Capítulo 22
Al final tardamos más de dos horas en llegar a Brighton y cuando Matt metió el coche en un aparcamiento de varios pisos eran casi las tres de la tarde. Después de haber comprado varios sándwiches en la estación de servicio, estábamos preparados para buscar inmediatamente el piso de Ingrid, aunque me preocupaba que Abbey no llamara a su padre para que supiera que estaba a salvo y llegaría tarde a casa.
—¿A qué hora cree que termina tu horario escolar? —pregunté cuando Matt cerró el coche y se dirigió por una calle lateral entre edificios altos y grises.
Abbey se rodeó el cuerpo con los brazos y tembló.
—No le importa a qué hora vuelvo —dijo entre dientes.
Sentí una preocupación maternal por el hecho de que Abbey hubiera salido de casa sin abrigo.
—Estoy segura de que se preocupa por ti más de lo que crees. Si quieres quedarte con nosotros, preferiría que lo llamaras.
—Toma. —Kevin se quitó la cazadora y la echó sobre los hombros desnudos de Abbey al tiempo que ella buscaba el móvil en su bolso—. Hace frío aquí.
Abbey llamó a Calum y le dijo que se iría con una amiga después de la escuela y que no se preocupara si llegaba tarde a casa. Yo le dediqué una sonrisa de aprobación al cruzar la calle y empezar a caminar en paralelo a la costa, con las cabezas inclinadas contra el viento. Inhalé el aire marino, probando su gusto salado en mis labios y me maravillé de cómo las olas marrones rompían constante y rítmicamente en la playa de guijarros que quedaba a nuestros pies.
El viento fue amainando a medida que nos alejábamos de la costa y al pasarme los dedos por el cabello lo noté pegajoso por la sal. Abigail todavía tenía la piel azulada por el frío, pese a que llevaba la chaqueta de Kevin subida hasta la barbilla. Sus tobillos blancos asomaban de las mallas, tenía los pies metidos en unos zapatos planos y la falda corta resultaba completamente invisible bajo la chaqueta. Matt había estado caminando con la cabeza baja y las manos hundidas en los bolsillos de la chaqueta, y sólo Kevin, con su cabello pelirrojo corto e hirsuto y vestido con una camiseta ancha con el nombre de un grupo de música del que no había oído hablar, parecía relativamente a salvo del viento y tranquilo.
—Regent Gardens —leí en voz alta—. Creo que hemos de seguir un poco más en esta dirección.
Después de preguntar dos veces por la calle nos encontramos al pie de una escalinata de piedra que conducía a una larga fila de casas de terrazo estilo Regencia. La puerta delantera pintada de negro estaba descolorida y astillada y la hilera de timbres ya había perdido hacía tiempo las etiquetas con los nombres.
—Piso ocho, número veinticuatro, Regent Gardens —entoné—. Éste es.
Subimos los escalones y Matt pulsó el timbre. Después de una breve pausa sonó un zumbido y nos dejaron entrar en un pasillo oscuro. Aunque no era un día particularmente luminoso, nos quedamos pestañeando en el oscuro pasillo, fijándonos en lo gastada que estaba la moqueta del escalón y el pasillo; el papel pintado que había sido elegante se veía pelado y punteado con pintadas.
Había cuatro puertas que partían de la planta baja, marcadas con los números del uno al cuatro, así que enfilé las escaleras al primer piso.
Matt vaciló.
—Creo que deberíamos esperarte aquí, a tu amiga no le va a gustar que la inundemos todos a la vez. —Se sentó en el tercer escalón y buscó su móvil en el bolsillo—. De todos modos he de hacer unas llamadas.
Abbey se acomodó en el escalón de más abajo, pero Kevin sonrió con malicia y los rodeó.
—A mí por lo menos me gustaría volver a ver a la encantadora Ingrid.
—Vamos, pues. —Puse los ojos en blanco mientras él subía por delante de mí.
Cuando encontramos el número ocho, Kevin dio un paso atrás y yo miré la puerta pintada de gris antes de pulsar el timbre.
Pasaron unos segundos, mientras alguien escrutaba a través de la mirilla, luego la puerta se abrió todo lo que permitía la cadena de seguridad.
—¿Ingrid?
—¿Quién la llama?
—Soy yo, Michaela. He vuelto, y tengo que hablar contigo.
—No seas ridícula, Michaela está muerta. ¿Quién eres?
—Soy yo de verdad, Ing. —Pasé el peso del cuerpo de un pie a otro, esperando que no me diera con la puerta en las narices—. ¿Vas a dejarme pasar?
Hubo una larga pausa y entonces retiraron la cadena de seguridad y la puerta se abrió para revelar a una mujer delgada de treinta y tantos, con un pelo grasiento y decolorado en rubio que mostraba raíces de color castaño desvaído en el centro. No llevaba maquillaje y tenía un aspecto gris y demacrado, con profundas arrugas en torno a los ojos y la boca. Llevaba una minifalda tejana con una camiseta de cuello bajo que mostraba un profundo escote. En cuanto me vio, se quedó con la boca abierta y se llevó una mano a la garganta como para protegerse del shock.
