Capítulo 27

La Teddy R. y las naves de su compañía volvieron a la Estación Singapore sin más problemas. Cole concedió un permiso de tres días para todos excepto un retén rotativo de mínimos, se aseguró de que las cocinas se reabastecían y, acompañado de Sharon Blacksmith y David Copperfield, se dirigió hacia El Rincón del Duque. Forrice contactó con el burdel de molarios y descubrió que dos de las prostitutas estaban en celo, así que fue a rendirles una visita, prometiendo reunirse con el grupo de Cole al cabo de dos horas.

El casino estaba tan atestado como de costumbre, y Cole percibió cierta tensión al entrar en el local. Divisó a Csonti sentado a una mesa de Kalimesh, echó una ojeada en busca de Val y la vio en otra mesa. Decidió que todo el mundo estaba sorprendido de ver que él y la valkiria pelirroja estaban vivos y en el mismo lugar. Claramente esperaban una pelea, pero Cole caminó como si tal cosa hasta la mesa a la que el Duque Platino estaba sentado, en aislado esplendor, contemplando su porción de imperio.

—Me alegra ver que todos sobrevivisteis —dijo mientras Cole, Sharon y Copperfield se aproximaban—. Sentaos, la primera ronda la paga la casa.

—Gracias —dijo Cole—. Yo sólo quiero una cerveza.

—Un brandy de Antares —dijo Sharon.

—Y yo una copa de Dom Perignon, cosecha de 1955, preferiblemente de la ladera norte —dijo Copperfield.

—Venga, David —dijo el duque, con aire cansado—. Sin jueguecitos.

—Lo he dicho muy en serio —dijo Copperfield—. En cualquier caso, hasta que te parezca apropiado abastecer tu bodega, me conformaré con coñac cygniano.

—¿Qué tal fue? —preguntó el duque, mientras la mesa transmitía nota al bar—. ¿Pudisteis sacar a vuestros dos tripulantes?

Cole asintió.

—Sí. Uno ya está incorporado, el otro se está recuperando en nuestra enfermería.

—Hizo más que eso —dijo Copperfield con orgullo—. Evacuó el hospital espacial por completo.

—No habría pensado que toda la estación pudiera caber en vuestras naves —comentó el duque.

—Es una larga historia —dijo Cole—. Estoy seguro de que Val te ha contado su versión.

El duque negó con la cabeza.

—Ni siquiera ha venido para decirme hola.

—Bueno, con ella y Csonti aquí, creo que podemos deducir que ganaron —dijo Cole mientras las bebidas llegaban.

—Desearía que Csonti se fuera a otra parte —dijo el duque—. Ha estado bebiendo y drogándose desde que llegó, y ya es bastante molesto incluso cuando está sobrio.

—Pues échalo —dijo Sharon.

—La única persona que puede echarle es vuestra valkiria, y ahora trabaja para él.

—No es nuestra valkiria —dijo Cole—. Y dudo mucho que trabaje para Csonti ahora.

De repente, Val se dio cuenta de que estaban allí, se levantó de la mesa y echó a andar hacia ellos.

—Estáis a punto de descubrirlo —señaló el duque.

Cole observó el avance de Val, y se levantó para saludarla cuando llegara a la mesa.

—Por favor, siéntate y únete a nosotros —dijo el duque.

—Gracias —respondió Val.

—¿Qué tal fue? —preguntó Cole cuando se hubo sentado.

—Ganamos.

—Bueno, eso es obvio —respondió Cole—. Al fin y al cabo, estás aquí.

—Perdimos seis naves —continuó—. Ese maldito planeta estaba mejor defendido de lo que creíamos.

—¿Cuánto daño hicisteis?

Ella se encogió de hombros.

—Lo justo. Csonti no quería matar a todo el mundo. Sólo quería asegurarse de que cambiaban de opinión respecto a lo de no pagarle su tributo anual.

—Corrígeme si me equivoco —dijo Cole—, pero ¿no nos ayudaste a detener a alguien que estaba haciendo justo eso en Bannister II?

—Sí —dijo Val—. Y nos pagaron bien por ello. Esta vez era el extorsionador quien pagaba.

—¿Y no ves ninguna diferencia?

—Se supone que somos mercenarios ¿recuerdas? —le espetó Val—. Eso significa que vendemos nuestros servicios. Nuestro trabajo no es hacer juicios morales.

—Si no lo hacemos nosotros, ¿quién lo hará?

—¿Sabes qué? —dijo—. Ésa es la misma actitud que te convirtió en un pirata nefasto. Fuiste tú el único que decidió que íbamos a dejar la piratería y convertirnos en mercenarios. ¿Por qué no buscas la palabra en el diccionario de tu ordenador?

