Capítulo 21
Cuatro días después, la Theodore Roosevelt atracó en la Estación Singapore. Un retén de guardia fue escogido por sorteo para vigilar la nave durante veinticuatro horas, después sus integrantes intercambiaron los puestos con otro grupo. Moyer y Sokolov aún estaban en el hospital que orbitaba alrededor de Prometeo IV. Los primeros informes señalaron que Sokolov podría reunirse con ellos en diez días, Moyer en unos treinta.
Pérez informó de que las mejoras de las otras naves se acababan de completar y que estaban listas para salir a maniobrar. Los capitanes de las cuatro naves más pequeñas estaban descontentos por no compartir los beneficios de la misión de Nueva Calcuta hasta que Cole les explicó que los beneficios estaban pagando las mejoras.
Cole estaba harto de las estrecheces de la nave. Estuvo fuera durante tres días. Como la mayoría de la tripulación, decidió alquilar una habitación en uno de los múltiples hoteles de la estación. Estaba absorto discutiendo acerca de su alojamiento con David Copperfield y el Duque Platino en el casino cuando Forrice, con un aspecto considerablemente menos tenso, se acercó a su mesa, que apenas era lo bastante grande como para contener sus bebidas.
—Nunca pensé que una habitación de diez por diez y una altura de dos metros y medio me daría tanta sensación de libertad —estaba diciendo Cole—. He estado encerrado en la Teddy R. y en otras naves demasiado tiempo, maldita sea. Diablos, he pasado la mitad de mi vida en lugares en los que no podía extender mi brazo por encima de mi cabeza. Incluso he pagado de más por un baño con agua real en vez de conformarme con una ducha en seco. —Alzó la vista para ver a Forrice, quien sostenía una humeante bebida de color azul—. Cuatro Ojos, coge una silla.
—Gracias —dijo el molario—. Pérez y yo acabamos de estar trabajando con las otras naves otra vez.
—¿Y?
—Están empezando a funcionar como una unidad. Recuerda, ninguno de sus capitanes ha estado nunca en el ejército. —Se detuvo—. Este Pérez es un buen hombre. Debería tener una nave propia.
—La tendrá. Con un poco de tiempo.
—Por cierto, he hablado con Valdimir Sokolov justo antes de venir. Parece que lo están cuidando bien. Tiene suerte de que no han tenido que clonar ninguno de sus órganos internos. Sólo presentaba quemaduras serias y unos pocos huesos rotos. Es optimista respecto a volver al trabajo pronto.
—¿Sí? —dijo Cole—. Debe de tener una habitación de dos metros para él solo. ¿Qué podría hacer que quisiera volver a su cabina a bordo de la Teddy R.?
—Creo que nuestro capitán está padeciendo un caso serio de claustrofobia de la cabina —señaló el duque con tono divertido, con sus labios humanos sonriendo en medio de su rostro metálico.
—Es agradable poder estirar los brazos, las piernas, todo, de vez en cuando —dijo Cole. Se volvió hacia Forrice—. Casi no te he visto en los últimos tres días. No es posible que hayas pasado todo tu tiempo únicamente trabajando con las naves y frecuentando ese burdel.
—He descubierto un juego que le gusta a la intricada mente molaria —replicó Forrice.
—Entonces debe ser más simple que el blackjack —dijo Cole riendo.
—Es increíblemente complejo —respondió Forrice—. Pero la recompensa una vez que se domina es considerable.
—Bueno, es seguro que no has estado jugando aquí, en El Rincón del Duque —hizo notar Cole—. No te he visto.
—No, he estado jugando en un casino llamado La Luciérnaga. Briggs ha tenido que explicarme qué quiere decir el nombre.
—¿La Luciérnaga? —dijo el duque—. Entonces ya sé a qué estás jugando. Al stort ¿verdad?
—Sí —dijo el molario—. Es un juego fascinante. Juegas contra un oponente y también contra la casa, y hay cartas, fichas y cuatro niveles.
—¿De dificultad?
—De espacio.
—¿Por qué no se juega aquí? —preguntó Cole.
—Sólo deja un dos por ciento de ganancia para la casa —respondió el duque.
—¿Sólo el dos por ciento? —dijo Cole—. No te culpo. ¿Cuánto has ganado hasta ahora, Cuatro Ojos?
