19
La entrada en forma de arco se abría desde la sala principal. Kang se acercó con cautela pero no de un modo silencioso. No quería dar a Maranta la impresión de actuar con disimulo; además dudaba de su capacidad de actuar con disimulo frente a aquel aurak tan astuto. Por ello avanzó resuelto por el arco, del mismo modo que si fuera a consultar con el general los planes de ataque.
Al entrar en la sala, Kang quedó cegado. Una oscuridad inmensa e impenetrable lo envolvió por completo. Kang reconoció el conjuro mágico. Se detuvo cerca de la puerta. No se atrevió a seguir más adelante. Permaneció alerta al tintineo de alguna armadura que pudiera delatar la presencia de alguno de los miembros de la Guardia de la Reina dispuesto a tenderle una emboscada. Esperaba oír el sonido del acero de una espada al ser desenvainada lentamente de la funda o el de un arco al ser tensado. No oyó nada parecido, sólo una respiración superficial y ronca.
—General Maranta —dijo Kang en tono respetuoso—, los goblins están atacando, señor. Los comandantes te buscan. No te encontrábamos y temimos que algo andará mal. Te necesitamos con nosotros, señor. Necesitamos tu mando.
—Tú los has llevado hasta aquí, Kang. —La voz de Maranta era suave y amarga—. Tú has arrojado esta perdición sobre nosotros.
—Disculpa, señor —dijo Kang—. Yo no lo creo. Es cierto que estos goblins están dispuestos a matarnos, pero para ello no tenían por qué juntar un ejército de cuarenta mil miembros. Los caballeros negros llevan planificando este asalto durante mucho tiempo. Quieren atacar la fortaleza. Si no hubiéramos llegado nosotros, los goblins habrían atacado igualmente la fortaleza.
—Eres listo, Kang —dijo el general Maranta desde aquella oscuridad—. Pero no lo eres tanto como piensas. Ya hace tiempo que sabía que los caballeros negros planeaban nuestra destrucción. Lo sabía incluso cuando te envié con aquella misión estúpida. No contaba con que regresaras. También eso lo sabía, Kang.
»Pero los caballeros oscuros no nos destruirán —prosiguió el general—, no mientras tenga en mi poder el Corazón de Drakart, uno de los pocos artefactos que logró escapar a la destrucción de Neraka. Es una de las pocas cosas que han quedado y además, una de las más valiosas. Yo me lo llevé, consciente de que lo iba a necesitar cuando nuestra raza empezara a extinguirse. ¿Sabes?, Drakart era un visionario. Creó las hembras para perpetuar nuestra raza, pero no le gustó ver cómo crecíamos. No había contado con que nos convertiríamos en unos seres tan inteligentes, ni con que desarrollaríamos voluntad propia. Si fuésemos capaces de procrearnos nos convertiríamos en una raza de seres poderosos y peligrosos difícilmente controlables. Por eso ocultó las hembras y, en su lugar, creó esta bola. De este modo podría perpetuar nuestra raza y nos tendría controlados.
—Es interesante, general —dijo Kang con la esperanza de que continuara hablando. La voz del general sonaba próxima, al alcance de la mano. Y parecía que estaba solo. No había ningún miembro de la Guardia de la Reina; si así era ya le habría atacado. Kang movió el cuerpo levemente—. Así pues, el Corazón de Drakart perpetúa nuestra raza pero al hacerlo, reduce nuestros poderes mentales, nos transforma en lo que los humanos habían deseado que fuésemos: unos esclavos capaces de cumplir lo que les ordenan sin objetar nada, sin pensar ni preguntar nada, sin rebelarse, unos esclavos capaces de llamar a cualquier hombre, señor.
—No a cualquier hombre, Kang —apuntó el general Maranta—. Sólo a uno. A mí.
Kang estaba seguro de haber adivinado dónde se encontraba Maranta. Se puso en guardia y se dispuso para la arremetida que, confiaba, tomaría de sorpresa al general antes de que pudiera echarle uno de los poderosos conjuros que los auraks saben lanzar.
—¿De verdad que deseas comandar a esta raza de esclavos, general?
—Sí —respondió Maranta—, porque así nuestra raza continuará.
Kang equilibró el peso sobre las piernas.
—Maranta, juro por nuestra Reina perdida que preferiría ver a todos los draconianos muertos que vivos del modo en que quieres que vivan. Preferiría que se dijera de nosotros que luchamos con valor y morimos con dignidad. Me gustaría que ése fuera nuestro epitafio. No me gustaría que la historia contemple los últimos restos de nuestra raza con sonrisas despectivas de conmiseración…
Kang dio un salto hacia adelante, pero en ese mismo instante unos brazos poderosos le retuvieron por detrás y una mano fuerte le apretó la parte trasera de la cabeza en un abrazo mortal que Kang reconoció. Si hacía un movimiento en falso esa mano le rompería el cuello.
