14

—¡Señor! —empezó a protestar Kang airado.

El general Maranta le interrumpió.

—Vuelve a tus obligaciones, comandante. Os defenderemos a vosotros y a vuestras hembras. Venceremos a ese ejército de goblins y les daremos a los caballeros negros todavía más motivos para temernos. —El general Maranta movió un dedo de un lado a otro—. Pero no quiero oír hablar más de abandonarnos, Kang. Os hemos salvado la vida. Nos debéis la vida. —El general se puso en pie—. No habrá más comentarios acerca de la marcha hacia esa ciudad. Tu ciudad es ésta, comandante Kang. Y aquí es donde tenéis que estar.

—Sí, señor —respondió Kang.

—¿Le has dicho que nos quedaríamos? —preguntó Slith tan sorprendido que, de hecho, dejó de meterse en la boca el último pedazo de carne de cabra—. Pero, señor…

—No importa, Slith —respondió Kang. Estaba demasiado cansado para comer. Todo lo que quería era dormir y aún le quedaban obligaciones que cumplir antes de permitirse aquel lujo. Echó a un lado su plato a medio terminar—. No podemos vencer al ejército de los goblins. Resistiremos una semana, tal vez más, pero al final… —Negó con la cabeza—. Lo que tenemos que hacer es encontrar una manera de salvar a las hembras. ¿Qué ocurre? ¿Por qué niegas con la cabeza?

Kang aguardó a que Slith se tragara un bocado.

—No estoy tan seguro, señor. Ya te he dicho que habían aparecido más draconianos.

—Sí, es cierto. ¿Qué hay de ellos? ¿Cuántos son? ¿Diez? ¿Veinte?

—Quinientos, señor —respondió Slith sonriendo y disfrutando de la sorpresa de su comandante.

—¡Quinientos! ¿De dónde han venido? ¿Cómo han logrado atravesar la línea de los goblins?

—Ésa es una buena pregunta, señor —respondió Slith—. Llegaron la mañana en que te marchaste, señor. El general Maranta se dignó darles la bienvenida. Les dedicó un discurso y les concedió todos los honores. Lo siguiente que ocurre es que Prokel se pasa por aquí y me pregunta si necesitamos ayuda. Le digo que sí, que claro, y me entrega toda esa maldita compañía de nuevos soldados.

Slith terminó su plato de cabra. Kang pasó sin decir nada su plato a su subcomandante. Slith se comió la cena de su comandante mientras le contaba, entre bocado y bocado, toda la historia.

—Los puse bajo las órdenes del escuadrón de Fulkth, que se encarga del refuerzo de la muralla. Ese mismo día, Fulkth me viene con una queja: «Se trata de esos draconianos», me dice. «¿Qué les pasa?», le pregunto. «¿No obedecen las órdenes? ¿Te han causado algún problema?» Y Fulkth me responde: «No, no, nada de eso». Y luego me dice lo siguiente: «Casi preferiría que lo hicieran. Es mejor que vengas a verlo».

—Así que fui a observarlos. Nuestros hombres trabajaban como gnomos con los pantalones en llamas: clavaban maderos, los aserraban, los levantaban para colocarlos en su sitio… Y veo que esos draconianos están simplemente ahí, que no hacen nada. Yo ya estaba decidido a repartir algunos golpes cuando Fulkth me frena. «Observa eso», me dice. Se acerca a uno de ellos y le dice: «Clava estos clavos en la pared». Y el draconiano toma el clavo y el martillo y lo clava. Luego, cuando termina y no le queda ningún otro clavo por clavar deja de trabajar y se limita a quedarse ahí de pie.

Kang se frotó el cuello, que le dolía.

—Por lo que explicas, parece que estos draconianos obedecen las órdenes y que tú y Fulkth creéis que eso no es normal.