—La verdad, he perdido casi tres mil libras del Lejano Londres —dijo el molario, incómodo—. Hay más sutilezas de las que parecía en un primer momento. Pero estoy empezando a dominarlas. Un par de semanas y seré el amo.
—Recuérdame que algún día te cuente cuántos idiotas nacen por minuto… —dijo Cole.
—He estado pensando, Steerforth… —empezó a decir Copperfield.
—No —dijo Cole, bromeando solo a medias—. Cada vez que piensas están a punto de matarnos.
—Eso me ofende —dijo Copperfield—. Iba a sugerir que deberíamos invertir algunas de nuestras ganancias.
—David, cuando haya pagado la parte que toca a cada miembro de la tripulación —y a día de hoy eso equivale a la tripulación de seis naves— y actualizado las baterías nucleares y repuesto el armamento y la munición, no quedará casi nada para invertir. Además, como mercenarios entramos en acción con mucha más frecuencia que en la Armada. Sería poco realista creer que ganaremos siempre, y puesto que nadie tiene familia ahí fuera, ¿a quién dejaremos esas inversiones?
—Deja de pensar como un vulgar tripulante, Steerforth —dijo Copperfield.
—No tenemos ningún tripulante vulgar —dijo Cole, irritado.
—Ya sabes qué quiero decir —insistió Copperfield—. Seguramente puedes ver las ventajas de tener una inversión que nos permita seguir creciendo.
—No es mi dinero, David. Es nuestro dinero. Pregúntale a Cuatro Ojos si tiene ganas de saltarse dos visitas al burdel cada vez que estamos de permiso en tierra para poder tener algunos cientos de libras más de aquí a diez años, después de que le hayan volado las pelotas. Pregúntale a Val si va a ser abstemia durante cinco años para que pueda pillarse una de aquí a quince años. Pregúntale a Toro Salvaje si quiere apañárselas con la mitad de los torpedos que normalmente tenemos para que pueda permitirse mejores armas de aquí a doce años. —Cole calló un instante—. Entiendo el principio de las inversiones tan bien como tú, David, pero no es aplicable a gente que arriesga sus vidas cada día, que no tiene a nadie que dependa de ellos y que posiblemente no llegue a una edad avanzada.
—Tendrás que excusar a mi amigo —dijo Forrice—. Es todo un optimista.
—No soy ni optimista ni pesimista —respondió Cole—. Soy realista. La raza humana siempre ha estado en guerra con alguien desde que el primer hombre de las cavernas aporreó a otro en la cabeza con su garrote en la Tierra… Es mejor vivir el momento.
—Depende del momento —dijo el molario—. Se me ocurren un montón de momentos que no me importaría repetir.
—Ninguno de ellos es de las últimas dos horas, imagino —dijo Cole secamente—. Bien, David ¿eso responde a tu pregunta?
—No te importa si invierto mi dinero ¿verdad? —preguntó Copperfield.
—¿Por qué me iba a molestar? Ambos sabemos que tienes millones ahorrados por toda la Frontera, de los días en que eras el mayor traficante en el negocio.
—La mitad de mis negocios, la mitad de mis inversiones.
—¿Qué harás si volvemos con la República?
—Te desearé un buen viaje y pagaré el envío de un par de coronas fúnebres, mi querido Steerforth —respondió Copperfield.
—Nadie va a regresar con la República —intervino el duque—. Mientras estabais fuera, una nave teroni consiguió atravesar las defensas de la Armada y destrozó cuatro mundos agrarios.
—¿Por qué se han molestado? —preguntó David—. De media, un mundo agrario tiene menos de cien habitantes. Son cultivados por robots.
—Cada uno de ellos alimenta a entre cinco y diez mundos que no pueden cultivar sus propias cosechas —dijo Cole. Miró al otro lado de la mesa, al duque—. Déjame que adivine. Se ha corrido la voz y ahora los colonos abaten a cualquier cosa que se mueva.
El duque asintió.
—Según mis informaciones, sistemas de defensa planetaria programados de forma agresiva han derribado a siete naves de la República, dos naves de carga y una nave espacial. —Se detuvo—. Definitivamente éste no es un buen momento para volver con la República.
—No vamos a volver nunca —dijo Cole con firmeza—. Disparan a todas esas otras naves por accidente. Cuando nos disparen a nosotros, será a propósito.
