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Sentido y sensibilidad

Soy un residente de Cirugía Vascular. Un día estaba atendiendo a un paciente que sufría pie diabético (una complicación muy frecuente de esta enfermedad que provoca úlceras e infecciones en los miembros inferiores y que en algunos casos requiere la amputación). Noté que las enfermeras salían de la consulta con aspavientos y cara de asco. No sabía qué les pasaba, hasta que me di cuenta de que estaban saliendo gusanos del pie de mi paciente, del interior de su propia carne.

A mí me llamó la atención, porque nunca antes había oído que pudiese ocurrir algo así, y empecé a pensar en buscar información sobre el tema en cuanto saliese de la consulta. Pero me lo tomé fríamente, sin que me llegase a afectar ni a provocar ningún sentimiento especial. Y, desde luego, sin que me diese la grima que aquello había provocado en las enfermeras.

Aunque la sensibilidad va con el carácter de cada persona, los MIR reconocen que con el tiempo acaban por volverse poco menos que témpanos de hielo con bata blanca. «Te haces muy frío, te insensibilizas». Unos argumentan que es un mecanismo psicológico para distanciarse de los pacientes y que las desgracias ajenas no les afecten más de la cuenta. Dicen que es la única manera de aguantar cuatro o cinco años al ritmo que se espera de ellos. Otros simplemente reconocen que, transcurrido un tiempo, están hartos y quemados.

Cuando eres estudiante escuchas algunos comentarios de médicos mayores en el hospital y piensas: «Vaya panda… Cómo pueden decir eso». Pero de repente pasan los años y un día, cuando eres residente de segundo o tercer año, te descubres a ti mismo diciendo barbaridades similares.

Las mismas cosas que de R1 te emocionan y te motivan porque has sido capaz de hacerlas tu solito (colocar una luxación, dar puntos, informar a la familia), te dejan frío cuando eres R2 o R3 y ya estás saturado de pacientes y sobrecargado de tareas.

Como cuando llega una parada. Al principio te pones nervioso, e intentas hacer todo lo que has aprendido sobre la RCP*. Pero después de ver varias llegas a interiorizar todos los pasos, como si estuvieses conduciendo, hasta que llegas a hacerlo mecánicamente. Es la única manera de mantener la cabeza fría y que no te atenace el pánico. Así no piensas mucho en el paciente, ni en que es posible que se muera.

Una vez me pusieron un busca de politrauma porque un paciente ingresado en la Unidad de Cuidados Paliativos de Oncología, en estado terminal, se había tirado desde la octava planta del hospital. Al llegar allí el hombre estaba con una pierna completamente torcida por la caída y gritando de dolor. Entonces me encontré con una enfermera que me gustaba mucho y me puse a ligar con ella, pasando del todo del paciente, que era mi segunda preocupación en esos momentos. Hoy, ella es mi novia.

Detrás de esta primera barrera de insensibilidad, la mayoría reconoce que hay pacientes y pacientes, y que en muchos casos esta coraza se desprende y no pueden evitar emocionarse o implicarse más en unos casos que en otros. Los enfermos más jóvenes, los niños, los diagnósticos inesperados o los casos dramáticos, suelen caer dentro de esta categoría. Los ancianos («Es ley de vida»), los borrachos y las tonterías que llegan a Urgencias («Por tercera vez este mes») son los que menos afectan al corazoncito de los MIR.

Lo peor es tener que dar una mala noticia, algo inesperado. Una persona que viene a Urgencias por un dolor de cabeza, por ejemplo, y sale con un tumor cerebral. No le das el diagnóstico de golpe, pero le dices que has encontrado algo, que hay que hacer más pruebas, que puede ser serio… Y se lo remites al oncólogo. A esos sustos nunca te acostumbras. Es cuando peor lo he pasado. Te intentas poner en la piel del paciente y comunicárselo de la manera más natural posible.

