21

Los barracones de los Ingenieros del primer ejército de los Dragones eran de los pocos edificios que todavía seguían en pie tras la batalla. Kang dispuso que ahora fueran utilizados como sala para los heridos. Dio esta orden desde la cama, porque en cuanto hubo puesto los pies en la fortaleza, las hembras, capitaneadas por una preocupada Fonrar, pusieron fin a los festejos y se lo llevaron para tratarlo y cuidarlo; en apariencia él se opuso, pero por dentro se sintió complacido.

—¿Cómo está Thesik? —Aquéllas fueron sus primeras palabras en cuanto entró.

—Está muy bien, señor —contestó Fonrar—. Perfectamente. De hecho, está aquí.

Entonces Thesik asomó y se inclinó hacia él.

—¿Cómo te encuentras, señor? —preguntó con ansiedad—. ¿Quieres que te traiga algo de comer?

Kang sacudió la cabeza y miró fijamente a Thesik y a Fonrar. Ambas tenían un aspecto muy inocente; aquella actitud le recordó cuando eran pequeñas. Tenían la actitud que adoptaban cuando habían hecho algo que no debían.

—Vosotras hicisteis el conjuro del dragón —dijo de repente con voz débil.

Thesik y Fonrar se intercambiaron miradas de culpabilidad.

—Lo siento, señor —dijo Thesik—. No sé lo que me ocurrió. Era un dragón magnífico, señor, pero me pareció, bueno, me pareció que necesitaba algo. Espero que no estés enfadado por ello.

—Así que necesitaba algo —dijo Kang—. Es posible que tú nos hayas salvado a todos. Estoy orgulloso de ti. Me siento orgulloso de todas. De todos modos, Thesik, dime una cosa: ¿cómo sabías el aspecto que tiene un dragón?

—Con mis disculpas, señor —respondió Thesik—, pero yo he visto Dragones Dorados. Casi cada día veo uno en mis sueños. No sé muy bien por qué. Es muy raro. ¿Acaso tú lo entiendes, señor?

—Sí, Thesik, lo entiendo —respondió Kang. Él a veces también veía un Dragón de Bronce en sus sueños. Lo entendió. Él había deseado que a ella no le ocurriera.

Kang no quiso que lo llevaran a sus aposentos personales. Insistió en ser colocado en el centro de las operaciones para poder ver y supervisar. Aun así, no tenía nada que hacer. Las hembras se encargaron de todo y una hora después de la batalla, los heridos pudieron ser colocados y atendidos.

Kang yacía postrado en cama. Tenía un tazón de zumo de cactus en una mano. La otra estaba cubierta de saliva de kapak. Gracias a ésta y a la sorprendente habilidad de Riel con la aguja, la mano derecha de Kang conservaba el número necesario de dedos. Todo el mundo le aseguraba que iba a estar tan bien como antes, pero él sabía que le mentían para tranquilizarlo. Había sufrido heridas en los nervios y los tendones se habían partido. Ni siquiera los milagros de la saliva de kapak podían curar aquello. No volvería a sostener un hacha de nuevo. Pero aquella certeza no le inquietaba tanto como era de esperar. En otros tiempos se hubiera sentido fatal, pero ahora ya no. No, desde que había tomado su decisión.

Fonrar le quitó el estandarte manchado de sangre y se lo llevó a algún sitio. Cuando preguntó al respecto, ella le dijo que lo mejor era que descansara y que dejara que los demás se encargaran de todo. No tenía fuerzas para discutir. Descansó y vio complacido cómo Fonrar dirigía todas las operaciones. Estaba demasiado ocupada para hablarle, pero cada vez que pasaba junto a él le sonreía; aquella sonrisa de compañerismo le levantaba la moral más que los tazones de zumo de cactus.

Kang se acababa de adormecer cuando notó que una mano lo zarandeaba.

Gruñó y se levantó con un respingo.

—¿Qué ocurre? ¿Qué va mal?

—Lamento despertarte, señor —dijo Slith—, pero pensé que te gustaría ver esto. Kang levantó la cabeza.

—¡Granak! —exclamó.

El enorme sivak estaba tendido bocabajo en una litera. Se encontraba así porque todavía tenía clavada entre los hombros la jabalina que lo había derribado.

—Lo hemos encontrado así, señor —dijo Slith, mirando a Granak admirado—. Estaba tendido en el suelo soltando palabrotas y gritos para que alguien lo ayudara a quitarse ese palillo.

