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Esto es el Bronx
En casi todos los hospitales la organización de las Urgencias se divide entre las consultas rápidas que ven los asuntos menos graves y los pacientes encamados (boxes, peceras, camas, observación, según el nombre que le den en cada centro). Los residentes tienen que rotar en Urgencias tanto por las mañanas como para cubrir las guardias que empiezan a partir de las tres de la tarde, de manera que en la mayoría de los centros son los erres más pequeños los que llevan el peso de las guardias de Puerta, y los adjuntos y residentes veteranos los que se ocupan de las guardias de planta de cada servicio.
Este sistema convierte las Urgencias en un batiburrillo en el que conviven jóvenes R1 de las especialidades más diversas (un neurólogo rotando con un anestesista, o un médico de familia compartiendo guardia con un alergólogo), y que son cedidos generosamente por todos los servicios del hospital. Tal vez por eso, el paso por Urgencias es una de las cosas que más odian (y más recuerdan) quienes han hecho el MIR.
Te sueltan en Urgencias y los adjuntos brillan por su ausencia. Esto es lo más parecido a la selva. A Urgencias nunca vas a aprender, sino a sobrevivir. En veinticuatro horas te puedes equivocar muchas veces.
Estás con el culo al aire. Aunque suele haber un adjunto por cada dos residentes, no siempre se sabe dónde se meten. Y nosotros, como estamos más inseguros, pedimos muchas más pruebas a los pacientes para asegurarnos de lo que tienen. Esto hace que vaya más lento y todo se retrase.
Además, a veces bajas a las Urgencias cuando empieza tu turno, pero tienes que atender a un señor que lleva ya tres horas esperando, y claro, paga todo su enfado contigo. De hecho, muchos adjuntos prefieren trabajar de tardes en la Urgencia porque saben que el peso del trabajo lo vamos a llevar nosotros. Me gusta porque puedes ver muchas patologías diferentes, pero es agotador. Hay días que no paro ni para ir al baño.
Se supone que las cosas leves son las únicas que puede ver un R1, pero la realidad es que atendemos de todo. En algunos centros, por ejemplo, el triaje, o la clasificación de los pacientes que llegan, lo hace un enfermero, y no siempre tiene el criterio de un médico. O peor, lo hace otro R1 que está más verde que tú. Así que a nosotros nos llega de todo. Al principio da pavor. Luego ya te hartas. También se supone que estamos supervisados en todo momento, de manera que no podamos meter la pata en cosas graves, pero la verdad es que aprendes a base de palos.
A mí una de las cosas que más miedo me da es pensar que puedo mandar a casa a algún paciente creyendo que no tiene nada grave y que luego la cosa se complique. O dar un alta con un tratamiento erróneo. Que pase algo dentro del hospital no me agobia tanto como dar un alta equivocada.
Todas las guardias comienzan con un pase, en el que los médicos salientes comentan con los que llegan el estado de los pacientes, las pruebas que están pendientes de pedir y las que aún no han arrojado resultados. Algunos residentes tienen que esperar las conclusiones de los exámenes que pidieron antes de poder irse a dormir o terminar su turno.
La experiencia dice que los días malos-malos-malos en la Urgencia suelen ser los viernes y los sábados, pero también los lunes, cuando llega toda la gente que ha estado aguantando en casa que pase el fin de semana («A ver si se me pasa»). Además, y aunque la Medicina no entiende de supercherías, muchos sanitarios admiten que también odian las guardias en noches de luna llena. Más partos, más accidentes de tráfico, más altercados violentos, más pacientes desquiciados…
Aunque se supone que en las veinticuatro horas de guardia tienen una para irse a comer y otra para bajar a cenar, muchas veces se queda en pura teoría. Porque en la mayoría de hospitales («los más grandes son horribles») un R1 atiende como un médico más y es responsable de su consulta, en la que él mismo marca el ritmo. Si deja cuatro historias sin ver para irse a comer, cuando vuelva aún le estarán esperando estos cuatro, y ocho o nueve casos más.
En toda esta organización existe la figura del clasificador, que puede ser tanto un residente de Medicina de Familia de primer año como un celador o una enfermera, según cada hospital. Este clasificador puede ser un cirujano en su primer año de residencia, un otorrino, un médico de familia, un psiquiatra… Un pobre R1 que tendrá que echar el primer vistazo a los pacientes que llegan por la Puerta de Urgencias y determinar la gravedad de su estado en unos pocos minutos, superando sus propios nervios y con solo unos días de experiencia en el hospital: «La gente no debería venir a Urgencias en las primeras semanas de junio. ¡Y menos si es un sábado por la tarde! ¿No saben que acabamos de llegar los residentes?».