Nadie te enseña tampoco a hacer esto, no viene en los libros. No te queda más remedio que apoyarte en los erres mayores y en los adjuntos para aprender a tratar con los pacientes. Es cuestión de echar muchas horas, llevarte algunos disgustos y, poco a poco, ir cogiéndole el punto.

Mi hospital es centro de recepción de donantes para trasplante, así que nos toca a nosotros certificar la muerte y decírselo a la familia. Normalmente nos avisan de que viene un «código cero», alguien que ha sufrido un infarto de repente en la calle y cuyos órganos podrían valer para un receptor. Así que a la familia le dicen que el paciente está muy grave, que vengan pronto al hospital, pero no son conscientes del todo de la situación, así que es espantoso tener que recibirles.

Normalmente son los jefes los que se encargan de comunicárselo en estos casos, pero a veces les acompañamos y la verdad es que estas situaciones te marcan especialmente. Nos ha pasado de todo, desde que se queden cinco minutos callados sin acabar de creérselo, hasta que nos quieran pegar a nosotros, como si tuviésemos la culpa.

Durante un rato, cuando vuelves arriba, se te queda mal cuerpo, hasta que alguien suelta la primera broma o dice cualquier chorrada y entonces te echas a reír, para relajar el ambiente. Porque tienes más pacientes esperando y enseguida pasas a otra cosa. No es una falta de respeto, es un mecanismo de defensa.

Muchos recuerdan como una de las experiencias más desagradables del MIR su primer fallecimiento.

La primera vez que ves la muerte en primera persona te impacta sobre todo la reacción de la familia. Sus lamentos se te meten en la cabeza.

Yo cometí un error de novato muy común, que fue comunicarlo por teléfono. Llamé de madrugada porque un señor había llegado desangrándose por una cardiopatía dilatada y le dije a su mujer que había fallecido y tenían que venir rápidamente al hospital. No se me olvidará nunca ese grito al otro lado de la línea. Aprendí que nunca se debe dar la noticia por teléfono. Hay que decirles que vengan corriendo al hospital y que su familiar está muy grave.

Sobre todo es difícil acostumbrarte cuando la persona estaba aparentemente bien hace cinco minutos y de repente está muerto, como cuando se rompe un aneurisma abdominal. El 80 por ciento de estos pacientes se muere, pero antes no tenían ningún síntoma. Así que ingresan por un dolor agudo y cuando sales a informar a la familia les tienes que decir que ha fallecido. Es muy desagradable. Algunos se cierran y no te escuchan, piensan que ha sido por tu culpa porque no has hecho lo suficiente.

De todos modos, la relación con la muerte es algo progresivo, porque ya has visto algún cadáver en la facultad, pero no es lo mismo saber que es un paciente tuyo, que no has podido hacer nada para evitarlo. Sabes que la muerte forma parte de tu trabajo, pero impresiona más si no te lo esperas.

Así que casi todos tenemos grabada en la cabeza la cara de nuestro primer fallecido.

Mi coerre de Cirugía Vascular siempre cuenta que una mañana fue a ver cómo seguía un abuelito diabético al que habían tenido que amputar la pierna el día anterior. Cuando llegó a la habitación ya estaba cubierto con la sábana. El pobre se quedó de piedra, porque aparentemente todo había salido bien y él había estado ayudando en la operación, tan contento. Pero el paciente había tenido una complicación durante la noche que no pudo superar. Suele decir que nunca se le olvidará su cara. Y eso que cuando se trata de personas mayores es más fácil de sobrellevar. No es que te alegres, pero sí sientes un cierto alivio por ellos.

A veces la insensibilidad se escapa sin querer en los comentarios de pasillo, o en los ascensores, sin tener en cuenta que quienes bajan con ellos pueden ser familiares del paciente del que están hablando.

No es con mala intención, a veces es solo una manera de desdramatizar. En la Urgencia hay mucho humor negro, pero se trata a todos los pacientes con la dignidad y el res peto que merecen. Por ejemplo, hacer un tacto rectal o ayudar a un anciano que lleva siete días estreñido y sufre un fecaloma* puede parecer algo de risa desde fuera, pero tratamos de que sea lo menos violento posible y lo hacemos con la misma profesionalidad que otras cosas.

