5
A Kang le dolía todo el cuerpo. Los goblins se reían mientras lo rodeaban y lo atacaban con lanzas a la vez que le enviaban punzadas de dolor por todo el cuerpo. Kang luchaba contra esas criaturas, los decapitaba, cortaba cabezas que se reían y, sin embargo, por cada goblin que mataba, surgían otros seis para reemplazarlo. Entonces las cornetas empezaron a sonar. Miró alrededor y vio que unos dragones atacaban directamente a esos goblins risueños. Kang se indignó. ¡No había ordenado ninguna carga! Quiso ordenar a los soldados que se retiraran, pero el barco en el que viajaba se mecía con fuerza y cada vez que intentaba levantarse caía por la borda y se ahogaba en un mar amarillo.
Kang se despertó con un respingo. Estaba completamente desorientado, temía moverse, volver a caerse de aquel barco maldito y precipitarse de nuevo en aquellas aguas amarillas. No se atrevía siquiera a volver la cabeza. Miraba directamente el cielo azul. El cielo azul flotaba. No. Era él quien volaba. Estaba tendido en una cama y ésta estaba en un barco que se mecía en el aire.
«Estoy muerto —pensó—, estoy muerto y mi alma vaga sin rumbo por el éter».
Se preguntó por qué la espalda le dolía tanto si estaba muerto. ¿Por qué tenía el brazo rígido y no podía moverlo? ¿Por qué la pierna le quemaba como si estuviera ardiendo?
Kang se enojó. Estar muerto merecía algo más que eso; por lo menos, dejar de sentir dolor. Aquello era intolerable. Tenía que hablar con alguien acerca de eso, con quien estuviera al mando. Pero tenía que averiguar quién era. ¿Quién estaba al mando? ¿Quién pretendía matarlo? Kang se incorporó de golpe.
Aquel movimiento repentino e inesperado hizo ladear su cama. A su alrededor unos soldados draconianos empezaron a gritar y lanzar improperios. Notó un momento de gran confusión, en el transcurso del cual tuvo la sensación de ser manipulado como una palabra, y finalmente cayó desplomado contra el suelo de piedra dura.
Kang se incorporó sobre los codos, levantó la vista y vio una camilla volcada y a los cuatro baaz que lo habían cargado con expresión afligida. Kang cerró los ojos y suspiró aliviado. No estaba muerto. Su alma no estaba suspendida en el aire. Lo habían cargado en una camilla que llevaban a hombro cuatro baaz corpulentos; su movimiento repentino había desequilibrado el artefacto y le había hecho caer al suelo.
—¿Estás bien, señor? —preguntó uno de los baaz.
Los cuatro porteadores se inclinaron sobre él. Dos intentaron levantarle sobre las piernas mientras los otros dos aducían que no debían moverlo. Otros soldados draconianos se arremolinaron alrededor para dar su opinión al respecto.
Slith surgió de la nada.
—¡Dejadle un poco de espacio! ¡A partir de ahora me encargo yo del comandante! ¡Moveos! —gritó.
Los soldados se marcharon inmediatamente para alcanzar la larga columna que avanzaba. Los porteadores de la litera se demoraron con intención de ayudar; pero Slith les ordenó con un gesto que se marcharan.
—¿Cómo te encuentras, señor? —preguntó, agachándose junto a Kang—. ¿Puedes sentarte?
—¡Por supuesto que puedo sentarme! —exclamó molesto Kang.
No le gustaba que la gente se preocupara por él. No sólo pretendía sentarse, en realidad pretendía ponerse en pie. Por desgracia, tuvo que reconsiderar la posibilidad de ese movimiento al darse cuenta de que la cabeza continuaba flotando y que las piernas no le respondían.
—No te apresures, señor —le aconsejó Slith—. Estás machacado.
Kang tenía el hombro izquierdo vendado y un muslo envuelto con otro vendaje. Volvió la cabeza para ver por qué le dolía tanto la espalda.
—Uno de esos babosos te atacó por detrás, señor —explicó Slith—. Pero no acertó a darte en la columna vertebral.