—¿Se recuperará? —preguntó Kang con inquietud mientras se apoyaba en un codo.

—Sí, se pondrá bien —dijo Slith—. Ya sabes, un poco de saliva de kapak…

Kang volvió a inclinarse en la cama.

—Gracias, Slith. Acabas de hacer añicos una teoría que tenía.

—¿Y cuál era ésa, señor?

—Que nadie me despierta para darme buenas noticias.

—Sí, señor. —Slith sonrió—. Vuelve a dormir, señor.

—Vaya si voy a hacerlo —dijo Kang, cerrando los ojos—. Quiero ver a todo nuestro regimiento en la plaza de armas mañana por la mañana. Tengo que comunicar una cosa.

Los Ingenieros del primer ejército de los Dragones estaban dispuestos en filas de escuadrones. Todos los subcomandantes de escuadrón pasaron el mando a los comandantes de escuadrón. Slith se adelantó y ordenó a cada uno de los escuadrones que le informaran del número de soldados. A su vez cada uno informó del número de soldados activos y en formación, los que estaban encargados de tareas y los heridos.

Los demás draconianos de otros regimientos se detuvieron a mirar, preguntándose qué estaba ocurriendo. El humo todavía flotaba en el aire, a pesar de que ya no procedía de los incendios de la fortaleza, aquellos incendios ya habían sido apagados, sino de una enorme pira con cuerpos de goblins. El hedor era horroroso, pero a los draconianos les olía de maravilla.

Kang pasó revista a las tropas. Tenía la mano vendada, pero respondió al saludo de Slith con precisión. Slith marchaba en el lado derecho del Primer escuadrón y tomó su posición habitual, la de subcomandante. Kang se detuvo para mirar al regimiento, que estaba formado y en actitud de firmes; pensó que era muy pequeño. Sólo había ciento tres soldados en parada.

—¡Regimiento! ¡Descansen! —dijo Kang—. Tengo que comunicar algo, pero antes tengo que anunciar un ascenso.

Entre los hombres del regimiento se oyeron susurros y tintineos metálicos de las escamas. No se había producido un ascenso en el regimiento desde que Granak se había convertido en abanderado al comienzo de sus andaduras en las Praderas de Arena un año antes.

Kang se irguió.

—¡Subcomandante Slith! —gritó.

Sorprendido, Slith no se movió. Miró a Gloth pensando que tal vez lo hubiera entendido mal. Gloth susurró:

—Sí, es a ti.

Slith se puso firme y saludó.

—Señor —dijo y se colocó elegantemente delante del comandante.

Kang le devolvió el saludo. Mientras Slith estaba firme, se acercó a él y le quitó el arnés. Tras dejar el arnés de Slith en el suelo, Kang se desabrochó el suyo y lo hizo pasar por los hombros de Slith.

Éste continuaba firme, pero parecía completamente anonadado.

Kang no le hizo caso y se dirigió a sus tropas:

—Regimiento, las órdenes del día son: a partir del día de hoy el subcomandante Slith pasa a ser ascendido a comandante por lo que obtiene el mando de la Brigada de Ingenieros del primer ejército de los Dragones. Este cargo tiene vigencia inmediata. Eso es todo.

Kang saludó a Slith y se volvió para marcharse.

Slith por fin recuperó el habla.

—¡Señor!

Kang miró atrás y se detuvo.

—Señor —dijo Slith en voz baja—, ¿estás seguro?

Kang sonrió.

—Jamás he estado tan seguro de algo en mi vida.

Slith bajó la vista un momento, abrumado. Luego levantó de nuevo la cabeza.

—Señor, tenemos algo para ti.

—Slith se volvió hacia el regimiento y con su mejor tono de voz de tú-hijo-de-puta —gritó—: Abanderado, trae el estandarte.

Granak, que se encontraba tendido en una litera a un lado del campamento, se apoyó en un brazo. Todavía no podía ponerse en pie, sin embargo no se habría perdido aquello por nada del mundo. Cresel sostenía el estandarte en la formación. La bandera ensangrentada había sido pendida en el palo maltrecho y manchado de sangre. A la señal de Granak, Cresel avanzó hacia Slith e inclinó el estandarte en horizontal.

Slith tomó el estandarte del palo desatando los lazos. Tras plegar el estandarte se lo ofreció a Kang.

