas y los soldados de Dremon empezaron a mezclar la masa marrón con la pasta de papel. El bastidor del cuerpo estaba a la mitad. La cabeza necesitó más tiempo del que en principio se había calculado.

El resto de draconianos de la fortaleza observaba los avances del dragón con una mezcla de curiosidad, diversión y, o era el caso de los Guardias de la Reina, desdén. El airado comandante del Noveno de Infantería exigió con dureza que le devolvieran el cobertizo. Como eso era imposible —de hecho, el cobertizo se había convertido en el esqueleto del dragón— le dieron zumo de cactus como compensación. Al cabo de algunos tazones, el comandante ya les estaba ofreciendo los barracones del Noveno de Infantería a cambio de más zumo. Slith se lo agradeció, pero le dijo que ya tenían toda la madera de abeto que necesitaban. El oficial se marchó de mala gana y con paso tambaleante.

En cuanto a los draconianos nuevos, los recién llegados, hacían lo que se les decía que hicieran, ni más, ni menos.

Slith sentía cada vez mayor curiosidad por esos draconianos tan peculiares y decidió que podría ser entretenido a la vez que instructivo confraternizar un poco con uno de esos nuevos. Tras dejar a Gloth al cargo de la destilería, fue a buscar a uno de los nuevos draconianos. Encontró a uno delante de una escalera; al parecer estaba esperando a que alguien le dijera lo que tenía que hacer.

—¡Eh, tú, soldado! —le llamó Slith.

El baaz volvió la cabeza. Al ver a un oficial, se puso firme y levantó la mano hasta la frente para saludar. Slith pensó que había sido una suerte que el soldado no llevara un martillo en la mano con la que saludó. De lo contrario podría haberse dado un buen golpe en la cabeza.

—¡Señor! —dijo el baaz con la vista al frente.

—Descansa —dijo Slith con una sonrisa amistosa—. No estamos en ningún desfile. Tranquilo, ¿vale?

El baaz continuó firme.

—Usted es mi oficial superior, señor. Ante un oficial superior tengo que permanecer firme.

—No si el oficial superior te dice que no. Descansa, soldado.

—¿Es una orden, señor?

—Sí —Slith estaba divirtiéndose—, es una orden. Descansa, soldado.

—Sí, señor. —El baaz separó los pies y juntó las manos la espalda con un chasquido—. Ya estoy en descanso, señor.

—¡Por todos los diablos! —musitó Kang—. Espero que el comandante no vea eso. Mira, soldado —dijo en voz alta—. No es bueno que seáis tan correctos y refinados. Por una parte, hacéis daño a la imagen del resto de nosotros, por otra, ponéis nervioso al comandante. Esta actitud le da miedo. Me da miedo —añadió por debajo.

Slith miró atentamente al baaz e intentó imaginar lo que había de raro en él. A primera vista parecía normal. Todas las escamas estaban en su sitio. Tenía todos los dedos de las manos y de los pies, una cola normal y alas. Eran los ojos. Los ojos eran raros. Tenía una especie de mirada perdida, como si estuviera buscando algo que se le hubiera perdido. Slith no podía averiguar el qué.

—¿Cuál es tu nombre soldado? —preguntó Slith en un tono amigable.

¡Maldita sea, si parecía que el baaz tuviera que pensárselo!

—Drugo, señor —dijo por fin tras la pausa.

—Drugo. ¿Seguro? —bromeó Slith.

El baaz se quedó de nuevo en silencio y volvió a considerar el asunto.

—Sí, señor —dijo por fin.

—¡Maldita sea! —masculló Slith—. Este bastardo está empezando a darme escalofríos. Muy bien, Drugo, tengo que ir a recoger algunas cosas a Intendencia y creo que necesito ayuda.

Slith empezó a marcharse.

—Sí, señor —contestó Drugo sin moverse.

—Tu ayuda —puntualizó Slith, mirando alrededor.

—Sí, señor —dijo Drugo y se puso al paso junto a Slith.

Tal como el subcomandante descubrió tras sacar distintos temas de conversación interesantes y divertidos —batallas, torturas de elfos, humanos destripados—, Drugo no tenía tema de conversación. Aquel draconiano no tenía nada que decir respecto a ningún tema, por lo que Slith finalmente desistió y se concentró en no desorientarse. Los dos draconianos se sumergieron en el laberinto de calles retorcidas que circulaban y serpenteaban por toda la fortaleza. Slith había estado antes en Intendencia y tenía una idea vaga de dónde se encontraba, pero a pesar de que había salido en misiones de exploración varias veces, nunca había ido a ningún lugar de aquel nido de ratas sin tomar mal un par de calles antes de llegar a su objetivo.

Entonces se dio cuenta de que Drugo parecía saber exactamente hacia dónde se encaminaba. Slith lo descubrió cuando se volvió a la izquierda en un cruce y Drugo continuó hacia adelante.

—Es por aquí —dijo Slith.

—Sí usted lo dice, señor —respondió Drugo.

—Espera un momento. —Slith se detuvo—. ¿Tú crees que es por el otro camino?