Si algo nos da risa, nunca lo manifestamos delante del paciente; pero es que hay veces que no lo puedes evitar. Como cuando llamas a un adjunto porque tienes a un paciente muy mayor que se está muriendo y se produce este diálogo:

—¿Cómo está?

—Tiene cuatro cirios alrededor de la cama y una luz blanca que baja del cielo.

—Me hago cargo…

Te llaman del busca de parada y llegas casi sin resuello pensando que vas a poder salvar la vida a un paciente en la plenitud de la vida y te encuentras a un abuelito que tiene ya el cerebro hecho una acelga y que no es reanimable. No es que te decepciones, pero a veces piensas: «Podían haber llamado al cura en vez de a mí». No es más que una vía de escape. Un modo de romper la monotonía y convivir con el sufrimiento…

Es lo que tiene tratar con seres humanos. La relación médico-paciente es bidireccional e imperfecta. Así que cuando menos te lo esperas salta el conflicto. Los residentes de Medicina, igual que otros profesionales sanitarios, tienen que convivir con sus pacientes en las consultas, en los pasillos, en la cafetería… Y no siempre unos y otros son capaces de entenderse, de ponerse en el lugar del otro.

Los pacientes se quejan de médicos insensibles, endiosados, que apenas tienen tiempo para tocarles un poco la tripa durante la exploración. Los médicos, desde el otro lado de la mesa, se quejan de pacientes bravucones, maleducados, malencarados, pesados… Dicen los MIR que tienen que responder a menudo a reclamaciones por motivos tan diversos como un tiempo excesivo de espera en Urgencias o porque «los sillones de la sala eran demasiado incómodos».

A veces, los pacientes y sus familiares se enfrentan con nosotros por cuestiones que ni mucho menos son culpa nuestra. Hay un tipo de ciudadano que llega proclamando sus derechos porque «él paga la Sanidad pública». Entre nosotros los llamamos «cartilleros». Llegan enarbolando su cartilla de la Seguridad Social y cumplen punto por punto el manual del buen cartillero que circula por ahí en Internet. Si supiesen lo que Hacienda me retiene a mí y las horas que paso sin sentarme ni cinco minutos para descansar…

Además, algunas personas que acuden al hospital parece que de verdad desean estar enfermas. Si después de seis horas en Urgencias resulta que simplemente tienen un catarro se muestran decepcionadas, como enfadadas porque el diagnóstico no está a la altura de sus expectativas.

De hecho, hay familias que llevan al abuelo a Urgencias y llegan ya pertrechados con la maleta y todo, en previsión del ingreso. Parece que es lo que quieren, que haya que dejarle allí una noche. Las mujeres suelen ser peores que los hombres, y cuanto más mayores, más pesadas.

En la facultad no te enseñan a torear con los familiares. Salimos muy verdes, y en estas cuestiones la experiencia es un grado, así que vamos mejorando con el paso del tiempo. Tú mismo sientes que lo haces mejor cada día, y eso te refuerza para seguir adelante, aunque alguna vez te topas con alguien maleducado que se encara contigo. No te queda más remedio que aguantar el tipo y tratar de hacerlo lo mejor posible.

Tengo que confesar que a veces intentamos escondernos durante las horas de visita, cuando aquello se llena de familiares. Porque claro, si un familiar te ve y te pregunta algo, no van a tardar ni cinco segundos en acorralarte el resto de familias, porque todos quieren más información de la que tienen. Y lo entiendo, pero yo no soy el médico de todos los pacientes que están ingresados, así que la mayoría de las veces no sabes ni siquiera muy bien qué es lo que te están preguntando.

