18

En el exterior del Bastión había apostados dos centinelas de la Guardia de la Reina. Ellos continuaban en su sitio, al parecer, ajenos al ruido y la confusión que reinaba en el interior de la fortaleza. Las flechas encendidas no habían logrado alcanzar esa zona todavía. Incluso el tañido de los tambores y los primeros aullidos salvajes del ejército de goblins que avanzaba sonaban amortiguados en aquel lugar. La Guardia de la Reina se dio cuenta de la fuerza de avance de Kang, pero ver a unos draconianos armados por las calles no era nada fuera de lo común y no le dieron ninguna importancia.

Kang ya contaba con una reacción de ese tipo por parte de los guardias del Bastión. No quería peleas. Su objetivo era preservar las vidas de los draconianos, no matarlos. Dio a Fonrar la señal para que se iniciara el plan que habían improvisado de forma apresurada de camino hacia ahí.

La unidad de hembras draconianas capitaneadas por Fonrar se dirigió hacia el Bastión. Fonrar saludó a los guardias. Los Guardias de la Reina estaban enzarzados en una charla y ni siquiera se molestaron en devolverle el saludo. Las filas delanteras de las hembras se acercaron. Los guardias continuaron hablando, enfrascados en una discusión acerca de la batalla que iba a tener lugar.

Kang había ordenado a Fonrar tomar a los guardias por sorpresa y someterlos. No habían tenido tiempo de discutir cómo lograr aquello, pero Fonrar aseguró a Kang que ella y sus soldados lo lograrían. Supuso que las hembras se abalanzarían contra ellos, los ganarían por mayoría y les darían un buen golpe en la cabeza. No sería nada elegante, pero por lo menos sería eficaz.

Kang iba detrás. Había colocado a Granak delante con Fonrar y le había dado órdenes secretas al enorme sivak de intervenir y ayudar en caso de que las hembras tuvieran problemas. Al oír la orden seca y repentina de Fonrar, Kang se precipitó hacia el Bastión junto con las últimas hileras de las hembras. Cuando llegó creía que iba a presenciar una pelea pero lo que vio fue a los dos Guardias de la Reina tendidos en el suelo y sumidos en lo que parecía una siesta apacible mientras varias hembras baaz les ataban con presteza las manos y las piernas.

—Pero ¿cómo…? —Kang tenía la mirada sorprendida—. ¿Cómo es posible…?

—Magia, señor —respondió Fonrar, intentando con dificultad decir las cosas como si nada—. Un conjuro para el sueño.

—¡Pero si la magia ha desaparecido! —argumentó Kang.

—Sí, señor —respondió Fonrar visiblemente incómoda—, ya lo sabemos.

—Kang, la magia no ha desaparecido para ninguna de ellas —se apresuró a explicarle Huzzad—, ni tampoco para el resto de draconianos del regimiento. Los bozaks han enseñado a las hembras.

Kang las miró con expresión sombría.

—¿Por qué no he sido informado?

—Sabemos que consideras que la magia es un don de la Reina y que, al haber desaparecido ésta, tenía que desaparecer también —explicó Fonrar—. Como tú no utilizabas la magia, los demás bozaks creyeron que no debían utilizarla tampoco. Pero nosotras no sabíamos nada de todo esto, señor. Un día los machos nos pillaron haciendo juegos de conjuros. Ellos nos enseñaron que la magia no es un juego y que los conjuros podían hacernos daño si no éramos conscientes de lo que estábamos haciendo. Por ello nos enseñaron a utilizarla bien. No te enfades, señor. No queríamos molestarte.

—Lo sé —respondió Kang—. Intento entenderlo. No estoy enfadado con vosotras. En realidad, estoy enfadado conmigo por ser tan estúpido. Granak, echa abajo esa puerta. Bueno —añadió Kang con sequedad—, a no ser que una de tus hembras tenga un conjuro mágico que funcione.

—Creo que yo puedo hacer algo, señor —se ofreció Thesik. Tras indicar a todos que se echaran un poco hacia atrás, la aurak pronunció unas palabras y luego tendió la mano hacia las puertas dobles. Al principio no ocurrió nada. Luego oyeron un chasquido metálico. Los goznes de hierro se convirtieron en herrumbre mientras los miraban. Las puertas se balancearon y luego cayeron al suelo.

Las baaz arrastraron a los dos Guardias de la Reina dormidos al interior del Bastión y los colocaron en una esquina atados y amordazados.

—¿Qué es ese sonido tan raro? —preguntó Kang al entrar.

Ya lo había oído en el exterior, pero no lo tuvo en cuenta, porque creyó que era el ruido de los tambores de los goblins. Sin embargo, dentro del Bastión el sonido resultó notablemente más fuerte.

