Capítulo 33

La Ingrid que estaba de pie ante mí era todo cabello rubio alborotado y rasgos cansados, con la pequeña figura de su hijo a su lado. Me di cuenta de que la estaba mirando con asombro, preguntándome qué demonios estaba haciendo ahí.

Ingrid me sonrió con frialdad.

—Hola, Michaela. Esperaba encontrarte aquí. ¿Puedo entrar?

—¡Ingrid!

—Pensaba que podría encontrarte con Calum, jugando a la familia feliz —comentó Ingrid—. Bueno, ¿vas a dejarnos aquí plantados todo el día?

Para mi vergüenza, descubrí que quería cerrarle la puerta en las narices a Ingrid. Había cierto nerviosismo en ella, como si fuera heraldo de malas noticias.

El día, que hasta entonces había sido ligeramente soleado y agradable, se nubló, dejando caer un velo gris sobre todas las cosas. Miré al niño, que se abrazaba contra su madre en el momento en que una ráfaga de viento gélido le alborotaba el pelo castaño claro y levantaba la manta sucia que sostenía.

Forcé una sonrisa y me aparté para dejarles pasar.

—Adelante. Me temo que la casa está todavía un poco desordenada.

Ingrid pasó a mi lado con todo el aplomo de alguien familiarizado con el lugar. Me recordé que había estado allí muchas veces años atrás al seguirla más despacio, preguntándome a qué había venido.

Se sentó en el sofá, soltando una mochila pequeña en el suelo y dejando a Tristan de pie a su lado. La expresión del niño era cauta y vigilante.

Deposité los materiales de limpieza en el alféizar, detrás de mí, y sonreí a Tristan.

—¿Te apetece un poco de naranjada o coca-cola?

—La cola lo pone hiperactivo —me advirtió Ingrid—. Prefiere grosella negra, pero la naranjada está bien.

—¿Quieres un café? —le pregunté.

Ingrid negó con la cabeza.

—No te preocupes por mí, no puedo quedarme mucho. Tengo que pedirte un favor.

Apoyé una mano encima del televisor y la miré con aprensión. Sólo veinticuatro horas antes había afirmado que nuestra amistad había concluido. De hecho, había llegado hasta el extremo de decir que nunca había sido amiga mía. Y allí estaba, en la sala de la casa de Calum, pidiéndome un favor. Decidí ir al grano.

—¿Qué quieres, Ing?

—He tenido una oferta de empleo, algo que podría cambiar mi vida. He de ir hoy a una entrevista de trabajo; podría tardar todo el día, y no puedo llevármelo conmigo.

Hizo un gesto hacia Tristan, que mantenía la mirada baja y no dejaba de toquetear el ribete de seda de la manta, buscando tranquilizarse.

—¿Me estás diciendo que quieres dejármelo? —No pude evitar que mi voz trasluciera sorpresa—. Pero si ni siquiera me conoce.

—Es sólo durante el día, y sé que se te dan bien los niños. No olvides que te vi con Abigail cuando era pequeña y sé que te las arreglas.

Pensé en mis planes de limpiar el desván e ir al pueblo vecino de Dorking más tarde a buscar un libro para hacer colchas.

—No lo sé, Ingrid.

Los ojos de Ingrid se estrecharon.

—¿Qué ha pasado con eso que dijiste de «siento no haber estado aquí para ti» y «hay algo que pueda hacer por ti ahora»? —se burló.

Noté que se me ponían las mejillas coloradas; Ingrid tenía razón, por supuesto. Haciendo un mohín levanté las manos en ademán de derrota y asentí con la cabeza.

—Vale. Si estás segura de que a Tristan no le importará...

Le dio un pequeño codazo al niño.

—Estarás bien con la tía Kaela, ¿verdad? —preguntó, y al ver que no respondía le dio otro codazo—. Tristan Matthew Peters, ¿me estás escuchando?

Tristan asintió con timidez e Ingrid me sonrió.

—Eso. Estará bien.

Recibida mi respuesta, Ingrid se levantó con indecente prisa.

—Volveré a buscarlo antes de la hora de acostarlo.

—¿A qué hora es eso? —pregunté.

Ingrid se encogió de hombros.

—En algún momento de esta tarde, supongo. Normalmente se va a dormir cuando está lo bastante cansado, pero volveré antes de eso.

—¿Hay algún número donde pueda localizarte?

