Capítulo 1

David —dijo la voz incorpórea del sistema de comunicación de la Theodore Roosevelt—, no sé dónde diablos te estás escondiendo, pero tenemos que hablar. O vienes a mi despacho en cinco minutos o lo próximo que va disparar esta nave vas a ser tú.

—Me apuesto cinco a uno a que el capitán tiene que ir a buscarlo —dijo un miembro de la tripulación.

—Acepto la apuesta, diez créditos por cada cinco —dijo la oficial pelirroja—. Si hay una persona a bordo con la que es mejor no enfadarse, además de mí, claro, es el capitán. —De repente, adoptó un aire divertido—. Además —añadió—, ¿en cuántos malditos lugares puede uno esconderse en esta nave?

—Más de los que crees, o el capitán no lo habría amenazado de ese modo.

—El capitán está de mal humor —dijo la tercera oficial—. ¿Tú no lo estarías?

De repente, un mamparo se abrió y una criatura de aspecto estrafalario y dimensiones vagamente humanas, pero vestida como un dandy victoriano, avanzó por el corredor. Sus ojos estaban situados en los lados de su cabeza alargada, sus grandes orejas triangulares se movían autónomamente, su boca era del todo circular y no tenía labios, y su cuello era largo e increíblemente flexible. Su torso era ancho y el doble de largo que el de un hombre, y sus piernas cortas y regordetas tenían una articulación de más. Su piel mostraba un tinte verdoso, pero su porte y sus maneras eran, en todo momento, propias de un británico de clase alta.

—Me gustaría que no hablarais de mí como si no estuviera aquí —dijo.

—Entendido —dijo la tercera oficial, riendo—. Lo que te gustaría es no estar aquí.

—Mi querida Olivia… —empezó a decir con un tono dolido.

—Llámame Val —respondió.

—Eso es para la tripulación —dijo, encogiéndose de hombros—. Para mí, siempre serás Olivia Twist.

—Odio ese nombre —dijo Val con tono amenazador—. Harías bien en enamorarte de otro autor humano.

—¿Otro que no sea el inmortal Charles Dickens? —dijo con un horror casi genuino—. No hay otros autores. Sólo escritorzuelos y chupatintas.

—David —dijo la voz en el intercomunicador—, tienes tres minutos para descubrir si estoy bromeando o no. —Pausa. Después, en tono amenazador—. ¿Quieres una pista?

—Realmente, tengo que ir —dijo el alienígena a modo de disculpa.

Mientras se alejaba a paso ligero, Val tendió la mano al tripulante.

—Págame. Esto te pasa por apostar contra el capitán.

El alien elegantemente vestido se dirigió hacia un aeroascensor, subió dos niveles y por fin llegó al despacho del capitán.

—¡Mi querido Steerforth! —dijo con falso entusiasmo—. ¡Lo has manejado de maravilla! ¡Simplemente de maravilla! ¡No puedo decirte cuán orgulloso estoy de ti!

—¡Cállate! —dijo Wilson Cole—. Y deja de llamarme Steerforth.

—¡Pero ése es tu nombre! —protestó el alienígena—. Yo soy David Copperfield y tú eres mi viejo camarada Steerforth.

—Puedes llamarme «capitán», «Wilson» o «Cole». Yo continuaré llamándote David, puesto que no has sido capaz de darme tu verdadero nombre. —Cole miró fijamente al alienígena—. No creo que puedas imaginarte lo muy enfadado que estoy contigo.

—¡Pero ganamos! —dijo David Copperfield—. ¡Había cinco naves y las destruiste todas!

—¡Se suponía que iban a ser dos naves de clase H! —atronó Cole—. ¡Tuvimos que combatir a cuatro de Clase K y una clase M!

—Por lo que nos van a pagar muy bien —señaló el alienígena.

—Lo que nos van a pagar apenas bastará para cubrir la lanzadera que hemos perdido y los daños que hemos sufrido —dijo Cole—. David, te lo expliqué después de la última debacle: en este negocio no sólo se trata de obtener el contrato más jugoso.

—Ése es tu punto de vista respecto al negocio —dijo Copperfield a la defensiva—. Mi trabajo es encargarme de los asuntos financieros. Yo consigo los contratos, tú combates.

—Y si te ofrecieran diez veces más por encargarnos de un acorazado o por enfrentarnos con el buque insignia de la almirante García ¿lo aceptarías?

—Ciertamente, no —dijo Copperfield—. La Teddy R. no podría batir a un acorazado.

—La Teddy R. ha tenido una suerte endemoniada al salir de una pieza de la refriega de esta mañana —dijo Cole.

—Mi querido Steerforth, si quieres ser un mercenario, tienes que librar alguna batalla. Va con el oficio.

—No creo que pueda conseguir que me entiendas —dijo Cole—. Eres nuestro agente de negocios. Se supone que nos has de conseguir misiones que podamos cumplir sin un riesgo excesivo. Tenemos suerte de que ahora mismo todos nosotros estemos vivos.