—No puedo saberlo, señor —respondió Drugo—. Usted es mi oficial superior.

—¿Has estado antes en Intendencia?

—No, señor —respondió Drugo—. Soy nuevo en esta fortaleza. Todavía no me oriento bien por aquí.

—Pero parecía que realmente supieras el camino —dijo Slith.

—Si usted lo dice, señor —repuso Drugo.

Slith tuvo que controlarse con firmeza porque de lo contrario habría agarrado a Drugo por el cuello.

—Vamos a probar con mi camino —dijo Slith y, como era de esperar, al cabo de algunas vueltas se encontraron una calle sin salida, detenidos por dos cobertizos y la parte trasera de la forja del herrero.

Drugo no decía nada, se limitaba a estar ahí.

—Drugo —dijo Slith—, ve a Intendencia. Es una orden.

—Sí, señor —respondió Drugo y partió hacia allí.

Llevó a Slith directamente a Intendencia.

—¡Maldita sea! —masculló Slith.

Slith recogió el material que necesitaba entregando la solicitud que él había escrito con la firma falsificada de Kang; estaba convencido de que el comandante hubiera autorizado ese material si hubiera sabido que lo necesitaba. Slith y Drugo se dirigieron de nuevo a los barracones por otro camino, en una especie de experimento. Como era de esperar, Drugo no se equivocó en ninguna calle. Los dos acarreaban dos cajas de herramientas y equipo además de veinte pares de brazaletes de piel de calidad.

—Es un pequeño regalo para las hembras —dijo Slith señalándolos.

Drugo dio su habitual respuesta lacónica de «Sí, señor». Estaba claro que no estaba impresionado.

Sin embargo, había un par de draconianas que se encontraban ocultas por ahí y que, al escuchar las palabras de Slith sobre «brazaletes» reaccionaron de un modo algo más entusiasta que Drugo.

Shanra y Hanra habían salido de nuevo a la ciudad, esta vez en busca de componentes para conjuros. Huzzad les había dicho que debían buscar un edificio llamado «Intendencia mágica». Lo habían encontrado, y habían entregado una solicitud, firmada esta vez con un firma falsa de Kang hecha por Huzzad. Thesik señaló al verla que aquella imitación no tenía nada que ver con el modo de escribir de Kang, pero Huzzad dijo que el encargado de la Intendencia mágica no sabría la diferencia porque nunca había visto la firma de Kang y que no tenía manera de saber cómo era. Ciertamente, aquél fue el caso.

Las sivaks se encaminaban de vuelta a sus barracones con los fardos llenos de guano de murciélago, arena y azufre, cuando se encontraron con Slith, que iba acompañado de un baaz que ellas no conocían.

Las dos se ocultaron en la sombra de una calle desde la cual contemplaron con adoración a su héroe.

Fue en aquel momento cuando Slith, ajeno por completo a que estaba siendo observado por las dos hembras, hizo el comentario referido a los brazaletes. Las palabras «hembras» y «regalo» se oyeron claramente.

Shanra dio un chillido que hizo que su hermana, asustada, la agarrara y la arrastrara hacia el interior de un callejón.

—¡Psst! ¡Te va a oír! —la regañó Hanra.

—Lo siento —respondió Shanra con docilidad—. Me pregunto qué podrá ser.

—Sigámosles a ver si averiguamos algo.

Las dos salieron furtivamente del callejón y se mezclaron con los draconianos que habían salido a las calles en masa para llevar a cabo los importantes preparativos de la fortaleza ante la batalla. Las sivaks intentaron mantener al alcance del oído la conversación de Slith y su acompañante, pero las estrechas callejuelas en ocasiones estaban demasiado concurridas. Tras sufrir varios golpes y empellones, no lograron acercarse lo suficiente para oír algo más hasta que Slith dio una vuelta a la derecha y entró en una zona despejada que estaba relativamente más tranquila.

Las sivaks, encantadas por el éxito, estaban a punto de llegar a su objetivo cuando Shanra tomó del brazo a Hanra y la hizo volver atrás.

—¡Mira! ¡Mira ahí! —boqueó Shanra.

—¿Qué? —preguntó Hanra asustada.

—El sivak que hay delante de aquel edificio tan feo y enorme. ¿No es el que dejaste inconsciente?

Aquel edificio tan feo y enorme era el Bastión. El sivak que estaban observando, un miembro de la Guardia de la Reina, estaba pasando revista a los guardias de servicio.

—¿Qué hacemos? ¿Y si nos ve? —preguntó Hanra nerviosa.

—Será mejor que volvamos por donde hemos venido —susurró Shanra.

Cuando las dos se disponían a escabullirse, oyeron la voz de Slith. Las hermanas se detuvieron en la sombra con la esperanza de que dijera algo sobre los regalos.

—El comandante tenía razón —decía entonces Slith, mientras observaba el Bastión—. Es un edificio horrible, pero está bien defendido. Tengo que darle la razón al general. Nadie podrá acercarse a él sin ser anunciado.