Pam-pam. Pam-pam.

Aquel sonido era rítmico y seguía una cadencia. Era un ruido sordo intenso y penetrante. Todos lo percibían y notaban que las paredes se estremecían en respuesta a aquel ritmo mientras el sonido les trepaba por los pies desde el suelo.

—Es raro —dijo Kang mirando las paredes de piedra, que le recordaban un panal—. Cuando estuve aquí no se oía este ruido.

—¿Qué crees que es, señor? —preguntó Fonrar.

—Parece que fueran miles de corazones latiendo a la vez —comentó Thesik.

—Es estremecedor —dijo Huzzad desde la oscuridad del interior del Bastión—. ¡Oh! ¡Ay! Me cag… Me acabo de dar un golpe contra una maldita pared. Oye, vosotros los draconianos, podéis ver en la oscuridad pero yo no. ¿No habrá una antorcha por ahí?

No había ninguna. Kang, desalentado, recordó los pasillos tortuosos y confusos que había tenido que recorrer para llegar a las salas subterráneas y se dijo para sí que ver tampoco era una gran ayuda.

—Si os parece —propuso Huzzad—, creo que esperaré aquí y vigilaré la retaguardia.

—Es buena idea —dijo Kang—. Si algún soldado de la Guardia de la Reina intenta entrar, baja el rastrillo.

Al decirlo señaló hacia aquel aparato destartalado de dientes terribles y que relucía rojizo bajo la luz de las llamas. El rastrillo se estremecía con cada uno de esos latidos extraños. Huzzad levantó la mirada para verlo, observó la cuerda desgastada que lo sostenía, vio cómo oscilaba e inmediatamente se apresuró a salir de debajo.

—Esperaré fuera —dijo—. Prefiero probar suerte con los goblins. ¡Os deseo suerte! Espero que encontréis a Slith. Me gustaría que me diera la receta de zumo de cactus.

—Vamos a tener que ir en fila india —dijo Kang—. Este lugar es como un laberinto. Tiene más giros y vueltas que un grupo de serpientes entrelazadas. Y además tenemos que ir rápido.

Sentía el apremio de la urgencia. No le gustaban aquellos extraños golpes secos ni le había gustado tampoco la analogía que había hecho Thesik. Pero el Bastión había sido diseñado especialmente para cumplir con un cometido: desalentar al enemigo, retrasarlo, confundirle, hacer que perdiera un tiempo valioso.

Incluso Prokel y Vertax, que habían estado ahí antes, se habían perdido en aquellas catacumbas serpentinas. Kang no sólo tenía que encontrar a Slith rápidamente, sino que necesitaba además regresar a la batalla.

—Comandante —dijo Fonrar—, ¿me permites una sugerencia?

—Sí, ¿de qué se trata? —respondió él intentando refrenar su impaciencia.

—Deberías permitir que Thesik fuera delante. Tiene un sentido de la orientación portentoso. Nunca se pierde. Jamás.

—Es una característica de los auraks —añadió Thesik con modestia—. Ya sabes, señor. Como no tenemos alas…

—No. Es demasiado peligroso —dijo bruscamente Kang—. Yo iré primero. De todos modos, que Thesik vaya detrás de mí y me indique si voy bien encaminado.

Decidió hacer aquello fundamentalmente para complacer a las hembras; en realidad no creía que Thesik tuviera realmente mejor sentido de la orientación que él. Iban a dar vueltas por los pasillos y girarían hacia una y otra dirección. Kang emprendió la marcha con la espada desenvainada. Tras él oía los pasos de las hembras, las garras que rascaban el suelo, las alas frotando contra las paredes. Iban en silencio, en orden, estaban alerta, se detenían cuando él lo hacía sin tropezar las unas con las otras. Todas habían estado bien entrenadas. El no lo habría hecho mejor.

Avergonzado se dijo que no había hecho nada por ellas. Pero se prometió que eso cambiaría, que las compensaría por ello.

Se sintió muy orgulloso de ellas, especialmente de Fonrar.

—Señor —dijo Thesik alargando una mano para detenerlo—. No tomes este pasillo. Si lo haces vuelves sobre tus pasos. —Señaló otro pasillo que se abría a la izquierda—. Éste es el camino que tenemos que tomar.

Kang dudó. Entonces tuvo que admitir que se encontraba perdido. No tenía ni idea de hacia adonde se dirigían, se guiaba por el instinto. Entonces, concluyó, su instinto no era una de sus cualidades más fiables por lo que decidió seguir el consejo de Thesik. En cuanto entró en aquel pasillo, oyó que aquella especie de latido era más fuerte. Se volvió a mirarla.

—Muy bien, Thesik —dijo.