A veces llevan varias horas sin ver a un médico y la primera bata blanca que pase por allí se va a comer el marrón, así que por eso procuramos no dejarnos ver cuando no toca. Además, con algunos casos tienes que tener mucho cuidado, porque te preguntan cómo está y si les dices «Está un poquito mejor», piensan que se va a curar, aunque esté entubado en la UCI con un tumor terminal. Lo que para ti es «un poquito mejor», para las familias supone a veces una expectativa falsa, así que lo de informar no es tan fácil.

La mayoría coincide en que a veces son peores los familiares que los propios pacientes. De hecho, una de las especies más apreciadas en los hospitales es el llamado «yerno de los domingos». Suele ser ese familiar “que no se ha pasado a ver a la abuela enferma en los cuatro meses que lleva ingresada en el hospital, pero que cuando muere tiene que hacer una demostración pública de su cariño y una exaltación de su dolor ante el resto de la familia”. Suelen ser estos mismos, se quejan los MIR, los que se encaran con los médicos culpándoles de la muerte del paciente, o recriminándoles alguna cosa, para demostrar delante del resto que se preocupan (ahora).

Otro gremio que suele encararse a menudo con los médicos más jóvenes es el de los adolescentes camorristas. Muchos MIR reconocen que mientras los ancianos suelen ser especialmente cariñosos y respetuosos, mucha gente joven se cree con derecho a faltarles el respeto y a chulearles. Contra esta actitud hay un remedio que no falla:

—Desnúdese (tratarles de usted es imprescindible para que funcione).

—No, pero si… Si a mí solo me duele una muela, tronco.

—De todas formas vamos a comprobar que no tiene nada más.

—Que no en serio, doctor, que ya se me está pasando.

Un «desnúdese» acaba de golpe con toda la tontería propia de la edad del pavo (aunque se trate de pavos ya hechos y derechos).

Entre el mal rollo que provocan algunos pacientes y el temor a las represalias judiciales si algo sale mal, muchos MIR reconocen que ejercen desde el principio con cierto temor, agarrados como a un clavo ardiendo a la llamada medicina defensiva. Reconocen que se pueden equivocar («Le pasa al que opera»), y por eso algunos recurren al exceso de pruebas para guardarse las espaldas.

Otros optan por mecanismos psicológicos mucho más sutiles y civilizados: «Si tratas bien a tus pacientes, vas a verles después de una cirugía, te preocupas por su evolución y eres atento… la familia y el propio afectado van a ser más benévolos contigo si después algo sale mal».

Esto de la sensibilidad, además, va muy ligado a las especialidades, y en cada servicio se manifiesta de una manera diferente. Por ejemplo, los residentes de Cuidados Intensivos (los de la UCI), están más cercanos a la muerte porque el estado de sus pacientes suele ser más grave. Así que ellos suelen transmitir un halo de sensibilidad mayor que el de otros colegas, como los traumatólogos, por ejemplo, que gastan más fama de brutos.

Los médicos en general, y los resistentes en particular, circulan cada día sobre un filo de navaja en el que su propia seguridad puede verse comprometida. Y no solo porque tengan que defenderse de los «puñetazos de algún paciente cabreado»:

Todos sabemos que si te pinchas con una aguja por accidente tienes que ir al servicio de Medicina Preventiva. Eso significa hacerte análisis, tomar los fármacos de la profilaxis del VIH si hay sospechas de que el paciente puede ser seropositivo o portador de algún otro tipo de infección, y esperar que lleguen los resultados para tranquilizarte del todo. Así que en la práctica nadie va, salvo que tengas constancia clarísima de que has podido pillar algo. Pasa lo mismo con el mandil que se supone que te tienes que poner para protegerte de las radiaciones en el servicio de rayos. Pues tampoco.

Sí somos más estrictos en las cirugías en las que el paciente es portador del virus del sida. En esos casos siempre hay un adjunto que lo recuerda cincuenta veces antes de empezar para que todo el mundo tome las máximas precauciones y evite el contagio. Te pones cinco pares de guantes, te pones gafas si existe posibilidad de salpicaduras de sangre a los ojos y tomas más cuidado, pero aun así no estás exento de peligro por completo.