—Señor, esto es para ti. Hemos pensado que tú mereces tenerlo. Especialmente ahora que me has ascendido a tu rango, señor.

Kang aceptó el estandarte sin decir nada. No podía articular palabra.

Slith volvió a hacerle un gesto a Cresel, el cual sacó de su túnica de piel otra pieza de ropa. La desplegó y la entregó a Slith. Aquella bandera era una réplica exacta de la que habían entregado a Kang, excepto que en aquélla, debajo de los veintitrés honores de batalla, se había añadido otro: «fortaleza de Maranta». Cualquiera que viera la bandera sabría que aquel regimiento había luchado ahí y ganado.

Kang se dio la vuelta y salió de la plaza dejando el mando a Slith. No quiso volverse para ver lo que Slith hacía ni qué órdenes daba. Sabía que todo se haría del modo en que él lo habría hecho o, incluso, mejor.

Kang todavía tenía que asistir a otra ceremonia, pero ésta no la había planeado él. A solicitud de Fonrar, dio permiso a las hembras para que ofrecieran a Huzzad los honores debidos. Fonrar le preguntó a Kang acerca de las costumbres de sepultura entre los humanos. ¿Acaso había algunas reglas que cumplir? Kang le explicó que las costumbres eran muy distintas. Algunos humanos sepultan a sus muertos con tesoros y hay otros que queman los cuerpos y conservan las cenizas en urnas. Contó que incluso había algunos humanos que colocaban montones de piedras sobre el cuerpo. Fonrar escuchó atentamente toda aquella información y se marchó para consultar con las demás.

Por la tarde, cuando el sol empezó a ponerse detrás de las montañas manchando el cielo de tonos rojos, púrpura y dorado, Kang, Slith y todos los demás draconianos de los Ingenieros del primer ejército de los Dragones cargaron el cuerpo de Huzzad sobre un escudo a paso lento y solemne hasta un féretro hecho con lo que había quedado del Dragón Borracho.

Pusieron el cuerpo de Huzzad en aquel féretro de madera. Cuidadosamente colocaron su pelo rojizo alrededor de los hombros. Le habían quitado la armadura y le habían cubierto el cuerpo con una tela. Thesik se encontraba a la cabeza del féretro y llevaba el yelmo de Huzzad en las manos. La espada y la armadura de la humana yacían a los pies del féretro. El olor a incienso era intenso y dulce.

Riel se puso a un lado con una antorcha encendida.

Fonrar pronunció una elegía muy simple:

—Era nuestra hermana.

En su corazón, Kang dijo: «era mi amiga».

A la señal de Fonrar, Riel posó la antorcha en la madera. Las llamas crepitaron y al poco el féretro fue engullido por el fuego despidiendo un calor tan intenso que Thesik, que sostenía el yelmo de Huzzad, tuvo que dar un paso atrás. Slith ordenó a los soldados que se marcharan. Los draconianos se fueron y reemprendieron sus tareas.

Las hembras se quedaron junto al féretro. Lo velarían toda la noche, hasta que las cenizas se enfriaran.

—Queremos llevarla con nosotras —explicó Fonrar a Kang—. No queremos dejarla aquí sola.

Al cabo de una semana, la mayoría de los heridos estaba completamente recuperada, también Kang y Granak, que había recuperado su puesto como encargado de la escolta de Kang. Este intentó discutir acerca de ello con el enorme sivak, diciéndole que ahora que se había retirado no tenía que tener escolta, pero Granak fue categórico.

Por orden del comandante Slith, Kang tenía que llevar escolta de honor. Éste trató de oponerse, pero Slith lo amenazó con hacer uso de su autoridad.

Kang se encontraba en sus propias habitaciones y estudiaba un mapa del territorio que antes había pertenecido a Maranta.

—Señor —dijo Granak al abrir la puerta—, los comandantes Vertax, Prokel, Slith y Trok vienen a visitarte.

—¿Trok? —Kang levantó la vista.

—Tomó el mando del comandante Yakanoh, señor —respondió Granak.

—Es cierto —asintió Kang. Yakanoh había muerto al inicio de la batalla, atravesado por la lanza de un goblin.

—También viene el comandante Mitrat, de la Guardia de la Reina —añadió Granak. Aunque el tono de su voz fue neutro, al decir el último nombre, Granak abrió los ojos.