Ingrid garabateó un número en el dorso de un trozo de papel y me lo pasó.

—Si se porta mal, dale un cachete detrás de la oreja y enseguida te hará caso —dijo Ingrid mientras se dirigía a la puerta.

—¿Te importa que me lo lleve? Iba a salir a comprar más tarde.

—Puedes hacer lo que quieras con él. A él no le importa.

La seguí al pasillo justo a tiempo de ver que Abbey bajaba bostezando por la escalera. Llevaba unos vaqueros ajustados y una camiseta negra recortada con el dibujo de una calavera y tibias cruzadas sobre el pecho. La camiseta me recordó de repente la carta de la muerte y sentí un nudo en la boca del estómago. Abbey se detuvo sorprendida de ver a un visitante de pie en el salón. Me pregunté fugazmente por qué parecía tan distinta esa mañana, más joven, más fresca y más guapa; y entonces me di cuenta de que todavía no llevaba ese maquillaje oscuro de estilo gótico. Observé que las cejas limpias de Abbey se juntaban.

—Yo te conozco.

Ingrid se encogió de hombros y trató de retroceder en el pasillo, pero Abbey bajó el último par de peldaños y la miró.

—Venías por aquí después de que Kaela desapareciera.

—Hace mucho tiempo —dijo Ingrid—. Me sorprende que me recuerdes, eras sólo una niña.

—Cenabas con papá. —Abbey miró más allá de Ingrid para preguntarme—. ¿Quién es?

—Es Ingrid. Trabajábamos juntas.

Los ojos de Abbey se ensancharon con repentina comprensión.

—¿La de Brighton? La...

Me encogí, pensando que iba a decir «puta», pero dudó un momento antes de añadir «amiga del trabajo». Abbey logró que hasta esas dos palabras sonaran como algo desagradable, y no pude evitar preguntarme qué había estado haciendo Ingrid cenando con Calum en mi ausencia.

—Hasta luego, pues —dijo Ingrid mientras se apresuraba hacia la puerta de la calle para salir—, y ¿Kaela? —abrió la puerta y se volvió en el umbral—, gracias.

Abbey se acercó a mí cuando nuestra visitante cerró la puerta.

—¿Qué estaba haciendo aquí?

—Ha venido a pedirme un favor.

—¿Qué clase de favor?

Abbey me había seguido al salón y se paró de golpe al ver al niño pequeño que estaba de pie como una estatua junto al sofá. No parecía que hubiera movido un músculo desde que su madre había salido de allí. Abbey se volvió hacia mí con expresión de horrorizada incredulidad.

—Oh, Dios mío, ¿estás de broma?

—Me temo que no. Éste es Tristan y parece que estará con nosotras durante todo el día.

Una hora más tarde, Abbey, Tristan y yo nos estábamos llevando mejor de lo que habíamos podido desear. Al pensar en ponerme con la limpieza del desván, me había acordado del viejo caballito trotador de Abbey y había llevado a Tristan arriba.

Tras un momento de vacilación, Tristan había subido al balancín, había apoyado la cabeza contra el cuello del caballo sin soltar su manta y se había mecido con satisfacción desde entonces, mientras sus ojos seguían todos mis movimientos. Abbey, que aparentemente se había olvidado de que había echado a sus amigos la noche anterior, nos había seguido al desván, quejándose de que era increíblemente blanda por haber accedido a cuidar del niño y que merecía que me trataran como una idiota. Se instaló en mi cama y se sentó con las piernas cruzadas en postura de yoga, primero para pintarse de negro las uñas de los pies y luego simplemente a observar mientras yo arrastraba cajas de embalar y me enfrentaba a telarañas y gruesas capas de polvo.

No dejé de charlar mientras limpiaba, hablándoles a los dos de mi trabajo en Wayfarers. Les conté un par de historias de mi infancia y me vine abajo de manera inesperada cuando recordé una historia en la que participaba mi padre. De repente, tuve que tragarme las lágrimas y le sugerí a Abbey que fuera a buscar unas bebidas. Ella se alejó con sorprendente amabilidad para cumplir con mi petición y apareció al cabo de un rato con tres vasos de naranjada y un paquete de galletas de chocolate.

Los ojos de Tristan se iluminaron al ver las galletas y, aunque al principio se mostró reticente a bajarse del caballo, se acercó y vino a sentarse entre Abbey y yo en el borde de la cama. Comimos galletas en amigable compañía, llenando de migas el suelo recién barrido.