Si es poca cosa, pasarán a la sala de espera hasta que les vean en «rápidos». Los más graves, a boxes, donde el paciente se encontrará con otros residentes más mayores, con más guardias de Puerta a sus espaldas.
En algunos hospitales llaman a este sistema «RAC» (Recepción, Acogida y Clasificación), de manera que la primera persona que ve al paciente determina su gravedad y lo clasifica, con la idea de que los casos serios de verdad sean atendidos antes que las tonterías. Así se puede lograr, por ejemplo, que una persona con un dolor de rodilla que lleva ahí desde hace varios meses (o un esguince de tobillo que se produjo hace unos días) y acude de madrugada al hospital aguante su turno detrás de cuestiones más importantes.
Una vez estaba en el supermercado y las dos señoras que estaban delante de mí en la cola se quejaban del mal funcionamiento de la Sanidad. Una de ellas estaba indignada porque la última vez que había ido a Urgencias la habían tenido cuatro horas esperando y, claro, «eso no puede ser, porque imagínate que llega a ser algo grave de verdad, me podía haber muerto en la sala de espera y nadie se entera». Entonces la otra le respondió que lo que tenía que hacer la próxima vez, para que no le volviese a pasar, era decirle a la señorita que recibe que le dolía mucho el pecho y que sentía que se le estaba extendiendo hacia el brazo izquierdo. «Ya verás cómo así, no te hacen esperar», le dijo.
Mucha gente recurre a tretas como esa para no tener que esperar, sin importarle que eso afecte a pacientes que de verdad pueden estar más graves que ellos. Como un padre que llamó al 112 diciendo que su hijo estaba convulsionando por la fiebre y que le iba a llevar corriendo al hospital. A nosotros nos avisaron a Urgencias para que estuviésemos preparados, y la pediatra preparó la medicación y hasta el box de parada por si acaso, porque parecía que no era una convulsión típica. Así que allí estábamos todos, en tensión para cuando llegase el crío, y lo que vimos entrar por la Puerta fue a un padre con un niño plácidamente dormido en sus brazos. Cuando la pediatra le recriminó y le dijo que su hijo no estaba tan malo, él contestó que ya lo sabía, pero que de esa manera estaría todo preparado para atender la fiebre de su hijo en cuanto llegasen al hospital. Que ya lo había hecho otras veces.
Todas esas cosas enfadan al principio, hacen gracia cuando ya ha pasado el susto, y acaban quemando al personal que está cansado de ver tonterías («Gente que ni se ha molestado en pasar antes por su centro de salud») cuando llega un caso urgente de verdad.
Al llegar la noche, lo habitual es dividirse en dos turnos y echar a suertes las dos mitades para poder echar una cabezada. Mientras los residentes del primer turno se quedan en la Urgencia, el resto sube a las habitaciones para dormir hasta la hora acordada, las tres o las cuatro de la mañana por lo general.
En los hospitales más afortunados los cuartos son individuales, pequeños, con baño incorporado en la mayoría de los casos («¡Y cambian las sábanas todos los días!»). En otros centros, los residentes comparten literas, un poco más apiñados. La higiene del lugar no siempre está garantizada, del mismo modo que tampoco está asegurado el descanso. A veces estas habitaciones se encuentran junto a algún pasillo con mucho tránsito de personal, o las ventanas dan a algún patio que permite oír el ruido de cualquier máquina o motor de ventilación durante toda la noche, o la persiana se pasa todo el tiempo chirriando…
A veces simplemente están lejísimos de la Urgencia (en la última planta del hospital o incluso en un edificio diferente del complejo hospitalario) y resulta que no da tiempo ni siquiera a subir mientras llegan los resultados de alguna prueba. No compensa hacer el viaje hasta allí para tener que regresar al poco rato. A veces te toca al lado del cuarto de enfermeras, donde ellas descansan (y charlan, y toman café y se ríen) durante su turno de noche, insensibles al descanso ajeno. Entre otras cosas, porque ellas no pueden irse a dormir.
