Capítulo 18

—David, tú te encargarás de las conversaciones.

—¿Yo? —dijo Copperfield, sorprendido.

—Tienes la reputación de ser uno de los mayores traficantes de la Frontera —dijo Cole— y, dado que Nueva Calcuta no recibe bien a los visitantes, probablemente no han oído que tienes una nueva profesión como representante de la Teddy R. Es más probable que te escuchen a ti que al capitán de una nave de guerra.

—Está bien, Steerforth —dijo Copperfield—. Pero quiero que sepas que no haría esto por nadie más.

—Nadie más de la nave te lo pediría —dijo Cole—. Christine te dirá cuándo empezar. Si estás nervioso, haré que todos los demás dejen el puente.

—No estoy nervioso —respondió Copperfield—. Ya me has convencido de que no pueden dañar la nave. Sólo que no sé si me creerán.

—Y si no contactas con ellos ahora mismo, tampoco lo sabremos dentro de una hora —dijo Cole.

Copperfield se encogió de hombros con un gesto alienígena que empezaba en su cintura y simultáneamente se transmitía hasta sus hombros y bajaba por sus piernas.

—Vale, estoy listo —anunció. De repente levantó la mano—. Todos los demás pueden quedarse, pero Olivia Twist debe dejar el puente.

—Sigo diciéndote que ése no es mi nombre —dijo Val—. Y me quedo.

—Mi querida dama —dijo Copperfield—, probablemente no conocen el nombre de Wilson Cole y quizás no hayan oído hablar de la Theodore Roosevelt, pero todo el mundo en la Frontera Interior conoce a la hermosa pirata pelirroja, sin importar qué nombre esté usando en un momento dado. No conozco el alcance de su tecnología en materia de telecomunicaciones, pero si escanean el puente, creo que irá en detrimento de nuestra causa si te ven.

—Tiene razón —corroboró Cole—. Baja al comedor.

Val lanzó una mirada furiosa a Copperfield y se dirigió al aeroascensor.

—¿Hay alguna otra condición, David —preguntó Cole— o ya podemos poner en marcha este espectáculo?

—Estoy listo.

—Christine —dijo Cole—, tal vez lo mejor sería emitir esto en la frecuencia de onda más amplia posible, puesto que no sabemos muy bien con quién vamos a tratar. Señor Briggs ¿hay algún modo de asegurarse de que los otros cuatro continentes no pueden recibirlo?

—Probablemente, señor —dijo Briggs, dictando órdenes a su ordenador en lo que parecía ser un incomprensible lenguaje codificado que sonaba vagamente a atrio. Un momento después, Briggs asintió y Christine hizo una señal a Copperfield para que hablara.

—Mi nombre es David Copperfield —empezó— y tengo la información de que un buen amigo mío, un trale llamado Quinta, está retenido como prisionero en algún lugar de Nueva Calcuta. Quiero saber dónde está, y estoy dispuesto a pagar o hacer un buen trato por esa información.

Cole se pasó el dedo por la garganta, indicando a Christine que cortara la transmisión.

—Es todo lo que necesitan saber por ahora —dijo—. Envíelo cada dos minutos hasta que obtengamos una respuesta.

—¿Tengo que transmitirle la respuesta a usted o a David? —preguntó Christine.

—Localice la fuente, recoja el mensaje, corte la conexión y emítalo a toda la nave —respondió Cole—. Decidiremos quién responde y qué hacer una vez que oigamos lo que tienen que decir. —Dio media vuelta y se encaminó al aeroascensor.

—¿Adónde va, señor? —preguntó Briggs.

—Voy a comer algo —dijo Cole—. Estoy hambriento e imagino que tardarán unas horas elaborando una respuesta. Si me equivoco y contestan inmediatamente, pase la transmisión al comedor y también al resto de la nave.

Val estaba sentada sola en una mesa cuando él llegó, se unió a ella y pidió un sándwich y una cerveza.

—No te preocupes —dijo—. Mantendré viva a tu novia, la rubita.

—No es mi novia —replicó Cole.

—Quiere serlo.

Cole hizo una mueca.

—No sé qué decirle a una mujer de veintidós años.

—No es conversación lo que está buscando.

—Está condenada a llevarse una decepción —dijo Cole—. Ahora deja el tema y empecemos a pensar qué transbordador vas a coger para bajar al planeta. Cuando llegue el momento, reúne al grupo de desembarco en el hangar.

—Bien —dijo—. Y también quiero a Toro Salvaje.

—Ya he escogido el grupo de desembarco.

—Vamos, Wilson —continuó—. Después de mí, es el mejor luchador cuerpo a cuerpo que tenemos, y lo sabes.

—Déjame que lo piense.