—No, no es exactamente eso, señor —respondió Slith—. Verás, lo que pasa es que no había ningún motivo para clavar esos clavos en aquella pared. Aquel draconiano lo hizo porque recibió esa orden. No preguntó lo que estaba haciendo, aunque era algo totalmente inútil. No nos miró como si fuésemos tontos, ni nada. —Slith posó la cuchara en el plato y se inclinó sobre la mesa—. Eso ocurre con todos los draconianos nuevos. Creo que si Fulkth les ordenara clavar clavos en la cabeza de sus compañeros también lo harían.

—Así pues, tenemos unos soldados que guardan respeto a sus mandos —gruñó Kang—. Tal vez ese cambio sea bueno.

Slith sacudió la cabeza en señal negativa.

—Comandante, deberías ver a esos muchachos. Tienen algo raro. Ni siquiera tienen pinta de draconianos.

—¿Cómo? —Kang parpadeó sorprendido.

—Bueno, sí, son draconianos —se apresuró a confirmar Slith a su comandante—. De eso no hay duda. —Se paró para pensar en algo que expresara bien lo que quería decir—. ¿Te acuerdas el otro día cuando te encontré puliendo el hacha de guerra con tanto vigor que parecías estar a punto de hacer un agujero en ella? Bueno, pues ésa es su actitud. Es como si alguien les hubiera frotado con un paño y les hubiera borrado todas sus cualidades hasta convertirlos en unos seres espesos y embotados.

—Draconianos espesos —dijo Kang. Entonces se levantó de la mesa—. Hasta aquí hemos llegado. Me voy a la cama. Por cierto, ¿de dónde han salido?

—Dicen que vienen de la región de las montañas Khalkist, señor —respondió Slith.

—Es normal —respondió Kang—. Las Khalkist no están muy lejos.

—Sí, pero cuando les preguntas de qué parte de las Khalkist, ellos sólo te dicen: «las Khalkist».

Kang hizo un gesto con la mano.

—Estoy demasiado cansado para ocuparme hoy de eso. ¿Ha ocurrido alguna otra cosa que debería saber?

—No, señor —respondió Slith—. Todo va perfectamente. Lo único es que los exploradores informan de que el ejército de los goblins alcanza ya los veinticinco mil.

—Perfecto —respondió Kang encaminándose hacia los barracones—. Si aparecen, despiértame. Si no, no lo hagas.

—Sí, señor —Slith sonrió y se fue a ver si podía lograr algo más de comida del cocinero.

Kang durmió durante todo el día y la noche siguientes. Al final lo despertaron los retortijones del estómago; si no hubiera sido por eso tal vez ahora todavía dormiría. Tras el desayuno fue a inspeccionar las tareas de reparación de la fortaleza y comprobó que todo avanzaba correctamente. Ante la insistencia de Slith, fue también a observar a los nuevos soldados y, aunque le parecieron un poco lentos y bobos, pensó que no se podía esperar mucho de unos draconianos que habían estado merodeando por las montañas durante años en total aislamiento.

—Si no fuera porque tuvimos que mantener despierto el ingenio en nuestras luchas contra esos malditos enanos —dijo Kang— podríamos haber acabado del mismo modo.

—Si tú lo dices, señor. —Era evidente que eso no había convencido a Slith. Los informes de los exploradores señalaban que el tamaño del ejército de los goblins continuaba creciendo. El enemigo seguía ejercitándose y preparándose. Unas patrullas errantes habían empezado a capturar a todo draconiano que se aventurara a poner un pie fuera de la fortaleza. Varios exploradores no habían regresado y ya nadie tenía permiso para abandonar la fortaleza, ni siquiera las partidas de caza. Kang esperaba el día en que el general Maranta convocara una reunión de sus generales para discutir el empeoramiento de la situación. Pero aquella invitación se hacía esperar.

Huzzad mejoró pronto bajo los cuidados de las draconianas. Kang se sorprendió ante aquella rapidez.

Aquella noche, tras la cena, Huzzad se acercó a la sala común donde los draconianos se reunían para relajarse después de sus tareas. Kang y Slith la invitaron a una copa en privado en los aposentos de Kang. Ahí Slith le dio a probar su brebaje especial de cactus. Huzzad le dio su aprobación.