Kang jamás se había sentido de ese modo. Entornó los ojos bajo el sol brillante y observó la larga columna de draconianos que pasaba por delante del borde del camino donde él y Slith estaban sentados. La cabeza de la columna serpenteaba a través de un paso entre dos colinas. Desde la Guerra de la Lanza, Kang jamás había visto tantos draconianos juntos. ¿De dónde procedían? ¿Cómo era posible que hubieran logrado sobrevivir tantos durante tanto tiempo? Aunque podría pensar que estaba soñando, lo cierto es que esos draconianos parecían totalmente reales.
—¿Te acuerdas de algo, señor? —preguntó Slith.
Kang asintió. El gesto le permitió aclarar las ideas y confirmar la pregunta de Slith.
—Recuerdo el último ataque de los goblins y luego la carga del flanco derecho. Quería saber quién había ordenado aquel ataque, yo no había sido y quería hacérselo pagar muy caro.
—Ciertamente alguien sí lo pagó muy caro —sonrió Slith—: los goblins. El Noveno de Infantería avanzó por el flanco derecho. Setecientos draconianos, asistidos además por otros quinientos procedentes del Tercero de Infantería.
Kang miró atentamente a los extraños draconianos que marchaban ante él. Portaban unos chalecos de piel tachonados con placas de armadura y cargaban en las espaldas grandes espadas y escudos. Sí, eran miembros de la infantería draconiana tal y como la recordaba. De todos modos, hacía treinta años que no veía a la infantería draconiana. Entonces se acordó de la Guerra de Caos, del último ejército al que se habían unido los ingenieros. Aquel ejército estaba compuesto por humanos que se llamaban a sí mismos los caballeros negros de Takhisis. No había más draconianos que los de su regimiento.
—¿De dónde vinieron…? ¡Ah! Fonrar —dijo de repente al recordar—. Fonrar los trajo. Ella y Thesik. Pero ¿cómo?
—Las hembras habían visto destellos metálicos en las profundidades del cañón y Fonrar y Thesik salieron a investigar, señor.
—Ahora me acuerdo. —Kang sonrió, inexorable—. No dijeron nada a nadie porque no las escucho. —Con las manos se apretó la cabeza, que le dolía—. ¡Yo lo intento, Slith! ¡De veras que lo intento!
—Sí, señor —contestó Slith comprensivamente—. Ser padre es muy duro. Bueno, es lo que se dice. —Se aclaró la garganta y prosiguió—: Las hembras vieron destellos de luz y bajaron al cañón del otro lado de la estribación. Entonces tropezaron con una patrulla de draconianos que habían visto nuestra hoguera y habían decidido investigar. Los draconianos estuvieron a punto de atacar, pero en cuanto vieron a Thesik quedaron totalmente subyugados por ella.
—¿Por qué Thesik? —preguntó Kang perplejo.
—Es una aurak, señor —respondió Slith. Hizo un gesto con la mano hacia los draconianos que avanzaban—. Temen a esa chica, mejor dicho, a ese macho.
—¿Los otros draconianos no saben que son hembras? —preguntó Kang en voz baja.
—No, señor. He pensado que eres tú quien debe decidir si es conveniente proporcionar esa información y cuál es el momento oportuno para hacerlo. Los demás draconianos se dieron cuenta de que las hembras son distintas: por ejemplo, no llevan armadura y tienen su propia unidad separada. Eso ha sido inevitable. Pero entonces se me ha ocurrido decir que eran una guardia especial del aurak. Afortunadamente, nuestras hembras no son como las de los de piel blanda. Las diferencias anatómicas no son muy marcadas, tú ya me entiendes. Aun así, son distintas, y pronto alguien se dará cuenta de ello. Las hembras son más bajitas y —añadió encogiéndose de hombros—, huelen de un modo especial.
—¿De veras? —Kang se sorprendió—. No me había dado cuenta de eso.
—Creo que hemos estado demasiado con ellas. Pero esos muchachos se dieron cuenta de inmediato. Incluso uno de los baaz le preguntó a Fonrar acerca de eso.