Mirando de soslayo a mis compañeros, me pregunté si ellos también pensaban en ese interludio como una especie de tregua. Suspiré al ver a Tristan estirándose a por otra galleta y recordé sus ojos vigilantes al ver a su madre trajinándose el vodka. Parecía estar alerta y en silencio todo el tiempo, esperando que ocurriera algo.

—¿Qué hace aquí esta vieja máquina de coser? —preguntó de repente Abbey con la boca llena de galleta, interrumpiendo mis pensamientos.

—Creo que pertenecía a tu madre —le conté.

Abbey saltó de la cama y se acercó a pasar la mano con cuidado sobre la superficie negra y brillante de la máquina. Había escondido la colcha con la esperanza de terminarla para ella como me había indicado el sueño para ofrecérsela como regalo conjunto de su madre y mío.

Los dedos de Abbey trazaron la silueta de la máquina en silencio, y de repente sus hombros estaban temblando y me di cuenta de que estaba llorando. Me acerqué a ella y la rodeé con el brazo.

—Creo que tu madre debía de subir a coser aquí arriba —dije en voz baja.

Abbey asintió entre lágrimas.

—Me sentaba en el caballito y me mecía durante siglos mientras ella trabajaba con esta vieja máquina. Cantaba mientras trabajaba y yo trataba de acompañarla, aunque no me conocía las canciones. —Se volvió hacia mí, con los ojos como platos—. Dios, sólo tendría cuatro años cuando hacíamos eso, la misma edad que tiene ahora Tristan. Lo había olvidado todo hasta que he subido aquí.

Era extraño pensar en la pequeña Abbey sentada ahí con su madre antes de tener edad para ir a la escuela.

—Tenía que ser uno de sus sitios favoritos —coincidí, recordando otra vez el sueño—. Coser era sin duda una de sus pasiones.

—¿Crees que papá tiró todas las cosas que hizo?

—Quizá no todo —me permití una mirada culpable hacia la caja que contenía la colcha.

—¡No tenía derecho! —Abbey dio un pisotón y cerró los puños con los brazos a los costados—. No eran suyas. ¿Cómo pudo ser tan egoísta?

—Cuando alguien pierde a una persona que quiere, no siempre es fácil ver las cosas con claridad —traté de explicarle—. Si tu padre tiró algunas cosas, probablemente lo hizo porque estaba herido. Es humano, Abbey.

—Si al menos hubiera guardado algo, aunque sólo fuera una cosa —dijo Abbey mientras las lágrimas corrían por sus mejillas—, podría haberle perdonado. Pero no queda nada y lo odio por eso.

Y en ese momento me di cuenta de que también yo estaba siendo egoísta. Había deseado complacer a Abbey, ser parte de la alegría de que ella descubriera que su madre no la había olvidado. Quería que fuera un regalo de las dos, pero en ese momento me di cuenta de que no tenía más derecho a quedarme la colcha de su madre que el que había tenido Calum para deshacerse de todo lo demás.

Al mirar de reojo a Tristan, me sorprendió descubrir que aún estaba comiendo galletas metódicamente. Había temido que el arrebato de Abbey lo inquietara, pero nos estaba observando con cierto desapego. Me pregunté con cuánta frecuencia habrían dejado al niño con desconocidos a lo largo de los años.

—Puede que haya encontrado algo que pertenecía a tu madre —le dije a Abbey, llevando a la chica hacia la cama y sentándola—. Esta noche he tenido un extraño sueño y esta mañana me he sentido atraída a mirar en la caja de debajo de la máquina de coser. Creo que tu madre quería darte lo que hay ahí dentro. Iba a intentar terminarlo para ti por ella, pero ahora me doy cuenta de que puede que ella quisiera que lo vieras exactamente como lo dejó.

Levanté la máquina de coser de la caja y la dejé con cuidado en el suelo. Me sentía como un mago a punto de lograr un hito fantástico ante mi cautivado público.

—Creo que tu madre hizo esto para ti. —Saqué la colcha de la caja y caminé hacia Abbey, que estaba sentada muy rígida—. Creo que quería que fuera un recuerdo de tu vida, pero... —Me tragué el nudo que se me había formado en la garganta—. Pero no tuvo tiempo de acabarlo.