—Tiene mejor sabor que el aguardiente enano —dijo—, pero bueno, el meado de caballo también.

Luego les preguntó por los goblins. Kang le explicó el último informe de los exploradores.

—¡Veinticinco mil! —Huzzad profirió un silbido sonoro—. Incluso para unos draconianos las probabilidades son bajas, ¿no?

—Bah —repuso Slith—, eso sólo hace las cosas más interesantes.

—Sí, muy interesantes —dijo Kang con aspereza—. Demasiado interesantes para mi gusto.

—¿Y qué propone hacer vuestro general ante esta situación? —preguntó Huzzad.

—Todavía no ha decidido compartir con nosotros ninguna información —respondió Kang—. ¿Un poco más de licor de cactus?

Tomó la jarra. Huzzad le acercó su tazón. Kang llenó el de ella y el suyo. Slith sólo rellenó el suyo. Mientras los tres bebían en silencio, Kang observó las heridas de Huzzad. El corte en la cabeza había cicatrizado casi por completo. Ahora sólo se veía una cicatriz que lucía como un rayo blanco en medio de la piel bronceada.

—¿Todos los humanos curáis tan rápido? —preguntó Kang.

—Lo haríamos si tuviésemos kapaks a mano —respondió Huzzad.

—¿Qué quieres decir? —Kang estaba intrigado.

—Ya sabes. Lo de su saliva. Tengo que admitir que fue una suerte que yo estuviera inconsciente; de lo contrario me habría resistido como tres kobolds con sus colas atadas antes de permitir que uno de tus draconianos me lamiera, pero funcionó.

—¡Te lamiera! —Kang, horrorizado, se puso en pie—. Huzzad, la saliva de kapak es venenosa. Tenemos que hacer algo.

Miró a Slith, pero éste sacudió la cabeza en señal negativa.

—No hay nada que hacer, señor. Que yo sepa, no hay antídoto para eso. De hecho, ya debería estar muerta.

Huzzad les miraba a uno y a otro totalmente asombrada.

—¿De verdad que no lo sabíais?

—¿Saber qué? —preguntó Kang con inquietud.

—Que la saliva de la kapak hembra no es venenosa. Al contrario, al parecer tiene propiedades curativas.

Kang y Slith clavaron la vista en Huzzad.

—No lo sabíais. —Huzzad sacudió la cabeza—. Maldita sea. Mira que he visto hombres que parecían bobos con las mujeres, pero vosotros, muchachos, os lleváis la palma.

—Bueno, es que… jamás se me había ocurrido.

Kang tomó un sorbo largo mientras se preguntaba qué más no sabía de las hembras. Tenía miedo a preguntarle a Huzzad y que ésta le respondiera. Decidió que había llegado el momento de cambiar de tema.

—Huzzad, el comandante de grupo Zeck dijo que teníais informes sobre esta fortaleza. ¿Sabes en qué consistían?

—Lo normal: soldados, fortificaciones, disponibilidad de comida, agua y… —añadió Huzzad con intención— información sobre vuestro general.

—Por favor, Slith, comprueba que la puerta está cerrada. ¿Qué tipo de información? —preguntó Kang.

Slith palpó el pasador y volvió a llenar todos los tazones. Los dos draconianos se inclinaron hacia adelante con mucho interés.

—Cuando los caballeros descubrieron que el que estaba al mando aquí era el general Maranta —susurró Huzzad—, el comandante de grupo buscó información sobre él. Yo vi el informe. Fue distribuido a los oficiales. ¿Sabéis que el general Maranta jamás ha dado una orden de campo? ¿Que nunca ha guiado a sus soldados en una batalla? —Bajó todavía más la voz—. De hecho, jamás ha participado en ninguna batalla.

—¿Acaso no estuvo en la caída de Neraka? —preguntó Slith.