También deberíamos tomar más precauciones para evitar infecciones y el contagio de bacterias entre pacientes. Pero a veces es que no te das ni cuenta con el ritmo que llevas. Allá vas tú a explorar el abdomen con estas manitas, y luego tocas al siguiente paciente sin acordarte de lavarte. Y llevas dos semanas haciendo lo mismo en la UCI cuando se descubre que alguno de los ingresados tiene un bicho resistente a los antibióticos y que es posible que haya infectado también a alguien más.

Las enfermeras para eso son más cuidadosas que nosotros, hay que reconocerlo, y desde luego se puede decir que son de la cofradía del guante. Lo llevan a rajatabla y no hacen nada sin ponerse sus guantes. Los médicos generalmente solo nos los ponemos si hay algo que nos alerta. Deberíamos aprender de ellas, pero también es verdad que algunos pacientes se lo toman a mal si les exploras con los guantes. Piensan que lo haces para protegerte, cuando en realidad se trata de protegerles a ellos. Yo solo me los suelo poner cuando desconfío de la higiene corporal del paciente. Porque una de las cosas que más influye en la exploración, y que desde luego no se puede controlar, es el olfato. Hay pacientes que cuando llegan a la consulta inundan toda la sala con su mal olor. Tú no puedes cerrar tu nariz durante un rato (que es lo que de verdad desearías en esos momentos), así que inconscientemente te afecta en el modo de atenderle y no trabajas igual que con las personas aseadas, porque quieres acabar cuanto antes. Lo de asearse y ponerse una muda limpia antes de ir al médico es una buena costumbre de nuestras abuelas que no debería perderse.

Y si no, que les pregunten a muchos médicos de Urgencias por la llamada tribu de los «pies negros»…

En esta relación médico-paciente existe además un nuevo ingrediente, propio de estos tiempos modernos que vivimos, que «nos está haciendo mucho daño» y está cambiando los papeles en las consultas: Internet. Como si de un estudiante de Medicina de primer año se tratase, agobiado por toda la información de enfermedades desconocidas que recibe de golpe, una nueva variedad de paciente llega a la consulta. Los han bautizado como cibercondriacos*, y entran a ver al médico cargados con páginas y páginas recién bajadas de Internet. Folios aún calientes de la impresora que describen con exactitud todos los síntomas que padecen, y que suelen corresponder con alguna patología rarísima y gravísima.

A veces te llega una señora diciéndote que tiene epilepsia mioclónica benigna, hiperostosis cortical, o el síndrome de Mallory-Weiss, y se queda tan tranquila. Y te describe minuciosamente todos los síntomas (de libro) que acaba de leer en alguna página de Internet. Y allí estás tú, disimulando, mientras buscas en Google qué narices es eso.

Para un residente, el paciente informado es un verdadero peligro. Como llegan con todo ya sabido de casa muestran cierta desconfianza hacia su médico, sobre todo si le dices que los síntomas que describe no corresponden probablemente más que con un simple cólico nefrítico. Entonces te la lía y te dice que no sabes nada de Medicina, que quiere ver a tu jefe. La googlelización nos ha venido muy mal a los residentes.

Un poco por todo este panorama, por temor a las represalias y porque nadie te enseña ciertas cosas, cuando eres R1 vas dando palos de ciego, pidiendo pruebas a mansalva a ver si por ensayo y error das con el diagnóstico de tu paciente. Además, aunque en algunos hospitales sí tienes la suerte de dar con alguien que de vez en cuando te cuestiona y te pregunta «¿Por qué has pedido la coagulación?» o «¿Para qué vas a radiarle si no hay necesidad?», la mayoría de las veces nadie te riñe por pedir pruebas de más. ¡Total, como es gratis!