—¡Demonios! ¿Cuál es el problema?

—También es uno de nuestros mejores expertos en armas —respondió Cole—. Espero que tu grupo avance sin problemas, pero si algo va mal, puedo reemplazar un buen luchador cuerpo a cuerpo con muchísima más facilidad con la que puedo reemplazar a un hombre que ha pasado los últimos cuatro años trabajando en los sistemas de armamento de la Teddy R.

—En primer lugar, nada va a ir mal si me encargo del grupo de desembarco —dijo firmemente—. ¿O es que te parezco carne de cañón?

—No, desde luego —dijo Cole—. Pero mi deber es considerar todas las posibilidades.

—Segundo —continuó ella—, ya no es un miembro de la Teddy R. Es el segundo oficial de la Esfinge Roja, por si no te acuerdas.

—Y los dos estáis a bordo de la Teddy R. —dijo Cole—. No es tu propiedad, Val. En cualquier momento en que lo necesite, por una semana o por un mes, volverá.

—¡Maldita sea, Wilson! —dijo furiosa—. ¡Confío en él para que me proteja las espaldas!

Cole la miró fijamente durante otro largo momento, después suspiró.

—Está bien. Puedes quedarte con él.

—Gracias —dijo—. No lo lamentarás.

—Ya lo estoy lamentando.

La imagen de Christine apareció súbitamente sobre la mesa.

—Señor —dijo—. Acabo de recibir su respuesta.

—Han sido muy rápidos —señaló Cole—. Deben de estar realmente preocupados por lo que Quinta ha estado proporcionando a las otras naciones thugs. Bueno, a una de las otras naciones. Pásamelo, Christine.

El holograma de un alienígena alto e increíblemente esbelto, cubierto de refulgentes escamas brillantes, apareció. Tenía forma humanoide, con dos brazos, dos piernas y una cabeza bulbosa con grandes ojos ovalados, dos ranuras como fosas nasales, sin oídos discernibles y una amplia boca. Tenía tres dedos y un par de pulgares prensiles en cada mano, y estaba desnudo excepto por una banda que cruzaba por encima del hombro y en la que se exhibían una colección de símbolos que podían ser medallas o insignias militares.

—Mi nombre es Rashid —dijo en un terrestre con fuerte acento—, y estoy autorizado a hablar en nombre de Punjab. Sabemos que el alienígena Quinta ha estado proporcionando armas a nuestros enemigos, y sabemos que en la actualidad está retenido en vil cautiverio. Lo que aún no sabemos es por qué deberíamos tratar con ustedes. —Les ofreció una fugaz sonrisa alienígena como adelanto—. Quizás nos pueden iluminar.

—Es esto, señor —dijo Christine mientras el alienígena se desvanecía—. No hay nada más.

—¿«En vil cautiverio»? —repitió Cole—. Debe de estar leyendo los mismos libros que lee David. —Hizo una pausa—. Bien. Christine, transmita mi imagen al puente. —Esperó hasta que lo hubo hecho—. David, quiero que les contestes. Diles que sabemos que Quinta ha estado proporcionando cañones a sus enemigos, déjales claro que son armas que disparan plasma, quizás no conozcan el argot, y láseres de nivel 3, y que estamos preparados para intercambiar dos cañones láser de nivel 4 por la información que queremos.

—¿Y qué pasa si quieren más de dos cañones, Steerforth? —preguntó Copperfield.

—Les explicaremos que éstos son un símbolo de buena voluntad, y que si su información resulta cierta, estamos dispuestos a intercambiar muchos más.

—¿Y si pregunta…?

—No te preocupes más —lo interrumpió Cole—. Vamos a grabar esto y enviárselo, justo igual que hemos hecho con el primero. No lo recibirán en tiempo real, y no tendrás que mantener un diálogo con él. —Se detuvo—. ¿Señor Briggs?

—¿Sí, señor?

—Sabemos que responden con cierta rapidez, así que estén atentos. Quiero la localización de esas transmisiones, y sólo vamos a recibir dos o tres más.

—Sí, señor —dijo Briggs—. ¿Puedo hacerle una pregunta, señor?

—Adelante.

—¿Por qué nos interesa de dónde vienen esas transmisiones? —preguntó Briggs—. Pensé que partimos de la base de que Quinta no es prisionero de Punjab.

—Porque si mienten e intentan tendernos una trampa, vamos a tener que abrir un buen boquete en el suelo allá donde estén —respondió Cole.

Hizo una señal a la imagen de Christine y ella cortó la transmisión.

—No van a tendernos una trampa —dijo Val— si creen que los dos cañones son sólo una paga y señal y que vendrán más.