Huzzad se encogió de hombros.

—Se podría decir que sí, siempre y cuando incluyas en ella los túneles subterráneos que recorrían la ciudad. Él y sus Guardias de la Reina tenían la huida perfectamente planificada. En cuanto las cosas empezaron a ir mal, ellos desaparecieron. Hay quien dice que si el general Maranta y la Guardia de la Reina se hubieran quedado se habría evitado la destrucción y habrían salvado a Su Majestad Oscura. De todos modos, yo lo dudo. No eran suficientes para lograrlo. Pero, claro, esto ahora no tiene ninguna importancia. Lo que sí importa es que si el general Maranta interviene en esta batalla, ésta será la primera.

Se reclinó y miró a Slith y Kang.

Slith y Kang se miraron. Kang resopló con fuerza.

—¡Maldita sea! ¡Justo lo que nos faltaba! —Kang sacudió la cabeza con pesar—. Esperaba que el general nos reuniera y nos presentara un plan para defender la fortaleza. Hasta el momento no lo ha hecho y ahora empiezo a pensar que no tiene ningún plan, que confía en que unos draconianos bajarán del cielo para salvarnos.

—Y si tienen la mente tan clara como el último grupo, seguro que al caer de los cielos se darán de cabeza contra el suelo —dijo Slith malhumorado.

—Si tuviera mi dragón… —dijo Huzzad con un suspiro—. Flarion y yo hubiésemos acabado pronto con esas alimañas. La echo mucho de menos.

—¿Qué ocurrió? —preguntó Kang.

—La mataría un Caballero de Solamnia con una Dragonlance —conjeturó Slith.

Huzzad negó con la cabeza.

—Eso lo hubiera entendido —respondió con el entrecejo fruncido—, pero la mató uno de su propia raza. A ella y a su pareja. Otro de color rojo.

—¿Desde cuándo los Dragones Rojos se vuelven contra otros del mismo color? —preguntó Kang bastante sorprendido.

—Desde que esos enormes dragones abotargados llegaron procedentes de algún lugar de Krynn —explicó Huzzad—. Bueno, por lo menos, creemos que proceden de ahí. En realidad, nadie sabe de dónde vienen. El dragón contra el que luchamos yo y mi compañera se hace llamar Malystryx. Es enorme, tres veces superior al tamaño de mi Dragón Rojo. No teníamos opción. Yo no hubiera logrado sobrevivir si Flarion no me hubiera protegido. Ella podría haber escapado, pero no quiso abandonarme. —Huzzad apretó el puño—. Prometí sobre su cuerpo magullado que me vengaría en su nombre. —Soltó una risa amarga—. Naturalmente, jamás he tenido la oportunidad. Nadie puede oponerse a Malys: ni todo el ejército de Solamnia, ni nuestra propia orden de caballeros. Ella controla Krynn y los caballeros negros van a terminar aliándose con ella. Acordaos de estas palabras. Es sólo cuestión de tiempo.

—Aun así, parece que tienes un plan —apuntó Kang pensativo—. Si hay una cosa que pueda asustar a esa mierda de goblins es un dragón. De todos modos, me figuro que no hay modo de contactar con uno de color rojo o azul y pedirle que nos ayude.

—No que yo sepa —respondió ella—. Ni siquiera sabría adónde acudir. La mayoría de dragones está escondida por miedo a terminar como una de las calaveras del tótem de Malys.

—¿Calaveras?

—Se dice que Malys guarda las calaveras de los dragones que mata y que las emplea para erigir un monumento en su propio honor. Cree que le dan poder mágico.

Kang estaba horrorizado y disgustado.

—Es triste ver el estado al que ha llegado el mundo. ¿Qué te parece, Slith? ¿Slith?

El sivak se sobresaltó.

—Lo siento, señor, no estaba escuchando. Estaba pensando.

—¿En qué pensabas? —preguntó Kang con interés.

