Capítulo 2
Caí a plomo a una velocidad asombrosa y me quedé sin aliento al tratar de extender brazos y piernas en la posición de caída libre que me habían enseñado. Mi cerebro aterrorizado continuaba atenazado por el pánico. ¿Por qué no se había abierto el paracaídas? ¿Algo había ido terriblemente mal? Sin embargo, el mecanismo automático se activó enseguida y sentí que algo tiraba de mí hacia arriba al tiempo que el paracaídas se desplegaba de manera milagrosa por encima de mi cabeza.
Abrí los ojos y examiné la campiña que se extendía como una manta de retazos hasta donde alcanzaba la vista. Por debajo de mí cuadrados de color verde brillante de la joven primavera embestían contra campos marrones perfectamente arados. En la distancia, se avistaban las características líneas grises de asfalto de una autopista, salpicadas de coches en miniatura que se movían como hormigas de colores brillantes.
La experiencia era de una belleza extraordinaria. Mi corazón estaba recuperando su ritmo regular y me entusiasmaba la sensación de estar casi literalmente en la cima del mundo.
Y en ese momento, de repente, me arrastró una ráfaga de viento.
De pronto noté que el paracaídas se sacudía y giraba. No se trataba de un simple viento borrascoso, sino más bien de un tornado que me aplastaba desde arriba, que me envolvía mientras yo flotaba impotente en el cielo. Me tragaron unas nubes oscuras, de manera que ya no podía ver el suelo.
Permanecía colgada allí, suspendida en la ola gigante, zarandeada a un lado y a otro, sintiéndome sin aliento y aterrorizada. Continué descendiendo en espiral, completamente desorientada, hacia una tierra que ya no veía. Desde luego el vídeo de entrenamiento no había mencionado esta eventualidad y yo no tenía ni la menor idea de qué hacer.
Y de repente, justo cuando pensaba que iba a morirme de miedo, el tornado me arrojó al suelo, donde me quedé jadeando y boqueando para tomar aire como un pez en la arena.
Permanecí un momento inmóvil, tratando de calmar mi pulso acelerado, pero el viento tiraba del paracaídas y amenazaba con arrastrarme por la larga y húmeda hierba sobre la que había aterrizado. Recordando de modo borroso el ejercicio, solté las correas del paracaídas y me senté, mirando a mi alrededor, confundida. Parecía que estaba en el aeródromo, pero estaba tan oscuro que no podía distinguir el hangar ni los edificios anexos.
Me subí la manga del mono y miré mi reloj digital a través de la penumbra. Las nueve y media. Pero ¿cómo era posible? Había salido del hangar a las tres de la tarde. Aun contando con la pequeña espera antes de despegar y la segunda pasada que había hecho el avión después de que saltaran los otros, no podía haber pasado más de media hora. Di unos golpecitos en el reloj y concluí que tenía que haberse estropeado en el aterrizaje.
Sentí una punzada de preocupación al tratar de ponerme en pie. Aunque mi reloj se hubiera roto, ¿por qué estaba tan oscuro? ¿Y dónde estaba el personal del aeródromo que se suponía que tenía que llevarme de vuelta al hangar?
«Cálmate», me advertí al levantarme temblando en la oscuridad.
El viento brusco probablemente me había desviado y tal vez ni siquiera estaba en el aeródromo. Quizás el terror del salto me había confundido o quizá me había golpeado en la cabeza y había yacido allí durante horas mientras la empresa de paracaidismo me buscaba en los bosques y campos de los alrededores. Poco a poco me di cuenta de que si no podían localizarme tendría que encontrar el camino al aeródromo por mí misma.
Respiré hondo y me volví para recoger los pliegues sedosos del paracaídas. Encontré una depresión en la tierra blanda y metí allí el paracaídas y mi casco. Lo cubrí todo con piedras para que no se volara. Tomé aire otra vez para calmarme, me fijé en la silueta de los árboles a mi derecha y partí en la que esperaba que fuera la dirección correcta.
Entre diez y quince minutos más tarde, un edificio se alzó ante mí, y vi lo suficiente para reconocer el hangar del aeropuerto y las edificaciones de una planta que albergaban la pequeña oficina, los lavabos y el comedor donde había almorzado varias horas antes.
Decidí mirar primero en el comedor, pero cuando fui a abrir la puerta me encontré con que estaba cerrada con llave. Froté la sucia ventana rota con el puño del mono para mirar al oscuro interior. Antes no me había fijado en que la ventana estuviera tan sucia, y estaba casi segura de que tampoco estaba rota, pero cualquier cosa podía haber ocurrido en mi ausencia. Pasé al siguiente edificio y localicé el lavabo de mujeres. La puerta se mecía levemente en sus goznes en la brisa del atardecer. Al abrirla, vi que habían destrozado la grifería y que el asiento del inodoro colgaba a un lado. También habían arrancado de la pared el lavabo, que yacía quebrado en el suelo de cemento.
Arrugando la nariz con desagrado, decidí usarlo de todos modos. Ese mismo inodoro había estado limpio y ordenado sólo unas horas antes, con cortinas de colores brillantes en la ventana que ahora habían desaparecido de manera misteriosa.
Subiéndome la cremallera del mono, me levanté temblando a la luz de la luna, sin saber qué hacer a continuación. El hangar parecía sumido en la más completa oscuridad, pero por un momento me pregunté si se trataba de algún tipo de broma. Quizás Ingrid, Graham y Kevin estaban escondidos entre las sombras, esperando para saltarme encima, gritarme «inocente» y rociarme de champán por todas partes mientras el personal del aeropuerto se mantenía al margen, riendo de buena gana.
Caminé hacia el hangar sólo para descubrir que la puerta no se movía. Cuando mis ojos se adaptaron a la oscuridad me fijé en que habían dado una patada a la puerta en una esquina, dejando un agujero irregular cerca del suelo. Tras mirar a mi alrededor con precaución para asegurarme de que no había nadie cerca, me tumbé para poder espiar el interior a través del agujero.
El hangar estaba vacío. Todo lo que había allí antes —la pantalla de televisión donde habíamos visto el vídeo informativo, las colchonetas que habíamos usado para practicar las caídas rodando, las sillas de plástico, hasta los paracaídas; por no mencionar los dos armarios, los bancos de trabajo y las herramientas— simplemente había desaparecido.
Completamente desconcertada, me incorporé para ponerme de rodillas y finalmente me senté. Apoyando la espalda contra la fría pared del hangar, llevé las rodillas al pecho y miré al vacío opresivo con los ojos como platos por el terror. Por segunda vez en el día, me encontré a mí misma musitando una súplica desesperada al Dios de mi infancia mientras escrutaba la oscuridad como un alma perdida y solitaria.