Slith observó a los sivaks con más atención.

—¡Maldita sea! Ése es el bastardo que estaba de servicio la noche en que desaparecieron nuestros hombres. Sus repuestas jamás me convencieron. —Dejó la caja en el suelo y le dijo a Drugo—: Quédate aquí con la caja. Yo tengo que charlar un momento con mis amigos sivak de ahí.

Los sivaks de la Guardia de la Reina miraron a Slith con una actitud poco amigable, pero esto no le disuadió; jamás le había importado ser un estorbo y tenía algunas preguntas que plantear a aquellos draconianos. Ya había dado un paso en dirección al Bastión cuando sintió un apretón en el brazo.

—¿Eh? —dijo Slith, volviéndose con sorpresa—. ¿Qué ocurre, Drugo?

—No vaya ahí, señor —susurró Drugo. Tenía una voz ahogada y los ojos muy abiertos y llenos de terror.

—¿Por qué no? —preguntó Slith, interesado en aquella reacción—. ¿Por qué no debería ir allí?

—Hay dolor —dijo Drugo, apretando a Slith de tal modo que le clavaba las garras en las escamas de plata—. Hay dolor y… y oscuridad. Y fuego. Un fuego horrible. Se pierde… —murmuró— se pierde…

—¿Qué? —Slith estaba asombrado—. ¿Qué significa que hay dolor y oscuridad y un fuego terrible en el interior del Bastión del general? ¿No te estarás burlando de mí, verdad?

Slith miró a Drugo con severidad. Aquellos ojos ausentes se clavaron en él.

—No —admitió Slith—, ya lo has pasado bastante mal burlándote de ti mismo. —Volvió a mirar el Bastión—. Dolor y fuego. Suena como en los buenos tiempos. —Se deshizo suavemente del apretón hiriente del draconiano—. Quédate aquí y vigila las provisiones. ¡No, no! No me va a pasar nada. No voy a entrar al Bastión, no te preocupes. Lo único que voy a hacer es pasar el resto del día con la Guardia de la Reina, quiero ser sociable. Tú quédate aquí.

—Sí, señor —respondió Drugo con un tono nada alegre.

Slith se marchó. Drugo había recibido órdenes de guardar las cajas y eso fue lo que hizo, al parecer dispuesto a dar su vida por ellas.

—¡Oh, vaya! —gimió Shanra horrorizada—. Mira ahí. Slith va a hablar con el sivak que golpeaste en la cabeza.

—Slith sabe que fui yo quien le hirió —dijo Hanra, horrorizada—, y sabe que tú fuiste quien robó la solicitud. ¡Igual quiere delatarnos!

—Slith no haría una cosa así —repuso Shanra con incertidumbre.

—Lo haría si el comandante se lo ordenara. ¡Acércate más! ¡Tengo que oír lo que dice! —urgió Hanra. Shanra dudaba.

—¿Y qué hay del soldado baaz?

—No es de los nuestros. No nos conoce. ¡Vamos!

Las dos hembras salieron a hurtadillas de su escondite. Pasaron al lado de Drugo con aire despreocupado; el draconiano las miró con suspicacia pero como no hicieron ningún ademán de querer robar las cajas que él vigilaba, no dijo nada. Cuando llegaron a otro callejón, más próximo al Bastión, las hermanas entraron corriendo en él. Se apretaron contra la pared aliviadas y respirando con dificultad.

—¡Buenas, muchachos! —decía Slith en tono amistoso—. ¿Qué tal va todo? ¿Alguna espada más perdida?

Shanra sofocó una risita. Hanra posó la mano en la boca de su hermana y la miró con severidad. Shanra se calmó y tragó saliva.

Los guardias no parecían divertidos ante la ocurrencia de Slith.

—¿Qué te trae por aquí, señor?

—Está bien el sitio del general —dijo Slith, mirando al Bastión—. Hay mucho espacio para desplegar las alas. Me imagino que no hacéis visitas guiadas, ¿verdad?

—Por favor, dime el motivo que te trae, señor —preguntó otro miembro de la Guardia de la Reina. Echó una mirada a uno de los guardias, el cual se marchó de inmediato.

—El motivo que me trae. —Slith se frotó la barbilla. A continuación señaló detrás con el pulgar—. ¿Ves el soldado de ahí atrás? Me estaba explicando algo tremendamente interesante. Tiene auténtico pavor a este lugar. —Slith señaló el Bastión—. Está muy asustado. Dijo que era… ¿cómo iba eso? ¡Ah!… un lugar siniestro de dolor y fuegos temibles. Mi pregunta es: ¿qué suponéis que le puede hacer decir algo así?

—Es un baaz, señor —dijo uno de los Guardias de la Reina con desdén—. ¿Quién puede saber cómo piensan esos infelices?

—Y eso, si piensan —añadió otro.