Los residentes más afortunados convierten sus cuartos para dormir en una especie de chalet, donde pueden ir a descansar cuando la cosa está tranquila, con una sala común dotada de nevera, televisión y hasta un ordenador para quien quiera trabajar en sus ratos libres. Mientras que en algunos centros la falta de espacio ha obligado a habilitar como dormitorio lo que antes era un despacho, poniendo una cama (más bien un catre) de cualquier manera, pegado a la pared, entre una estantería polvorienta y la mesa de trabajo.
En ocasiones, los residentes del primer turno bajan de nuevo a la Urgencia con las marcas de la sábana aún surcando su rostro para dar el relevo a los compañeros que se quedaron abajo atendiendo («Doctora, se le nota a usted que tiene sueño…»). Y de nuevo, en este relevo, se pasan a los pacientes para que el segundo grupo de residentes pueda irse a dormir si la cosa está tranquila y no hay muchos enfermos pendientes de ver.
Sin embargo, hay días malos, malísimos, de tanto lío en Urgencias por la noche que «¡Ni partimos para dormir!».
Hay algunos MIR que son incapaces de dormir durante sus primeras guardias dándole vueltas a la cabeza, taquicárdicos perdidos, pensando en los pacientes que dejaron abajo. Otros se sienten incapaces de pegar ojo el día anterior a la guardia pensando en las más de veinticuatro horas de vigilia que tienen por delante a la jornada siguiente.
Algunos no se atreven a irse a la cama incluso en una noche tranquila, no vaya a ser que justo en ese rato aparezcan de repente los pacientes por Urgencias, les pillen en el cuarto de residentes y tengan que ir corriendo desde allí para salvar una vida. O se quedan despiertos en la cama, mirando con ojos como platos el busca por si suena en cualquier momento.
Y también hay quien se encarga de fastidiarle la noche a los residentes de otras especialidades…
Recuerdo una guardia horrible que tuve a principios de este año. Me había acostado a las cinco de la mañana sin haber parado en toda la noche más que media hora para cenar, desde las cuatro de la tarde que empezó mi guardia. Estaba rendido, acababa de caerme en la cama, con la bata puesta y sin vaciar siquiera los bolsillos. No había pasado ni media hora cuando me pusieron un busca de Puerta para pedirme una ecografía.
Cuando llamé resultó que era para una tontería, no era un caso realmente urgente y podía haber esperado perfectamente a primera hora de la mañana, a que abriese el servicio de rayos. Teniendo en cuenta que yo era el único radiólogo de guardia en mi hospital y me había pasado toda la noche trabajando, les recordé que se suelen dejar los casos no urgentes que entran a partir de las cinco o las seis de la mañana, para que el residente pueda descansar al menos un par de horas y los vean ya los de la mañana.
El caso es que me levanté, le tomé los datos al paciente para que la suya fuese la primera ecografía de la mañana y volví a subir a los cuartos de residentes aún más cansado que la primera vez, pensando en que aún tenía un ratillo antes de volver a empezar mi jornada laboral, con ocho horas más de trabajo aún por delante. Porque aquí, que se sepa, aún no libramos las guardias.
No había pasado ni media hora cuando la chicharra volvió a despertarme a las seis de la mañana. El sonido del chisme me alteró y cuando llamé me di cuenta de que se trataba otra vez de una no-urgencia. Les dije a mis compañeros que los que llevábamos el busca solos y no podemos partir la noche para dormir, como hacían ellos, tenemos derecho a descansar al menos un par de horas, sobre todo si, como en ese caso, el pronóstico del paciente no iba a empeorar en absoluto por aguantar tres o cuatro horas más sin la prueba de rayos. Y también porque si a las siete o las ocho de la mañana llegaba un caso grave de verdad, y no te pilla suficientemente descansado, la puedes fastidiar de verdad en el diagnóstico.
Pues ni caso. El busca volvió a sonar otra vez a las siete menos cuarto y a las siete y cuarto, así que acabé cabreándome bastante con mis compañeros de Puerta. A los dos días me confesaron que el adjunto de Urgencias, antes de irse a dormir, había dado orden a sus residentes de llamar al radiólogo de guardia cada media hora con cualquier excusa para que no pudiese dormir en toda la noche. No me preguntes por qué. Simplemente hay adjuntos que son así.
