13
Kang y sus hombres abandonaron la torre del homenaje con el amanecer grisáceo. Se les ofreció un desayuno, pero Kang no lo aceptó con la excusa, casi cierta, de que tenían mucho por recorrer y que comerían lo que se habían traído para el camino. Se le revolvía el estómago con sólo pensar en la carne de carnero que habían devorado de forma tan despreocupada la noche anterior. Hubiera bastado un poco de veneno en la comida y nadie se habría dado cuenta. Bueno, de hecho, sí lo habrían notado, pensó Kang. Si él hubiera muerto, el comandante de grupo Zeck habría tenido que dar cuenta de la explosión estruendosa de sus huesos. Resultaba más seguro matarlos por el camino y culpar a los goblins. Nadie, ni siquiera Slith, cuestionaría aquella desaparición, por no hablar del general Maranta.
«Seguramente pensaría que habíamos desertado», pensó Kang.
Durante un instante consideró con asombro lo que Huzzad les había dicho sobre los nuevos dragones supremos atendidos por draconianos poderosos. Le hubiera gustado tener más tiempo para hablar, pero él no tenía el menor interés en demorarse y debatir acerca de la política mundial.
Mientras estuvieron expuestos a la vista desde las murallas del torreón él y su grupo tomaron la carretera principal. Al doblar una curva continuaron por el camino, que descendía empinado por una colina. Cuando dejaron de ver el torreón, Kang se convenció de que los oteadores de las murallas ya no los podían ver.
—¿Crees que nos están siguiendo? —preguntó Kang.
Granak y los demás olisquearon el aire.
—No, señor —dijo Granak.
—Claro que no —respondió Kang a su propia pregunta—, ¿para qué? Saben hacia dónde nos dirigimos. Están al cabo del camino esperando para tendernos una emboscada.
En el paraje donde se encontraban, el camino discurría junto a un río. Kang prosiguió brevemente hasta encontrar un lugar donde el río se estrechaba levemente. El agua estaba fría como el hielo y fluía con rapidez a causa de la lluvia, pero los draconianos son buenos nadadores. Tras destruir todas las pistas que podrían haber dejado en el suelo fangoso, Kang se zambulló en el agua y nadó, resistiendo con fuertes brazadas la corriente que tiraba en dirección contraria, es decir, hacia el torreón. Llegaron a la otra orilla, salieron del agua y siguieron la orilla. Veían el camino, pero nadie los podía ver.
El desfiladero que Huzzad había mencionado se encontraba un poco más allá del punto en el que habían encontrado la patrulla montada. Kang pensó que alcanzarían el puente al final de la tarde. En cuanto llegaran, podrían regresar tranquilos al camino.
Avanzaron siguiendo el río protegidos por los árboles y el ancho del río. Desde donde estaban oían y, en ocasiones, veían gentes que circulaban por el camino, jinetes a caballo y, en una ocasión, una compañía de piqueros. Sin embargo, no encontraban indicios de emboscada y Kang empezó a temer que Huzzad se hubiera equivocado: no acerca del comandante de grupo Zeck —Kang no tenía duda de que aquél estaría encantado de librarse de él— sino por lo de la emboscada a unos draconianos. No le parecía que eso mereciera mucho la pena. «Al fin y al cabo, los goblins ya se encargarán de liquidarnos», se dijo Kang a sí mismo.
Tras haberse convencido de ello, a Kang le sorprendió oír voces en el puente de piedra del desfiladero de Endrikseen.
El puente estaba justo sobre ellos, oculto a la vista por varios sauces que se elevaban por encima de las cabezas. Kang levantó la mano para detener al grupo. Entonces todos oyeron voces y el sonido cavernoso y trepidante de cascos de caballo en los tablones de madera del puente. Los draconianos se acercaron sigilosamente a un punto desde el cual tenían una posición ventajosa.
Aunque Kang no veía bien todo lo que ocurría, sí oía perfectamente las voces.
—Malditos bastardos, ¿cómo podéis levantar la espada contra un oficial superior? —La voz denotaba furia—. Deponed las armas y haceos a un lado. No tengo tiempo para tonterías. Voy en misión urgente de parte del comandante de grupo.
—¡Es tu amiga humana! —musitó Granak a Kang—. La que nos advirtió.