—Gracias, señor. —Ella sonrió orgullosa por aquel elogio.

—¡Qué idiota he sido! —murmuró él mientras se apresuraba—. ¡Qué pedazo de idiota inmenso, ciego y estúpido!

Tras aquello fue consultando a Thesik. Ella los guió sin problemas; en cambio, de haberlas guiado él, habrían estado vagando por aquel laberinto durante días.

El sonido de aquel latido extraño y sobrecogedor al principio había sido molesto pero cuanto más se acercaban más fuerte se oía. La molestia pasó a convertirse en una auténtica pesadilla y al poco Kang odiaba ya aquel ruido sordo. Esa cadencia que hacía estremecer las paredes y el suelo no le permitía pensar y le hacía rechinar todos los dientes. Se tapó las orejas con las manos para no oírlo, pero entonces pasó a oír los latidos de su propio corazón, que seguían el compás del otro ruido y eso todavía le resultaba más molesto. Se enojó por no poder avanzar más rápidamente, pero no se atrevía a hacerlo porque temía perderse.

—Señor —dijo Fonrar a sus espaldas—. Oigo voces delante de nosotros.

Al momento, él también las oía. No podía entender las palabras porque aquel ruido ensordecedor se lo impedía. El corazón se le aceleró al empezar a reconocer el lugar. Aquel laberinto de pasillos terminó en la entrada de la Sala de Audiencias del general Maranta. Kang recordó que cuando lograron acercarse a aquel punto los pasillos dejaron de serpentear y pasaron a ser rectos y lisos, como aquel en que se encontraban ahora.

—Creo que estamos cerca —dijo Thesik.

También Kang lo creía. Levantó la mano e hizo que sus soldados avanzaran a la carrera. No podía tomar por sorpresa a la Guardia de la Reina esta vez. Sin duda los sivaks habrían oído el acercamiento de la unidad de Kang, habrían oído los arañazos de las garras en el suelo, los susurros de sus conversaciones, el traqueteo y las sacudidas de los arneses. La Guardia de la Reina que controlaba la entrada a la Sala de Audiencias estaría esperando y dispuesta para hacerles frente.

Kang no tuvo tiempo para avisar a sus soldados de lo que tenía planeado. Confió en que se dieran cuenta y le siguieran el juego.

—¡Eh, los de ahí! —empezó a gritar mientras caminaba por el pasillo—. ¡Guardias de la Reina! ¡No disparéis! Somos Ingenieros del primer ejército de los Dragones. Vengo por orden del comandante…

Kang se quedó sin habla… Por todos los dioses del pasado, ¿cómo se llamaba ese maldito comandante? Miró a Granak, pero éste se encogió de hombros, incapaz de ayudarle.

—… el comandante Bikxararruk nos envía —gritó Kang mientras se cubría la boca con la mano. Seguro que los pasillos distorsionarían un poco la voz. Lo único que deseaba es que aquel comandante no se llamara algo así como Mog.

Las palabras resonaron en el pasillo junto con los ruidos de los pasos y el chasquido del metal. Miró a Fonrar y vio que había adivinado su intención, aunque eso no significaba que también hubiera captado lo que él pretendía hacer. Confiaba en que el comandante Como-se-llamara no estuviera ahí esperándolo, pero aquél era un riesgo que tenía que correr. No le parecía probable. Si Kang hubiera estado en el lugar del general Maranta habría dejado al comandante de la Guardia de la Reina en el exterior del Bastión con órdenes de defenderla en caso de que el enemigo lograra conquistar la fortaleza.

Kang continuó corriendo. Si se detenía, sería sospechoso. Dobló una esquina. Granak había apartado educadamente a Thesik a un lado y se encontraba justo detrás de su comandante. Fonrar y su escuadrón les seguían a paso largo.

En la puerta de la Sala de Audiencias había apostados cuatro centinelas de la Guardia de la Reina. Tenían las armas desenvainadas pero no en alto. Su actitud era cautelosa, tensa, pero cualquiera lo estaría en su situación, encerrado en las profundidades de aquel edificio cavernoso, sin saber si era de día o de noche y sin modo de saber lo que ocurría en el exterior de la fortaleza.

—¿Estáis bien? —vociferó Kang mientras irrumpía entre ellos.

—Sí, comandante —respondió uno con asombro—. ¿Por qué no habríamos de estarlo?

—Hemos detectado una fisura en las paredes del Bastión en la esquina nordeste —explicó Kang con aplomo—. Tenemos pruebas para concluir que un grupo de asalto de goblins ha penetrado en el interior del Bastión. Vuestro comandante me ha enviado como refuerzo. Hombres —dijo dirigiéndose hacia los soldados que corrían detrás de él—, distribuíos.