Las Urgencias son el campo de batalla, la guerra, el «Bronx». En la mayoría de hospitales españoles los residentes de primer año son los que llevan esta pesada carga, y muchos de ellos tienen que enfrentarse con algo que no enseñan en la facultad: pacientes cansados, enfermos que llevan horas esperando sentados en una silla, o dos días en una cama en el pasillo. «Quieres ir lo más rápido posible, pero no tienes ni un hueco para explorar al paciente con tranquilidad e intimidad».
Muchos pacientes no lo saben, pero es posible que quien les atienda en Urgencias sea un residente de primer año que ausculta por primera vez desde que salió de la facultad. Y aunque en algunos hospitales están más arropados y siempre hay algún adjunto cerca para preguntar, en otros centros, abarrotados de pacientes en los pasillos, muchos llegan a sentir verdadera soledad y abandono.
Hay quienes no se fían de nosotros; otros prefieren que les atendamos, porque al ser más jóvenes piensan que tenemos más paciencia. De hecho, el otro día en el autobús escuché la conversación de dos abuelitos que se aconsejaban mutuamente fármacos y médicos. «Vete por la tarde a Urgencias —le decía uno a otro—, que es cuando están los jóvenes». Y las enfermeras de mi hospital, aunque refunfuñan un poco de nosotros, cuando viene algún familiar no ponen ninguna pega en que le veamos los MIR.
Lo que sí es una desventaja a veces es ser chica. ¡Estoy harta de que los pacientes me pidan la cuña* y me llamen «señorita»! Una vez llegó la Guardia Civil con un preso que se había llenado el cuerpo de cortes con un trozo de azulejo de su celda. Se estaba desangrando, así que cuando llegó a Urgencias empezamos a coserle entre cuatro o cinco residentes a la vez, dirigidas por la adjunta de Cirugía General (éramos todo mujeres). El agente no hacía más que estorbar en el box, hablando por teléfono y venga a observar cómo hacíamos nuestro trabajo. Así que en cuanto colgó el móvil, la adjunta le dijo que tenía que salir de allí, que ya le avisaríamos cuando estuviese listo. Se hizo un poco el ofendido, tiró a la papelera el chicle que no había dejado de masticar todo el rato y salió murmurando algo en hebreo. Cuando acabamos y le llamó la doctora para informarle sobre el paciente, a él no se le ocurrió otra cosa que preguntarle cuándo pasaría el médico a ver al preso.
«¡¡¡¡¿Cómo dice?!!!!», exclamó ella, con gestos de sorpresa y ojos muy abiertos. Te puedes imaginar su cara (y la nuestra) cuando todas muy ofendidas le dijimos que éramos las tres cirujanas y que ya podía volver a esperar a la sala de espera, que el médico ya le había informado.
En los hospitales más pequeños la mayoría de los residentes que están en Puerta son de Medicina de Familia, así que ellos mismos se encargan de ver luxaciones, dar puntos si hace falta, atender problemas de los ojos, pinchar abscesos e incluso atender las urgencias pediátricas y las paradas cardiacas. Tanto da. Y solo si ven algo gordo, que ellos no sepan diagnosticar o que tenga pinta de cierta gravedad, llaman a los adjuntos de otras especialidades que están de guardia y que deberán bajar a la Urgencia. Pero claro, no a todos les hace gracia tener que moverse porque les llama un residente; mucho menos si es por la noche y estaban durmiendo (o peor aún, si ni siquiera está en el hospital y se encuentra haciendo una guardia localizada). Así que generalmente se suele repetir siempre el mismo diálogo:
—Pero ¿le has hecho ya eso?
—Sí.
—¿Y has descartado que sea esto?
—También.
—¿Y la exploración?
—Normal.
—¿Analítica?
—Perfecta.
Bueno, vale, pues ahora voy.
Se dice que las Urgencias de toda España no podrían funcionar sin los residentes. Cuando le toque ir por allí como paciente, fíjese en sus caras: la mayoría de ellos está en su primer año. Serán médicos de Familia (la mayoría), oncólogos, internistas o nefrólogos, pero tienen algo en común: son inexpertos y están aprendiendo a sobrevivir.
Al principio muchos recurren al truco de pedir algunas pruebas básicas para que el paciente salga de la consulta unos minutos y poder buscar mientras tanto en los libros qué puede tener. Hasta una amigdalitis de lo más sencillo puede requerir un análisis de sangre para confirmar que, efectivamente, se trata de una infección de las amígdalas. Pero, y después «¿qué antibiótico le pongo? ¿Qué dosis? ¿Cada cuánto tiempo?». Es el precio que hay que pagar por la inexperiencia.
