Capítulo 11
La fregona y el cubo estaban exactamente donde los había dejado cuando vivía allí el día anterior (o hacía seis años).
Después de ayudar a Calum a poner en pie a Abigail y llevarla al sofá, donde se quedó mirándome en un pasmado silencio, me puse a limpiar el suelo. Presumiblemente debido a que ya le habían vaciado el estómago a la fuerza en el hospital, no pasó mucho tiempo hasta que la última prueba de su vómito no fue más que una mancha de humedad bastante brillante en la por lo demás sucia moqueta.
Una vez que me lavé las manos en el fregadero de la cocina, me acerqué a la chica y me arrodillé a su lado, que estaba tendida en el sofá con las piernas en el pecho.
—¿Abigail? —me aventuré.
Ella apartó la cabeza, sin hacerme caso.
—Quiero que sepas que no quería dejarte —dije—. Era feliz viviendo aquí contigo y con tu padre. Nunca te habría hecho eso a propósito...
Con manos temblorosas, Abbey cogió el mando a distancia, encendió la tele y zapeó por los canales de día, poniendo el volumen a tope.
Suspiré al darme cuenta de que intentar razonar con ella era una batalla perdida.
—¡Abbey! —Calum se acercó a su hija y trató de quitarle el mando, pero ella lo esquivó con habilidad.
Lo intentó una vez más y se volvió hacia mí, derrotado, y se encogió de hombros en un ademán de impotencia.
—¿Vamos a la cocina? —dijo sobreponiéndose al sonido de la televisión.
La breve conversación me bastó para comprender que Calum había perdido definitivamente la batalla por controlar a su hija. Al seguir a Calum a la cocina, me di cuenta de que la que había sido mi familia ya no era asunto mío. En el espacio de un día mi figura de héroe maduro se había convertido en un extraño. Su hija, que había sido mi Némesis, estaba en trance de suicidarse. Hice una pausa en el pasillo y me fijé en la puerta de la calle. Lo único que tenía que hacer era abrirla y desaparecer de sus vidas para siempre.
Al mirar a través de la puerta abierta de la sala al lugar donde Abbey estaba arrebujada en el sofá, vi que ella me observaba. En cuanto se dio cuenta de que la había visto, sus ojos volvieron a fijarse en la televisión, pero no antes de que viera el pozo de desesperación en sus pupilas.
Pensé en que el día anterior la había despertado con un vaso de zumo de naranja y le había dicho que su padre la llevaría a la escuela porque yo tenía que irme temprano a Kent; recordé su indiferencia fingida al encogerse de hombros y darse la vuelta para volver a dormirse. Sin embargo, minutos antes de que me subiera al jeep, ella había reaparecido a mi lado en el sendero de entrada con la agenda escolar en la mano.
—¿Me lo firmas, Kaela?
Había estado nerviosa con el salto y un poco cortante con ella al echar el bolso y la cazadora en el asiento del pasajero.
—¿No puede hacerlo tu padre?
Abbey se había encogido de hombros.
—A mis amigas siempre se lo firma su mamá.
Entrecerré los ojos al examinar su expresión, que era fresca e inocente tras el sueño, y sus palabras me llenaron el corazón de esperanza. ¿Me había aceptado por fin? Pero el tiempo y la promesa de aventura apremiaban.
Le sonreí al garabatear mi firma, pensando que quizá por fin teníamos los cimientos sobre los que construir una relación.
—Te veo luego, ve a prepararte o llegarás tarde al cole.
Ella se había quedado un momento allí parada, mirando mi coche alejándose por el sendero largo y estrecho. Y al cabo de un momento, yo estaba entre el tráfico, olvidándome de todo menos de la aventura que tenía por delante, sin pensar en ningún momento en volver a ningún lugar que no fuera ahí, con las dos personas con las que quería pasar el resto de mi vida.
Era increíble que papá hubiera muerto y que mamá languideciera en algún centro. En cuanto Calum y yo ventilásemos lo que aún quedara entre nosotros iría a verla, aunque no sabía qué iba a decirle.
Resultó que Calum y yo no tuvimos ocasión de continuar donde lo habíamos dejado. Me paró en seco una llamada urgente a la puerta de la calle cuando estaba en medio del pasillo. El ruido superó incluso al escándalo que Abbey estaba escuchando en la sala. Clavada en el sitio, observé que Calum se apresuraba a pasar a mi lado y abría la puerta para revelar a dos agentes de policía corpulentos, con los puños levantados en el escalón delantero.
—¿Señor Calum Sinclair?
Observé que Calum daba involuntariamente un paso atrás.
—Sí.
Una mujer rubia y delgada que llevaba un vestido gris pasó junto a los dos agentes blandiendo una tarjeta de identificación.
—Inspectora detective Sandra Smith —anunció—. Tenemos razones para creer que retiene a una mujer joven en esta casa... —Se detuvo a media frase y me miró a través del pasillo en penumbra con una nota de sorpresa abriéndose paso en su voz—. ¿Michaela Anderson?
Asentí y la mujer pestañeó tras un par de gafas sin montura, como si tuviera que valorar de nuevo la situación. Torció el gesto y extendió las manos en un ademán de pedir calma, con las palmas hacia abajo, con los dedos perfectamente manicurados separados.
—No temas, Michaela. Hemos venido a ayudarte.
—¿Cómo sabían que estaba aquí?
