Capítulo 16

—¿Sabes? —dijo Sharon mientras el camarero le traía un humeante bistec de ganado mutado—, no me importaría convertirme en la propietaria de un casino.

—Da más problemas de los que parece desde aquí —respondió el Duque Platino, sentado a su mesa con Cole, Sharon, David Copperfield y Pérez—. Hay aproximadamente setecientos hombres y alienígenas en el edificio en este mismo minuto, y te garantizo que al menos doscientos de ellos están intentando engañar a la casa.

—Es justo —comentó Pérez—. La casa tiene unas ganancias del diez por ciento.

—Mi querido amigo, la casa tiene gastos —explicó el duque—. Los jugadores no.

—No me preocupa el juego —dijo Sharon—. Todo lo que sé es que la casa tiene un chef condenadamente bueno.

—No es de la casa —dijo el duque—. Es mío. Y sólo cocina para mis amigos.

—No sabía que era tu amiga —dijo Sharon.

—Estás sentada a mi mesa. Sería descortés comer mientras estás sentada y mirando. —El duque echó una ojeada a su alrededor—. ¿Dónde está la excepcional Valkiria? Tengo un par de jugadores que han estado ganando a la casa con demasiada frecuencia esta semana. Me gustaría que les echara un ojo.

—Está al mando de los ejercicios de entrenamiento de nuestras naves —dijo Cole—, y la Teddy R. está reabasteciéndose en uno de los muelles de carga. Además, hemos hecho correr la voz de que estamos buscando médicos, y Sharon revisará las credenciales de los cuatro que se han presentado. Sólo dos son humanos. Demonios, espero que uno de ellos tenga un pase. —Hizo una pausa—. Cuando la nave esté lista para partir, en otro día o dos, Cuatro Ojos se hará cargo del entrenamiento y Val se cogerá un permiso en tierra mientras Pérez, aquí presente, asume el mando de la Esfinge Roja temporalmente.

—¿Era tu nave? —le preguntó el duque a Pérez.

—Sí.

—¿No te duele que ella esté al mando?

—Avatares de la guerra —respondió Pérez—. No tenía muchas opciones y el capitán Cole me ha prometido encontrar una nave para mí. —Se volvió hacia Cole—. Aunque entiendo que, con Val al cargo de su propia nave, se abre la vacante de tercer oficial en la Theodore Roosevelt.

—Nos será más útil dirigiendo su propia nave —respondió Cole.

—Deja que lo adivine —dijo el duque—. Tú habías servido en la Armada.

—Hace mucho de eso —dijo Pérez.

—¿Qué pasó?

—Dejé la Armada.

—Qué pena —dijo el duque—. Estaba esperando que te pusieras a hablar mal de Susan García para descorchar una botella de mi mejor coñac cygniano.

—¿Estás hablando de la almirante García? —le preguntó Pérez.

El duque asintió.

—Por supuesto, la conocí cuando sólo era una tirana menor. Creo que Cole también ha coincidido con ella en cierto número de ocasiones.

—Unas pocas —dijo Cole.

—¿Y?

—No puedo decir que congeniáramos —comentó Cole—, pero me dio algunas medallas.

—Algunas medallas —dijo el duque en tono divertido—. Te dio la Medalla al Coraje en tres ocasiones.

—A regañadientes.

—Por supuesto —dijo el duque—. Hiciste quedar mal a la Armada.

—Serví a la Armada toda mi vida adulta —dijo Cole—. No diré nada contra ella.

—Yo lo haré —se ofreció Sharon—. Estaban más preocupados por no parecer incompetentes que por ganar la puñetera guerra. Por eso lo sometieron a un consejo de guerra.

—¿Y eso te sorprendió? —preguntó el duque con una sonrisa.

—Salvó a cinco millones de humanos —continuó Sharon amargamente— y lo arrojaron al calabozo por ello. La capitana que depuso, la que iba a matar a nuestros propios ciudadanos, todavía es un oficial en activo en la Armada.

—¿Por qué crees que dejé la República? —dijo el duque sonriendo.

—Una palabra de Susan García y podríamos volver a combatir al auténtico enemigo —continuó Sharon.

—Pobre niña ingenua —dijo el duque—. La República es el auténtico enemigo. Diablos, la Federación Teroni nunca me ha hecho ningún daño. No puedo decir lo mismo de la República.

—Tampoco yo, ahora que lo pienso —añadió Pérez.

—Quejarse no va a ayudar —dijo Cole—. La República tiene una guerra que librar. No pueden perder el tiempo preocupándose por nosotros. Nunca vamos a volver, así que podríais cambiar de tema.

Hubo un silencio momentáneo, que quedó roto por David Copperfield.

—Este bistec tiene un aroma exquisito —comentó.

—¿Querrías uno? —preguntó el duque.

—¡Ay! Estoy a dieta —dijo Copperfield.

—¿No puedes metabolizarlo ¡eh!?

—Nunca he negado mis limitaciones —dijo Copperfield con toda la dignidad que pudo reunir—, pero es extremadamente descortés por tu parte referirte a ellas.