—De todos modos, allí no nos queda nada —añadió Forrice—. Todos los miembros de la tripulación de la Teddy R. que se marcharon con nosotros están en busca y captura. Hay una recompensa de diez millones de créditos por Wilson, tres millones por mí, y hay incluso una mayor por la nave.
—Con todo, si tienes más noticias, me gustaría pasárselas a la tripulación. Que no vayamos a volver nunca no significa que ya no estemos interesados en lo que pasa allí.
—¿Te refieres a la guerra? —preguntó el duque.
—Ambos bandos quieren matarnos. A nadie le importa una mierda la guerra. Dame algunos resultados deportivos, una copia de nuevos holos que podamos meter en la biblioteca de la nave, algún toque hogareño…
—Obtendré lo que quieres —dijo el duque.
—¿No echas de menos tu mundo? —preguntó Forrice.
—La Estación Singapore es mi mundo ahora —replicó el duque—. No he salido de él desde hace cerca de treinta años, y no tengo intención de irme de aquí.
—Al menos tienes un mundo, por muy artificial que sea —dijo el molario—. El nuestro es una nave que tiene un siglo.
—Esto se está poniendo triste —dijo David—. Lo que necesitamos son algunas bailarinas.
—¿Eso te agradaría? —preguntó el duque con curiosidad.
—Soy un caballero victoriano —respondió David—. Por supuesto que sí. ¿Es que sólo te gustan las mujeres de platino?
—No pretendía ofenderte —dijo el duque—. Cambiando de tema, aún me siguen estafando en la mesa de jabob. ¿Dónde está la gigante pelirroja?
Cole se encogió de hombros.
—Ni idea. Ahora tiene su propia nave, así que no puedo contactar con ella hasta que volvamos a partir. Pero me apuesto lo que quieras a que está bebiendo, o peleándose no muy lejos de aquí.
—¿Por qué no se une a nosotros?
—Probablemente tema que la incordies mientras está bebiendo pidiéndole que detecte cómo te están engañando —respondió Cole.
—«Pedid y se os dará» —citó Copperfield.
—¿De qué estás hablando? —preguntó el duque.
—Echa una ojeada —dijo Copperfield, señalando a la entrada, donde Val acababa de aparecer.
Cole la saludó con la mano y ella se acercó a la mesa.
—Ven a tomarte una copa con nosotros, querida dama —dijo Copperfield.
—He estado bebiendo todo el día —respondió, sentándose. Y después añadió—: Sólo una copita.
—¿Qué puedo traerle? —preguntó la mesa.
—Lo que le pedí a tu camarero la otra noche —dijo Val—. Una Llama Púrpura.
—No está en mi banco de datos —dijo la mesa.
—Pregúntale al camarero. Él sabe prepararla.
—Tenemos diecisiete camareros —fue la respuesta—. ¿Puede identificar cuál es?
—Humano, varón, quizás un metro ochenta de alto, calvo en la coronilla, las sienes grises, parecía que su mano derecha fuera prostética, le faltaban dos dientes en la parte superior derecha. Probablemente tiene unos cincuenta años.
—¡Caramba, no está mal! —murmuró Forrice.
—Debe ser Gray Max, su nombre verdadero es Archibald Token. Ahora mismo está librando.
—Está bien —dijo Val—. Empieza con un dedo de whisky de centeno Cristalazul, luego añade otro dedo de orujo de Benitaris III, un dedo de ron de Nuevo Barbados, una pizca de angostura y un dedo de cualquier limonada de Laginappe II. Guárdalo en tu memoria.
—¿Y eso es una copita? —dijo Cole, preguntándose por enésima vez cómo mantenía su fabulosa figura.
—¿Solo o con hielo? —preguntó la mesa.
—Solo.
La bebida apareció treinta segundos después.
—Tienes que entrenar a tus asistentes mejor —le dijo Val al duque—. Una persona podría acabar muerta de sed esperando a que Gray Max le dijera al ordenador del bar cómo se prepara una Llama Púrpura.
—Es una suerte para ti que el ordenador del bar no pueda darte su opinión sobre este punto —comentó Cole.
—Deberías probar uno antes de criticarlo —dijo Val.
—Tengo a mi estómago en demasiada estima —respondió Cole.