—Es precisamente por eso —declaró Slith con tono triunfal—. En mi vida he conocido a muchos baaz y jamás he conocido a uno que tuviera imaginación. No tienen ni un solo hueso en el cuerpo con algo de creatividad. Seguro que convendréis conmigo que para que a alguien se le ocurra algo como «oscuridad, dolor y un fuego temible» relacionado con los cuarteles de un general, significa que tiene imaginación. Sobre todo cuando el draconiano en cuestión es uno de los nuevos, eso es, de los que vienen de las Khalkist.

—¿Y dónde está el problema? —Un oficial sivak ataviado con el tabardo de la Guardia de la Reina salió de la tienda de comandancia—. ¿Quién es tu comandante?

Slith se puso firme y saludó.

—El comandante Kang, señor.

El oficial frunció el entrecejo.

—Estos hombres se encuentran de servicio, como, sin duda, también estás tú.

—Sí, señor. Tal vez me podrías decir…

—¡Puedes retirarte! —bramó el oficial.

—Sí, señor. —Slith se dio la vuelta con brusquedad y, mientras agitaba la cola, regresó al lugar donde se encontraba Drugo, que todavía guardaba las cajas. Slith levantó la suya, Drugo tomó la otra y ambos se marcharon cargados por las calles cubiertas de lodo.

—Es hora de largarse —susurró Shanra al oído de su hermana.

—¡De acuerdo! —corroboró Hanra.

—¿Sabes, señor? —dijo uno de los Guardias de la Reina en tono severo—. Creo que ese sivak podría ser quien robó las espadas.

Hanra y Shanra se detuvieron y se miraron. Movidas por el mismo impulso, ambas regresaron a toda prisa a su escondite y escucharon con atención.

—¿Qué es lo que te hace decir eso, jefe de unidad?

—Ha hecho una broma acerca de las espadas, señor. Además, ha dicho otras cosas sospechosas. Ha hecho preguntas acerca del Bastión: dice que uno de los nuevos baaz había estado inventando historias de lo que ocurría aquí dentro.

—¿De veras? —repuso el oficial, ceñudo. Miró hacia la dirección que Slith había tomado—. ¿Qué tipo de historias?

El sivak repitió las palabras de Slith.

—Me parece que eso puede ser un problema —dijo el oficial—. Encárgate de ello.

—Sí, señor —dijo el Guardia de la Reina. Ambos se marcharon inmediatamente en la misma dirección que Slith y Drugo.

—¡Señor! —Un ayudante se acercó apresuradamente—. Señor, los elementos del frente del ejército de los goblins están ya a la vista. Vienen de la estribación.

—Perfecto —dijo el oficial imperturbable—. Voy a informar al general.

A continuación, desapareció en el interior de la tienda de comandancia.

Las cornetas resonaron para anunciar el cambio de guardia; una unidad de infantería ligera desfiló por delante y estuvo a punto de chocar con una compañía de la infantería de asalto que venía del lado contrario. Hubo un momento de confusión hasta que los oficiales lo solucionaron y todos se pusieron de nuevo en marcha. Las hermanas sivak aprovecharon la ocasión para salir de su escondite y marcharse a hurtadillas.

—¿Qué crees que quiso decir? —preguntó Hanra preocupada.

—Que el ejército de los goblins está a la vista —respondió Shanra.

—No, no —repuso Hanra, enojada por la estupidez de su hermana—. Eso de que Slith era quien había robado las espadas. ¿Crees que Slith se va a meter en líos con el general por culpa nuestra?

—¡El general no se atrevería! —repuso Shanra. Tenía una gran fe en su héroe—. Si ese viejo aurak mugriento intentara alguna cosa, Slith lo convertiría en picadillo de ogro. Espero verlo algún día.

—Ahora que hablamos de ver cosas. ¿Pudiste ver lo que había en las cajas? ¿Nuestros regalos?

—No —respondió Shanra, negando con pesar—. Pero es mejor que regresemos a los barracones o nos quedaremos sin nuestra parte. Sea lo que sea, las demás se lo quedarían. Ya sabes que son capaces de ello.

Las dos sivaks, ahora totalmente alarmadas, se abrieron paso a empujones entre las calles concurridas.

El sol no se asomó en todo el día. Permaneció agazapado detrás de una cortina de nubes grises que amenazaban lluvia, pero que no llegaron a descargar más que una llovizna molesta. En los barracones de los ingenieros retumbaban los sonidos de los martillos y el hedor tóxico del mejunje de pasta de papel y masa marrón. Después de algo que se podría considerar como comida, Kang hizo una ronda para inspeccionar la obra. El avance le complació.

A pesar de que aquel mejunje se secaba con más lentitud de lo que ellos habían creído, la masa marrón resultó ser mucho más efectiva de lo que habían esperado. Aun así, se estaba agotando el tiempo. Cuando los exploradores informaron de que el ejército ya se avistaba, Kang se encaramó a las almenas reparadas para verlo con sus propios ojos. Hileras e hileras de soldados goblins avanzaban por encima de la estribación, la misma desde la cual Kang había contemplado por vez primera la fortaleza.

Percibió aquel hedor repulsivo y oyó de vez en cuando los gritos de los oficiales.