—¿Y qué contestó? —preguntó Kang asustado.
—Esa muchacha tiene la cabeza en su sitio. Dijo que olía raro para él porque provenía del sur de Krynn mientras que él, en cambio, venía del norte. Una explicación que resulta bastante burda, cierto, pero el baaz se la tragó. De todos modos, si un draconiano se ha dado cuenta, los demás, otros algo más listos que los baaz, también lo harán. He ordenado a las hembras que permanezcan en la retaguardia con los carros de aprovisionamiento y que se mantengan alejadas de los nuevos draconianos. —Slith se sentía algo incómodo—. Ellas querían saber por qué. Creo que deberías hablar con ellas. Nosotros… mmm… no hemos tratado eso nunca realmente… ya sabes: lo de las hembras, los huevos y… bueno… todo eso.
Kang frunció el ceño.
—Las hembras no han hecho ningún comentario al respecto, ¿verdad?
—Bueno, señor, no, pero…
—Entonces no lo mencionaremos. —Kang adoptó una actitud severa—. ¿Está claro? Al fin y al cabo, son unas chiquillas.
—Sí, señor.
Slith miró de nuevo la columna de draconianos que pasaba y sacudió las alas. Aquel gesto delataba su desacuerdo con el comandante, pero sabía que era mejor no discutir.
—¿Qué sabes de estos soldados, Slith? —preguntó Kang en tono conciliador—. ¿De dónde vienen? Creía que la mayoría de nuestra gente había muerto cuando Neraka saltó por los aires.
—Al parecer hubo más supervivientes de lo que creíamos, señor. —Slith no era una persona que pudiera mantener su enfado durante mucho tiempo—. Cuando terminó la Guerra de la Lanza, los que sobrevivieron al desastre de Neraka huyeron hacia el este para ocultarse en las montañas. Unos pocos se unieron a los caballeros negros y lucharon en la Guerra de Caos, pero la mayoría cambió de idea. Estos draconianos son como nosotros, señor. Se hartaron de comandantes humanos que o los consideraban material prescindible y los enviaban a misiones suicidas o los trataban peor que a los animales de carga.
Sí, Kang comprendía todo eso. Él y sus ingenieros se habían alistado al ejército de humanos con el orgullo de poder ofrecerles sus habilidades y talento. Sin embargo, les habían ordenado cavar agujeros para las letrinas.
Mientras Slith hablaba el grupo de oficiales avanzó por la cuesta, muy cerca del final de la columna. Al frente de los oficiales avanzaban los tres abanderados, cada uno portando un estandarte distinto. El primero era el estandarte del Noveno de Infantería; el segundo, el del Tercero de Infantería y el tercero era el estandarte de Kang, el del Primero de Ingenieros. Cuando Granak vio a Kang enarboló el estandarte de los ingenieros más alto que los otros para que sobresaliera por encima de los de los demás regimientos.
Volver a ver los tres estandartes juntos, y el estandarte propio sobresaliendo por encima de los demás, era una visión que levantaba el ánimo. Kang se esforzó por ponerse en pie mientras recordaba lo cerca que habían estado de sufrir la aniquilación total.
—¿Estás seguro de que puedes, señor? —preguntó Slith preocupado mientras ayudaba a su comandante, que todavía estaba tambaleante y débil.
—Por supuesto que puedo —respondió Kang. Estaba decidido a saludar a su bandera, aunque aquello le costara la vida.
Los demás oficiales draconianos, al ver que Kang estaba consciente y se ponía en pie, se acercaron a saludarle.
Prokel, el subcomandante kapak del Noveno de Infantería, saludó y se dispuso a presentar a los demás draconianos que le acompañaban.
—Señor, permíteme que te presente al comandante del Noveno de Infantería Vertax y a Yakanoh, el comandante del Tercero de Infantería.
Los dos draconianos extendieron las manos y Kang las estrechó una tras otra. Luego presentó a Slith, su subcomandante.
—¿Te apetecería marchar con nosotros, Kang? —preguntó Yakanoh.
—Será un honor, señor —asintió Kang.