A veces incluso no te queda más remedio, porque lo indica el protocolo, y estás obligado, aunque sepas de todo corazón que no es necesario. Como cuando llega alguien a Urgencias porque se ha dado un golpe en la cabeza. Si está tomando aspirina, obligatoriamente le tienes que hacer un escáner, porque existe un riesgo mínimo de que tenga una hemorragia cerebral. Da igual que se haya pegado el golpe con un folio o una hoja de platanero, tú le tienes que hacer el escáner. O si te llega una mujer que toma anticonceptivos y sospechas que tiene un episodio de trombosis. Si le haces un marcador de damero para quedarte tranquilo y descartar la trombosis te puedes meter tú solo en un jardín, porque si es negativo lo puedes descartar y ya puedes ponerte a pensar en otro diagnóstico. Pero… ¡ay amigo como sea positivo! Entonces estás obligado, otra vez siguiendo el dictado de Don Protocolo, a hacerle pruebas de imagen y radiar a la mujer para descartar que sufre un trombo. Así que tú solito acabas metido hasta las orejas en un lío.

Por si todo esto fuese poco (ya dicen las encuestas que los residentes sufren niveles de estrés por encima de la población general), ciertas cuestiones relacionadas con las partes pudendas obligan a los MIR a esmerarse al máximo en la asignatura de comunicación con el paciente. Y en este terreno, ginecólogos y urólogos se ven obligados a hacer un máster acelerado y con calificación cum laude si quieren salir airosos del trance.

Dicen estos últimos que para atender cuestiones relacionadas con la disfunción eréctil y otras cuestiones sexuales prefieren que sus pacientes acudan acompañados por sus parejas. Porque ellas nunca mienten.

A los hombres de unos cincuenta o sesenta años les descoloca que les preguntes por su vida sexual. ¿Cómo se le pone? ¿Dura, morcillona? ¿Hasta dónde se le levanta? ¿Suele eyacular cuando se masturba? Algunos te miran con una cara que se nota que están escandalizados. Luego están los que se muestran mucho más desinhibidos y vienen con algún problema urológico y lo primero que te preguntan es… «¿Qué, doctor? ¿Cómo me va a quedar el pajarillo? ¿Volverá a salir el caracol?», y así infinidad de metáforas para referirse al pene.

Pero claro, a los de Urología nos cuelgan el sambenito del tacto rectal y la Viagra y parece que no nos dedicamos a otra cosa. Y nosotros también atendemos problemas de incontinencia urinaria, piedras en el riñón, tumores prostáticos y otras muchas patologías de la zona genital masculina. Y, además, ayudamos a los nefrólogos en algunos trasplantes.

Por todo ello no parecen exageradas las cifras de un estudio sobre la salud de los MIR realizado en 2008 por la Organización Médica Colegial y la Fundación Galatea (wwwfgalatea.org) tras entrevistar a 3.500 residentes de Cataluña. Según esta investigación, el 30 por ciento de los residentes de esta región vive en una situación de riesgo psicológico por falta de habilidades comunicativas con sus pacientes y porque se sienten desprotegidos en el hospital, porque tienen que tomar decisiones en Urgencias demasiado rápido, o porque no saben cómo enfrentarse a la muerte.

Los autores del trabajo subrayaban en su presentación que estas cifras son superiores a las que padece el resto de la población (alrededor del 18 por ciento), y que cuando más acentuado parece el estrés es durante el primer año de residencia (que se eleva hasta el 42 por ciento). Por especialidades, los médicos de Familia parecían los más afectados (entre otras cosas porque son de los más numerosos), pero sus colegas de Pediatría y Psiquiatría eran los que más acudían a la consulta por problemas de ansiedad y depresión.

Como sintetiza Francisco Collazos, psiquiatra y coautor del estudio:

La Urgencia es como la exageración de todo esto. Has de tomar decisiones muy rápido. El nivel de estrés es altísimo, cada uno va a lo suyo y no tener un referente, un tutor, a veces ni siquiera un residente mayor, añade un plus de presión.