Kang se aclaró la garganta.

—Invítales a entrar.

Kang se levantó para saludarlos con la mano izquierda. Les indicó con un gesto que se sentaran y encargó a Granak zumo de cactus.

—Kang —dijo Vertax—, vamos a ir directamente al grano. El comandante Slith nos ha comunicado que te has retirado de la vida militar. ¿Es eso cierto?

—Sí —respondió Kang. Frunció el entrecejo y miró fijamente a Slith, que hacía ver que no lo veía—, así es.

Prokel sacudió la cabeza.

—Es una lástima. Kang, queríamos que tomaras el puesto del general Maranta. Queremos que te conviertas en general.

Kang los miró sorprendido. Se fijó en Mitrat y observó que incluso el comandante de la Guardia de la Reina asentía. Iba a hablar cuando Vertax intervino:

—Te lo mereces, Kang. Admito que la idea del dragón de madera me pareció ridícula al principio. Pero ¿por qué no nos contaste que planeabas hacer luego un conjuro de espejismo? Bueno, ya me imagino —se adelantó a Kang, que iba a decir algo—, que era mejor tomarnos a todos por sorpresa. Así nuestra reacción fue más creíble. Cuando vi el monstruo volando, estuve a punto de vomitar. Fue brillante. Realmente brillante. —Vertax estaba entusiasmado y daba palmaditas a la mesa con las garras a modo de aplauso—. Kang, nos has salvado.

—De los goblins —dijo Kang mirándolos fijamente.

—De los goblins —repitió Vertax muy entusiasmado.

Kang no dijo nada. Se quedó sentado sin hablar, obsevando y esperando.

Vertax perdió algo de su entusiasmo. El y Trok se miraban con inquietud. Prokel se revolvía, nervioso, en su asiento. Mitrat miraba tranquilamente hacia adelante.

—Caballeros, ¿vosotros sabíais que Maranta poseía el Corazón de Drakart? —preguntó Kang.

—No —empezó a decir Prokel.

—Lo sabíamos, Kang —intervino Vertax esquivando la mirada severa de Kang—. Tú, Prokel, lo sabías. No intentes convencernos de otra cosa. Tenías que saberlo. El Noveno trajo muchos instrumentos y artilugios mágicos procedentes del Templo de Neraka.

—No lo sabía —insistió Prokel, tozudo—. El Corazón sólo era un rumor, una leyenda. Es lo mismo que esas malditas Dragonlances. ¿No te acuerdas del hartón de risa cuando oímos hablar por primera vez de su existencia?

—Yo hablé con draconianos que las habían visto —insistió Vertax.

—Seguro que sí. Si los ponías en un aprieto, siempre hay un amigo que tiene un amigo que lo ha visto.

Por fin Vertax miró a Kang directamente.

—Tanto si lo sabíamos como si no, Kang, te lo juro, que no sabíamos que el general Maranta estaba tan loco como para utilizarlo. Me pasó como a ti. Creí que mis hombres habían desertado y…

—Yo jamás creí que mis hombres hubieran desertado —dijo Kang.

Dirigió su mirada hacia Mitrat. El comandante de la Guardia de la Reina ni se había movido ni había hablado.

—¿Conocías lo del Corazón de Drakart? ¿Sabías que Maranta lo había traído desde Neraka?

—Sí, señor —afirmó el comandante sin inmutarse.

—¿Sabías lo que hacía con él?

—No, señor —dijo Mitrat—. Mi obligación no era saberlo.

—¿Acaso era tu obligación ayudar a Maranta a matar a compañeros tuyos? —preguntó Kang con voz airada.

—Cumplía órdenes, señor —respondió Mitrat—. El general Maranta era mi oficial superior. Yo no podía cuestionarlo.

—¿Incluso si lo veías matando a gente buena y usando sus almas para crear zoquetes sin pensamiento que andan, hablan y saludan a cualquier cosa que lleve un tabardo bonito? —Kang miró a Mitrat con una expresión de disgusto—. No, no dijiste ni una sola palabra. ¿Y sabes por qué? Porque esos bastardos idiotas que Maranta creaba no eran tan distintos de ti mismo.

Mitrat se puso en pie y se dispuso a desenvainar la espada.

Slith estaba ya en pie y se colocó entre Mitrat y Kang.

Vertax asió a Mitrat y le tiró del brazo.