Técnicamente, Kang tenía el mismo rango que Prokel, el subcomandante del Noveno de Infantería. Sin embargo, el comandante de un regimiento de infantería era superior al comandante de una unidad especial, principalmente debido a que un regimiento completo consta de quinientos soldados mientras que un regimiento de ingenieros, de aprovisionamiento o incluso un regimiento de artillería de campo tiene como máximo trescientos.
—Aquí no gastamos cumplimientos, Kang —dijo Vertax—, todos los oficiales de rango superior nos llamamos por el nombre. Nos mantenemos al margen de los oficiales de menos rango y, naturalmente, de los que no son oficiales. Por otra parte, después de vivir y luchar junto a los demás durante cuarenta años, lo de «señor» nos resulta incluso anticuado.
Kang no tenía mucho que objetar al respecto, así que no dijo nada y se colocó detrás del estandarte. El y Slith eran los únicos oficiales de rango superior en el regimiento y así había sido durante casi treinta años. La herida en la pierna de Kang se estaba entumeciendo y le obligaba a cojear; pero andar le sentaba bien, le calentaba la sangre. Slith separó los palos con que habían construido la litera y convirtió uno de ellos en una tosca muleta que entregó a su comandante Kang se dio cuenta de que los demás oficiales draconianos habían reducido educadamente el ritmo de sus pasos para ajustarse al suyo.
—No quiero que os demoréis por mi culpa —dijo.
—Kang, es un honor para nosotros ajustar nuestros pasos a un guerrero tan excelente —respondió Prokel con gravedad.
—Vimos lo que te disponías a afrontar —añadió Vertax.
—Es más —dijo Yakanoh sonriendo—, vimos los cuerpos de los goblins viscosos que matasteis. Es una hazaña maravillosa, sobre todo si se tiene en cuenta los pocos que sois.
—Si no hubiera sido por vosotros, habríamos sido muchos menos —contestó Kang y luego, señalando a los dos comandantes de regimiento de infantería, añadió—: Os estoy muy agradecido a ambos por habernos salvado la vida. Diez minutos más y habrían hallado dos ingenieros, no doscientos.
—La cifra concreta es de ciento sesenta y siete, todos soldados, señor —intervino Slith.
Kang miró sorprendido a Slith.
—¡Reina del Abismo! —Sacudió la cabeza; el sol había dejado de calentar. Aquella lucha había costado al regimiento una cuarta parte de sus hombres.
—Señor, todos nos preguntamos por qué os persiguen los goblins —preguntó Vertax.
—Ojalá lo supiera —respondió Kang.
—¿Atacasteis alguna de sus ciudades?
—No, y aunque lo hubiésemos hecho, ya sabéis cómo son. Se habrían dado por satisfechos atacando unas pocas veces e hiriendo a algunos de nosotros por la espalda. Estos goblins eran distintos. Esos bastardos no sabían cuándo largarse. —Kang les contó entonces la historia de la lucha que llevaba prolongándose desde hacía ya un año.
—Es evidente que habéis hecho algo que los volvió locos —constató Yakanoh mirando fijamente a Kang.
Kang se detuvo para ajustarse el vendaje de la pierna, evitando así enfrentarse con las miradas de los demás oficiales. Al terminar intercambió una mirada interrogante con Slith, el cual se encogió levemente de hombros.
Kang se volvió hacia Vertax.
—Mi subcomandante me ha dicho que tus hombres y los otros dos regimientos lleváis en las montañas desde lo de Neraka.
—Así es, en efecto. De todos modos, hay más de dos regimientos. Tenemos también el Segundo y el Decimocuarto de Infantería, el Tercero de artillería y el escuadrón de reconocimiento Belkrad. Estamos casi al completo. El general Maranta está al mando del ejército.
Slith gimió. Parecía muy angustiado.
—¡No será el general Maranta! ¿El general aurak?
—Sí, por supuesto —respondió Vertax—. Él fue el único draconiano que alcanzó el rango de general. ¿Acaso lo conoces?
Las escamas de Slith chasqueaban nerviosamente. Bajó la cabeza.