—Pensaba en que si no podemos encontrar un dragón real, podríamos hacer uno, señor —dijo Slith—. ¿Te acuerdas de aquella vez que hicimos aquel dragón de mimbre?

Kang rió.

—Me había olvidado de aquello. Explícaselo a Huzzad. —Slith estaba encantado de hacerlo.

—Decidimos gastar una broma a los… ¿quiénes eran, señor?

—Los del Treinta y tres.

—Exacto. Al Treinta y tres de Infantería. Era un grupo de baaz recién salidos del cascarón. Se creían lo mejor de lo mejor. No acataban ninguna orden y no respetaban a los oficiales. Decidimos darles escarmiento y para ello decidimos construir un dragón de mimbre. Era un armatoste enorme y el diseño era fabuloso: era capaz de batir las alas y de abrir las fauces. Tendrías que haberlo visto.

»En fin, a la caída de la noche llevamos el dragón al lugar donde los del Treinta y tres se encontraban descansando al raso y lo ocultamos entre los árboles. A la mañana siguiente, los baaz se levantaron con resaca después de haber pasado la noche anterior bebiendo aguardiente enano y vieron el dragón. Entonces, de veras, es cierto, todos se echaron al suelo bocabajo, asustados hasta la médula. Empezaron a gemir y aullar. Hubo algunos piadosos que empezaron a rezarle. ¡Cómo nos reímos! ¿Te acuerdas, comandante? Yo me reí tanto que pensé que me haría daño.

—Me acuerdo —dijo Kang— y entonces, como si viniera de la nada, un kender idiota se subió al dragón y empezó a hacerle «hablar»…

—… y eso aumentó el pánico entre los baaz. —Al evocar aquella situación Slith se empezó a reír—. Y luego, para empeorar todavía más las cosas, se le escapó un grupo de prisioneros que habían capturado.

—Me había olvidado de ellos —dijo Kang rememorando—. Eran un semielfo, un caballero y un mago achacoso. Los habían capturado en una reyerta por un báculo de cristal azul. Esos prisioneros eran tan estúpidos como los baaz. ¿Te acuerdas cuando el solámnico retó al dragón para que luchara?

—¡Ja, ja! —Slith golpeaba la mesa con la jarra—. Entonces el dragón se incendió y por fin esos genios comprendieron que era de mimbre. Los baaz quedaron tan pasmados que perdieron a los prisioneros. Me pregunto qué pudo ser de ellos.

—Probablemente se ahogaron en el pantano. —Cuando la risa se le calmó y pudo respirar de nuevo Kang añadió—: ¿Sabes, Slith? No me parece una mala idea.

—¿Qué? ¿Ahogarse en un pantano? —Huzzad miró a Kang.

—No, construir un dragón.

Slith asintió. Huzzad empezó a reírse, pero entonces se dio cuenta de que Kang no reía.

—¡Pero estás hablando en serio!

—Y tanto que sí —dijo Kang—. Los goblins son estúpidos, más aún que los de la Treinta y tres de Infantería.

Huzzad sacudió la cabeza, poco convencida.

—Además, los goblins no sólo son estúpidos —insistió Kang—, son cortos de vista. Mira, basta que el dragón falso les despiste durante un rato, lo justo para que cause confusión y pánico entre las filas del frente.

—¡Podríamos atarle bombas de barril, señor! —Slith estaba excitado—. Si lográsemos inventar algo que le permitiera volar podríamos lanzarlo sobre los goblins y…

—¡Bum! —dijo Kang con regocijo.

—Bum, señor —repitió Slith—. Explotaría todo. —Tomó un trago de su bebida y se puso en pie—. Por todos los dioses, señor, es muy posible que todavía tengamos los planos. Creo que se encuentran en El Arca.