—Pero estáis vivos —protestó Copperfield—. Claramente ha sido un buen trato. Dos millones de dólares Maria Theresa por proteger Barios II de un ataque potencial durante la Feria de Joyeros.

—¡Maldita sea, David! ¡No había nada de potencial en ese ataque! —gruñó Cole—. Sabían que íbamos a estar allí, sabían qué armamento teníamos, sabían qué podíamos hacer y qué no. Si Val y Cuatro Ojos no hubieran hecho cosas que se supone que nadie puede hacer con nuestras lanzaderas, en este momento estaríamos orbitando en un millón de piezas alrededor de ese puñetero planeta.

—Podría conseguirte una misión en la que protegieras a algún párvulo de los matones en la hora del patio —repuso el atildado alienígena— pero eso no pagaría nuestros gastos.

—Cállate —dijo Cole.

David Copperfield guardó silencio.

—Vamos a tener que introducir algunos cambios en nuestra forma de operar —continuó Cole.

—¿Te refieres a la nave?

—Me refiero a ti y a mí. No puedo permitir que sigas poniéndonos en peligro del modo en que has venido haciendo.

—¡Pero has salido victorioso! —protestó Copperfield—, de modo que no os estoy poniendo en peligro.

—Estamos operando con la mitad de la tripulación que esta nave necesita, no podemos ir a la República a por reparaciones o provisiones, aún no tenemos un médico a bordo…

—Y habéis superado todos y cada uno de esos obstáculos —hizo notar Copperfield—. No entiendo por qué estás tan enfadado.

—Entonces, ¿por qué te estabas escondiendo dentro de un mamparo? —demandó Cole.

Copperfield hizo una pausa, considerando su respuesta.

—¿Era acogedor?

El estallido de una risa femenina resonó en el pequeño despacho, y un momento después, la imagen holográfica de Sharon Blacksmith apareció, flotando por encima del escritorio de Cole.

—¡Ésa sí que es buena, David! —dijo, todavía riendo—. Espero que no te importe si se lo digo a toda la tripulación. Si alguna vez te cansas de ser… bueno, lo que sea a lo que te dediques, siempre puedes trabajar como cómico.

—¿Estabas escuchando? —preguntó Copperfield.

—Soy la directora de Seguridad —respondió Sharon—. Por supuesto que estaba escuchando. Ésta es una excelente oportunidad de que nuestro glorioso líder te estrangule, y tal acción requiere un testigo.

—¿Estrangularme? —se burló Copperfield—. Hemos sido amigos desde que coincidimos en el internado.

—David, de verdad que pienso que estás delirando —dijo Sharon—. Vosotros dos no os habíais visto hasta el año pasado. No sois viejos camaradas de escuela. Ni siquiera eres un ser humano, y tu nombre real no es David Copperfield. Eres —o al menos eras— el mayor traficante de la Frontera Interior. Bien, sé que no es agradable, pero ésos son los hechos.

—¡Los hechos son los enemigos de la verdad! —bramó Copperfield—. ¿Crees que habría enseñado a Steerforth a evitar que se pasara toda la vida siendo un pirata si no hubiéramos sido amigos de toda la vida? ¿Crees que habría atraído al Tiburón Martillo a mi mundo si no hubiera sido por hacer un favor a un compañero de clase? ¿Crees que habría dado la espalda a todo lo que he sido y me habría ido con vosotros si no compartiéramos un vínculo especial?

Cole y Sharon intercambiaron miradas.

—Me lo llevaré de aquí —dijo, y su imagen se desvaneció—. David, atrajiste al Tiburón Martillo a Meandro-en-el-Río porque no tenías otra opción, y viniste conmigo porque media docena de piratas habían salido en busca de tu cabeza.

—Bueno, eso también —admitió Copperfield.

—¿Quieres que te lleve de vuelta a Meandro-en-el-Río?

—No, no, claro que no. Allí todavía deben de estar buscándome.

—¿Te gustaría que te dejara en el próximo mundo colonial al que lleguemos?

—No.

—Estupendo. Pues si vas a quedarte abordo de la Teddy R., vamos a necesitar algunas nuevas reglas de juego.

—Supongo que no quieres volver a la piratería —dijo Copperfield.

—No —replicó Cole—, somos una nave militar y una tripulación militar. Éramos particularmente inadecuados para ser piratas. Me sorprende que duráramos casi un año entero en ello. —Se detuvo—. No podemos volver a la República. Todavía hoy se paga un precio por mi cabeza, y una sustanciosa recompensa por la captura o destrucción de la Teddy R., así que practicaremos nuestra profesión militar aquí, en la Frontera, como mercenarios.

—Que es, precisamente, lo que te sugerí hace dos meses —dijo Copperfield.