—Se podría decir que sí, señor —musitó. Miró a Kang—. Señor, ¿te acuerdas? Las empalizadas… aquel pequeño… incidente.
Kang reflexionó.
—Las empalizadas… —El recuerdo le vino a la cabeza y empezó a reírse a carcajadas—. ¡Oh, ese incidente!
Slith volvió a gemir y sacudió la cabeza apesadumbrado. Vertax le dio un codazo a Kang.
—Vamos, cuéntanoslo. Kang sonrió.
—El general Maranta hizo una visita al campamento del ejército de lord Ariakas. Unas horas antes, el subcomandante Slith había matado a una hermosa jovencita elfa y en el transcurso de la batalla había adoptado la figura de esa putilla de orejas puntiagudas. Bueno, ya sabéis qué es lo que les ocurre a los sivaks en esos casos. Pues bien, todavía conservaba esa forma cuando el general Maranta se paseaba por la zona posterior del regimiento. En algún momento el general descubre a una hermosa elfa que está bailando un poco para entretener a los soldados y da órdenes a su escolta para que conduzca a la «muchacha elfa» a su tienda para «ser interrogada».
Prokel empezó a reírse entre dientes.
—Deja que lo adivine. El general quería asegurarse de que esa muchacha elfa no llevaba ninguna arma oculta en su hermosa persona, ¿es eso?
Las escamas de Slith chasqueaban con estrépito como un enjambre de chicharras.
—Sí, más o menos, eso es —dijo rápidamente.
—Pero no del todo —continuó Kang con un guiño—. Digamos que el general Maranta tuvo una gran sorpresa en el transcurso de sus pesquisas.
—Por favor, señores. —El color verde plateado habitual de Slith había adquirido el tono de los bosques de abetos en invierno—. ¡No tuvo ninguna gracia! Pasé dos meses en la empalizada por culpa de eso.
—Estoy seguro de que el general estará muy contento de volverte a encontrar, señorita Orejitas Puntiagudas —dijo Prokel—. Es posible incluso que te pida que bailes un poco para él…
Slith, al darse cuenta de que las mofas no habían hecho más que empezar, dijo con frialdad:
—Creo que debería ir a comprobar los carros de aprovisionamiento y los heridos. Con tu permiso, señor.
—Permiso concedido, bonita viciosilla elfa… —respondió Kang.
Slith saludó con ademán hosco y expresión ofendida y se marchó agitando la cola con rabia.
—Sólo estamos a dos horas de marcha de nuestra fortaleza —apuntó Vertax cuando las risas se apagaron—. Creo que vas a quedar impresionado, Kang, con lo que hemos sido capaces de hacer en este paraje salvaje.
—Ya estoy impresionado —dijo Kang—. Tengo que admitir que estoy extremadamente sorprendido de encontrar con vida a más gente como nosotros después de tantos años. Creía que éramos los únicos.
Ciento sesenta y siete, se dijo para sí. Su buen humor desapareció de repente. Antes de partir hacia el norte, hacía un año, en su hogar en las montañas Kharolis eran trescientos. Kang se quedó callado y se apartó de las risas y las conversaciones. Los demás lo dejaron tranquilo, creyendo que tal vez las heridas lo estuvieran mortificando.
La columna prosiguió la marcha durante otras dos horas. Kang trepó a un risco y miró hacia el pequeño valle que había a sus pies. Los demás oficiales se detuvieron. Todos dirigieron la mirada hacia él con expectación; estaban ansiosos por ver la cara que ponía.
—Es nuestra fortaleza —dijo Vertax, señalando con orgullo.
—¿De veras? —dijo Kang. Estaba tan asombrado que habló sin pensar lo que decía—. ¿Qué le ha ocurrido?
—¿Qué dices? —Vertax se acercó para distinguir mejor las palabras entre el ruido de la columna al pasar—. No he oído lo que decías.
Kang se dio cuenta entonces de que no estaba mirando un lugar afectado por un desastre natural. O tal vez sí lo estuviera haciendo, aunque aquel desastre no era obra de la naturaleza. Alguien había intervenido en él.