—Yo estuve allí, Val. El hospital espacial no era una amenaza para nadie, y no tenía defensas. No había una sola arma, ni siquiera un arma de mano, en toda la maldita instalación, sólo trescientos enfermos graves, hombres y alienígenas, y algunos doctores entregados.

»Acababamos de evacuar la estación antes de que llegarais. No lo sabíais, y la hicisteis volar en pedazos.

—Yo no —dijo Val—. Aterricé y asalté el edificio del parlamento o como quiera que se llamara.

—Alguien de tu flota lo hizo. Si no hubiéramos estado allí antes, habrías matado a centenares de personas que no tenían modo de defenderse. ¿Es ésa la clase de mercenario que quieres ser?

—¡Maldita sea, Cole! ¡Te dije que no lo haría!

—Y yo te dije que el criminal para el que trabajabas lo haría u ordenaría que se hiciera.

—No soy la hermanita de nadie.

—Ningún tipo que ataca un hospital necesita una hermanita, eso está más claro que el agua —repuso Cole.

—No estás prestando atención —dijo Val—. ¡Yo no tuve nada que ver con el jodido hospital! Estaba luchando cuerpo a cuerpo en el planeta.

—Dejando libre por ahí a alguien para que volara el hospital.

—¡Alguien más! —bramó—. ¡No yo! ¿Eras tú responsable de cada bomba que la Armada lanzó sobre los civiles teroni?

—No creo que me estés entendiendo —respondió Cole.

—He ganado tres millones de dólares Maria Theresa por tres días de trabajo —dijo Val—. Tú tienes cuatrocientas personas que te deben la vida. ¿Qué más ganaste?

—Ni un solo crédito.

—Lo que pasó en Prometeo III iba a pasar igualmente, ayudara yo a Csonti o no. Probablemente, hoy hay cinco mil personas más vivas porque yo ayudé a finalizar la acción antes. Si no hubiera participado, otro lo habría hecho. Este lugar —agitó una mano indicando la Estación Singapore entera— está asquerosamente lleno de gente que se venderá para hacer cualquier cosa.

—Cuando recuperamos el Pegasus de Tiburón Martillo para devolvértelo, ¿recuerdas por qué elegiste quedarte en la Teddy R.? —dijo Cole.

Val se revolvió incómoda en la silla.

—Las situaciones cambian —dijo.

—Algunas cosas cambian, otras no —dijo Cole—. Dijiste que te ibas a quedar porque tu tripulación te había vendido mientras que los míos habían abandonado sus carreras e incluso su condición de ciudadanos por mí, y querías descubrir cómo inspirar esa clase de lealtad. —Dejó que sus palabras calaran—. No lo hicieron porque me pongo del lado de los extorsionadores. No lo hicieron porque me alío con gente que destruye hospitales. No lo hicieron porque…

—Vosotros sois soldados —lo interrumpió—. Fuisteis entrenados de una manera determinada. Yo no. Maldita sea, tú dijiste que íbamos a ser mercenarios. Bien, yo soy una mercenaria. ¿Qué eres tú?

Cole estaba a punto de responder cuando hubo una súbita conmoción al otro lado de la sala.

—¿Qué demonios está pasando ahí? —dijo el duque.

De repente, los cuerpos salían volando en todas las direcciones, y podía oírse la voz grave de Csonti bramando.

—¡Está destruyendo mi establecimiento! —exclamó el duque, mientras un par de mesas se partían contra el suelo bajo el peso de unos cuerpos que habían salido despedidos.

—Se calmará en unos pocos minutos —dijo Val—. Se pone así cuando bebe demasiado.

—¿En pocos minutos? —repitió el duque.

—¡En unos pocos minutos habrá matado a una docena de personas y destruido la mayoría de mis mesas! —Miró alrededor de la mesa—. ¿Me vas a ayudar?

—¿Qué me pagarás por encargarme de él? —preguntó Val.

Antes de que el duque pudiera contestarle, Cole se puso de pie.

—Guárdate el dinero. Yo te haré de guardaespaldas.

—¿Crees que puedes vencerle en una pelea justa? —dijo Val, divertida.

—No pretendo descubrirlo —respondió Cole. Él y el duque cruzaron el casino, hacia donde Csonti estaba sembrando la devastación. Cuando llegaron a su destino, Cole ajustó la fuerza de su pistola sónica de «Letal» a «Aturdidora».

—Suficiente —dijo en voz queda.

Csonti alzó la vista.

—¿Quién demonios eres tú?

