Capítulo 50

—Mira —dijo de repente Simone—, hay una estación de servicio ahí. ¿Quieres parar a tomar un café?

—Vamos a tener que despertar a la bella durmiente de ahí atrás.

Traté de que la cabeza dejara de darme vueltas como consecuencia de sus opiniones altamente fundamentadas y giré el cuello para ver a Matt, que estaba tirado en el asiento de atrás con los ojos cerrados.

—De todas formas ya es hora de despertarlo. —Simone puso el intermitente y giró por la vía de servicio—. En mi opinión, mi hermano lleva demasiado tiempo dormitando. Matt necesita un buen despertador; algo o alguien que lo mantenga concentrado y le dé alguna motivación positiva para que alcance su potencial —comentó Simone, yéndose por otra tangente.

Su cerebro nunca paraba. Me clavó sus ojos oscuros y levantó ligeramente las cejas.

Yo le sostuve la mirada.

—¿Te refieres a mí?

Simone inclinó la cabeza, lo cual tomé por una afirmación, mientras maniobraba el coche y lo alineaba a la primera entre las rayas blancas del espacio de aparcamiento.

—Arriba, arriba, es hora del café y los donuts —dijo mirando a la parte de atrás al tiempo que apagaba el motor.

Matt se espabiló y miró en torno.

—¿Ya hemos llegado?

—No. Hemos parado en una estación de servicio —le dije con rapidez antes de que Simone tuviera ocasión de hablar más—. Tu hermana tenía necesidad de cafeína y azúcar.

—Ah, y lo que nuestra dulce y dogmática Simone quiere la princesa Simone siempre lo consigue. —Matt se frotó la barba del mentón al abrir la puerta y bajar del coche.

Pensé que tenía un aspecto encantadoramente arrugado con sus pantalones beis y una camisa blanca de cuello abierto, y lamenté no tener derecho a poner mis brazos en torno a él, pero Simone ya estaba caminando hacia la cafetería.

—Vamos, vosotros dos, ¡no tenemos todo el día!

Los dos correteamos tras ella.

—¿Siempre es así?

—Eso me temo. —Matt encontró mi mano y me la apretó; mi corazón se aceleró al trotar tras su hermana—. Es el producto de ser superinteligente. El resto de nosotros sólo somos irritantes zoquetes a sus ojos.

—Me ha estado iluminando sobre el Creador y el funcionamiento del universo.

—Dios mío.

Sonreí.

—En realidad tenía mucho sentido.

—Primera lección del universo —dijo con una sonrisa irónica—: Simone casi siempre tiene razón.

Después de la parada, Matt se puso al volante mientras Simone se sentaba en el asiento trasero con los ojos cerrados. Sin levantar la voz le hablé a Matt del probable intento de suicidio de Calum y de la inminente operación.

—Es terrible, lo siento de veras, Michaela. ¿Por qué no dijiste nada el viernes? Kevin me dijo que Calum estaba en el hospital, pero supuse que era por algo relacionado con su enfermedad. Cuando dijiste que estabas enfadada, pensé que lo decías por la situación en general.

—Todavía no lo he asimilado —confesé—. Supongo que estaba impactada y realmente decepcionada con él. Abbey también está enfadada con él. Quiero decir que desde luego él no estaba pensando en nosotras cuando lo hizo, ¿no?

—Tal vez no estaba pensando racionalmente en absoluto. Todo debe de parecerle abrumador en este momento.

Nos quedamos en silencio durante un rato. Imaginé la carta de la muerte que había caído de la baraja de Abbey y me pregunté si podía significar que Calum todavía estaba en peligro. Quería hablarle a Matt de las predicciones de Abbey, pero no sabía si Simone estaría escuchando. Sin duda alguna tendría sólidas opiniones sobre la cuestión de la adivinación y no estaba segura de querer oírlas.

Cuando Matt detuvo finalmente el coche delante del puesto de guardia de lo que parecía ser una antigua base militar, me hundí en mi asiento, nerviosa de repente y deseando no haber aceptado nunca hacer ese viaje. Nada de lo que pudiera contarles arrojaría luz alguna sobre dónde había estado, de eso estaba convencida. Y nadie se había molestado en mencionar que Subatron Industries se alojaba en una propiedad del Ministerio de Defensa. Simone bajó del coche y mostró un pase al soldado de la puerta. Habló rápidamente con él y nos hizo una señal con la mano mientras el guardia consultaba una tablilla con portapapeles. En cuanto Simone volvió al coche, el soldado subió la barrera y nos dejó pasar.

Después de pasar junto a los barracones y los edificios principales, Matt siguió las instrucciones de su hermana y metió el coche por un camino que atravesaba un bosque de coníferas. Finalmente se detuvo delante de un edificio de cristal ahumado y cromo de aspecto caro, que se alzaba apartado del camino.

—Ya hemos llegado —dijo Simone con alegría mientras Matt aparcaba—: mi lugar de trabajo.

Hurté una mirada a mi reloj y vi que eran las ocho en punto. Simone parecía tener una noción del tiempo de viaje tan juiciosa como de todo lo demás.

Observé con aprensión mientras Simone pulsaba varios botones de seguridad en un teclado electrónico antes de franquear con expresión relajada la puerta de seguridad. Subimos en ascensor al tercer y último piso y salimos detrás de Simone a un pasillo desierto con una sucesión de puertas cerradas a ambos lados. La hermana de Matt caminó por delante de nosotros y abrió la cuarta puerta de la derecha, apartándose para dejarnos pasar.