A veces, en Urgencias, si el hospital no está muy bien organizado, todo se alarga innecesariamente. Porque ves a los pacientes y si hace falta pedir alguna prueba o llamar a algún otro especialista todo se va retrasando. Y claro, el paciente hace el cómputo de horas y le parece que ha esperado demasiado para una simple radiografía. Pero esto es como mover una inmensa maquinaria en la que cada elemento depende de los demás, y a veces una sola pieza puede estropear el engranaje y retrasarlo todo.
Ese punto de caos que tienen las Urgencias te engancha, tiene su encanto. Yo me lo esperaba así, por lo que no me llevé ninguna sorpresa cuando aterricé de R1. Hay días que un residente ve a diez o quince pacientes en una guardia, pero si hay alguna cosa complicada requiere más tiempo de gestiones (pedir la prueba, llamar al especialista, esperar los resultados…) que las cosas más sencillas, las que puedes ver tú solo y ventilarte rápido, como un esguince o una gastroenteritis.
Algunos hospitales tienen fama entre nosotros porque los residentes están especialmente solos, pero en otros siempre hay erres mayores o algún adjunto cerca a quien preguntar. Puedes tener guardias malísimas, de mucho trabajo, pero no experimentar la sensación de desamparo que hay en algunas Urgencias.
Pasados los sustos iniciales, los MIR pronto se darán cuenta de que su catálogo de patologías en Urgencias no pasa de diez o doce cosas básicas, que casi aprenderán a diagnosticar de memoria. Atenderán casi siempre a pacientes crónicos, más ancianos de lo que a ellos les gustaría y con patologías más aburridas de lo que esperaría cualquier espectador de una serie de médicos de la tele.
Te metes en tu despacho y vas viendo pacientes, sin que nadie entre a ver cómo estás, a preguntarte cómo lo llevas. Al principio estás nervioso, pero más o menos te vas apañando.
Cuando ya eres un especialista en el manejo de broncoespasmos, edemas pulmonares y abuelitos con EPOC, poco a poco te vas enterando de errores que ha cometido algún compañero y te agobias, porque tú también vas conociendo tus limitaciones, y sabes en qué te puedes equivocar.
Por eso, lo más importante es no dar el alta a nadie si no tienes claro lo que le pasa, aunque tengas que dejar a alguien un tiempo en observación por una tontería. O aunque te echen la bronca por un ingreso dudoso.
Algunos llaman a esto medicina defensiva; otros lo explican diciendo que piden todas las pruebas necesarias para que, si algo va mal, «puedas explicarle al juez que tú has actuado correctamente». Asumen desde muy jóvenes que sus pacientes se pueden morir, pero se guardan las espaldas y la conciencia para asegurarse que han hecho todo lo correcto, que pueden estar tranquilos porque han hecho todo lo que debían. «No es lo mismo reconstruir una historia clínica en un despacho cuando ya ha pasado todo, que actuar en la consulta en tiempo real, con quince pacientes más esperándote fuera».
Por eso, aunque los hospitales les respaldan con un seguro legal, muchos recurren a su propia póliza desde que son R1 para hacer frente a posibles indemnizaciones («No estamos suficientemente amparados legalmente», se lamenta más de uno). Quién más quién menos ha tenido que testificar ante algún tribunal o conoce a algún compañero que ha sido condenado por una herida que no limpió bien, por una fractura de cadera que le pasó inadvertida… O porque mencionó en el informe de alta que el paciente era seropositivo (portador del virus del VIH), «algo que nadie me había explicado que no se podía hacer, porque se supone, entre otras cosas, que los residentes no podemos hacer informes de alta».
Todos, sin excepción, prefieren hacer guardias de su especialidad antes que estar en Urgencias, porque al menos saben que los casos que van a evaluar tienen que ver con lo suyo. A nadie le gusta la morralla, dicen refiriéndose a los casos que entran por la Puerta.
Ni siquiera a los adjuntos que están allí, quemados, y que, si pueden, buscan la manera de escapar. Nadie con más de cuarenta años trabaja al cien por cien en Urgencias: es un trabajo de juventud. Y por eso es frecuente que dejen la carga de trabajo a los residentes. La Urgencia es la puerta de entrada de mucha gente al hospital, y eso acaba pasando factura.