Kang asintió, hizo un gesto a su abanderado para que guardara silencio y prestó atención a lo que oía.
—Al contrario, comandante —repuso una voz más grave—. Sé de buena tinta que el comandante de grupo Zeck no te ha dado ninguna orden. Alguien te vio la otra noche en el pasillo donde los draconianos estaban alojados y cuando se informó de ello al comandante de grupo, él recordó que hubo un tiempo en que tuviste una gran amistad con estos mismos draconianos. Al parecer, han sido advertidos del peligro que corrían, han abandonado el camino y ahora no hay indicios de su paradero. Se te acusa de los cargos de traición…
Las palabras del caballero quedaron interrumpidas por un aullido de batalla y el sonido del acero.
Kang no esperó más. Huzzad estaba en peligro y, además, por su culpa. Tenía que ayudarla, se lo había prometido. Por otra parte, de esta manera disfrutaría de la oportunidad de vengarse de esos caballeros traidores. Sacó el hacha de batalla del arnés y profirió un rugido; así advirtió a Huzzad que podía contar con unos aliados y a sus enemigos de que iban a tener que enfrentarse a cinco guerreros y no a uno. Granak y los otros dos guardias draconianos remontaron el montículo. Huzzad se encontraba en el lado norte del puente. Kang y sus draconianos penetraron en el puente desde la dirección opuesta. El centro del puente estaba ocupado por uno de los caballeros, el oficial, y ocho hombres armados: estaban rodeados. Kang y su grupo estaban en minoría de dos contra uno.
Huzzad ya estaba luchando contra cuatro soldados; blandía la espada de un lado a otro para mantener a distancia a sus adversarios. Sostuvo la suya hasta que uno dejó el arma en el suelo y agarró una gran piedra. La tiró contra ella y le dio en la cabeza, hiriéndola debajo del yelmo. El golpe no la hizo caer de la montura, pero la aturdió y desorientó. Sus atacantes se acercaron y la hicieron descabalgar.
Kang profirió un bramido desafiante con la esperanza de distraer la atención de Huzzad y se precipitó por el puente. A sus espaldas Granak elevó la voz hasta convertirla en un alarido de muerte. Los dos baaz también profirieron gritos. Ante la visión terrorífica de unos draconianos acercándose, dos de los soldados humanos dejaron caer al punto las armas y huyeron. El caballero llamó al orden. Los cuatro flaqueaban, pero se mantuvieron en el sitio, forzados por el miedo que les inspiraban los draconianos que se les acercaban y por el de los oficiales que tenían detrás. Los cuatro que habían atacado a Huzzad estaban intentando arrojarla por el puente hacia los árboles que había debajo.
—Tú, encárgate del caballero —ordenó Kang a Granak. El enorme sivak se abalanzó sobre la línea de guardias mientras blandía su espada enorme con un efecto letal, dispuesto a alcanzar al caballero que se encontraba detrás de ellos. Dos de los guardias cayeron entre salpicaduras de sangre, huesos y vísceras. Uno, al ver tan cerca la muerte, optó por un modo de morir propio y saltó al río por el puente. Granak abatió al cuarto de un puñetazo y luego pisoteó al hombre. Él y el caballero se enfrentaron con un ruido ensordecedor de acero contra acero.
Kang se precipitó tras los atacantes de Huzzad. Al oír el sonido de las garras contra el suelo, los cuatro se desprendieron de su carga y desenvainaron las armas. Huzzad estaba tendida sobre las tablas de madera. Kang no tenía tiempo para comprobar si todavía respiraba. Ensartó con su espada el cuerpo de un soldado, la extrajo y, tras saltar con cuidado por encima de Huzzad, atacó al siguiente. Vislumbró el brillo de algo metálico a sus espaldas pero estaba tan concentrado en su oponente que no se dio la vuelta. Los dos baaz cubrían la retaguardia del comandante. Kang oyó un alarido seguido de un chapoteo. El hombre contra el que luchaba dejó caer la espada y cayó de rodillas.
—¡Piedad! —gritó, mirando a Kang con los ojos llenos de terror.
Kang reconoció al perro canalla que había arrojado una piedra a Huzzad.