—Probablemente no —aceptó Cole—. Pero son alienígenas y piensan como alienígenas, que es como decir que no tengo ni idea de cómo piensan. Podrían creer que dos láseres de nivel 4 garantizarán su dominio durante una década o más, y que no quieren que les molesten más visitantes.

—Eso no va a pasar —respondió Val.

—Estoy de acuerdo —dijo Cole—. Pero aún así he de considerar la posibilidad.

—Forrice tiene razón —dijo Val—. Eres un retorcido hijo de puta. Por eso decidí quedarme en la Teddy R. ¡Tengo que empezar a pensar de esa manera!

—Tómatelo con calma al principio —dijo Cole secamente—. Te dolerá la cabeza.

—Gracias —dijo desabridamente—. Te hago un cumplido, y tú me insultas.

—No era un insulto —explicó Cole—. Hablaba en serio. Me uní al servicio para cargarme a los malos. Aunque de hecho, no hace tantos años que me enteré de quiénes eran los malos. Y ahora, la vida de los tripulantes de seis naves depende de mis decisiones. ¿No crees que todo eso provoca dolores de cabeza?

—No sé por qué debería —dijo Val—. Nunca me ha importado un comino lo que le sucediera a mi tripulación.

—Ésa es probablemente la razón por la que tus hombres te vendieron y se unieron al Tiburón Martillo.

—¡Está bien! ¡Está bien! —dijo la pelirroja con exasperación—. ¡Tú ganas!

—A mí no me importa un comino ganarte —dijo Cole mientras se ponía de pie—. Mi trabajo ahora mismo es ganar a los thug. Y ya que necesito estar lo más despierto posible, voy a echar una siesta.

Cuando llegó a su cabina, fue directamente a su catre, se tumbó y se durmió al minuto. La voz de Sharon lo despertó una hora después.

—¿Sí? —dijo, mientras ponía los pies en el suelo—. ¿Qué pasa?

—Hay una transmisión del planeta —dijo—. Imaginé que querrías estar bien despierto cuando Domak te la pase.

—¿Domak? ¿Qué le ha pasado a Christine?

—El turno blanco se ha acabado. Hace cuarenta minutos que estamos en el turno azul.

—Bien —dijo Cole—. No te preocupes. Mi cerebro estará en marcha en unos segundos.

—Aún no sé cómo puedes dormir o comer en momentos como éste.

—Aprendí hace mucho tiempo que no tienes mucha ocasión de hacerlo una vez que empiezan los tiros, así que es mejor aprovechar para comer y dormir cuando uno puede.

—Aquí va —dijo Sharon—. Hablaremos más tarde.

Su imagen desapareció y fue reemplazada por la de Domak.

—¿Está despierto, señor? —dijo la oficial polonoi.

—Sí, pásemelo.

La imagen del alienígena Rashid apareció frente a él.

—Tenemos la información que quieren, y encontramos que su oferta tiene cierto interés. ¿Cómo podemos estar seguros de que es sincera y que los cañones láser son funcionales?

La imagen se desvaneció.

—¿Eso es todo? —preguntó Cole.

—Sí, señor.

—¿Ha localizado el señor Briggs la fuente de la transmisión?

—El turno del señor Briggs ha acabado —respondió Domak—, pero el alférez Jacillios está trabajando ahora en su puesto y me dice que tiene las coordenadas exactas.

—Regístrelas y que Forrice las programe en uno de los cañones de nivel 6, por si acaso. Y dígale a David que su trabajo ha acabado. Yo me encargo de hablar con ellos ahora.

—Sí, señor —dijo Domak, y cerró la transmisión.

—No tiene sentido molestarte ahora —dijo Sharon mientras su holograma volvía a aparecer—. No estás en el puente.

—En el infierno es donde estoy.

—Acabo de oír que has dicho…

—No tengo que estar en el puente para trasmitir un mensaje —dijo Cole—. Además, sólo porque no parezcan ansiosos no quiere decir que tengamos que correr nosotros. Dejemos que esperen cuatro o cinco horas.

—Bueno, ya que estás en la cama, ¿quieres un poco de compañía femenina?

—Claro —respondió Cole—. Envíame a Rachel Marcos.

—Ocho mil doscientos seis —dijo Sharon.

—¿Qué es eso?

—El número de noches que vas a dormir solo por ese comentario.

—Últimamente te repites mucho —dijo Cole—. Pero si cumples tu promesa, envíame a una mujer que sea muy sabia y que tenga una enorme capacidad de persuasión.

—Ni lo sueñes —dijo Sharon.

—¿Y qué hay de esos ocho mil días?

—Puedo empezar a contar dentro otro siglo. Estaré ahí en cinco minutos. Quédate dormido antes y eres hombre muerto.