Kang se encontraba junto al capitán del destacamento de centinelas. Granak había tomado su posición junto a otro sivak. Fonrar, que se encontraba junto a un tercero, dio la orden a sus soldados para que se distribuyeran. Tras el asentimiento de Kang, Granak propinó un golpe en la mandíbula del sivak que lo dejó sin sentido.

Logró sostener con los brazos al draconiano en la caída y pudo colocarlo con suavidad en el suelo.

Kang dio un golpe con el codo en el vientre del capitán, que hizo que éste se doblara y Kang le pudiera propinar un golpe en la cabeza que lo hizo caer al suelo. El sivak que había junto a Fonrar lo observaba todo con sorpresa. Fue a abrir la boca, pero en aquel momento Shanra, tras susurrar a su hermana: «Me toca a mí», le dio en la cabeza con la empuñadura de la espada. Las baaz hembras se abalanzaron sobre el cuarto guardia y lo ataron con su propio arnés.

—Será mejor que los durmáis, para estar seguros —dijo Kang a Fonrar.

Ella asintió, se volvió a una de las bozaks y le ordenó lanzar el conjuro.

Kang se sintió defraudado. Le habría gustado ver cómo ella echaba un conjuro.

—¿Por qué no lo has hecho tú? —preguntó en voz baja para no reprenderla delante de sus soldados.

—No utilizo la magia, señor —dijo Fonrar. Levantó la vista hacia él—. Tú no lo haces y yo no quería… —Se detuvo, confundida, y apartó la vista rápidamente.

No le quería hacer daño. La sangre de Kang hervía de sentimientos, de compañerismo, se entiende, que resultaban mucho más embriagadores que el zumo del cactus. En aquel momento no tenía tiempo para expresarlos y se limitó a propinar a Fonrar una palmadita torpe en la espalda. Se dio cuenta de que ella entendía lo que le estaba diciendo. Tenía los ojos brillantes y respondió a aquella palmadita con otra por su parte.

—Desenvainad las armas —ordenó Kang, encarándose ante la puerta cerrada—. Aquellas de vosotras que sepáis conjuros mágicos estad preparadas para utilizarlos. Recordad que no hay que matar a ningún draconiano si no hay necesidad.

—Comandante, ¿qué crees que encontraremos en el interior? —preguntó Thesik intranquila.

—No lo sé —respondió Kang—. Así pues, estad preparadas para cualquier cosa, ¿de acuerdo?

Todas las hembras asieron con fuerza la espada y asintieron.

—Thesik —ordenó Kang—, abre la puerta. La aurak conjuró el hechizo y la puerta se desplomó hacia el interior con un gran estrépito.

Kang se dispuso a entrar en la Sala de Audiencias pero en esa ocasión Granak apartó con un codazo gentil a su comandante a fin de ser el primero en entrar. Kang le siguió corriendo, mientras las hembras atravesaban la puerta a toda prisa detrás de ellos.

La Sala de Audiencias estaba abarrotada de soldados draconianos. Había cientos sentados muy cerca unos de otros. Todos iban armados con yelmos y armadura. Estaban sentados en el suelo en un orden preciso con el equipo dispuesto a un lado; tenían la apariencia de estar esperando que alguien les diera las órdenes. Todos volvieron la cabeza entonces y miraron fijamente a Kang y a la tropa que acababa de entrar en la sala.

Los golpes secos ahora eran estruendosos. Kang tuvo la extraña impresión de que procedía de aquellos draconianos; le pareció que era el latido colectivo de sus corazones.

Si aquello era una escolta adicional del general Maranta…

«Estamos muertos», pensó Kang. Tomó la espada dispuesto a resistir el ataque pero los draconianos no hicieron el menor asomo de querer atacar. Continuaban mirándole fijamente y a la expectativa.

—Señor —dijo Granak en tono de asombro—, ¿no crees que… bueno… tienen algo que resulta familiar?

—¿Cuál de ellos? —preguntó Kang, mirándolos también fijamente y preguntándose qué diablos iba a hacer con ellos.

—Todos —respondió Granak.

En cuanto el sivak dijo esto, Kang se dio cuenta de que efectivamente, aquellos draconianos le resultaban familiares. Kang tuvo la impresión de haberlos visto a todos antes. Pero no podía explicarse cómo era posible eso.

—Es Urul, señor —dijo Granak—, y Vlemess.

Urul y Vlemess, los dos draconianos desaparecidos mientras montaban guardia.

—Sí —respondió Kang con alivio.

Se acercó a uno de los draconianos pensando que aquél era Urul con la intención de interrogarle y averiguar lo que estaba ocurriendo ahí. Pero se detuvo confundido. El draconiano que se encontraba junto a Urul también se parecía mucho a aquél. Sin embargo, conforme se acercaba a él, menos se parecía. Era como si alguien hubiera desdibujado y borrado los rasgos de Urul.