En el regimiento sólo había un arca que fuera citada con ese énfasis. El Arca era una gran caja de madera de roble reforzada con cintas de hierro. Los había acompañado desde sus comienzos como unidad y había continuado con ellos a lo largo de todos los años de exilio y andanzas. El Arca contenía planos, todos los planos que los ingenieros draconianos habían hecho. Eran planos de puentes, diques, empalizadas, torres de vigilancia, dispositivos de cerco, planos de su ciudad destruida, planos del sueño de ciudad que tenía Kang y, ya ocultos cerca de la parte inferior, planos de un dragón de mimbre.

Mientras Slith salía para investigar eso, Kang volvió a llenar su tazón.

—¿Qué te parece? —preguntó a Huzzad.

—Creo que los dos estáis locos —dijo—, locos de remate. He visto enanos que, comparados con vosotros, se podría decir que tenían sentido común.

—Sí, bueno, pero por probarlo no se pierde nada —rezongó Kang—. Tampoco veo a nadie con una idea brillante que sirva para salvarnos el pellejo.

—En eso llevas razón. —Huzzad bostezó y se estiró—. Creo que me voy a ir a la cama. Mañana tengo que levantarme pronto. Eso me recuerda una cosa. Me gustaría pedir permiso para llevar a las hembras al patio de armas. Están haciendo grandes avances en el ejercicio de espada, pero los cuarteles se les quedan algo pequeños y…

—¿Qué dices que están haciendo? —atronó Kang, poniéndose en pie de un salto.

—Ejercicios de espada —dijo Huzzad, mirándolo con sorpresa—. ¿Qué creías que había dicho?

—Creía que habías dicho ejercicios de espada —repuso Kang en tono sombrío—. Pero ¿qué te crees que estás haciendo, Huzzad? ¿Cómo se te ocurre darles formación militar? ¡Esto no lo voy a tolerar! ¡Tienes que poner fin a toda esta tontería de inmediato! ¿Me oyes? ¡De inmediato!

—¡Yo le pondría fin, Kang, el único problema es que no fui yo quien lo empezó! —replicó Huzzad—. Llevan entrenándose solas desde hace algún tiempo. Y, además, lo hacen bien. Si alguien se tomara la molestia de corregirles los errores seguramente lo harían mucho mejor. Son guerreras natas, Kang. Nacidas y engendradas para ello, Kang, igual que tus hombres.

—No te creo —afirmó Kang con el entrecejo fruncido—. Creo que has sido tú quien les ha metido estas ideas en la cabeza.

—¿Ah, sí? —dijo Huzzad con voz helada—. En el campamento corre el rumor de la desaparición de veinte espadas hace unos días. Se dice que un sivak, un Guardia de la Reina, sufrió un ataque. El atacante le robó una solicitud. Veinte espadas, comandante. Y ahora, dime, ¿dónde encontrarás en esta fortaleza veinte draconianos que necesitaran veinte espadas?

—¿Me estás diciendo…? —Kang sintió una opresión en el pecho—. Esas niñas…

—No son unas niñas —repuso Huzzad—. Son adultas. Y como no lo aceptes y empieces a tratarlas como tales, las vas a perder. Kang, tú tienes alma. Tu propia alma. Tienes derechos y también obligaciones y responsabilidades. También tienes el derecho a equivocarte y a cometer errores. Yo también lo tengo. Y esas hembras también. Cada una tiene su propia alma y su propio destino. Cada una tiene derecho a luchar por el suyo. No les puedes robar este derecho. Ellas esperan que tú las guíes, las dirijas y las aconsejes. Pero no lo harán siempre. Con el tiempo empezarán a odiarte. Bueno —prosiguió Huzzad—, excepto Fonrar. Ella te quiere demasiado para volverse en tu contra; pero incluso ella se debate entre el amor que siente por ti y la necesidad de mantenerse fiel a sí misma.

Kang se sentó de golpe. Por suerte, tenía la cama cerca. Miraba a Huzzad con la expresión de quien no comprende nada.

—¿De qué me estás hablando? —preguntó con voz tensa—. Nosotros no podemos… esa palabra que dices.

—¿Amar? —Huzzad le miró divertida—. Dime, Kang. ¿Acaso tú no quieres a Slith?