Los goblins descendían por la estribación y se precipitaban en el cañón como una avalancha de aguas turbulentas, irritantes y en ebullición, mientras varias unidades se separaban y tomaban posición en el campo. La avalancha avanzaba penosamente hacia la fortaleza. La marea estaba subiendo. Pronto estarían rodeados, serían una isla alrededor de un océano de muerte.

Los draconianos no podían hacer nada para impedir aquel avance. Los arqueros del Decimosegundo estaban en guardia en las murallas y de vez en cuando daban contra uno u otro goblin entre risas y ánimos. Lo que conseguían en realidad era como si estuvieran arrojando granos de arena contra un océano de muerte.

Cuando Kang bajó de la muralla con el corazón encogido, vio a varios de sus hombres arremolinados alrededor de las murallas intentando ver a través de los resquicios.

—Sí, ahí fuera están los goblins —informó Kang a sus soldados mientras les ordenaba regresar a sus tareas—. Eso no debería sorprendernos. Sabíamos que venían. Nosotros somos los que tienen que sorprenderlos a ellos.

Los hombres se rieron y volvieron a sus tareas con más ánimo.

—Avisa al subcomandante —dijo Kang a Granak.

Granak lo avisó. Kang esperó en su barracón a que Slith llegara, pero éste no apareció.

Pensó que tal vez algo había ido mal con la pasta de cactus y finalmente se encaminó hacia la destilería. Slith tenía fama de tomar grandes precauciones con sus brebajes y los probaba repetidamente para asegurarse una buena calidad. En ocasiones, los cataba tantas veces que se quedaba dormido en sus controles. Sin embargo, Slith no estaba allí. Gloth era quien estaba al mando. Los draconianos estaban rellenando los toneles con la masa acre de cactus bajo las órdenes de Gloth. Con sólo el vapor Kang estuvo a punto de caer hacia atrás. Se mareó al respirarlo.

—Slith se marchó a Intendencia para solicitar material, señor —explicó Gloth.

—¿Cuándo fue eso? —Esta mañana, señor.

—¿No debería estar ya de vuelta? —preguntó Kang, enojado—. ¡Es media tarde!

—No sé qué decirte, señor —respondió Gloth dócilmente.

«Por supuesto que no sabes qué decirme», pensó Kang. Al fin y al cabo no era responsabilidad suya controlar a Slith. Kang se marchó enfadado con Slith por no estar ahí cuando se le necesitaba y consigo mismo por haber mostrado su enojo. Se entretuvo un rato mirando los grupos de trabajo; observó cómo construían el dragón hasta que se dio cuenta de que lo único que conseguía era molestar y poner nervisos a los hombres. Pasó una breve revista a las hembras y las encontró trabajando duramente para extender la mezcla de masa marrón sobre las alas. Logró eludir a Fonrar para no tener que hablar con ella y, encantado, se retiró a sus dependencias, tras dar orden de que Slith se presentara ante él en cuanto regresara.

—Todos los hombres son iguales, Fonrar —dijo Huzzad en tono animoso—. Con alas y escamas o sin ellas, todos son iguales.

A pesar de que al principio Huzzad fue recibida por las draconianas con recelos y suspicacias, ahora no sólo era aceptada por ellas sino que se la consideraba una especie de hermana mayor que «había visto mundo» y podía compartir su experiencia con sus hermanas, más jóvenes e inocentes. Huzzad había procurado no usurpar el lugar de comandante de Fonrar y actuaba como una especie de consejera. Les había enseñado algunos puntos débiles de su entrenamiento y se había encargado de corregir sus errores con el mayor de los respetos.

Tras enseñarles cómo ser mejores soldados en las posibles batallas contra los goblins, ahora les estaba enseñando a ser mejores soldados en esa fenomenal y eterna batalla: la guerra de sexos.

—¿Tú crees que se ha dignado dirigirme una sola mirada? —dijo Fonrar, mientras continuaba derramando masa marrón con pasadas irritadas de cepillo—. Pues no. En ningún momento. Me odia.

—No te odia —dijo Huzzad—, en realidad, si fuera humano, yo diría que le gustas tanto que cuando tú estás cerca él no sabe dónde tiene la cabeza y dónde los pies.

—¿De veras? —Fonrar, encantada, dejó de trabajar y levantó la vista—. Pero, entonces, ¿por qué actúa como si no me viera?

—A los hombres no les gustan los cambios. Les gusta que las cosas sigan siempre igual. ¿Por qué? Porque así no tienen que cambiar ellos. En la mente de Kang acabáis de salir de los huevos que rescataron de la cueva. Todo lo que tenía que hacer era alimentaros y protegeros. Sabía lo que se esperaba de él. Pero ahora habéis crecido y no tiene ni idea de lo que debe hacer, decir o actuar ante vosotras. Tiene miedo, Fonrar. Tiene miedo de perderos.

—Pero ¿por qué? —Fonrar estaba desconcertada—. ¿Por qué tiene que pensar así?