—Si no puedes comerlo, no puedes comerlo —dijo el duque—. No te preocupes. Sólo dime qué te gustaría y haré que mi chef lo prepare.

—Me gustaría un bistec —dijo Copperfield con tono compungido—. Me conformaré con un coñac Alphard.

—Habría jurado que te vi comer bistecs a bordo de la Teddy R. —señaló Sharon.

—Eran de soja, hechos para parecer bistecs —dijo Cole.

—¿Lo sabías? —dijo Copperfield, sorprendido.

—Es mi trabajo saberlo todo de mi tripulación.

—Pero no soy de tu tripulación —dijo Copperfield—. Soy tu viejo compañero de escuela y tu representante.

—Eres todo eso —corroboró Cole—, pero cuando estás en mi nave, también eres parte de mi tripulación.

—Está bien —dijo Copperfield—. Puedo aceptarlo.

—No sé decirte lo aliviado que me siento.

—Vale, vale Steerforth —dijo Copperfield—. El sarcasmo descarado impropio de un inglés de pura cepa.

—Hay millones de respuestas bullendo en mi mente —dijo Cole—. En aras de la paz, me las guardaré.

De repente, el comunicador de Cole se encendió.

Se ha ido otra vez, señor —dijo Idena Mueller, quien estaba sentada ante el ordenador del puente.

—¿Forrice?

Sí, señor.

—¿Al burdel molario?

Eso creo, señor.

—Bueno, qué demonios —dijo Cole—, podrían pasar años antes de que encuentre otra molaria receptiva. Vamos a darle un poco de margen.

Pero está a cargo del turno rojo, y empieza dentro de cuarenta minutos.

—Volverá a tiempo —dijo Cole.

¿Y qué pasa si no lo hace?

—Lo conozco desde hace veinte años, teniente —dijo Cole—. Volverá.

Cortó la comunicación.

—Tus molarios me estás haciendo rico —señaló el duque Platino.

—No tienen nada más en que gastar su dinero —dijo Cole—. ¿Eres el propietario del burdel?

—No exactamente —respondió el duque—. Te lo dije: dirijo la Estación Singapore. En términos prácticos significa que obtengo un pequeño porcentaje de casi todos los negocios.

De repente, David Copperfield se puso en pie.

—Si me disculpáis, creo que he visto a un viejo amigo al otro lado de la sala. Voy a saludarle.

—¿Tanto te debe? —preguntó Cole con una sonrisa.

—No recuerdo que el inmortal Charles te dotara de sentido del humor —respondió David con dignidad—. Por tanto, te digo que ese comentario no es divertido, sino de escaso gusto. —Hizo una reverencia a Sharon y empezó a andar entre los hombres y los alienígenas que se apiñaban alrededor de las mesas de juego.

—¿Qué pasa con él? —preguntó Pérez—. Es un alienígena, se viste como un dandy victoriano de hace tres mil años, cree que es un personaje de Dickens y que tú eres otro…

—Era el mayor traficante de la Frontera Interior —le explicó Cole—. Se enamoró de las obras de Charles Dickens, hasta el punto de que se viste de esa forma, se hace llamar David Copperfield y vivía en una mansión victoriana. De hecho, el modo más fácil para conseguir entrar en su casa fue presentarme como Steerforth, el amigo de escuela de David Copperfield. Arriesgó su vida y sus negocios por ayudarnos. Conservó la vida, pero perdió sus negocios.

—Su colección ocupa tres cabinas a bordo de la nave —añadió Sharon.

—¿Colección? —preguntó Pérez.

—De libros de Dickens —dijo—. Miles de ediciones y traducciones.

—Interesante personaje —dijo Pérez—. Creo que me va a gustar trabajar para la Teddy R., chicos. Oí hablar de Val cuando se llamaba la Reina de Saba. Menuda pirata era. ¿Cómo logró convencerla de que se uniera a usted, señor?

—Un cúmulo de circunstancias —respondió Cole—. Estoy seguro de que ella se lo contará, poniendo el énfasis heroico pertinente en los hechos.

—Sí —añadió Sharon—, no estaría bien que la gente supiera que el Tiburón Martillo le robó la nave mientras ella dormía la mona. Le ayudamos a recuperarla.

—Entonces, ¿por qué…?

—Quedó inutilizada —dijo Cole.

—Y lo mismo le pasó al Tiburón —añadió Sharon.

David Copperfield regresó a la mesa y se sentó.

—Ha sido una conversación breve —comentó Cole.

—Pero fructífera —dijo Copperfield.

—Déjame que lo adivine: tiene una copia encuadernada en piel de Casa desolada a la venta.

—No seas guasón, Steerforth —dijo Copperfield—. Además, si así fuera, ¿crees que habría vuelto sin el libro? —Se detuvo—. ¿Qué sabes de Nueva Calcuta?

—Nunca he oído hablar de ella —dijo Cole.

—Yo sí —intervino Pérez—. A unos cuatrocientos años luz de aquí, en dirección al Núcleo Galáctico.

—Es ese lugar precisamente —dijo Copperfield—. Oxígeno al noventa y siete por ciento, gravedad estándar.

—Vale, es un mundo oxigenado, hacia el Núcleo —dijo Cole—. ¿Y qué?