—Dios mío, eres tú.
—¿Puedo pasar?
Miró a mi espalda, donde Kevin permanecía en las sombras, y su expresión se puso alerta. Vi que estaba indecisa, librando alguna clase de batalla interior, pero de pronto bajó un poco los hombros e hizo un minúsculo movimiento de cabeza.
—Sólo tú, él que se largue —dijo con rudeza.
Me volví excusándome hacia Kevin.
—¿Te importa? ¿Nos vemos todos en el coche después?
—Vale. —Kevin sonó decepcionado—. Supongo que podemos ir a tomarnos una taza de té en el café de enfrente. —Empezó a volverse, pero enseguida se detuvo y me pasó su móvil—. El número de Matt está en la agenda, llámanos cuando estés lista, ¿vale?
—Gracias.
Vi que Kevin se volvía hacia las escaleras y seguí a Ingrid al interior del piso. Ella cerró de un portazo detrás de mí y volvió a pasar la cadena de seguridad.
—Las precauciones nunca están de más —comentó al volverse para mirarme—. Dios, no has envejecido nada. ¿Cómo lo has hecho? ¿Dónde demonios has estado? Todos te dábamos por muerta.
Estábamos de pie en un cuarto desvencijado y escasamente amueblado. Ingrid pasó a mi lado, calzada con un par de zapatillas mullidas rosas que abofetearon la moqueta vieja al ir a recoger un par de revistas hechas jirones de un sofá manchado. La casa de Calum me había parecido muy desatendida, pero lo que tenía delante era algo completamente distinto. Mientras que la casa de Calum podía adecentarse aireándola bien y con una buen limpieza, el piso de Ingrid era húmedo, con la pintura y el papel decorativo desconchados. Las paredes de techo alto estilo Regencia estaban impregnadas de olor a moho y descomposición.
Ingrid se dejó caer en el sofá y destapó una botella de vodka.
—¿Bebes?
—Yo no, gracias, Ing. —Miré a mi alrededor en busca de un sitio donde sentarme, pero no había otros muebles en la sala, así que me senté en el sofá a su lado—. ¿Por qué te has mudado? ¿Qué te ha ocurrido? ¿Has conseguido otro empleo?
Sus ojos destellaron y asintió abruptamente, con la botella en el aire.
—Se podría decir que me trajeron aquí circunstancias que escapan a mi control, y sí, trabajo. ¿Y tú? No puedes limitarte a aparecer aquí sin ninguna explicación. ¿Qué demonios te ha pasado? —Se sirvió una medida de vodka en un vaso que parecía encajado en un lado del sofá y echó un trago.
Barajé por un momento la idea de inventar algo, pero descubrí que no podía mentirle. Ingrid había sido mi mejor amiga desde que nos conocimos en Wayfarers unos años atrás; al menos unos años desde mi perspectiva, y habíamos compartido las horas del almuerzo y salidas nocturnas sólo para chicas en las que habíamos hablado de todo, desde lo último en moda a lo último en hombres. Recordé sobresaltada que, cuando yo tenía en mente un ascenso y progresar en la empresa, el único objetivo de Ingrid era encontrar al hombre ideal y sentar cabeza. La persecución de ese objetivo había implicado quedar con todos los hombres disponibles en la empresa y eso le había labrado una reputación no muy buena.
Respiré hondo y me lancé de cabeza.
—La cuestión es... que no he estado en ninguna parte, Ing. Por lo que a mí respecta el salto en paracaídas fue anteayer. Me siento como si te hubiera visto el otro día.
Ella me miró, escrutando mi rostro como si buscara una pista de algo en mi expresión.
—Estás diciendo tonterías. ¿Has tomado algo?
Negué con la cabeza.
—No. No sé lo que me ha pasado. Al principio pensé que era una broma de alguna clase, un truco, pero entonces me di cuenta de que nadie podía hacer que las estaciones cambiaran o que la gente que conozco hubiera envejecido. La policía piensa que me secuestraron y me retuvieron contra mi voluntad y que tengo algún tipo de bloqueo de memoria. —Sonreí a modo de disculpa—. Kevin piensa que me secuestraron los extraterrestres.
Ingrid resopló.
—Ya me había parecido que era él el del pasillo; siempre fue un imbécil.
El comentario burlón debería haber sonado ofensivo, pero Ingrid siempre había sido de las que juzgaban a primera vista y le gustaba rebajar a la gente con su humor lacónico.
Si no hubiera conocido sus circunstancias y cómo había sido su infancia podría haberme caído mal, como caía mal a muchas de sus colegas de sexo femenino. Pero Ingrid había bebido demasiado una tarde y me había confiado los detalles de una infancia deprimente. Demasiado guapa para su desgracia, uno de los novios de su madre había abusado de ella, y después otro. E incluso una vez que la llevaron a los servicios sociales, un miembro del personal se había aprovechado de su vulnerabilidad para violarla sistemáticamente.