—¿Por qué no nos sentamos tranquilamente y te lo digo tan contento? —sugirió Cole.

—¡Porque estoy perfectamente bien donde estoy! —atronó Csonti.

—¡Te quiero fuera de aquí! —gritó el duque—. Espero que pagues por los daños, y de hoy en adelante tienes prohibida la entrada a este casino.

Csonti cogió una silla y se la arrojó al duque, que la esquivó por poco.

—¡Eso es! —dijo el duque—. Ya no eres bienvenido en la Estación Singapore.

—¿Quién va a echarme? —rugió Csonti—. ¿Tú?

—No —dijo Cole, disparando su pistola sónica—. Yo.

Al impactar en él las fuertes ondas, se tambaleó hacia atrás. De sus dos oídos empezó a brotar sangre y pareció súbitamente desorientado. Un segundo más tarde, cayó pesadamente al suelo, inconsciente.

—¿Tienes un calabozo? —preguntó Cole al duque.

—No tenemos ninguno.

—Maravilloso —murmuró Cole. Después, dirigiéndose a los clientes que estaban allí reunidos, preguntó—: ¿Hay alguien aquí que esté a sus órdenes? ¿Alguien que se lo pueda llevar a su nave?

Tres hombres de la mesa de jabob indicaron que formaban parte de la tripulación de Csonti.

—Pero me las cargaré si lo llevo de vuelta a la nave —dijo uno—. No quiero estar cerca cuando se despierte.

—Yo tampoco —dijo uno de sus compañeros.

—Diablos, se me pagó —dijo Val, acercándose—. Supongo que puedo llevarle a su nave a cambio de eso.

Se situó junto al cuerpo enorme y musculoso de Csonti, lo levantó como si fuera una pluma, se lo echó al hombro y sacó al caudillo inconsciente del casino.

—Esos cinco van a necesitar atención médica —dijo Sharon, indicando a tres hombres, un lodinita y un mollutei que estaban tirados por el suelo—. Supongo que también podríamos llevarlos a la enfermería de la Teddy R. y ver si el doctor que hemos reclutado en la estación de Prometeo es bueno.

—Sí —convino Cole—. No tiene sentido hacerle trabajar en nada que sea realmente importante, como nosotros, hasta que sepamos si podemos confiar en él.

—¿He de entender que es una broma? —preguntó Sharon.

Cole asintió.

—Pero también lo decía de verdad.

—Haciendo caso omiso de la frase de Cole, Sharon contactó con la nave y ordenó cinco aerodeslizadores. Después se dio una vuelta por el casino, buscando voluntarios para transportar a los heridos a la Teddy R.

—Volverá, lo sabes —dijo Cole mientras él y el duque volvían a la mesa.

—Sí —dijo el duque—. Pero al menos estará sobrio. Espero.

De repente, Cole se percató de que David Copperfield salía arrastrándose de debajo de la mesa.

—Gracias por proteger el suelo, David —dijo con sarcasmo.

—Soy un hombre de negocios, no un combatiente —respondió Copperfield con tanta dignidad como pudo reunir.

—¿Has hecho muchos negocios ahí abajo? —preguntó Cole.

—Nunca he negado mis limitaciones —dijo Copperfield—. Pero es poco amable por tu parte referirte a ellas, Steerforth.

—Te pido disculpas, David —dijo Cole—. No pretendía ofenderte.

—Un amigo no puede ofender a otro —respondió Copperfield—. Pero puede herirle con un comentario desagradable.

—Lo tendré en cuenta.

—¿Te has preocupado de ese rufián?

—Creo que «rufián» se queda corto —dijo Cole—. Es el mayor señor de la guerra con el que nos hemos cruzado desde que llegamos a la Frontera Interior. Y el que tiene peor carácter…

—¿Dónde está la extraordinaria Olivia Twist?

—Cargó con Csonti para llevarlo a su nave.

—¿Quieres decir conduciendo un aerodeslizador? —dijo David.

—Quiero decir lo que he dicho.

—¡Maldito sea! —dijo el duque—. Probablemente ha causado daños por valor de diez mil créditos.

—Sin contar los gastos médicos —dijo Cole en el momento en que Sharon se reunía con ellos.

—Los deslizadores deberían estar aquí en un minuto o dos —anunció.

—¡Ese bastardo no va a volver a poner el pie en mi estación nunca más! —dijo el duque.

—Si empiezas a expulsar a todos los criminales que beben y se drogan demasiado, acabarás siendo el propietario de un casino vació —observó Cole.

—¡Expulsaré a todo el mundo que se comporte así! —respondió el duque.