—Nosotros somos los monstruos. ¿Recuerdas? Unas lagartijas, unos incivilizados —gruñó Kang. A continuación le cortó la cabeza a aquel hombre y lanzó al río el cuerpo convulsionado, propinándole una patada.
Al darse la vuelta, le sorprendió el oficial de los caballeros, que estaba muy cerca de su cuello. Iba a levantar la espada, dispuesto para atacar, cuando el caballero negro empezó a agitar las manos y a saltar arriba y abajo por el aire.
—¡Comandante, soy yo! —La voz de Granak salía de la boca del caballero.
Kang se relajó. Un sivak es capaz de adoptar la forma de la persona que acaba de matar; una cualidad que Kang conocía tan bien como a sus sivaks, pero ocurría que a veces, en el fragor de la batalla, se olvidaba.
—¿Te parece que conserve la forma del caballero negro, señor? —preguntó Granak—. Lo digo por si hay más.
Kang miró a ambos lados del camino. Al ver que no había indicios de que se acercara nadie, negó con la cabeza.
—No, no hay nadie. Puedes cambiar. Es horripilante verte con esta pinta. ¿Estáis todos bien? —preguntó echando un vistazo rápido a su pequeña tropa.
Los dos baaz sonrieron, Granak asintió con la cabeza, esta vez la propia. No había ningún herido. Todos habían disfrutado de aquella lucha. Kang, contento de que sus soldados estuvieran perfectamente, se arrodilló junto a Huzzad y la miró con preocupación. No tenía ni idea de lo que le ocurría. Lo poco que sabía sobre la anatomía de los humanos era lo que había visto salir de sus cuerpos abiertos. El rostro de Huzzad estaba bañado en sangre; sin embargo, sangrar de forma abundante es propio de los humanos, porque tienen una piel muy blanda, y eso no significaba necesariamente que ella estuviera muerta. Extendió una garra y le sacudió suavemente el hombro. La mujer no volvió en sí, pero por lo menos estaba caliente al tacto y respiraba.
—¿Qué hacemos con ella, señor? —preguntó Granak, confundido.
—Nos la llevamos —respondió Kang—. Nos ha salvado la vida. Si no hubiera sido por ella, habríamos caído en la trampa. Estamos en deuda con ella.
Kang se dispuso a levantarla, pero Granak hizo a un lado respetuosamente a su superior.
—Me encargaré de ella —dijo levantándola con facilidad.
Los cuatro draconianos se pusieron en marcha a la carrera. Kang decidió no detenerse de noche. No quería descansar hasta llegar a la fortaleza. Lamentaba el tiempo que había perdido en aquel viaje inútil, aunque por lo menos ahora conocía la naturaleza de este nuevo enemigo.
—Justo lo que necesitaba —murmuró para sí mientras corría—: otro enemigo.
Kang y su pequeño grupo avanzaron durante toda la noche sin más tropiezos que los causados por Huzzad. Cuando llevaban tres horas de viaje, la mujer volvió en sí y ordenó a Granak que la dejara en el suelo para ir por su propio pie. Insistió en que era capaz de andar y mantener la velocidad que llevaban. Tras verla dar unos pocos pasos vacilantes, Kang le dijo que les estaba retrasando. Podía escoger entre dos opciones: o la dejaban ahí y ella proseguía el camino sola entre los goblins, o permitía que la cargaran.
Huzzad lo miró con fiereza.
—No voy a permitir que me llevéis como si fuera una princesita elfa.
—No te lo tomes así, señora —le dijo Granak con educación—. Considérame más bien tu montura.
Huzzad se lo quedó mirando y se echó a reír. Mientras admitía a regañadientes que Kang tenía razón, permitió que Granak la volviera a cargar, si bien insistió en que la llevara a cuestas, eso es, sujeta con las manos al cuello de Granak, porque eso le daba a éste una mayor libertad de movimientos. A continuación, los draconianos volvieron a emprender la marcha.
Aquel viaje no fue una cabalgada agradable para Huzzad. Palidecía por momentos y se mordía los labios por el dolor que le causaban las sacudidas. Sin embargo, no profirió la menor queja; se limitó a apretar los dientes e hizo lo que pudo para facilitarle la marcha a Granak.
La gran admiración que Kang sentía por ella fue en aumento.