—Qué contenta estaré cuando Sokolov salga del hospital —dijo Val—. Él y Briggs son mis colegas de copas. Bueno, lo eran —se corrigió—, antes de que me trasladara a la Esfinge Roja.
—Estoy seguro de que si tiras la caña, encontrarás muchos colegas para beber en la Estación Singapore —dijo Cole. Se dio cuenta de que la mujer tenía una ligera hinchazón alrededor de su ojo derecho—.Aunque parece que ya le has tirado la caña a algunos y que uno de ellos te la devolvió.
Ella meneó la cabeza.
—Fue uno de los androides del burdel. —Lo dijo sin ningún embarazo. Se contempló pensativamente sus nudillos magullados—. Estoy segura de que volverá a ser funcional en dos o tres días.
—Si la República te hubiera tenido en la Armada, habrían ganado la guerra hace diez años —dijo Copperfield con admiración.
—Eso no te habría gustado —dijo Val.
—Me temo que no te sigo, querida dama.
—Si hubieran ganado hace diez años, a estas alturas se habrían apoderado de la Estación Singapore. Así que ¿adónde irías para relajarte y buscar negocios?
—Tiene un punto de razón —admitió el duque—. Los hombres siempre han ansiado poseer nuevos mundos. Estoy seguro de que si no tuvieran a la Federación Teroni disparándoles, estarían ansiosos por hacerse con el mío.
—Tienen las manos bien ocupadas donde están —dijo Cole.
—¿Y a quién le importa un comino? —dijo Val—. Vamos a hablar de negocios. Ya estoy lista para volver a salir de nuevo.
—¿Ahí fuera? —preguntó Copperfield, confuso.
—Fuera, a la Frontera —replicó—. ¿Ya tenemos otro trabajo?
—Aún no lo hemos discutido siquiera —dijo Cole—. Pensé que todo el mundo se aprovecharía del permiso en tierra.
—Ya hemos tenido bastante permiso —dijo Val contundentemente—. Es hora de volver a ponerse en marcha. —La formidable pelirroja acabó su bebida y se puso en pie—. Voy a hacer una ronda y ver qué está pasando —dijo—. Os alcanzo luego.
—Mírala —dijo Forrice mientras Val se encaminaba a la puerta principal del casino—, tiesa como una flecha. ¿Cómo se puede meter tantos estimulantes en su sistema y tener la cabeza tan clara?
—Es una mujer excepcional —admitió Cole—. Alegrémonos de que está de nuestro lado.
—He pospuesto el momento de decíroslo —dijo el duque—. Pero si estáis listos para coger otro encargo…
—Todavía no —dijo Cole—, pero si oyes algo que sea lo bastante interesante y lucrativo, házselo saber a David.
—Lo haré —dijo el duque.
—Y ahora —dijo Cole, levantándose—, creo que voy a comer algo.
—Dime lo que quieres y haré que mi chef privado lo cocine para ti —le ofreció el duque.
—Gracias, pero estoy fuera de la nave con tan poca frecuencia que me gustaría ver algo más de tu mundo, aunque no sea muy grande.
—Está bien —dijo el duque—. Puedo entenderlo. ¿Te veré más tarde?
—Sí, probablemente vendré por aquí antes de ir a planchar la oreja. —Se volvió hacia Forrice—. Eres bienvenido si quieres venir. Encontraremos un sitio que sirva a todas las especies.
—Creo que volveré a tentar a la suerte —respondió el molario—. Aún estoy desarrollando un sistema. Recógeme en La Luciérnaga dentro de dos horas.
Cole suspiró profundamente.
—Hombres y molarios… nunca aprenden.
—Sólo tengo que captar un poco mejor de las sutilezas y las complejidades —dijo Forrice—. Me estoy acercando, lo sé.
—¿Por qué no te limitas a hacer otra visita a tu burdel? —le sugirió Cole—. Allí disfrutarás de tu dinero muchísimo más.
Forrice hizo una mueca.
—Yo pago, ellas aceptan, no hay ningún reto.
—¿En qué estás más interesado? ¿En la satisfacción o en el reto?
—Basta de cosas abstractas —dijo Forrice—. Vas a causarme un terrible dolor de cabeza. —Se dirigió hacia la puerta—. Tú limítate a recogerme dentro de dos horas.