Eso sí, los veteranos que aguantan años y años en Urgencias suelen ser pura vocación y buenos maestros para un MIR. Además, las sensaciones de cada residente dependen de su autonomía personal y de lo arropados que se sientan. Hay algunos hospitales en los que saben que siempre hay algún adjunto para supervisar («Ves un infarto y enseguida lo comentas con los de arriba, que bajan a verlo si hace falta, hasta que poco a poco los vas viendo tú solo»). De hecho, estas relaciones adjunto joven-residente mayor suelen desembocar en amistades duraderas que perduran más allá del MIR («El doctor… fue mi residente»).
Sin embargo, no en todos los hospitales hay tanta supervisión como los residentes desearían:
Estaba rotando en Urgencias por la mañana, en el cuarto de clasificación. Entró una señora algo desorientada, con su marido y su hija. Me contaron que se había olvidado de cómo se ataban los cordones de los zapatos, que no recordaba a qué había venido, aunque en casa comenzó a sentirse mal.
Mi instinto me dijo que podía ser un accidente isquémico transitorio, así que le pedí a la familia que esperasen fuera mientras la exploraba. Cuando ya estábamos solas le pedí que se quitase el jersey, pero no le dio ni tiempo, porque de repente se cayó redonda al suelo. Empezó a echar espuma por la boca y se puso tan morada como el color de las paredes, que esa misma semana habían pintado nuevas en el hospital. No se me olvidará nunca.
Fue de repente. Y yo estaba sola con ella. Tuve que hacerle un guedel* (un tipo de maniobra) allí mismo para que no se ahogase, con ayuda de una estudiante de Enfermería. Otra compañera de residencia dio la voz de alarma a los adjuntos, que estaban desayunando en la cafetería, y la señora pasó directamente a Reanimación, donde entró en parada cardiorrespiratoria.
Lo que en principio parecía ser una crisis de abstinencia porque había dejado el Tranxilium resultó ser un ataque masivo al corazón, sin dolor torácico ni ningún otro síntoma que hubiese podido advertir de lo que le estaba pasando. No se me olvidará nunca la cara de su marido y su hija, cuando les llamamos por el altavoz y les dijimos que estaba muy mal. Si hacía nada que había entrado por su propio pie, por algo aparentemente sin importancia… Al poco tiempo entró en coma y murió.
Las Urgencias son sin duda el mejor caldo de cultivo para pasar un mal rato, pero también para disfrutar de las anécdotas y chascarrillos que luego circulan por el hospital durante meses, o que amarillean en un papel pinchado en algún tablón de las salas de descanso: «Motivo de la consulta en Urgencias: dolor de rodilla desde 1965».
Como aquel individuo que llegó con un trocito de oreja que otro hombre le había arrancado de un mordisco en plena pelea, al más puro estilo Mike Tyson. El agredido había guardado su apéndice auditivo en un tarrito de cristal con la esperanza de que un cirujano se la pudiese coser. O el gitano que se había electrocutado mientras robaba cobre en una instalación y tenía la pierna reventada por dentro. Mientras la Guardia Civil le esperaba fuera de la consulta, él aseguraba que era inocente, diciendo que se había tropezado con el cable sin querer.
En Urgencias recalan también todo tipo de objetos introducidos en el interior del organismo por diversos orificios naturales, y que aparecen retratados en radiografías que circulan de mano en mano durante semanas. Cuanto más raro es el objeto, más tiempo dura la chanza en los pasillos: pistolas de silicona de las que se usan para sellar las grietas, mangos de escoba, tornillos, botellas, vasos de tubo («¿Qué es esto duro que estoy tocando?»), frascos de desodorantes, bolas de droga… ¡Y un vibrador eléctrico encendido con las pilas alcalinas recién puestas!
Un caso muy común en los servicios de urgencia de todos los hospitales españoles es el poyaque* (pues ya que…). Más de un residente (y más de dos) se ha topado en la consulta con alguien que, aprovechando que había acompañado al hospital a un familiar por cualquier motivo, pedía su turno en Urgencias para solucionar algún problema de salud (nimio, generalmente). O incluso los que vienen de visita a ver a alguien ingresado en planta y aprovechan el viaje para que les receten algo para esa molestia que arrastran desde hace meses. «Pues ya que estoy aquí…».