Kang clavó la mirada atentamente en los ojos de cada uno de los draconianos y percibió la misma mirada vacía, ausente y perpleja, que había visto en los ojos de los draconianos recién llegados a la fortaleza. Entonces le sobrevino una ocurrencia siniestra.

Aquella idea era ridícula, disparatada, horrible. Pero si había alguna posibilidad de que estuviera en lo cierto, entonces Slith se encontraba en un peligro tremendo. Y no sólo Slith, sino todos los draconianos, estuvieran donde estuvieran.

—¿Veis a Slith en alguna parte? —preguntó Kang con voz áspera. Miró rápidamente entre los grupos de draconianos, temeroso de encontrar un grupo de sivaks con la cara de Slith y aquella expresión perdida e inquietante.

—No, señor —dijo Granak al cabo de unos instantes—. Todos los draconianos que hay aquí son baaz.

—Entonces es posible que todavía estemos a tiempo —dijo Kang con entusiasmo.

Aquel latido sordo no procedía del interior de esa cámara. Se encontraba en algún lugar cercano, detrás de las paredes. Recordó la aparición repentina y espectacular del general Maranta, que parecía no proceder de ningún lugar. Tenía que haber una puerta en algún punto de esa pared. Kang se encaminó hacia la parte posterior de la Sala de Audiencias moviéndose lentamente entre los draconianos, que lo continuaban mirando como si sus cerebros sólo tuvieran un pensamiento y un solo par de ojos.

—No hagáis ni digáis nada amenazante —advirtió a los soldados—. Fonrar, que tu escuadrón se despliegue y examine las paredes. Buscad una puerta. Es preciso que localicemos el origen de este ruido.

El golpeteo proseguía y justo en el momento en que Kang empezó a temer que aquel latido martilleante le hiciera explotar el corazón cesó de forma repentina.

Entonces el silencio fue pesado, abominable. Kang tuvo el terrible presentimiento de que algo estaba a punto de ocurrirle a su amigo.

—¡Slith! —aulló, desesperado, en el centro de la amplia Sala de Audiencias—. ¡Slith, soy yo! ¿Dónde estás?

Entonces oyó una voz débil que parecía decir:

—¡Estoy aquí, ah!

—¡Ése era Slith! —Las dos hermanas sivak pegaban brincos—. Señor, era Slith. Nosotras conocemos…

—¡Callaos! —atronó Kang. Todas quedaron en silencio al instante.

Volvió a llamar a Slith, pero esta vez no recibieron respuesta alguna.

—¿De dónde venía? —preguntó.

Las dos hermanas sivak señalaron un lugar que se encontraba directamente detrás de la tarima en la que el general Maranta hizo su aparición la primera vez que Kang lo vio. Kang se abrió paso entre tropiezos y pisotones a los draconianos y alcanzó la tarima. Las soldados de Fonrar, que ya habían examinado las paredes de la sala, habían llegado a aquel lugar y estaban buscando desesperadamente la puerta.

La pared era de piedra lisa y sin fisuras. Sin embargo, se oían ruidos al otro lado: arañazos de garras en el suelo, otros ruidos y una salmodia.

—¡Maldita sea! —maldijo Kang, desesperado, mientras su temor por la suerte de Slith le retorcía el estómago—. ¡Tiene que haber un modo de llegar! ¡Tiene que haberlo!

—¡Ya lo veo! —gritó Thesik y tras señalar hacia un punto exclamó—: ¡Ahí!

Kang miró y no vio nada. Era una pared lisa. No había ninguna puerta, ninguna apertura de ningún tipo.

—¡Está ahí! —insistió Thesik, precipitándose hacia adelante.

—¡Thesik! ¡No! —gritó Fonrar, dando un salto para intentar evitar que su amiga Thesik se diera de cabeza contra lo que a todos les parecía una pared dura de piedra.

Entonces todos observaron con sorpresa y dejaron de gritar al ver que Thesik atravesaba la pared y desaparecía de su vista.

—¡Es un espejismo! —exclamó Kang—. ¡Un espejismo!

Era un espejismo muy bien hecho. Algunos espejismos pueden deshacerse con rapidez en el momento en que quien los contempla deja de creer en ellos. Sin embargo, a pesar de que sabía que aquel muro de piedra no era real, todavía no lograba ver a través. Se preguntó cómo Thesik había sido capaz de verlo y pensó que habría sido otra «cosa de auraks».

Desenfundó el hacha, atravesó la puerta y estuvo a punto de caer sobre Thesik, que se encontraba de pie junto a la entrada. Lo tomó por el brazo y se puso un dedo frente a la boca en señal de silencio. Kang levantó la mano para detener al resto de la tropa que venía tras él.