—Decía… —Kang tenía un nudo en la garganta— que ciertamente es una fortaleza, sí señor, una fortaleza.
Kang dirigió su mirada hacia Slith, que había regresado para informar de que los carros de aprovisionamiento, los heridos y la unidad especial estaban bien aunque avanzaban con lentitud. El sivak abrió los ojos con sorpresa y cambió lo que iba a decir por una tos.
Esa estructura —Kang se negaba a designar aquello como una fortaleza— era un cuadrado de algo más de medio kilómetro de lado, rodeado completamente por una elevada muralla de madera. De vez en cuando, a intervalos irregulares, se erguían en ella unos salientes de aspecto extraño. Kang dedicó unos instantes a imaginar lo que podían ser esos salientes y finalmente concluyó que probablemente serían torres de vigilancia. Dos de ellas estaban ladeadas de un modo peligroso y la tercera estaba literalmente apuntalada, pues de lo contrario se habría venido abajo.
Técnicamente se habría dicho que la muralla de protección estaba rota por dos puntos mediante unas puertas que daban al sur y al oeste. La muralla estaba hecha de maderos con un extremo afilado en lo alto; resultaba evidente que se había construido a partir de piezas de unos nueve metros de largo que se habían ido uniendo a las demás. El resultado era que no había dos partes que tuvieran la misma altura, el mismo tipo de montaje, ni siquiera el mismo diseño. Había visto dientes de goblin más rectos, aunque ciertamente en un estado de decadencia similar.
En el centro del campamento había un enorme edificio. Aquella construcción única y de gran tamaño estaba rodeada por un amasijo de pequeños edificios que parecían haber sido erigidos en cualquier momento sin seguir ningún criterio de emplazamiento, tan sólo atendiendo al antojo de sus constructores. Excepto el edificio grande del centro, todas las demás estructuras eran de madera y tenían el techo de paja. Una sola chispa podría originar un incendio que complacería a un dragón de color rojo. Por el aspecto de un área chamuscada y ennegrecida situada cerca de la muralla de protección, se podía decir que al menos una estructura ya había sufrido el embate del fuego.
El resto de oficiales aguardaba su reacción, a la espera de que expresara su sorpresa y admiración. Kang sí se veía capaz de expresar sorpresa, le bastaba con preguntarse cómo aquel desastre podía continuar todavía en pie.
—¿Qué te parece? —preguntó Vertax.
—No he visto nunca nada igual —dijo Kang. Y a fe que era cierto.
Slith volvió a toser.
—Lo siento, señores, tengo polvillo en la garganta.
Vertax observó sus expresiones forzadas y empezó a reírse.
—No te preocupes, Kang. Ya me figuro lo que tú y tu segundo estáis pensando. Os debéis estar diciendo que esta fortaleza tiene el aspecto de algo construido por gnomos bebidos a partir de planos diseñados por enanos gullys.
—Bueno, tengo la tendencia a ver las cosas desde el punto de vista de un ingeniero… —empezó a decir Kang con delicadeza.
—Ya sabemos que no es bonito —intervino Yakanoh—. Sin embargo, esta fortaleza es más robusta de lo que aparenta. La hemos construido nosotros y nos ha salvado las escamas más de una vez. En una ocasión sufrimos el ataque de unos mercenarios humanos… —miró hacia Vertax en busca de asentimiento— y resistimos durante tres días y tres noches hasta que abandonaron y regresaron por donde habían venido.
Kang tuvo que admitir que ahora sí estaba realmente impresionado. Pasmado pero impresionado.
—Una advertencia, Kang —dijo Vertax bajando la voz—, no critiques la fortaleza delante del general Maranta. Para él es la Torre del Sol y la legendaria Sala de Thorbardin en uno.
—El resto de nosotros se da cuenta de que no es perfecta —admitió Prokel—. Tú y tu regimiento podríais ayudarnos a mejorarla y reforzarla. Los únicos ingenieros que tenemos son aproximadamente una docena de zapadores. Son buenos derribando cosas; pero no construyéndolas.