—Lo sé, y fue una buena sugerencia, pero nos gustaría vivir lo suficiente como para disfrutar de lo que ganemos. Por dos veces seguidas te has decidido por el mejor precio sin tener en cuenta lo que teníamos que hacer. La Teddy R. no es un acorazado. Es una nave con cien años de vida que debería haber quedado fuera de servicio hace casi un siglo si no fuera porque la República ha seguido metiéndose en una guerra tras otra. Probablemente no hay ni un millar de naves en la flota de la República que no nos aventaje en armamento. Por contra, en un combate de uno a uno probablemente podemos enfrentarnos con cualquier nave independiente de la Frontera Interior, pero sigues poniéndonos en situaciones en las que estamos en inferioridad numérica. Hemos tenido suerte, pero no podemos seguir así. Así que de ahora en adelante, tráeme las ofertas y yo decidiré cuál aceptamos.

—Pero eso daña mi credibilidad, por no hablar de mi posición como negociador.

—No hace tanto daño como una explosión de láser, o un rayo de energía, o una lenta tortura, que es lo que casi con toda seguridad te espera si sigues metiéndonos en estas situaciones.

—¿Cómo te convertiste en el oficial más condecorado de la flota con esa actitud? —dijo Copperfield amargamente.

—Ahora es el oficial más condecorado fuera de la flota —dijo la voz incorpórea de Sharon— por no decir que es el criminal más buscado. Todos estamos orgullosos de nuestro capitán, a pesar de que él es la razón por la que ninguno de nosotros podrá volver nunca a casa.

—Cállate tú también —dijo Cole. Volvió a dirigirse a Copperfield—. Esto es lo que hay, David. Traerás cada oferta para que la apruebe, y necesito saber más cosas que el precio que van a pagar. Tengo que conocer todo lo que podría ocurrir, empezando por la razón de que paguen por nuestro trabajo. Si no puedes obtener la información que necesito, entonces yo, o alguno de mis oficiales, hablaremos directamente con quien nos haga la petición para determinar el alcance completo de los peligros a los que podríamos enfrentarnos.

—Eso menoscaba mi posición —protestó Copperfield.

—Oh, me gusta como suena eso.

—Me convierte en poco más que el chico de los recados —continuó el alienígena.

—Lo intentamos a tu modo, y somos más afortunados de estar vivos de lo que creo que jamás llegarás a darte cuenta —dijo Cole—. Ahora lo haremos a mi manera.

—No sé si puedo.

—Es tu decisión. Siempre podemos utilizar a otro.

—Pero puedo probar —dijo Copperfield apresuradamente.

—Muy bien —dijo Cole—. Seguirás siendo nuestra avanzadilla, seguirás haciendo los contactos. La República aún ofrece grandes recompensas por mí, Cuatro Ojos y Sharon, y hay un par de docenas de mundos que quieren a Val viva o muerta, y los dos hombres y el alien que recogimos en Cyrano también están en busca y captura. Prácticamente eres el único que puede abandonar la nave con una probabilidad razonable de regresar sin que te capturen. Así que dile a Christine, o a quienquiera que esté trabajando en el puente, adónde quieres ir, y te llevaremos allí. Pero ya no tienes la autoridad para comprometernos en una misión. ¿Está claro?

—Sí, Steerforth. —Pausa—. Quiero decir, sí, Wilson.

—Muy bien. Hemos acabado. Puedes irte. —El alienígena dio media vuelta y se dirigió a la puerta—. Y otra cosa, David…

—¿Sí, Steerforth?

—La próxima vez que intentes esconderte de mí dentro de un mamparo voy a fundir el panel allí mismo.

—¿Lo sabías? —preguntó Copperfield, sorprendido.

—Tiene espías en todas partes —dijo la voz de Sharon—. Es un desalmado.

Copperfield se fue sin decir nada más.

—Por cierto, ¿quieres que nos encontremos en el comedor para tomar un café? —preguntó Sharon mientras su imagen volvía a aparecer.

—Aún no —dijo Cole—. Envíame a Cuatro Ojos. Necesito un informe de daños.

—¿Y qué hay de Christine y Val? —preguntó Sharon—. Al fin y al cabo, son la segunda y tercera oficial.

—Primero Cuatro Ojos, luego café, luego una siesta y luego el resto de los daños. Aún funcionamos, aún tenemos aire, aún tenemos gravedad y estamos más que seguros de que nuestras armas son operativas. Todo lo demás puede esperar.

—¿Incluyendo tu vida amorosa? —preguntó Sharon con una sonrisa.

—Tómate un tranquilizante —le respondió— tengo asuntos propios del capitán de los que encargarme.

—No quiero un tranquilizante.

—Bien. Hazle una visita a David. Él te explicará que somos viejos camaradas de escuela y que lo compartimos todo.

—Siete mil ciento cuarenta y cinco —dijo Sharon.

—¿Y eso qué se supone que es?

—El número de noches que vas a dormir solo por ese comentario.