—Ya lo tengo, señor —dijo un miembro de la Guardia de la Reina.
Kang se maldijo a sí mismo por haber sido un idiota tan mayúsculo. Se había creído muy inteligente, haciendo que Maranta hablara. En cambio, al final, había sido el general el que le había entretenido hablando. La Guardia de la Reina, con sus miembros desprovistos de armadura, había tomado posición en silencio y había capturado a Kang con facilidad.
El general Maranta deshizo el conjuro de la oscuridad y Kang pudo ver. Se encontraba en una sala separada de la sala principal: las estancias privadas del general Maranta, ocultas en las profundidades del Bastión. La habitación era pequeña y sencilla: una cama, una mesa, una silla, algunos libros, libros de magia y un cofre pequeño pintado de negro y decorado en oro, probablemente el arca de la maldita bola. Aquello era un portento de diseño arquitectónico: al fin y al cabo estaba guardado por la Guardia de la Reina, por la magia y por el Bastión. Y en su corazón habitaba el miedo.
Otro miembro de la Guardia de la Reina tomó el hacha de batalla de Kang y su puñal. Le ataron de forma experta las manos y los pies. Kang sabía que era mejor no resistirse. Los sivaks no tendrían ningún reparo en dejarle inconsciente de golpe y el ingenio era lo único que le quedaba. Eso y la esperanza de que sus soldados lograrían poner a salvo la zona y vendrían a rescatarlo.
Sin embargo, aquella esperanza se extinguió cuando oyó gritos de órdenes procedentes del exterior de aquella pequeña sala.
—La Guardia de la Reina ha ordenado a los draconianos que ha visto en la Sala de Audiencias que ataquen —dijo Maranta a Kang—. No van hacer daño a los machos. Los machos son útiles. Pero las hembras son un peligro. Van a matarlas, tal como tendría que haber pasado hace ya mucho tiempo.
Kang se debatía en sus ataduras, pero era en vano. Sus movimientos se volvieron más desesperados, rozando incluso el pánico, cuando vio que el general alcanzaba la caja dorada y sacaba la bola negra. Los guardias sivak se retiraron para guardar distancia. Un temor que jamás había experimentado le estremeció el corazón de Kang. Se había enfrentado a la muerte en la batalla y había conocido la desesperación y la cólera, pero jamás aquel terror debilitante, que le entumecía y paralizaba, los sivaks le colocaron una mordaza en la boca y se sintió lamentablemente agradecido, porque notaba que un grito de terror le atravesaba el cuerpo y no se sentía capaz de retenerlo. Iba a morir como un desgraciado, entre chillidos y lamentos. Pero en realidad, no iba a morir y aquello era lo horrible. Iba a vivir en cien cuerpos, el cerebro de cada uno de los cuales dejaría cierto recuerdo borroso y vago de lo que había sido y, peor todavía, de lo que no iba a ser jamás. El general Maranta alzó la bola sobre la cabeza de Kang. El general empezó la salmodia. Kang oyó cómo el rápido latir de su corazón ocupaba la sala. Entonces se oyó un ruido metálico, el de una espada deslomada con estrépito contra un yelmo. Un miembro de la Guardia de la Reina cayó inconsciente al suelo junto a Kang. Su compañero se desplomó encima de él. Kang se giró y vio a Granak y a Slith armados. Thesik estaba junto a ellos.
Ella levantó la mano, señaló a Maranta y empezó a salmodiar. Unas palabras del conjuro mágico se hermanaron en las del general, unas palabras pronunciadas con una voz algo más aguda, musical y dulce y casi tan poderosa.
La concentración de Maranta se quebró. La salmodia cesó. Se volvió para ver quién había interrumpido su conjuro y miró con los ojos abiertos por la sorpresa. Reconoció el hechizo que Thesik estaba pronunciando y presintió el peligro que le acechaba. Como no tenía tiempo para defenderse de aquel conjuro, arrojó contra Thesik lo único que tenía: la bola negra.
Erró el tiro. La bola de cristal pasó junto a Thesik sin hacerle daño, cayó al suelo y salió rodando de la sala hasta perderse entre los pies de los kapaks.
Una llama blanca y caliente salió despedida de las yemas de los dedos de Thesik, atravesó la sala en una ola de fuego que arrebataba el aliento y alcanzó al general Maranta. Kang sintió cómo el calor de las llamas le quemaba; entonces Granak asió con fuerza a su comandante y empezó a arrastrarlo hacia atrás para alejarlo del peligro.