Se encontraban en el interior de otra sala enorme cuyo interior estaba iluminado por una luz extremadamente brillante, una «luz temible» que procedía de su centro. No podía ver la fuente de dónde emanaba porque un grupo de draconianos le bloqueaba la vista. Entre él y la luz había tal vez unos cien hombres. Kang se quedó quieto y aguardó a que los draconianos se volvieran y les atacaran.

Pero los draconianos no se movieron. Estaban totalmente concentrados en lo que fuera que estuviera ocurriendo en el centro de la sala. Cuando la vista se le acomodó a aquella luz brillante, vio que los draconianos no iban armados ni llevaban armadura. Tampoco hacían ningún ruido. Sólo se movían para respirar. Eran kapaks. Sus escamas relucían con un leve brillo de latón.

La salmodia prosiguió. Kang reconoció en ella la voz del general Maranta. Frente a aquella luz intensa cruzó una sombra que oscureció parcialmente el fulgor. Kang se acercó a Thesik.

—¿Sabes qué está ocurriendo? —susurró.

Thesik sacudió la cabeza.

—No veo nada —respondió.

—Voy a intentar averiguarlo. Di a las demás que se queden donde están hasta que yo dé una señal.

Thesik asintió y atravesó de nuevo la puerta falsa.

En cuanto estuvo solo, Kang examinó con cuidado la sala para localizar a la escolta del general Maranta, eso es, a la Guardia de la Reina. No logró distinguir a ninguno de ellos, sólo encontró hileras e hileras de kapaks en silencio y observando.

Kang asió el hacha y avanzó en silencio. A pesar de que intentaba moverse lo más discretamente posible, no podía evitar producir sonidos metálicos y tintineos; además, arrastraba la cola por el suelo duro y las garras chasqueaban. Rechinó los dientes y deseó que los kapaks advirtieran en algún momento su presencia, lo vieran y dieran voces de alarma de forma que un miembro de la Guardia de la Reina asomara rápidamente entre la gente y se enfrentara con él.

No ocurrió nada de eso. Kang se movió tan cerca de los kapaks que éstos podrían haber notado su respiración en las escamas. Kang miró por encima de las cabezas del grupo que tenía delante de él.

El general Maranta se encontraba de pie en el centro de la habitación. Kang se dio cuenta rápidamente de que estaba solo. No había ningún indicio de la presencia de la Guardia de la Reina. La «luz temible» procedía de un objeto que el general sostenía en una garra. Se trataba de una bola de cristal oscuro que brillaba con una luz interna roja en los extremos y negra en el centro.

El general Maranta interrumpió su salmodia. La luz de la bola se apagó.

—Traed al siguiente —dijo con tranquilidad.

Entonces asomaron dos miembros de la Guardia de la Reina que arrastraban consigo un kapak. Éste iba amordazado y, además de las manos y las piernas, llevaba atadas también las alas. Se debatía en vano en aquellas ataduras. Los soldados de la Guardia de la Reina lo tiraron al suelo delante de Maranta.

El kapak miró al general con ojos aterrorizados mientras agitaba la cabeza e intentaba con vehemencia marcharse gateando por el suelo.

—El sacrificio que estás a punto de hacer lo haces por tu pueblo —le dijo el general Maranta en un tono de voz tranquilizador. Sostuvo la bola negra sobre la cabeza del kapak. La luz roja iluminaba al draconiano, que se sacudía con violencia intentando salir de debajo de aquello.

El general quitó la mano. La bola negra quedó suspendida sobre el kapak. Entonces el general empezó a salmodiar. La bola negra empezó a girar, primero con lentitud y luego cada vez más rápido. La luz intensa brillaba sobre el kapak. Se empezó a oír aquel extraño golpeteo seco y Kan se dio cuenta de que aquello eran los latidos desesperados del corazón del kapak amplificados a cien o más veces.

De la garganta del kapak brotó un aullido. El cuerpo se le puso rígido y luego se sacudió con un espasmo. A continuación del cuerpo le emanó un vaho espeso. La bola lo aspiró con avidez y empezó a girar cada vez con más intensidad mientras arrojaba el vaho absorbido en forma de zarcillos largos y finos. Cada vez que uno de aquellos zarcillos de vaho tocaba el suelo, ganaba en masa y forma y se convertía en un draconiano.

¡Aquello no era vaho! Kang lo comprendió todo con horror y repugnancia. Lo que él había creído que era vaho en realidad era el alma del kapak. Aquella bola negra había tomado el alma del draconiano y la había dividido dando así a luz a nuevos draconianos.