Cole se volvió hacia Sharon.

—Avisa al médico de la nave y dile que está a punto de tener un poco más de trabajo.

Sharon asintió con la cabeza.

—Bien. Haré que Vladimir Sokolov le eche una mano, ya que se encuentra en la nave recuperándose.

—¿Un asistente herido será suficiente? —preguntó Cole.

—Probablemente —respondió ella—. Ninguno de los heridos se está muriendo. Creo que quizás haya dos o tres con algún hueso roto, pero pueden esperar a que les llegue el turno para que se lo arreglen.

—Aun así, no vayamos a sobrecargar a ese pobre hombre en sus primeros dos días de trabajo. Ofrece quinientas libras del Lejano Londres a los conductores de los deslizadores que se queden hasta que haya atendido a todos los pacientes.

—Eso es un montón de dinero por unas pocas horas de trabajo —señaló Sharon—. ¿Qué pasa si todos se ofrecen voluntarios?

—Entonces coge a los dos primeros que se ofrezcan, da las gracias a los otros y despide a los demás.

—¡Ah! Aquí están los aerodeslizadores —dijo Sharon, echando un vistazo a la entrada del casino—. Voy a hacerles la oferta ahora mismo.

—Y asegúrate de que saben que esos cinco están bastante descalabrados y que necesitan que los traten con cuidado —dijo Cole mientras Sharon se levantaba y dejaba la mesa. Casi chocó con Jacovic, quien se estaba acercando.

—He oído que ha habido un alboroto —dijo Jacovic—. Pensé en ir a ver si alguien de nuestra tripulación estaba envuelto.

—Las noticias vuelan —comentó Cole mientras el teroni se sentaba—. Ha pasado no hace ni cinco minutos.

—Estaba comiendo en el restaurante que hay justo al final de la calle —respondió Jacovic.

—A un caudillo borracho llamado Csonti se le fue la mano —dijo el duque—. Hirió a algunos clientes, y provocó unos destrozos de al menos quince mil créditos en mi local.

—Pensé que eran diez mil —dijo Cole.

—Diez, quince, ¿cuál es la diferencia? —dijo el duque, irritado—. El tipo se volvió loco. Demonios, probablemente me cueste más que eso, sólo por el bajón en la actividad. Un par de esas personas que están siendo transportadas en los aerodeslizadores eran jugadores empedernidos, y vi a unos cuantos más dirigiéndose a la salida.

—Eres todo corazón, duque —dijo Cole—. Es agradable saber que te preocupas por la gente.

—Obviamente alguien lo detuvo —señaló Jacovic.

—Tu capitán lo hizo —dijo el duque.

—¿Es de esos que guardan rencor? —preguntó el teroni.

—¿Quién sabe? —dijo Cole, encogiéndose de hombros—. Incluso si es así, era elegir entre eso o dejar que enviara cinco o seis más a nuestra enfermería antes de que se le acabaran las fuerzas.

Sharon volvió a la mesa.

—Todo en orden —anunció—. Se han ofrecido tres voluntarios para ayudar al nuevo médico, así que hecho una oferta de trescientas libras. Hemos ahorrado cien libras y conseguido un asistente extra con el trato. Le dije a Sokolov que volviera a su cabina, pero insistió en ayudar.

—Bien. ¿Qué tal están los heridos?

—Creo que la mayoría están contentos por estar vivos todavía —respondió Sharon—. O sorprendidos. Supongo que las iras de Csonti no son exactamente un secreto.

—Sí, es todo un ángel —comentó Cole. De repente, sonrió—. Será mejor que no le dé por pegar a Val. Nunca sabrá lo que le ha dejado KO.

—Parece que aún la admira —dijo Jacovic.

—Admiro lo que puede hacer —dijo Cole. Bebió un sorbo de su cerveza y puso mala cara al darse cuenta de que ya estaba caliente—.Y admiro lo que podría llegar a ser. Es como un cachorro muy testarudo pero muy prometedor. Sólo necesita un poco de disciplina y un poco de madurez.

—A ser posible antes de que se cargue toda la Frontera Interior —añadió Sharon.

—Si hubiéramos tardado más en llegar a Prometeo, o si ella hubiera llegado antes, podría habernos atacado —dijo Jacovic.

Cole negó con la cabeza.

—No. Es capaz de hacer un montón de cosas estúpidas, pero ésa no es una de ellas. No carece de sentido de la lealtad, y nosotros la ayudamos cuando perdió su nave.

—Hablando del rey de Roma… —dijo Sharon, mirando hacia la entrada, donde Val acababa de aparecer.