Maranta aullaba de dolor. Se contorsionaba y se debatía golpeándose con los brazos para intentar apagar aquel fuego mágico.
—¡No permitáis que muera! —ordenó Kang con apremio—. ¡Haced alguna cosa! ¡Apagad esas llamas!
—Pero señor —protestó Slith con enojo—, ha intentado matarme.
—Ya sabes lo que ocurre cuando un aurak muere.
Kang atronó por encima del bramido de las llamas.
—¡Oh, cielos! Es cierto, señor —dijo Slith, apresurándose—. Tienes razón. Libera al comandante —ordenó a Thesik pasándole un puñal.
El general Maranta se había desplomado contra el suelo y se retorcía agónico, agitándose con violencia entre gritos. Slith y Granak intentaron acercarse al general con la intención de apagar las llamas a golpes, pero por entonces el fuego era demasiado fuerte y el calor, demasiado intenso. Oían cómo la carne le chisporroteaba y crepitaba con el calor. El olor que despedía era nauseabundo. Los gritos de Maranta eran terribles.
—No creo que podamos hacer gran cosa, señor —exclamó Slith.
—¡Hay que intentarlo! —gritó Kang y, señalando a los dos sivaks que yacían inconscientes en el suelo dijo—: ¡Traed esos sivaks!
Slith sacudió la cabeza.
—¡Vamos, Granak! Toma uno de esos bastardos.
Kang tenía las piernas desatadas, pero no las manos. Se dispuso a correr cuando vio que Thesik se había quedado paralizada ante el horror de la agonía del general.
—Yo no quería… —lloriqueó.
Kang la tomó por los hombros.
—Hiciste lo que tenías que hacer, Thesik. Ahora hay que correr.
Ella se tragó las lágrimas y asintió. Granak levantó uno de los sivaks inconscientes y lo cargó en los brazos. Con sus poderosas alas y piernas marchó rápidamente con él al centro de la sala. Slith también empleó las alas para arrastrar a su sivak; parecía un buitre cargado con una presa de tamaño excesivo.
Kang se apresuró detrás de ellos. Estaba a punto de emprender el vuelo cuando vislumbró algo brillante entre las llamas. La bola de cristal oscuro se encontraba en el suelo junto a la pared, que era adonde había ido a parar.
—¡Proseguid! —bramó.
Tras echarse a un lado, planeó para tomar la bola con ambas manos, que todavía tenía atadas. Logró agarrarla, pero cuando se puso en pie se tambaleó y estuvo a punto de perder el equilibrio. Habría caído al suelo de no ser porque Thesik le posó una mano en el codo y le ayudó a recuperar el equilibrio.
—¿Estás bien? —preguntó a Thesik.
La aurak tenía los ojos abiertos de terror y centró la mirada en la sala en llamas.
—¡No mires! —Kang vio el cuerpo del general estremeciéndose con el calor. Los gritos del general se iban convirtiendo en un gorgoteo agónico.
—¡Despejad la zona! —ordenó Kang a gritos. La sala todavía estaba llena de kapaks. Vio a sus soldados al otro lado; Fonrar los buscaba a él y a Thesik con ansiedad—. ¡Sacad a todo el mundo de aquí! —gritó de nuevo.
Granak echó al sivak a través de la puerta imaginaria y luego empezó a conducir a los kapaks fuera de la sala para hacerlos pasar a la Sala de Audiencias. Kang tomó a Thesik y se apresuró hacia la puerta, mientras batía las alas y pensaba que el corazón le iba a estallar en el pecho. Había dejado de gritar porque necesitaba todo su aliento. Todas las hembras excepto Fonrar habían abandonado la sala. Se había cerciorado de que sus soldados estaban seguras en la Sala de Audiencias, pero no se había reunido con ellas: estaba ayudando a mover a los kapaks y tenía la mirada puesta en Thesik y Kang.
El general dejó de gritar.
—¡Al suelo! —gritó Kang y se tiró de bruces arrastrando a Thesik con él. Se dio la vuelta para cubrirla a ella con el cuerpo y las alas.
Oyó unos ruidos sordos y golpetazos a su alrededor; los que habían quedado en la sala estaban obedeciendo sus órdenes. Entonces sintió a su lado otro cuerpo. Fonrar se arrojó al suelo junto a Thesik y extendió también el brazo y las alas para proteger a su amiga.
Una luz verde osciló en los párpados de Kang. Luego sintió que le cubría una ola de calor intenso. El aire estaba cargado de electricidad, que crepitaba dolorosamente sobre el cuerpo. Fonrar le apretó el brazo con fuerza. Un inmenso estallido estremeció el Bastión. El suelo cedió debajo de Kang para luego volver a levantarse y dejarle a él sin aliento. Del techo empezaron a caer escombros. Si el techo se desplomaba quedarían enterrados bajo toneladas de barro duro y madera.