Unos draconianos sin alma. Unos draconianos de rasgos desdibujados. Unos draconianos cuyos cuerpos carecían del poder mágico de modificarse tras la muerte. Unos draconianos que obedecerían las órdenes sin cuestionarlas, sin pensar, de forma mecánica.

El kapak que yacía en el suelo había dejado de gritar. El sonido seco fue cada vez más lento y por fin, cesó. El draconiano quedó tendido en el suelo, inerte y sin vida. A su alrededor había ahora cien kapaks nuevos. Tenían unos rasgos muy parecidos a los suyos, pero eran algo distintos y miraban con expresión perdida y vacía al pobre infeliz que había dado la vida por ellos.

A Kang se le encogió el estómago. Por unos instantes temió vomitar. Estaba temblando de tal modo que tuvo que esforzarse para mantener bien asida el hacha.

El general Maranta agarró la bola que flotaba y dejó de salmodiar.

—Colocaos ahí —dijo a los nuevos kapaks con un tono irritado, como el que se emplea para los niños que estorban.

El general presentaba un aspecto cansado. Tenía los hombros hundidos. Se detuvo para frotarse los ojos. Probablemente la magia del conjuro le estaba consumiendo la energía.

Los kapaks desfilaron obedientes para ocupar su sitio con el resto de lo que Kang pensó que serían los «refuerzos» de la fortaleza. Un miembro de la Guardia de la Reina se acercó y entonces levantó el cuerpo del kapak fallecido. Aquel cuerpo se había quedado sin magia y ya no podía convertirse en ácido, como era de esperar. El Guardia de la Reina se llevó consigo el cadáver.

Kang se esforzó por apartar de sí el horror y la repugnancia y lograr pensar. Lo primero era saber el número de Guardias de la Reina que había en esa sala y dónde se encontraban. Intentó verlos, pero los kapaks le tapaban la vista. Los miembros de la Guardia de la Reina salían de algún lugar situado en la parte posterior de la sala.

Cuando Kang se preguntaba si debía moverse a hurtadillas y ver con disimulo a cuántos Guardias de la Reina tendrían que enfrentarse, o si era preferible regresar para informar a sus soldados, la toma de esa decisión dejó de ser necesaria.

—¡Traed al siguiente! —ordenó el general Maranta, mientras enderezaba el cuerpo para descansar.

Entonces un miembro de la Guardia de la Reina entró arrastrando a Slith.

El sivak estaba atado y amordazado del mismo modo que el kapak. Sin embargo, se notaba que no había sido fácil capturarlo. Tenía el rostro cubierto de sangre seca y continuaba debatiéndose contra sus raptores golpeándolos con la cola a fin de darles en la cabeza. La sangre le brotaba de las ataduras, que le cortaban la carne escamosa. Fueron necesarios cuatro miembros de la Guardia de la Reina para llevarlo al frente y todos estaban heridos y sangraban. Cuando lo descargaron a los pies del general todos parecían aliviados.

—¡Anda con viento fresco! —dijo uno.

—Un luchador —dijo el general Maranta, complacido—. Tú vas a ser mi primer sivak. El sacrificio que estás a punto de hacer lo haces por tu pueblo.

El general levantó la bola negra y empezó a salmodiar.

—¡Slith! —atronó Kang, golpeando a los kapaks que tenía delante—. ¡Aquí! Estoy aquí.

El general Maranta, sorprendido, dejó de salmodiar y volvió la cabeza.

Slith levantó la vista, profirió un aullido victorioso y con una sacudida empezó a rodar por el suelo encaminándose hacia el general Maranta. Éste, al ser agarrado por los pies, cayó al suelo de espaldas.

Kang sólo había gritado para distraer al general Maranta. Como antes había sido un practicante bastante experto de magia, sabía que el conjuro de hechizos requiere una concentración intensa y creyó que su aullido rompería aquella concentración. Lo que no había previsto fue que sus soldados lo interpretarían como una señal para ir a la carga. Oyó que Fonrar gritaba una orden y las hembras respondían con un grito de batalla.

—¡La Guardia de la Reina! —atronó Kang—. ¡Detened a la Guardia de la Reina!

No tuvo tiempo de ver si Fonrar le había entendido. Tenía que ir hacia Slith. Por suerte, esos kapaks estúpidos no oponían ninguna resistencia. Lo miraban con expresión idiota y no se movían, ni atacaban, ni hacían nada. Le hicieron pensar en una manada de vacas. Se abrió paso a codazos, patadas y puñetazos entre aquella masa de cuerpos kapak.

Slith se debatía en el suelo, esforzándose por liberarse. Kang miró rápidamente a su alrededor. Varios miembros de la Guardia de la Reina se esforzaban por alcanzarlo pero fueron bloqueados por los kapaks. Buscó al general Maranta. La última vez que lo había visto estaba tendido en el suelo pero ahora no estaba en ninguna parte.