Los draconianos llegaron a la fortaleza al amanecer. Los guardias en las puertas se maravillaron al ver el humano ensangrentado que les acompañaba, pero les dejaron pasar cuando Kang dio su palabra de que era una amiga. Advirtió que enviaban un mensajero y supuso que en pocos minutos el general Maranta sabría que habían regresado y que habían traído consigo a un humano.
—¿Adonde la llevo? —preguntó Granak.
Para alivio de Kang, Huzzad se había vuelto a desmayar. Le dolía verla sufrir.
Para Kang la respuesta era obvia. Era una hembra, por lo tanto, la llevaría con las hembras. Kang confió en que las draconianas supieran cómo atender a aquella humana herida, aunque ahora ya no albergaba las esperanzas que en otros tiempos habría tenido.
Kang entró en los nuevos barracones de la tropa. Le enorgulleció comprobar que aquel cuartel, levantado en dos días, estaba mucho mejor construido que ningún otro edificio de la fortaleza. Los ingenieros se ocupaban de reparar y reforzar la muralla de la empalizada. Slith agitó una mano y se acercó a toda prisa.
Contempló al cuerpo inerte de Huzzad con gran curiosidad.
—Por todo el abismo, ¿quién es…? ¡Espera! Ya me acuerdo de ella. ¡Es la jinete de dragón de los caballeros negros! ¿Cómo la has encontrado, señor? ¿Qué ha ocurrido?
—Te lo explicaré enseguida —respondió Kang—. Permíteme que primero la deje. Luego quiero un informe completo de todo lo que ha ocurrido el tiempo que he estado fuera. ¿Alguna pista de nuestros desaparecidos?
Slith negó con la cabeza y añadió:
—No, señor. Pero han llegado otros draconianos. Otro regimiento.
—¿Qué me dices? —Kang, sorprendido, se detuvo—. ¿Cómo? ¿Quién? ¿De dónde han venido?
—Ya te informaré luego, señor —dijo Slith. Señaló con la cabeza a Huzzad, que yacía inconsciente en brazos de Granak. Los draconianos se estaban arremolinando para mirar—. Será mejor que te encargues de ella.
—¡Oh! Claro, por supuesto —dijo Kang mientras se dirigía al barracón de las hembras.
—¡El comandante se acerca! —informó una baaz que estaba apostada como vigía en la ventana—. También viene Granak. Lleva algo en los brazos.
Fonrar puso fin al ejercicio de espada a media estocada.
—¡Esconded las armas! —ordenó—. ¡Apresuraos! ¡Y apaga ese fuego! —mandó con enojo a una bozak que acababa de practicar un conjuro.
—Lo siento, Fonrar —se disculpó apesadumbrada la bozak, apagando con el pie las llamas brillantes—. No era mi intención que surtiera efecto.
Tras un enorme ajetreo, todas las espadas fueron cuidadosamente escondidas bajo los colchones. Se apagaron las chispas. Unas baaz echaron mano de las escobas y empezaron a barrer el suelo del barracón con esmero. Otras se tendieron en las camas.
Shanra profirió la risa tonta que la delataba cuando estaba nerviosa.
—Me pregunto qué nos traerá. Igual es un regalo.
—Espero que sea otro suculento kender —dijo Hanra—. En el comedor están empezando a servir la bazofia más inmunda. Dicen que es porque los hombres no pueden salir a cazar…
Cresel dio un golpecito en la puerta.
—El comandante —anunció. Luego aguardó el tiempo suficiente para que las hembras dejaran de hacer lo que fuera que estuvieran haciendo, consciente de que aquello, sin duda, le pondría a él también en un aprieto.
—Por favor, comandante, entra —dijo Fonrar abriendo personalmente la puerta. A sus espaldas oyó cómo las hembras se apresuraban desordenadamente a ponerse en pie y formar.
—Fonrar —Kang la saludó de modo formal, entró y saludó torpemente con la cabeza a las demás—, chicas.
A la orden de Fonrar, las hembras saludaron, aunque con cierto retraso. Los veinte pares de ojos no estaban posados en Kang, sino en lo que Granak cargaba en los brazos.
—¡Un humano! —musitó Hanra por la comisura de los labios.
—Es una hembra humana —replicó Shanra.