Todos los regimientos de infantería disponían de un grupo de zapadores, eso es, soldados con cierta formación en ingeniería. Su tarea consistía en despejar de obstáculos el avance del ejército o crearlos cuando las tropas se retiraban. Había un dicho que decía que los zapadores o explotaban cosas o las demolían. Su formación en construcción y diseño de edificios era escasa.
—Es bueno tenerte a ti y a tus hombres, Kang —añadió Prokel—. Encajarán muy bien.
Kang no respondió. No le importaba ayudarles con la fortaleza, ni ofrecerles consejo y ayuda, pero no podía entender cómo se podía hacer todo aquello sin contar con el apoyo del general. Por otra parte, Kang se enfrentaba a una nueva cuestión. Para él todo aquello era un alto en el camino, un punto donde su gente podía descansar y recuperarse antes de proseguir la marcha. No tenía la intención de quedarse en aquel fortín destartalado durante toda la vida, como esos draconianos parecían dar por supuesto. El tenía la intención de llegar a la ciudad de sus sueños, la ciudad marcada en rojo en su preciado, gastado y andrajoso, mapa.
Eran demasiados los hombres que habían dado la vida por aquel sueño suyo. No estaba dispuesto a abandonarlo por mera conveniencia.
La infantería de draconianos, encendida por su victoria sobre los hobgoblins, atravesó orgullosa la puerta principal de la muralla sur. Al acercarse, la muralla parecía mucho más sólida que de lejos; Kang observó admirado a los guardias draconianos que andaban por ellas. Tenían más agallas que él.
—¿Qué son esas risas? —preguntó Kang.
—Son los hombres, señor —dijo Slith—. No me extraña.
—¡Pues a mí sí! —Kang estaba indignado—. Ve atrás y ordénales que se callen de una maldita vez. ¡Puede que estos draconianos no tengan ni idea de ingeniería, pero nos han salvado el pellejo!
Slith se marchó para hacer que los Ingenieros del primer ejército de los Dragones recuperaran el debido respeto. Los Ingenieros draconianos atravesaron la muralla bajo la mirada brillante de Kang y sin esbozar más que una ligera sonrisa, a pesar de que no pocos se frotaban la cabeza dolorida. Slith se había encargado de enfatizar sus órdenes con unos cuantos golpes bien dirigidos.
Cuando Slith regresó, Vertax les hizo un gesto para que se acercaran.
—Kang, Yakanoh y yo mismo vamos a presentarte al general Maranta. Prokel acompañará a tu segundo para dar acomodo y comida a los soldados. También nos encargaremos de los heridos.
Al oír la palabra «comida» el estómago de Kang retumbó. A Slith se le escapó saliva de los labios.
—Señor, ya me encargaré de la unidad especial —dijo Slith mientras se marchaba con Prokel.
Kang contempló con envidia la partida de Slith. Se sentía capaz de zamparse un troll completo en unos pocos segundos, pero conocía el protocolo. Su comida tendría que esperar hasta que el encuentro con el general hubiera finalizado.
Kang se disponía a seguir a Yakanoh y a Vertax cuando se oyó un estrépito. Volvió la vista y vio que una parte de la muralla cedía. La rápida agitación de las alas salvó al guardia baaz que estaba en ella de desplomarse con los escombros.
«En cualquier caso, la otra alternativa era peor —se dijo Kang—. Si no fuera por esta fortaleza en este momento estarías muerto».
Su única esperanza entonces era que aquel fortín no se desplomara sobre él.
—El comedor de los soldados está aquí —explicó Prokel a Slith señalando un edificio destartalado del que emanaban olores maravillosos—. Puedes instalar a los heridos bajo este toldo que hemos instalado. Antes teníamos un hospital de campaña pero hace un mes se incendió. Para el resto de los soldados… —Prokel adoptó una mirada de preocupación—, no tenemos mucho espacio. Tal vez…
—No te preocupes por nosotros, señor —interrumpió Slith—. Construiremos nuestro propio edificio. Estamos acostumbrados a hacerlo. Lo que sí necesito ahora mismo es disponer de unas estancias separadas para el aurak y la unidad especial. Necesitamos un lugar de inmediato. Ahora, si fuera posible.