—¡Aguanta, maldito, aguanta! —decía Kang al edificio.
A sus espaldas se oyó un estrépito. Las habitaciones del general se acababan de convertir en su sepultura, si es que realmente se podía hablar de que las cenizas o lo que fuera que quedara del aurak se pudieran enterrar. El Bastión se estremeció y el corazón de Kang dejó de latir. La mano de Fonrar en el brazo le apretó con más fuerza hasta el punto de que las garras le hacían daño.
El edificio se estremeció y luego todo quedó en silencio.
El Bastión había resistido.
Kang retiró al instante todos los comentarios desagradables que había dicho respecto a los constructores de aquella obra. Ciertamente la estructura no era buena, pero habían logrado que fuera segura. Se puso en pie mientras se limpiaba el polvo y la extraña argamasa astillada. Miró a Fonrar.
Tenía el rostro cubierto de polvo de piedra. A pesar de que un reguero de sangre le recorría la cara por debajo del ojo procedente de un corte que tenía en la cabeza, ella le sonrió con confianza. Entre ambos ayudaron a Thesik a levantarse. Estaba temblando y se tambaleaba, más por la impresión que acababa de recibir que por la explosión en sí.
—Lo he matado, Fonrar —dijo Thesik—, pero ¿qué más podía hacer?
—Nada, Thesik —respondió Fonrar con suavidad mientras abrazaba a su amiga—, nada. Vamos. No pienses más eso. Ya ha pasado.
Thesik se estremeció y sacudió la cabeza.
—¿Se pondrá bien? —preguntó Kang mientras se liberaba de las ataduras que le rodeaban las muñecas. Puso a salvo la bola y la colocó en su cinto.
—Sí, señor —respondió Fonrar—, me encargaré de ella.
—¡Señor! —Granak se acercó a Kang—, el subcomandante Slith me envía para ver si estás a salvo y para informarte de que se requiere tu presencia en la Sala de Audiencias. Rápido.
Algunos kapaks habían quedado atrapados en la puerta al intentar huir del terror de la sala interior. Granak los agarró y los apartó a un lado de forma que logró abrir paso para Kang. Cuando entró en la Sala de Audiencias, el comandante vio a todos los draconianos equipados y dispuestos con sus armaduras, en pie y con las armas desenvainadas que se enfrentaban a Slith y a la pequeña fuerza de draconianas. Entretanto, uno de los miembros de la Guardia de la Reina volvió en sí. Se puso en pie y señaló a Slith.
—¡Han matado al general! —decía—. ¡Traidores! ¡Matadles! ¡Es una orden!
Los draconianos se dispusieron a avanzar. Slith estaba en pie con la espada desenvainada y las hembras dispuestas a su alrededor con las armas también preparadas.
—¡Malditas lagartijas! —maldijo Granak mientras blandía el puño contra él—. Y pensar que yo te he puesto a salvo.
Kang tomó su hacha de guerra. Después de tantos esfuerzos por salvar a su gente ahora esa misma gente le iban a devolver el favor matándole no sólo a él sino también a su propio futuro.
—Tengo una idea, señor —dijo Slith.
Kang lo miró con suspicacia.
—De verdad, señor —insistió Slith—. Tu rango es superior al de ese bastardo. Maranta entrenó a los draconianos para obedecer de forma estricta. Sugiero que des una orden con el tono arrogante como de hijo-de-puta-yo-soy-quien-está-al-mando que tan bien te sale.
Kang optó por no atender aquel comentario. Avanzó hacia adelante de forma que quedó expuesto a los tiros que podían hacer los draconianos si decidían atacar, irguió el pecho, levantó la mano con un gesto imperioso y gritó:
—¡Compañía! ¡Alto!
Ante su asombro mayúsculo, la compañía se detuvo.
El miembro de la Guardia de la Reina abrió la boca con sorpresa mientras bufaba de rabia. Kang hizo un ademán con la cabeza a Granak, el cual propinó un golpe en la cabeza al sivak, a resultas del cual éste cayó al suelo y quedó inconsciente de nuevo.
Kang dio un suspiro.
—Estoy encantado de ver que vuelves a estar en forma, señor —dijo Slith con una sonrisa—. No te ofendas, pero no me gustaría tener varios cientos como tú. Cada vez que me girara me pasaría el rato saludando.
—Tampoco creo que el mundo esté preparado para tener cien como tú —respondió Kang con una sonrisa.
Miró a los soldados reunidos, que estaban firmes a la espera de órdenes.
—Y ahora vamos a luchar en la verdadera batalla —dijo Kang.