—Cuando erais pequeñas, le admirabais. Era perfecto ante vuestros ojos. Nada de lo que hacía estaba mal. Pero ahora sabéis que no es así, Fonrar. Sabéis que no es perfecto y que puede cometer errores. Por eso te hace enfadar tanto a veces. Por esto te rebelas contra él. Es decir, de alguna manera, te ha perdido. Y se da cuenta de ello cada vez que se mira en tus ojos.

—Me gusta más con sus imperfecciones —aseguró Fonrar—. Me siento más cerca de él. No me gustaría que fuera distinto de como es.

—Lo sé —dijo Huzzad sonriendo—. Y algún día se dará cuenta. Algún día pasará. Hasta entonces tienes que tener paciencia y darle tiempo.

Aquella conversación quedó interrumpida por la llegada de las hermanas sivak. Tras encaramarse a la pared de las letrinas, pasaron con precipitación por la puerta. Estaban sin aliento y el nerviosismo les hizo volcar un cubo de masa marrón.

—¡¿Nos lo hemos perdido?! —gritó Shanra.

—¿Qué nos ha traído? —preguntó Hanra—. ¿Habéis abierto ya la caja?

—¡Calma! —ordenó Fonrar—. ¿Qué decís?

—Entonces, ¿todavía no ha entregado los regalos? —preguntó Hanra aliviada.

—¿No nos hemos perdido nuestra parte? —preguntó Shanra y, con suspicacia añadió—: ¿No estaréis hablando por hablar y nos lo ocultáis?

—¿Pero de qué estáis hablando? —preguntó Fonrar exasperada—. ¿Ocultando qué?

—Hemos visto a Slith en la calle —explicó Hanra—. Venía de Intendencia y oímos que decía que nos traía unos regalos. Para nosotras.

—Llevaba dos cajas muy grandes —añadió Shanra—. Intentamos mirar lo que había dentro, pero no nos fue posible. Iba de camino de regreso con las cajas. Pensábamos que ya estaría aquí. Podríamos haber llegado antes, pero tomamos una calle equivocada.

—Bien, pues no ha venido por aquí —dijo Fonrar con sequedad—. Y ahora no es el momento de andar hablando de regalos. Tenemos trabajo que hacer. Id las dos a buscar cepillos.

La sombría tarde se oscureció de forma casi imperceptible y resulta muy difícil decir en qué momento el día dejó de serlo y se convirtió en noche. Fuera de las murallas empezaron a asomar las hogueras del campamento de los goblins, como si fueran algún tipo de mala hierba. Los arqueros goblins devolvieron los disparos a los draconianos de la muralla, si bien no lograron hacer ningún daño puesto que los arqueros goblins son muy malos. Los draconianos gritaban, jaleaban y bailaban en las murallas, retando a los goblins para que dispararan. Éstos erraban al hacerlo y los draconianos recogían las flechas desperdiciadas de los goblins para utilizarlas cuando las suyas escasearan.

Por fin, un oficial enemigo se dio cuenta de la situación y la táctica de los goblins cambió. Empezaron a disparar flechas de fuego contra la fortaleza. Éstas podían hacer mucho daño, no tanto a la gente, como a la fortaleza de madera. Kang dispuso que hubiera cubas de agua en lugares estratégicos del fortín y ordenó a los draconianos que empaparan los tejados de paja con agua. En aquel tiempo, las flechas de fuego eran escasas y los arqueros todavía no habían logrado adivinar su alcance. La mayoría caía inicua en la calle. Las pocas que daban contra un tejado húmedo chisporroteaban y se apagaban. Kang retiró a unos draconianos de la construcción del dragón y los envió al destacamento de fuego, encargándose de que estuvieran listos para resolver cualquier conflagración de mayor envergadura. Habría querido que Slith se encargara de aquel destacamento, pero el subcomandante todavía no había dado noticias de su presencia.

Kang pospuso la comida. Los draconianos ya estaban preparados para ensamblar las distintas piezas del cuerpo del dragón y Kang estuvo ocupado atendiendo preguntas, unas cuestiones sobre las cuales le hubiera gustado departir con su segundo.

Ordenó a Granak que realizara una búsqueda en los barracones, en las calles alrededor de ellos y en el comedor. Pero no había ningún rastro de Slith. Nadie podía decir con certeza cuál había sido el último lugar donde había sido visto. Nadie sabía qué provisiones había ido a recoger, ni lo que pensaba hacer con ellas.

La preocupación empezó a hacer mella en Kang. Pero éste se apresuró a apartarla de sí y se dijo que Slith era perfectamente capaz de cuidar de sí mismo. Slith disfrutaba con las intrigas, le gustaba espiar y no le importaba salir a explorar por su cuenta para tramar algún plan ingenioso. Slith era un amante de las sorpresas y a menudo mantenía en silencio sus exploraciones hasta que encontraba el momento adecuado para dar noticias inesperadas a su comandante. Slith actuaba convencido de que Kang lo entendería y normalmente era así. En más de una ocasión, esas incursiones de Slith habían resultado muy valiosas.