La pelirroja se encaminó directamente hacia su mesa, sobresaliendo por encima de todos los demás humanos, como era habitual, y se sentó en la silla que había dejado vacía tras el altercado.

—¿Cómo está el paciente? —preguntó Cole.

—Despierto —dijo Val—. Y cabreado como una mona.

—¿Con alguien en particular, o sólo con toda la galaxia? —preguntó Cole.

—Realmente, está muy cabreado contigo —respondió.

—Tiene eso en común con la República y la Federación Teroni —dijo Cole—. Tendrá que hacer cola.

—Pero con quien más cabreado está es con el duque por haberle expulsado de la estación delante de todo el mundo —continuó Val—. Cree que lo has humillado públicamente ante sus amigos.

—No tiene amigos —dijo Cole.

—No voy a dejar que vuelva —respondió el duque categóricamente.

—Ése no es el problema —dijo Val—. No pretende volver a poner el pie en la Estación Singapore nunca más.

—Bien —dijo el duque—. Sorprendente, pero bien.

—No me has dejado acabar. Lo que pretende es que tampoco nadie más vuelva a poner los pies aquí.

—Explícate —le pidió Cole.

—Va a hacer a la Estación Singapore lo que le hizo al hospital espacial de Prometeo. —Val se volvió hacia el duque—. Ha ofrecido a la Esfinge Roja cuatro millones de libras del Lejano Londres para unirnos a él. ¿Qué nos ofreces para defenderte?

—Ni un solo crédito —dijo Cole antes de que el duque pudiera responder—. No atacamos a nuestros amigos.

—Tú dices que el duque es mi amigo —dijo Val—. Pero le he descubierto a muchos tramposos y no me he llevado nada a cambio.

—Oye —dijo Cole—, tienes una nave por las molestias.

—Fue a ti a quien te dio la misión, no a mí: y tuvimos que dejarnos el culo por esa nave —replicó Val—. Si él es mi amigo y Csonti no, ¿por qué no iguala entonces lo que Csonti está ofreciendo?

Estoy ofreciendo mis servicios al duque, nada más. Si decide no contratarme, entonces me iré con el único postor.

—¿Sabes cuánta gente vive en la Estación Singapore, cuánta gente matarías si la destruyes? —preguntó el duque.

—Los únicos que peligrarán serán los que se queden y luchen —dijo Val—. Me aseguraré de que Csonti no ataque hasta al menos dentro de tres días, lo que permitirá que se marche todo el mundo que desee hacerlo. Le debo eso a Cole.

—Le debes mucho más que eso —dijo Sharon, cortante.

—Entonces convence al duque de que iguale la oferta de Csonti —replicó Val.

—De ningún modo —dijo Cole.

—Entonces no tenemos nada más que decir —dijo Val, poniéndose de pie.

—Perdone —dijo Jacovic, hablando por primera vez desde que Val había llegado—. Si algo de esto tiene que ver con que ahora ocupo tu antigua posición a bordo de la Theodore Roosevelt, me alegraría renunciar a ella.

—Era capitana antes de que me encontrara a Wilson Cole, y soy capitana ahora —respondió—. ¿Para qué mierda quiero ser tercera oficial?

Y dicho eso, les dio la espalda y salió del casino.

—Espero fervientemente que la estación cuente con algunas defensas —dijo Cole—. Csonti va a tener, al menos, treinta naves, quizás hasta cuarenta. Nosotros tenemos cinco y cuatro de ellas no tienen mucha potencia de fuego.

—No nos faltan defensas —respondió el duque—. No tenemos tantas como yo desearía, pero no estamos completamente indefensos.

—Tenemos tres días —dijo Cole—. Sharon, haz correr la voz: los permisos quedan cancelados. Deberían irse acostumbrando a eso. Después dile a Cuatro Ojos y a Mustafá Odom que quiero que inspeccionen las capacidades ofensivas y defensivas inmediatamente. Oh, y que Briggs y Toro Salvaje los acompañen.

—Toro Salvaje aún está a bordo de la Esfinge Roja —le recordó Sharon.

—¡Mierda! Lo había olvidado —dijo Cole—. Ponte en contacto con él y explícale que si se queda allí, va a encontrarse luchando contra la Teddy R.

—¿Algo más? —dijo.

—Ahora mismo no.

—Contactaré con él desde el baño —dijo, levantándose—. Hay demasiado ruido de fondo aquí.

—Pensaba —dijo Jacovic mientras Sharon empezaba a alejarse— que la valkiria nunca alzaría las armas contra la Theodore Roosevelt.

—Me pregunto qué idiota dijo tal cosa —respondió Cole.