—La policía de Kent recibió un aviso de un ciudadano esta mañana temprano. Como tu desaparición fue originalmente manejada en conjunto por los dos cuerpos y ahora se considera un caso sin resolver, nos encargaron esta parte.
Imaginé al amistoso camarero despertándose y recordando de repente dónde me había visto antes.
—Tardamos un rato en autentificar el informe y mirar tu expediente, pero yo misma decidí que, después de todo este tiempo, no podía tratarse de un falso avistamiento. —Bajó la voz, presumiblemente para hacerla menos intimidante—. Ahora estás a salvo. Necesitamos que nos acompañes, Michaela.
Los dos agentes uniformados entraron en el pasillo y confrontaron a Calum, que permanecía de pie y con la boca ligeramente abierta.
—Nos gustaría que nos acompañara a la comisaría, por favor, señor.
—¿Qué? —Calum estaba resoplando, y a pesar de todo sentí una gran lástima por él.
Los últimos seis años no habían sido amables para él. Era obvio que había dormido muy poco la noche anterior con Abbey en el hospital, luego había sufrido el shock de mi reaparición y de pronto parecía que estaba detenido.
—Él no tiene nada que ver con esto —le dije a la detective. No tenía idea de qué quería decir exactamente «esto», pero sabía que no quería que culparan a Calum—. Sólo llevo aquí una hora. Esto no tiene que ver con él.
—Te tomaremos declaración después, Michaela —dijo la detective, cogiéndome del brazo—. Ahora no te preocupes.
La detective me guio hacia la puerta. Los dos agentes de policía ya estaban sacando a Calum de la casa.
Él estaba protestando, tratando de zafarse del agarre del agente de policía.
—¡Espere! No puedo dejar a Abbey, es mi hija. Tiene sólo dieciséis años y no está bien.
La puerta de la sala se abrió y Abbey apareció en el umbral, apoyándose en el dintel para buscar apoyo.
—¿Qué está pasando?
La detective hizo una pausa, asimilando la cara pálida de la niña, los múltiples piercings y tatuajes.
—¿Quién eres tú?
—Soy Abigail Sinclair. ¡Él es mi padre! ¿Qué le hacen?
—Necesitamos que tu padre nos ayude con nuestras investigaciones sobre la desaparición de la señorita Anderson —dijo la detective, cortante—. Vamos a llevarlo a comisaría para interrogarlo.
Abbey se volvió hacia su padre con los ojos como platos.
—¿Papá?
—No pasa nada, Abbey —dijo Calum, aunque desde luego en ese momento, flanqueado por dos policías, no parecía muy confiado—. Volveré enseguida.
—¿Hay alguien que pueda quedarse con la señorita Sinclair? —preguntó la detective Smith al cautivo Calum.
—No, sólo estamos ella y yo. —Me lanzó una mirada acusadora—. Sólo me tiene a mí.
—Muy bien. —La detective se volvió hacia Abbey—. Será mejor que nos acompañes.
Una mujer policía estaba esperando fuera, junto a dos coches patrulla aparcados al otro lado del sendero. Dos agentes varones metieron a Calum en la parte de atrás del primero, mientras que a Abbey y a mí nos ayudaron a entrar en el asiento trasero del segundo. La detective Smith subió por el lado del pasajero, la mujer policía se puso al volante y los dos coches patrulla se alejaron del bordillo al unísono y se incorporaron al tráfico.
Durante todo el camino a comisaría, Abbey miró fijamente por la ventana, dándome la espalda. Yo percibía la tensión que emanaba de su cuerpo delgado. Su pelo y su ropa retenían un residuo de olor mareantemente dulce a humo rancio de marihuana, y me pregunté si la detective Smith lo notaría. Cuando los coches se detuvieron junto a un feo edificio rectangular, tanto Abbey como yo nos tambaleamos al salir al frío aire otoñal.
Noté el temblor de Abbey y estiré el brazo para tocarla, pero ella me lanzó una mirada asesina y se alejó de mi alcance. La detective me tomó del brazo y me guio hacia el cubículo de cristal que servía de entrada. Una vez en el cubículo, la detective pulsó un timbre y se abrió una puerta. Cuando ésta se cerró detrás de nosotras tuve la ominosa sensación de ser una prisionera.
Nos condujeron por un largo pasillo iluminado por fluorescentes con puertas a ambos lados. Al pasar junto a una que estaba entornada, eché un vistazo y casi se me escapó una exclamación de reconocimiento, porque en ese fugaz instante vi a Matt sentado ante una mesa de interrogatorios con la cabeza entre las manos. Hice una pausa a media zancada, pero la mujer policía me hizo pasar deprisa y oí que la puerta se cerraba de golpe detrás de mí.
El sonido resonó en mis oídos como el portazo de una verja de prisión y noté un nudo de inquietud en el estómago. Quizá si cerraba los ojos, pensé, todo desaparecería. Me despertaría en mi propia cama, la cama de matrimonio que compartía con Calum, y volvería a ser el día anterior por la mañana y decidiría no hacer ese estúpido salto en paracaídas. Llamaría diciendo que estaba enferma como habían hecho otros colegas y llevaría a Abbey a la escuela como una buena madrastra y luego pasaría el día con Calum o visitando a mis padres; un bonito día normal en el cual el mundo no se pondría patas arriba de repente de tal manera que no sabía qué era arriba y qué abajo.