«Sólo estoy un poco inquieto —se dijo Kang a sí mismo—. Son esos malditos goblins». Y, aunque no quisiera admitirlo, también la pregunta de Huzzad «¿Cómo te sentirías si Slith muriera?», le atormentaba. Hasta aquel momento, Kang nunca se había dado cuenta de cuánto iba a echar de menos a Slith si algo le ocurría.

—Ve a hablar con el intendente —ordenó Kang a Granak tras ver que la búsqueda no había arrojado pista alguna acerca del paradero del sivak—. Averigua cuándo estuvo Slith ahí y qué fue lo que recogió. No dejes entrever que ocurre algo malo. Estoy convencido de que no pasa nada.

—Sí, señor —dijo Granak y, tras hacer unas señas a los dos baaz que formaban parte de la escolta de Kang para que le siguieran, se dispuso a cumplir las órdenes.

—¿Qué es eso que estoy oyendo, comandante? —Una voz surgió de la oscuridad—. ¿Acaso te ha desaparecido algún otro hombre?

Kang se volvió y vio al general Maranta, acompañado por una escolta de la Guardia de la Reina, que se acercaba a los barracones.

—Señor —dijo Kang—, no logramos localizar al subcomandante Slith. Tememos que le haya ocurrido algo.

—¡Bah! No le habrá pasado nada. Seguramente se habrá tirado por la muralla para huir de esta vida mísera —dijo el general Maranta—. Jamás había visto un grupo tan indisciplinado como el de estos ingenieros tuyos, comandante.

La ira de Kang era como azufre y su preocupación, como fuego. Ambos se combinaron en una gran furia que le ardía en el estómago; en aquel instante supo cómo se debía de sentir exactamente un Dragón Rojo en el momento previo a un ataque con bocanadas de fuego.

—Señor —dijo en una voz tan controlada que sonó como medio ahogada—, es evidente que no conoces a Slith, de lo contrario no diría…

—Desertar en el momento de enfrentarse al enemigo —prosiguió el general Maranta—. Bueno, no esperaba más de unos ingenieros cobardes. —Sonrió con desprecio—. Tú no has sido lo suficientemente bueno para convertirlos en soldados normales, de forma que lo único que pueden hacer es cavar letrinas y cargar con la mierda. No te preocupes, comandante. Mis hombres los rescataron una vez de las garras de estos asquerosos goblins y lo volverían a hacer…

Una llamarada roja de ira estalló en el interior de Kang. Aquel fuego le incendió el cerebro y le hizo hervir la sangre. Más tarde, no recordaría lo que ocurrió a continuación, pero supo que alguien bramó, que alguien luchó con rabia, que los draconianos gritaron y que alguien le inmovilizó los brazos.

Las palabras «consejo de guerra» se filtraron a través de la bruma y las llamas que le ardían en el cerebro.

—¡No puedes someterme a consejo de guerra, general Maranta! —rugió Kang mientras la saliva se le escapaba de la boca—. No estoy bajo tus órdenes ni tampoco lo están mis hombres.

Oyó unos vítores. Sus hombres le estaban vitoreando. Entonces se dio cuenta de lo que acababa de decir y hacer y tuvo la sensación de que se le había derramado en la cabeza un cubo de agua helada. Esa agua apagó al instante el fuego que sentía en el interior y lo dejó estremecido y mareado, con una sensación sofocante de desesperación.

—Soltadme —musitó.

—No, señor —dijo Gloth con los brazos fuertemente asidos alrededor de Kang.

—Podéis soltarme —repitió—. Ya estoy bien.

—Sí, señor —asintió Gloth con inquietud. Lentamente fue aflojando la presión.

Kang se volvió y vio que Fulkth se encontraba cerca junto con Yethik y Huzzad. Todos tenían las espadas desenvainadas. Detrás de ellos había casi la mitad de los ingenieros draconianos con sus espadas, sierras y martillos. El general Maranta había desaparecido de la vista.

—Por todos los dioses, señor —dijo Fulkth. Removía la lengua entre los dientes con una sonrisa amplia—. Creía que lo ibas a matar.

—Deberías haberlo hecho, señor —gruñó Yethik—, por lo que ha dicho sobre Slith.

—Y sobre nosotros, señor —añadió Gloth con severidad—. ¡Nos ha llamado cobardes!

Los demás draconianos emitieron un estruendo airado de asentimiento.

De repente Kang se sintió muy débil y temió que las piernas no lo sostuvieran. Extenuado, se sentó en la parte de la cola del Dragón Borracho.

—Dime lo que ha ocurrido.

—¿No te acuerdas, señor? —preguntó Gloth.

Kang negó con la cabeza.

—Saltaste sobre él, señor. Sobre el general Maranta. No dijiste nada. Sólo gritaste y saltaste sobre él. Tendrías que haberle visto la cara, señor. —Yethik se rió entre dientes—. Estaba tan sorprendido que ni siquiera se podía mover. Lo mismo que la Guardia de la Reina. Si no hubiera sido por Gloth, el general Maranta habría sido un aurak muerto. Gloth te agarró y te apartó. Para entonces, la Guardia de la Reina ya había rodeado al general.