—¡Pues claro que no! —aulló prácticamente Kang.

—¿Ah no? ¿Y cómo te sentirías si Slith muriera?

Kang reflexionó. Slith, muerto. El mundo sin Slith. Desde siempre había sabido que eso era posible. Eran soldados y la muerte formaba parte de su trabajo. Pero pensar que Slith no pudiera estar ahí hizo que Kang sintiera una gran tristeza, un vacío enorme.

—Me sentiría muy mal —admitió Kang pero añadió en su defensa—: Llevamos juntos muchos años. Somos… compañeros.

—Compañeros. —Huzzad posó una mano suavemente en el hombro de Kang—. Bueno, amigo mío, Fonrar siente mucho «compañerismo» por ti. ¿Qué te parece? Y pronto, ya sabes, como sois tan «compañeros» os juntaréis y tendréis «compañeritos». No me parece que sea algo malo.

—No…, no creo —masculló Kang.

—Kang, las hembras conocen la amenaza de los goblins. Saben que va a ser una batalla muy dura y quieren tomar parte en ella.

—Eso está descartado —dijo Kang sin más.

—¿Por qué? ¿Porque pueden resultar heridas? ¿Pueden morir? ¿Y qué pasará si todos morís, Kang? ¿Qué ocurre si hasta el último de los machos draconianos desaparece y las hembras quedan atrapadas en sus cuarteles, solas, sin armas y sin instrucción? —Huzzad lo miró atentamente con el entrecejo fruncido—. ¿Qué pasará?

Él bajó la cabeza. No la quería mirar.

—Yo te diré lo que pasará —prosiguió Huzzad implacable—. Las que tengan suerte serán asesinadas. Las más desafortunadas serán capturadas y tomadas como prisioneras. Es posible que los goblins las torturen y luego las maten. O tal vez no. Tal vez, como son hembras, sean enviadas a algún laboratorio para ser sometidas a experimentos…

—¡Ya basta! —gritó Kang.

—¿Cómo te gustaría morir, Kang? —preguntó Huzzad—. ¿Te gustaría morir luchando junto a los compañeros que quieres o prefieres morir solo, atormentado por…?

—¡Ya está bien! ¡Maldita sea! —Kang la miró con fiereza—. Ya has dicho tu opinión.

—Así pues, ¿podemos Fonrar y yo mañana llevar a las hembras al patio de armas?

Kang rememoró el pasado. Se acordó de cuando andaba a cuatro patas haciéndose pasar por un oso en torno a la hoguera del campamento, gruñendo en broma mientras aquellas pequeñas daban chillidos agudos y se reían. Recordó el terror que sintió una vez en que Thesik se alejó del grupo y la encontraron jugando con una manada de cachorros de lobo. Se acordó de cuando acunaba a Fonrar entre los brazos mientras ella se agarraba con sus deditos a sus dedos, mucho más grandes. Miró atrás… y lo dejó ahí.

Kang se aclaró la garganta.

—Dile a la subcomandante… —Kang tragó saliva— Fonrar, que mañana tiene que tener a sus soldados listas para revista en el patio de armas una hora después del amanecer, dispuestas en orden de combate y con armas.

—Lo haré, Kang —dijo Huzzad—. Te sentirás orgulloso de ellas —añadió mientras se marchaba.

Kang se tendió en la cama. Se sentía mareado y tembloroso, peor que si los goblins lo hubieran partido en dos.

El destino. De nuevo esa palabra. Huzzad había dicho que cada uno tiene su propio destino. Cada uno tiene el derecho a luchar por su destino.

«¡Veinte espadas! —se dijo en la oscuridad—. Fueron capaces de robar veinte espadas ante el hocico de un miembro de la Guardia de la Reina. Le dieron un golpe en la cabeza con una piedra. ¿Que si estoy orgulloso de ellas?»

Kang sonrió.

«Maldita sea, claro que lo estoy».