—¿Dónde está Maranta? —preguntó Kang, inclinándose ante Slith y ayudándole a sentarse.

Slith lo miró mientras emitía unos ruidos furiosos e incoherentes.

—¡Oh, claro, sí! —Kang le soltó la mordaza.

—¡Ya era hora! —dijo Slith sin aliento. Miró hacia un punto detrás de Kang—. ¡Cuidado!

Kang se volvió a un lado. El corte letal de una espada pasó silbando junto a él. Tras enderezarse Kang propinó un golpe en el vientre del Guardia de la Reina y lo dejó sin aire. El sivak se tambaleó hacia adelante y Slith le golpeó la cabeza con los dos pies.

—¡Desátame, maldita sea! —gritó Slith.

—Lo siento, no puedo —gruñó Kang, rechazando con un golpe a dos miembros de la Guardia de la Reina—. Estoy un poco ocupado ahora mismo.

Uno de los sivaks contra los que había luchado desapareció de repente. Kang lo vislumbró volando sobre las cabezas de los kapaks. Pero aquel vuelo no era por voluntad propia. La enorme silueta corpulenta de Granak se acercó a Kang.

—¡Encárgate de esto! —gritó Kang. Había vislumbrado la cabeza del general—. Tengo que encargarme de Maranta.

Granak asintió y acható con un puñetazo al sivak con el que Kang estaba luchando.

—¡Granak! ¡Muy bien! ¡Desátame! —dijo Slith y se apresuró a acercarse hacia donde se encontraba Granak para mostrarle las manos atadas.

—Un momento, señor —respondió Granak con tranquilidad, agarrando a otro miembro de la Guardia de la Reina y volviéndole cabeza abajo mientras otro se le encaramaba a la espalda.

—¡Maldita sea, que alguien me desate! —aulló Slith.

Abriéndose paso entre los kapaks, que habían empezado a dar vueltas sin rumbo alguno, Kang intentaba con desespero no perder de vista al general Maranta. Kang vio al general, lo perdió y finalmente lo volvió a encontrar cuando se apresuraba hacia la parte trasera de la sala. La Guardia de la Reina había regresado para escoltar a un grupo de prisioneros. Como habían rodeado la sala mientras el comandante se encargaba de Slith, Fonrar y su tropa se adelantaron a Kang.

Las hembras eran unos espadachines inexpertos, pero en cambio eran unas guerreras que no conocían el miedo y compensaban con su entusiasmo lo que les faltaba en destreza. Por fortuna, la Guardia de la Reina había dividido sus fuerzas y habían asignado a unos pocos miembros para custodiar a los prisioneros. Por consiguiente, las hembras sólo se enfrentaron a cinco sivaks expertos. Kang se estremeció con sólo pensar lo que habría ocurrido si la diferencia hubiera sido a la inversa. Al ver a las hermanas sivak cubiertas casi por completo de sangre el corazón se le detuvo. Sin embargo, al poco se dio cuenta que, por las muecas que hacían y la risita irrefrenable de Shanra, probablemente aquélla fuera la sangre de otro. Sin embargo, las sonrisas se les borraron del rostro en cuanto lo vieron.

—¡Oh, señor! —dijo Hanra con expresión culpable—. Creo que lo hemos matado.

—Fue un accidente —dijo Shanra—. No queríamos…

Kang les hizo un gesto para que callaran.

—¿Dónde está el general? ¿Lo habéis visto?

—Por esa puerta, señor —gritó Fonrar, señalando.

Kang miró atrás.

—Mirad si Granak necesita alguna cosa. Está en medio de una pelea por ahí con Slith.

—¿Slith? —gritaron las hermanas sivak. Antes de que pudiera detenerlas ya se las había tragado la multitud.

Kang sacudió la cabeza.

—Regresad y montad guardia en la entrada —le dijo apresuradamente a Fonrar—. Procurad encontrar una manera de bloquear el acceso.

Si a esos cientos de draconianos armados en la Sala de Audiencias se les metía en la cabeza unirse a la batalla, fueran o no estúpidos, pondrían final a la refriega de Kang y su pequeña unidad.

Fonrar asintió para indicar que había comprendido. Hizo el ademán de marcharse, pero entonces se volvió y miró a Kang.

—Ándate con cuidado —dijo.

—Tú también.

Fonrar sonrió, saludó y partió rápidamente mientras gritaba a sus soldados para que se unieran a ella.

Kang esperó a que se hubieran marchado sin problemas y luego se dirigió hacia la pequeña puerta situada en la parte trasera de la sala.