—Ten paciencia, mi querido Steerforth —dijo Copperfield—. Después de todo, ¿acaso el divino Charles reveló alguna vez toda la trama en la primera página?

—Al divino Charles le pagaban a tanto la palabra —dijo Cole—. A ti no. ¿Qué pasa con Nueva Calcuta?

—Hay un tipo que comercia con mercancías de propiedad cuestionable…

—Un traficante.

—Un traficante —admitió Copperfield—. Lo conocí en mi vida anterior.

—¿Tu vida anterior? —interrumpió Pérez, frunciendo el ceño.

—Se refiere a cuando él mismo era un traficante —repuso Sharon.

—Precisamente —dijo Copperfield—. En cualquier caso, Nueva Calcuta está gobernada por thugs…

—Un momento —dijo Cole—. No ha habido un thug cerca en tres milenios. No me importa que seas David Copperfield si eso te hace feliz, pero no vayas inventándote planetas basándote en Kipling.

—Oh, existe, ya lo creo —le aseguró Copperfield—. Y también los thugs. No son humanos, por supuesto, y no practican los obscenos rituales secretos de los thugs originales, al menos hasta donde yo sé. Son una raza alienígena, que en un tiempo fueron conocidos como drinn, pero adoptaron el nombre de thugs cuando descubrieron por qué Nueva Calcuta se llama así. También descubrieron que hacerse llamar thugs les reportaba mayor respeto por parte de los hombres.

—Deja que lo adivine —dijo Cole—. Tu amigo el traficante está metido en un agujero negro…

—No tengo idea de qué color es el agujero, pero el pobre hombre ha hecho algo que ha ofendido a los thugs y lo han encarcelado. Seguramente vendería su reino por un caballo y en su defecto, está dispuesto a pagar la mitad de su reino por ser rescatado. —Se inclinó hacia adelante—. ¡Casi veinte millones de créditos!

—Espera un minuto, David —dijo Cole—. Podemos tener seis naves en vez de una, pero no somos lo bastante fuertes para conquistar un planeta.

—No estoy sugiriendo que lo ataques —dijo Copperfield—. Si entras disparando a toda mecha, o los thugs te matarán o tú matarás a Quinta sin darte cuenta.

—¿Quinta es el traficante?

—Sí.

—Está bien —dijo Cole—. ¿Alguna vez has estado en Nueva Calcuta?

—Pocas veces —respondió Copperfield—. Es un mundo muy agradable, excepto por el clima, el polvo, los insectos, las enfermedades y los thugs.

—Estoy seguro de que es un planeta de dimensiones considerables, y tenemos que buscar una celda concreta en una prisión —dijo Cole—. Si decidimos encargarnos de ese trabajo, vamos a necesitar un guía. ¿Crees que puedes conducirnos hasta donde lo retienen?

—Me temo que no —dijo Copperfield.

—Creí que habías dicho que habías estado allí.

—Lo hice.

—Bien ¿y entonces? —demandó Cole.

—La última vez que estuve allí tuve que irme con bastante prisa —dijo Copperfield, incómodo—. De hecho, han tenido la audacia de poner precio a mi cabeza.

—He estado allí —dijo el duque—. No volveré, pero puedo proporcionaros un mapa del planeta, que incluye un plano de su ciudad principal, que es donde probablemente lo están reteniendo.

—Nos lo estás ofreciendo por la bondad de tu corazón… —dijo Cole.

—Por la sexta parte —dijo el Duque.

—Parece mucho sólo por un mapa.

—Vale —dijo el duque—. Encuéntralo sin un mapa, y que tengas suerte.

—La sexta parte —dijo Cole, alargando el brazo y estrechando la mano metálica del duque.

—¿De verdad vas a pagarles? —preguntó Sharon, sorprendida.

—Hay dos millones de thugs en el planeta —replicó Cole—. Sin alguna noción de dónde retienen a Quinta, ¿cuántas crees que son las probabilidades de que lo rescatemos? Además —añadió—, la parte del duque va a salir de la mitad que dejemos a Quinta, no de la nuestra.

—¡Bravo! —dijo Copperfield—. ¡Cada día piensas más como un mercenario!

—David —dijo Cole—, ve a decirle a tu amigo que si accedemos a hacerlo, va a costarle siete sextas partes de lo que sea que tenga.

—No depende de él —respondió Copperfield—. Sólo me ha dicho, de amigo a amigo, que Quinta ha sido encarcelado. No es un agente de Quinta. Depende de Quinta y, considerando la alternativa, estoy seguro de que aceptará.

—Como para no estar de acuerdo una vez que lo hayamos liberado —predijo Sharon.

—Está bien —dijo Cole—. Pondremos a trabajar a Christine, Briggs y Domak para descubrir lo que puedan sobre el planeta y los thugs, y después tomaré una decisión.

—Irás —dijo Copperfield.

—¿Qué te hace pensar eso?

—Puedo decirlo por la expresión de tu cara. Estás pensando en todo ese dinero.

—No, mi viejo compañero de escuela —dijo Cole—. Estoy pensando en todas esas naves thugs vacías.