Un poyaque suele ser compatible con un «código MC» (Mari Chonchi), que alerta de las visitas a Urgencias por tonterías. Como aquel ejecutivo que llegó al hospital a las tantas de la madrugada quejándose de que le dolía un dedo de llevar todo el día el maletón. Esta fue la respuesta del residente que le atendió: «¿Por qué no prueba a llevarlo un rato con la otra mano?».
Las guardias de los pediatras, por lo general, suelen ser mejores que las de sus colegas que atienden a adultos, aunque igual que ellos su queja más generalizada es que los padres utilizan las Urgencias como una especie de ambulatorio abierto veinticuatro horas. Así incluso un R1 es capaz de solventar solo la mayoría de casos de fiebre, mocos y madres hipocondríacas que cruzan la puerta a altas horas de la noche.
Una vez llegó una señora con su hijo de tres o cuatro años. Nos contó que montaba al niño en el coche todas las noches para lograr que se durmiese y le hacía una pequeña ruta por varios pueblos cercanos a su casa, hasta que llegados siempre al mismo punto el crío se dormía y podía volver a casa para acostarle.
Pero aquel día, ¡oh, desgracia!, el niño no se había dormido en el lugar de siempre, y la madre estaba convencida de que algo le pasaba, porque aquello no podía ser normal. Y allí estaba, empeñada a las dos de la mañana en que le hiciésemos algún tipo de prueba.
Al principio las anécdotas hacen gracia; después, como todo, acaban cansando (y cabreando) a los residentes. Sobre todo a los que no pueden dormir por culpa de tonterías.
Las Urgencias están abiertas veinticuatro horas, pero la gente no se da cuenta de que los médicos que están allí necesitan dormir, porque si llega algo grave de verdad y no está descansado porque ha estado atendiendo una quemadura solar a las cinco y media de la mañana, su cansancio puede tener consecuencias. En invierno hasta tenemos que despachar de aquí a algún vagabundo que viene a dormir calentito por la noche.
Hay ratos que esto en lugar de un hospital parece un supermercado. Las familias se cuelan hasta dentro y se van asomando por los boxes hasta que encuentran a su pariente. Y se enfadan contigo si les dices que no pueden estar ahí. Como si el resto no tuviese derecho a su intimidad.
Es en Urgencias donde suelen vivirse también los episodios más tensos con algunos pacientes violentos, dispuestos a agredir a la primera bata blanca que se les cruce por delante. Es allí donde algunos individuos amenazan a los residentes («Como le pase algo a mi hija, le mato», «Os voy a denunciar a todos»), donde los ordenadores pueden salir volando en un arrebato de furia y donde, quién más quién menos, ha visto sacar una pistola, una navaja o reventar los goznes de una puerta porque tardan demasiado en atenderles. Allí es donde los residentes aprenden lo que es el miedo. Y también a llamar a Seguridad.
¿Te acuerdas del día en que nos encerramos en el cuartito de residentes porque había un loco disparando al techo en Urgencias? Tenía razón aquel profesor de la facultad cuando nos decía que debíamos tener más miedo de los vivos que de los muertos.
Como aquella celadora que vino a Urgencias con su nieta un día que había mucho lío y se pasó varias horas esperando. Luego entró con el marido hecha una furia, diciendo que si la gente que trabajaba en el propio centro no tenía ni un poco de prioridad, que nos iba a mandar a todos a la cárcel, que… ¡Menos mal que era compañera de trabajo!
A veces, como mecanismo de defensa, los residentes llaman a algún compañero para que les acompañe en la exploración si el paciente en cuestión les da mala espina o ven algo raro. Al fin y al cabo, en el box están indefensos y no hay otra manera de seguir haciendo su trabajo y sentirse protegidos hasta cierto punto. Algunos adjuntos también prefieren encargarse ellos mismos de los casos potencialmente conflictivos (como pueden ser los detenidos que trae la Guardia Civil, o algunos individuos que entran en Urgencias con malos modos, bebidos o quejándose del tiempo de espera).
Muchos MIR reconocen haberse echado una lagrimita con los compañeros después de una noche de guardia malísima, abrazados en el cuarto de residentes, como único mecanismo para dejar salir toda la adrenalina acumulada durante la guardia: «Los mejores y los peores momentos de la residencia los he pasado en la guardia».