Kang respondió a los saludos de las hembras con un gesto. Luego se dirigió a una de las camas, que resultó ser la de Fonrar, y ordenó a Granak que colocara allí a la humana con gran cuidado.
Kang se inclinó hacia Huzzad procurando que estuviera cómoda y dijo a las hembras que trajeran mantas, con las que la envolvió, solícito.
Levantó la cabeza para dar más órdenes y se topó con veinte pares de ojos clavados en él con miradas de desaprobación, cuando no abiertamente hostiles.
Kang se quedó desconcertado. Estaba claro que las hebras se habían enfadado, pero no podía imaginarse qué había podido hacer él para irritarlas de ese modo.
—¿Quién es ésta, comandante? —preguntó Fonrar con frialdad.
—Se… se llama Huzzad —respondió Kang, nervioso—. Es una Caballero de Takhisis, una soldado muy valiente. Me ha salvado la vida.
—¿Qué ocurrió, señor? —preguntó Fonrar visiblemente atemorizada. Su ira se mezclaba con la preocupación—. ¿Estás bien?
—¡Muy bien, perfecto! —dijo Kang agitando la mano. Estaba ansioso por relegar esa carga a otros y por oír el informe de Slith—. Ha resultado herida en una lucha. He pensado que las hembras os podéis encargar de ella.
—¿Te ha salvado la vida, señor? —preguntó Fonrar suavemente.
—Sí, me la ha salvado —respondió Kang, esforzándose por mantenerse calmado—, a mí, a Granak y a los demás.
Fonrar suspiró profundamente.
—Cuidaremos de ella, señor. No te preocupes.
—Perfecto —dijo Kang perplejo—. Está bien.
Calló un momento. Sabía que algo no iba bien, pero que lo partiera un rayo si era capaz de imaginar lo que era.
Ninguna de las hembras dijo nada. Thesik miraba apenada a Fonrar. Hanra y Shanra lo miraban con enojo, pero todo aquello era preferible a Fonrar, que lo evitaba.
—Me… me tengo que ir… ahora —dijo Kang. Desconcertado, incapaz de comprender lo que había hecho para molestarlas, se dirigió hacia la puerta.
—Señor —preguntó Fonrar con melancolía—, ¿a ti te gusta esa hembra humana?
—¿Si me gusta? —repitió Kang—. Pues claro que me gusta. Es una vieja amiga. La conozco desde que trabajamos para los caballeros negros.
—Eso no es lo que quiere decir —dijo Thesik—, quiere saber si la «amas», señor.
Thesik pronunció aquella palabra en Común porque en draconiano la palabra no existe.
—¿Si la «amo»? —repitió Kang. Si aquellos veinte pares de ojos hubieran sido veinte lanzas de goblins apuntándole directamente al corazón, Kang no habría podido sentirse más indefenso—. ¿Qué significa esta tontería?
—Hemos oído hablar a los guardias, señor —dijo Thesik al darse cuenta de que Fonrar estaba demasiado disgustada para responder—. Dicen que las hembras humanas les gustan mucho.
—Les gustan mucho más que nosotras —agregó Shanra lloriqueando.
Llegado a aquel extremo, Kang prefirió enfrentarse a las veinte lanzas de goblins.
—No tengo tiempo para explicarme ahora —dijo con una rudeza con la que pretendía disimular su incomodidad—, pero a mí no… bueno… no me gusta… mmm… de esa manera. Es una humana. Es blanducha y pastosa. —Las miró a todas con la expresión de no comprender nada—. ¿Qué más puedo deciros?
—Nada, señor —respondió Fonrar con una sonrisa—, nada de nada. La cuidaremos perfectamente, señor. Puedes confiar en nosotras.
—Eso espero —advirtió Kang con severidad. De todos modos tuvo la sensación de que no notaron aquella severidad. Las hembras ahora sonreían y se daban codazos entre sí. Oyó que Hanra soltaba una risita tonta.
—Nos alegramos de que hayas regresado y estés a salvo, señor —dijo Fonrar.
—Gracias —agradeció Kang. Acto seguido se marchó precipitadamente y con una sensación de confusión interna.
Las veinte hembras se arremolinaron alrededor de la cama y miraron a Huzzad.
—Blanducha —dijo Thesik apretando con el dedo de una garra a la humana.
—Y pastosa —dijo Fonrar feliz.