Anonadada, y sintiéndome culpable porque mi propia infancia había sido idílica en comparación, me había propuesto entablar amistad con ella. Y la Ingrid a la que había conocido y querido podía ser indignantemente divertida cuando estaba de humor.
Sin embargo, la expresión de Ingrid era seria en ese momento, con la cabeza inclinada mientras me miraba.
—¿De verdad no te acuerdas de dónde has estado?
Negué con la cabeza, lamentando no tener ningún secreto que confiarle.
—¿Es posible que te secuestraran? No sé, ¿tendrás alguna idea de lo que podría haberte pasado?
—La verdad es que no. Los últimos seis años y medio son un vacío completo.
Hubo una chispa de interés en sus ojos; se había sobrepuesto a la sospecha y la desolación que habían estado allí un momento antes.
—¿Estás segura de que Kevin no estuvo implicado de ninguna manera? Siempre me pareció un listillo, si quieres saber mi opinión. Y es raro con las mujeres.
Recordé mi temor inicial de que Matt y Kevin hubieran estado involucrados en mi desaparición, pero lo deseché.
—Creo que es bastante inofensivo. No sabe cómo comportarse con el sexo opuesto a menos que pueda discutir de ordenadores o sobre alguna de esas extrañas teorías suyas. —Pensé en la discusión numérica con la que él y Abigail se habían regalado y decidí que era un buen ejemplo.
—Hummm. —No sonó convencida.
Nos quedamos sentadas en silencio unos segundos mientras ella echaba un trago y miraba a su alrededor en la habitación.
—¿Por qué te fuiste de Wayfarers? —pregunté al fin—. Parecías muy feliz allí.
Ingrid dio un profundo suspiro de corazón.
—Nada fue igual desde que desapareciste. Nos interrogó la policía y luego la prensa se aferró a tu evaporación repentina y nos hizo la vida imposible. No podía salir a la calle sin que me dispararan flashes en la cara. —Dio otro trago a su bebida—. Después de un par de años o así, todo pareció torcerse en mi vida al mismo tiempo. Tuve que dejar el empleo y no podía permitirme pagar el alquiler. No podía recurrir a nadie que me apoyara, así que me trasladé aquí para empezar de nuevo.
Miré las cortinas hechas jirones que colgaban de la ventana que daba a la calle y la basura que se apilaba en los rincones de la habitación. Ni siquiera se veía una televisión o un teléfono a la vista.
—¿Cómo vives?
—Voy tirando.
Volvimos a caer en un silencio incómodo. No quería dejarla, pero no estaba segura de si ella deseaba que me quedara. Después de todo, parecía que sin ser consciente de ello era culpa mía que Ingrid se hallara en aquellas circunstancias. El sentimiento demasiado familiar de culpa me inundó otra vez. Yo no había pedido que ocurriera lo que fuera que había ocurrido, pero aun así, los cambios radicales en las circunstancias de mi familia y amigos estaban de algún modo relacionados conmigo. Sentí que se me humedecían las manos y se me quedó la boca seca.
—¿Puedes darme un vaso de agua?
—Sírvete tú misma. —Hizo una señal hacia una de las dos puertas que teníamos a la derecha.
Me levanté y fui a la pequeña cocina, tratando de no estremecerme por la visión de platos sin lavar apilados en la fregadero y la suciedad general de los armarios y las superficies de trabajo. Había una jarra de plástico en un lado que parecía contener grosellas negras y un cazo en el hornillo que aún conservaba los restos de espaguetis secos. En un rincón de la cocina había varias mantas y un edredón que alguien había dejado allí apilados; daba la impresión de que alguien había acampado en el suelo.
Cogí un vaso medio limpio de una alacena y me serví un poco de agua. Estaba a punto de volver a la sala cuando la curiosidad me detuvo y miré más de cerca el montón de ropa de cama sucia. Había un par de zapatillas pequeñas viejas que sobresalían de una de las esquinas de la manta. Me agaché para recogerlas, desconcertada. Al hacerlo, oí un movimiento detrás de mí y vi a Ingrid enmarcada en el umbral de la cocina.
—Eres una cotilla, ¿eh? —dijo con frialdad.
Me volví a mirarla, irguiéndome de nuevo, pero Ingrid no estaba sola. Unos pasos por detrás de ella había un niño pequeño con la cara pálida y el pelo castaño claro despeinado. Tenía pinta de necesitar un buen baño, pero era un niño guapo. Me miró con suspicacia a través de unos ansiosos ojos azules. Había visto esos ojos antes; eran los ojos de Ingrid.
—Caray, Ing... —Traté de sobreponerme a la idea de que, a pesar de que la había visto sólo dos días antes, estaba con un niño con aspecto de tener cuatro o cinco años—. ¿Es tuyo?
Ella asintió abruptamente.
—Por supuesto que es mío. Es Tristan Matthew Peters, mi hijo.