Slith señaló con el pulgar al grupo de hembras draconianas que se había agolpado cerca de los carros de aprovisionamiento. Los guardias, capitaneados por Cresel, que había caído en desgracia y cuyo castigo no había sido olvidado, sino simplemente, retrasado, las vigilaban de cerca.
Hasta el momento las hembras se habían comportado. Tal como Slith había hecho observar a Kang, Fonrar tenía sentido común. Sabía que ahora no era momento para juegos. Aun así, Slith presintió que las hembras sentían una gran curiosidad por aquel sitio nuevo y por los nuevos draconianos. Sin duda, les vendrían ganas de explorar, bueno, de hecho, siempre tenían ganas de hacerlo, y Slith adivinó problemas inmediatos si no se actuaba con rapidez y se las encerraba.
—¿Unas estancias separadas? —Prokel estaba asombrado—. Slith, tengo que decirte que aquí únicamente el general tiene una estancia para él solo. Ya te he explicado que andamos escasos de espacio. El resto de nosotros lo comparte todo por un igual.
Slith ya había previsto aquello.
—El problema es ese aurak, señor —dijo bajando la voz en tono confidencial—. Es difícil de tratar. —Se inclinó para acercarse más y bajó otra vez la voz—. Una vez, unos chicos… dijeron algo equivocado… el aurak se lo tomó mal. Pero no debería estar diciendo estas cosas. Son órdenes del comandante Kang.
—Entiendo. —Prokel se rascó la barbilla—. Pero esos otros draconianos que lo acompañan…
—Son los elegidos, señor. Son los únicos con los que se lleva bien. Al aurak le gusta tener guardias bajitos —agregó Slith—. No soporta a los draconianos altos.
Prokel, que más bien era alto, adoptó una expresión preocupada.
—He oído hablar de que hay auraks que tienen… bueno… un cierto carácter insensible. El general Maranta es un aurak, pero es totalmente normal. Es uno de los draconianos más viejos, procede de la primera nidada. Tal vez eso lo explique todo.
—Seguramente sí, señor —respondió Slith.
—Tenemos un almacén —dijo Prokel meditabundo—. Hay algunos barriles de cerveza pero podríamos sacarlos y…
—Será algo temporal, señor —se apresuró a decir Slith—, hasta que hayamos construido un barracón adecuado para nosotros. Ya nos encargaremos de mover los barriles. Basta con que me digas dónde encontrarlo…
—Yo puedo acompañarte personalmente —se ofreció Prokel.
Slith negó con la cabeza.
—Sin duda, estás cansado y hambriento, señor. Podemos arreglárnoslas solos.
—Muy bien —dijo Prokel sin ningún interés en involucrarse con aquel misterioso aurak—. El cobertizo se encuentra al final de esa calle. Tiene varias curvas y da varias vueltas sobre sí misma pero basta con que la sigáis para llegar a él.
—Sí, señor, muchas gracias. Si te parece, enviaré a los soldados a comer.
—Por supuesto. Me adelantaré para avisar al cocinero. ¿Qué ocurre con la unidad especial? ¿Comen…?
—¿…con los demás? No, señor. —Slith adoptó un aire muy serio—. Ya no. Seguro que ya sabes lo que quiero decir. Si me lo permites, me encargaré de que les lleven la comida.
—Sí, de acuerdo.
Prokel se marchó rápidamente. Era evidente que estaba encantado de alejarse de la unidad especial. Slith se rió entre dientes mientras pensaba que ese cuento del ingeniero aurak sanguinario circularía por toda la fortaleza con la caída de la noche y que, sin duda, la historia crecería conforme se extendiera. Confió en que por lo menos durante un tiempo las hembras estarían a salvo de los demás soldados draconianos.
Ahora sólo tenía que asegurarse de que los soldados estuvieran a salvo de aquellas hembras sedientas de aventuras. Slith tuvo que admitir para sus adentros que ésa era una tarea mucho más difícil.