—Estaban a punto de desenvainar las espadas —añadió Fulkth—, pero Yethik ya tenía la suya sacada y habían llegado los muchachos y Huzzad. —Fulkth señaló atrás con el pulgar para indicar a los soldados, armados y dispuestos a luchar—. Creo que el general se ha vuelto a plantear eso de que seamos unos cobardes. Murmuró algo de someterte a un consejo de guerra y se marchó rápidamente.

—Tiene razón —dijo Kang—. Merezco ser sometido a un consejo. He atacado a mi oficial superior. Ven. —Se desabrochó las insignias de comandante y entregó el arnés a Fulkth—. Yo mismo me voy a arrestar.

—¡No, señor, no! —Los draconianos elevaron un aullido de protesta.

Fulkth no quiso tocar el arnés. No quería mirarlo e hizo ver que no lo veía. Entonces se oyó la voz de Huzzad:

—Tengo algo que deciros.

La mujer avanzó. Los draconianos se hicieron a un lado para dejarla pasar.

Tras años de ser denigrados por los humanos y utilizados como esclavos, los draconianos habían perdido el respeto y el temor que habían sentido en su tiempo por esa raza. Sin embargo, Huzzad había logrado su confianza y la animaron a gritos para que hablara.

—Kang —dijo Huzzad—, no puedes hacer esto. Por lo menos no en una situación tan difícil, con Slith desaparecido y la mitad de la nación de los goblins alrededor. Tu gente cuenta contigo. No les puedes defraudar.

—Mi gente —murmuró Kang.

Levantó la vista y vio a Fonrar y Thesik y al resto de las hembras en pie junto a los demás. Tenían una expresión grave y severa. Contempló a los soldados; les había conducido muy lejos por un precio muy alto. Pensó en su sueño, que se encontraba en algún punto a lo lejos, en una ciudad de piedras blancas bajo el sol y un cielo azul despejado. Su gente. Su destino.

Kang se abrochó el arnés entre vítores retumbantes. En aquel momento tomó una decisión. Una decisión que no iba a discutir con nadie, de momento.

—Regresad a vuestro trabajo —ordenó—. Los goblins atacarán al amanecer. Tenemos que estar preparados.

Los draconianos regresaron a sus tareas. Fonrar se demoró un poco y lo miró con preocupación. El logró dibujar una sonrisa animosa para ella, ella asintió y se marchó. Los demás oficiales también merodearon por ahí hasta que Kang los miró con el entrecejo fruncido y se apresuraron a marcharse.

Kang los vio partir. Estaba paralizado. No podía sentir ni las manos ni los pies. No podía sentir ni siquiera el cerebro. No podía pensar, ni moverse, ni hacer nada. Estaba sentado en la cola del dragón y contemplaba cómo trabajaban sus hombres. Ahora el Dragón Borracho estaba completamente montado. Le estaban dando los últimos retoques en la cabeza y le cargaban los barriles de masa de cactus en la jaula especial.

Fulkth había recogido todos los trozos de cuerda que el regimiento pudo encontrar, luego los había unido todos y había creado una cuerda de tamaño gigantesco. Luego hizo pasar esa cuerda por una polea y unió el cabo al dragón. Cuando estuviera lleno de aire caliente, empezaría a ascender. La cuerda lo mantendría atado hasta que se hubiera elevado lo suficiente como para volar por encima de la muralla.

Bastaría con un golpe de espada para soltar el dragón y enviarlo hacia su primer y último vuelo glorioso.

El Dragón Borracho era enorme. Tenía un tamaño de casi dos metros de largo desde el hocico hasta el extremo de la cola y el ancho con las alas extendidas era de casi tres metros. Habían mezclado arcilla roja a la masa marrón para darle un color rojizo. A las hembras baaz se les ocurrió añadir fragmentos de metal que recogieron en la herrería. Cuando los fragmentos de metal daban con la luz del fuego, refulgían como si fueran escamas brillantes. Los dientes, que estaban hechos con filos de espada, habían sido afilados. Los ojos eran unas fuentes de plata tomadas de prestado en el cobertizo de intendencia y que formaban parte del botín que el general Maranta se había llevado consigo al salir de Neraka. Al reflejarse en la luz, aquellos ojos de plata parecían realmente temibles.

Cuando Kang miró el dragón le invadió un sentimiento de orgullo por su gente, que le llenó el vacío que sentía en el interior. Habían hecho un trabajo magnífico.

—¿Sabes? —se dijo en voz baja—. Puede funcionar.

—Señor. —Oyó una voz tensa a su espalda.

Kang se giró y vio a Granak.

—¿Qué has descubierto? —preguntó Kang, volviéndose rápidamente—. ¿Algún indicio de Slith?

—Sí y no, señor —respondió Granak—. No lo hemos encontrado pero sí al draconiano con el que salió. Un baaz llamado Drugo.

—Bien —dijo Kang—, ¿dónde está? Quiero hablar con él.

—Esto será un problema, señor —dijo Granak—. Tiene el cuello roto. Drugo está muerto.