—Mi oficina.

Detecté el orgullo en su voz y no podía culparla. La oficina era muy espaciosa, enmoquetada en azul, con un sofá de cuero de aspecto mullido apoyado en una pared. Otra de las paredes estaba ocupada por un largo espejo oscuro. Me descubrí a mí misma preguntándome si no sería un espejo unidireccional y habría gente observándonos desde el otro lado.

—Sentaos, iré a buscar a mi jefe.

En cuanto Simone salió de la habitación me volví hacia Matt con nerviosismo.

—¿Habías estado aquí antes?

Negó con la cabeza.

—Por lo que me contó Simone, no les gustan mucho las visitas.

Intercambiamos miradas de aprensión, pero Simone regresó antes de que pudiéramos decir nada más. Tras ella iba un hombre de mediana edad que nos sonrió de oreja a oreja y nos tendió una mano.

—Él es el doctor Robert Jacobson, mi jefe —dijo Simone.

—Bienvenidos, bienvenidos. —Sonrió—. Como dice Simone, estoy a cargo de esta instalación. Es muy amable al concedernos unas horas de su tiempo, señorita Anderson. —Llevaba pantalones de cuadros y un polo de cuello abierto y se habría sentido como en su casa en un campo de golf. Se volvió hacia Matt—. Ah, el hermano de Simone, supongo. Me ha hablado mucho de usted.

Mostró con efusividad tres sillas de respaldo duro.

—Siéntense. Simone, ¿puedes ocuparte de traer café y galletas?

Sentí que la hermana de Matt se molestaba por sus palabras y, a pesar de las extrañas circunstancias, contuve una risa. Me pregunté cuándo habría sido la última vez que le habían pedido que preparara café como una simple asistente de oficina, y si sabría siquiera dónde se guardaba la cafetera. Salió mientras Matt y yo ocupábamos las dos sillas y el doctor Jacobson se sentaba en la silla giratoria de Simone.

—Bueno, señorita Anderson, ¿o puedo llamarla Michaela? He oído que ha experimentado cosas muy extrañas últimamente.

Asentí.

—Michaela está bien. Supongo que Simone le ha contado mi historia.

—Oh, sí, y su opinión sobre lo que cree que le ocurrió, por supuesto. Simone es una joven de extraordinario talento, pero tiene convicciones firmes.

Vi con el rabillo del ojo que Matt contenía una sonrisa.

—También debo asumir que le ha hablado de nuestro trabajo aquí en Subatron Industries y de lo crucial que podría ser su contribución. Veamos —continuó sin esperar respuesta a ninguna de sus preguntas—, quería que me contara exactamente lo que le ocurrió desde el momento en que saltó de esa avioneta hasta el presente. Para que lo sepa, lo que diga será grabado para la posteridad.

Simone volvió a la oficina con cuatro cafés y un paquete de tartas de crema que colocó con exagerado esmero en la mesa que teníamos delante. El doctor Jacobson se sirvió uno de los cafés e hizo un satisfecho ruido de succión.

—Tendremos que añadir la preparación de cafés a su interminable lista de virtudes, doctora Treguier.

—No se acostumbre —replicó secamente al ocupar la silla de al lado de su hermano. Se volvió hacia mí—. ¿Dónde estamos?

—Estaba a punto de contarle al doctor Jacobson lo que me ocurrió.

Simone cruzó las piernas, se echó hacia atrás todo lo que la silla le permitía.

—Adelante.

Empecé a contar de nuevo mi salto desde la avioneta hasta el momento en que aterricé en el aeródromo desierto, cómo caminé al Royal Oak, desde donde llamé a Matt, y tuve mis sospechas sobre haber perdido seis años, hasta cuando se confirmó.

—¿Y el corte en la mano? —preguntó el doctor Jacobson, inclinándose hacia delante—. Tengo entendido que se enganchó el lateral de la palma de su mano en un trozo de metal al subir a la avioneta y que todavía estaba sangrando cuando Matt la recogió en el bar.

Levanté la mano, mostrándole la fina línea violeta que el lunes había sido una herida abierta.

—Hummm, es una pena que no tengamos más que una foto para ilustrar esto. —El científico me giró la mano y negó con la cabeza con aparente decepción—. Podría haber sido la prueba que necesitábamos.

—¿Una foto? —pregunté, apartando la mano—. ¿Cómo ha conseguido una foto de mi mano? Nadie salvo los que estábamos en la avioneta sabían que me había cortado.

El doctor Jacobson sacó la impresión de una fotografía en color del escritorio. La miré con incredulidad; era yo con la mano levantada para taparme la cara. Una imagen de Kevin, con su moderno móvil, saltó en mi mente. Recordé que me había preguntado si podía grabarme. Yo había levantado la mano para impedir la foto, ¿no? Lo cual significaba que Kevin había sacado la foto de todos modos. Y si era así, ¿cómo es que estaba en poder del doctor Jacobson?

—Uno de los empleados de mayor confianza de Subatron Industries ha estado vigilándola desde su regreso, Michaela.

Miré con sospecha a Matt y entonces recordé que no había sido él quien había sido tan atento con Abbey y conmigo, apareciendo como por ensalmo en nuestro auxilio cada vez que lo necesitábamos, haciendo preguntas, vigilándonos a las dos...

Me cayó el alma a los pies al darme cuenta de que nada ni nadie era nunca lo que parecía. Bajé los hombros al murmurar su nombre en voz alta, con sincera e indisimulada decepción.

—Kevin.