—Siéntate, idiota. Kang tiene razón. Todos somos culpables. Yo me preguntaba de dónde podían venir esos soldados tan raros…

—Todos nos lo preguntábamos —corroboró Trok—, pero resultaba más fácil no preguntar. Era más sencillo confiar en el general. Igual que Mitrat. Nosotros cumplíamos órdenes.

—Éste es uno de los valores del ejército, señor —afirmó Mitrat—. Un soldado obedece órdenes. Si eliminas la disciplina lo único que consigues es el caos.

—Lo sé perfectamente, comandante —respondió Kang—. Los dioses perdidos saben que cuando yo estaba al mando esperaba que mis oficiales obedecieran las órdenes que les daba, incluso cuando no las podían comprender por completo o no estaban de acuerdo con ellas. Y eso mismo esperaba yo de mí. —Kang miró durante un buen rato a Mitrat—. Sin embargo, no habría sido capaz de hacer lo que tú has hecho. Por lo menos, no lo habría hecho sin protestar y, si hubiera sido necesario, resistirme. La disciplina, las órdenes resultaban muy sencillas para mí. Ya no me lo parecen. Éste es uno de los motivos por los que me he retirado del mando.

»Tomé la decisión de retirarme del ejército hace un tiempo —prosiguió Kang—. No estoy muy seguro de acertar el modo de explicar esto, pero se me ocurrió que la gente ya no necesita más un jefe militar. Necesitamos a alguien que nos ayude a encontrar el lugar adecuado entre las razas del mundo.

Se sintió incómodo y extendió las manos.

—Sé que no estoy cualificado para este puesto y que probablemente lo haré muy mal, pero lo haré. Deseo ser un jefe del pueblo, no de soldados. Los Ingenieros del primer ejército de los Dragones nos marchamos mañana por la mañana. Nos dirigimos a una ciudad llamada Teyr. Ahí tendremos una vida nueva y criaremos a los nuestros en paz.

«Vertax sacudió la cabeza».

—Eso no será fácil, Kang. Hay gentes, como los elfos, que no quieren la paz con nosotros. Hay otros, como los señores oscuros, que no quieren que encontremos nuestro lugar en el mundo.

—Lo sé —dijo Kang—, pero el comandante Slith es el jefe de nuestro regimiento. Tengo una fe completa en su capacidad y en la de sus soldados.

—¿Hay algo que podamos decir para hacerte cambiar de idea? —preguntó Prokel.

—No, señores. Gracias —respondió Kang.

Los comandantes terminaron la bebida, se pusieron en pie y empezaron a salir uno detrás de otro, excepto Slith, que continuó sentado.

—Comandante Mitrat —dijo Kang.

El comandante se detuvo, con la espalda rígida y, por un instante, Kang pensó que no iba a hacerle caso. Mitrat se volvió.

—Señor —dijo Kang—, me gustaría disculparme por lo que he dicho de ti. Ciertamente, ha estado fuera de lugar.

Mitrat sostuvo su silencio gélido durante unos largos instantes, pero entonces cambió de actitud.

—Hice lo que tenía que hacer y no me arrepiento. Sin embargo, en ocasiones…, de noche no podía olvidar tu mirada…

No añadió nada más. Mitrat asintió levemente con la cabeza, con la mirada fija en Kang; luego se volvió y salió.

Slith permanecía sentado y miraba a Kang.

—¿Qué pasa? —gruñó Kang—. ¿Acaso me han salido plumas?

—No, señor —dijo Slith—. Estoy contento de que les hayas decepcionado, señor.

—¿Creías que no sería capaz?

—Creía que en cuanto oyeras la oferta cambiarías de opinión. No es que no crea que tú no puedas ser un excelente general, señor. Sólo es que, bueno, hemos llegado hasta aquí y hemos perdido muchos hombres excelentes…

—Por la mañana nos vamos hacia Teyr. Quiero que los Ingenieros del primer ejército de los Dragones estén listos con las primeras luces —dijo Kang, interrumpiendo a Slith—. Comandante, ¿tendrás tiempo suficiente para prepararlo todo?

Slith sonrió.

—Puedes contar con ello, señor.

En cuanto Slith se hubo marchado, Kang asomó la cabeza por la puerta.

—Por cierto, Granak, me gustaría que le preguntaras a la subcomandante Fonrar si le gustaría… mmm…, bueno, cenar conmigo.

—Sí, señor —dijo Granak cuidando de ocultar una sonrisa—. Se lo preguntaré, señor.

Kang volvió a estudiar el mapa. El camino que tenían por delante sería difícil, pero lo lograrían. Estaba totalmente convencido.

Al día siguiente por la mañana, los Ingenieros del primer ejército de los Dragones estaban en formación en el patio de armas por última vez. Los carros estaban cargados. Cada draconiano, macho o hembra, iba bien armado y pertrechado con todo aquello que podría necesitar durante el viaje.

Dentro de la mochila, Fonrar llevaba una urna de plata que habían encontrado en el almacén. Estaba decorada con dragones, procedía de Neraka y en su interior las hembras colocaron con todo su respeto las cenizas de Huzzad. De este modo su hermana las acompañaría. Slith se acercó a Kang, que contemplaba los preparativos desde una posición al margen.

—Señor, ¿te gustaría venir con nosotros en la vanguardia? Kang sonrió y asintió.

—Sí, comandante. Me complacería mucho. Gracias por pedírmelo.

A la orden de Slith, los Ingenieros del primer ejército de los Dragones abandonaron la fortaleza de Maranta. Pasaron por delante del enorme, grasiento y negro lugar chamuscado del suelo que era el resto del, en su momento, enorme ejército de goblins. Granak iba a la cabeza ondeando con orgullo el nuevo estandarte. Cuando los ingenieros habían recorrido tal vez un kilómetro y tomaban ya una elevación se acercó un baaz a toda prisa.

—Señor —exclamó—, comandante.

Tanto Kang como Slith se volvieron.

—Sí —respondieron a la vez.

—Uy, lo siento. Me he olvidado —dijo Kang.

—¿Qué ocurre, soldado? —preguntó Slith.

—¡Mire ahí, señor! —El baaz se volvió y señaló a lo lejos.

Unos draconianos empezaron a salir de la fortaleza. Filas y filas de ellos. El Noveno de Infantería iba a la cabeza. Tras ellos transcurría el Primero y, detrás de éstos, el Tercero. Se colocaron detrás de los ingenieros y formaron una fila con ellos.

Kang miraba todo aquello con asombro.

—¿Qué están haciendo?

—Vienen con nosotros, señor —dijo Slith.

—¿Todos? —preguntó Kang con estupor.

—Eso parece, comandante, perdón, señor. —Slith miró a Kang con perplejidad—. Y ahora, ¿cómo te llamo? ¿Qué título tienes?

—¿Qué te parece… Excelencia? —sugirió Kang con una sonrisa.

Slith soltó una risotada.

Los draconianos continuaban abandonando la fortaleza. Kang se dio cuenta de que los últimos en salir lucían los tabardos de la Guardia de la Reina. Encabezados por el comandante Mitrat, se unieron también a la formación pero se cuidaron de dejar un espacio entre sus filas y las filas de los soldados ordinarios que marchaban delante de ellos.

Slith frunció el entrecejo.

—¿Realmente queremos entre nosotros a esos bastardos, señor?

—Son draconianos —dijo Kang—. Forman parte de nuestro pueblo. Encontraremos un lugar para ellos.

Por fin, detrás de la Guardia de la Reina, salió de la fortaleza desordenadamente un grupo de unos cien draconianos, de aspecto confuso, con el aspecto de no poder imaginarse lo que estaba ocurriendo o lo que se suponía que tenían que hacer.

—Son esos zoquetes —dijo Slith—. Los que han sobrevivido a la batalla. Afortunadamente, gracias a los goblins, no muchos lo lograron. ¿Qué vamos a hacer con ellos, señor? ¿Los aceptamos también? No me dirás que también son draconianos.

—Sí…, sí lo son. Es posible que con el tiempo logren recordar quiénes habían sido. Entretanto, son responsabilidad nuestra. Envía un mensaje al comandante Mitrat. Dile que él y la Guardia de la Reina están al cargo de ellos.

—Sí, señor. —Slith sonrió y añadió—: Será un placer, señor, digo, gobernador.

Gobernador. Esa palabra gustó a Kang.

Como ya había dicho, lo más probable es que no lograra hacerlo bien. Tenía formación como soldado, no como político. Pero intentaría hacerlo lo mejor posible.

Se volvió con el corazón inflamado y se dispuso a guiar a su gente hacia el norte. Iba a conducirles hacia su destino.

FIN