Cole observó cómo se iba el molario, bamboleándose con su zancada a tres piernas sorprendentemente grácil.
—Es el miembro de mi tripulación más brillante y el más leal —dijo, por fin—. En fin, volveremos en un par de horas.
Dejó el casino, deambuló por las calles estrechas y sintió aún un poco de claustrofobia, puesto que el siguiente nivel sólo estaba a unos cuatro metros por encima de él y no había ventanas. Adelantó a un trío de lodinitas, a un par de mujeres humanas, a un enorme torqual, a unas pocas especies que no había visto antes, incluso a un teroni que no le prestó atención en Tierra de Nadie galáctica.
Finalmente, llegó a un restaurante que atrajo su mirada, uno que anunciaba carne de reses mutantes de Pólux IV. Estaba a punto de entrar cuando un bistró, que estaba algo más allá, llamó su atención. De él salía música, jazz de verdad, y cuando se acercó, y vio a un par de mujeres humanas que estaban ejecutando una danza lenta, sensual, en un escenario pequeño. Entonces se dio cuenta de que el menú consistía enteramente en sucedáneos de soja.
Se quedó indeciso entre ambos durante un buen rato. Finalmente, su apetito por la comida venció a su apetito por la diversión, y entró en el primer restaurante, donde cenó un grueso y escandalosamente caro trozo de carne de verdad. Como comía solo acabó en veinte minutos, y decidió matar un poco el rato antes de ir a La Luciérnaga.
Las calles eran más bien parecidas a amplias aceras, pues apenas había tráfico. Un estrecho vial discurría en cada dirección para aquellos que desdeñaban andar. Todos los transportes de carga circulaban en el nivel central mediante un monorraíl; las viviendas humanas estaban en los niveles superiores y las alienígenas en los inferiores, aunque eso se debía a la gravedad artificial. Cada esquina tenía una rampa o un aeroascensor que conducía a los siguientes niveles, arriba y abajo. Cole había visto muchos de los niveles humanos, así que decidió pasar una hora paseando por uno de los niveles alienígenas.
Cuando salió del aeroascensor no percibió ninguna diferencia al principio, pero pronto empezó a ver portales que eran más amplios, más altos o más bajos; ventanas que estaban tan fuertemente tintadas o polarizadas que resultaban opacas al ojo humano, aunque algunas especies alienígenas estaban mirando a través de ellas y restaurantes con olores que nunca antes había encontrado. Algunos alienígenas hablaban entre ellos en sus lenguas nativas.
Contempló escaparates que mostraban objetos que no tenían ningún sentido en absoluto para él, justo al lado de objetos que tenían un origen claramente humano.
No podía decir realmente que era agradable, pero le resultaba interesante. La mayoría de sus experiencias en los mundos alienígenas se limitaban a atacar al enemigo o defenderse. Muy raramente tenía tiempo de explorar el mundo que estaba liberando o asimilando.
Finalmente decidió que era hora de dirigirse hacia La Luciérnaga. Estaba en el sector humano, así que tomó un aeroascensor de vuelta, salió y se encaminó al casino donde Forrice estaba enfrascado jugando al stort. El lugar tenía cierta sordidez, lo que estaba bastante de moda. Cole se abrió camino entre los jugadores humanos y no humanos hasta que finalmente pudo vislumbrar a su primer oficial.
—¿Qué tal va? —preguntó.
—No me distraigas —dijo Forrice—. Estaré contigo en un minuto.
—Su turno —anunció un esporita que parecía ser un encargado o un croupier.
—Está bien —dijo Forrice—. Guerrero a nivel dos, calle tres y —tiró una carta octogonal sobre la mesa— juego la emperatriz púrpura.
El croupier estudió lo que Forrice había hecho, esperó a que otros dos movieran sus piezas de un modo que resultaba incomprensible para Cole y jugaran unas cartas que no pudo identificar. Finalmente, el croupier tiró un dado de doce caras que tenía iconos en vez de cifras en sus caras, los estudió, y anunció que Forrice era el ganador de esa ronda. El molario profirió un grito de triunfo.
—¿Lo ves? —dijo mientras recogía sus ganancias—. Te dije que sólo necesitaba un poco más de tiempo para resolver las sutilezas de este juego.
—Parece condenadamente complicado —comentó Cole.
—Todos lo parecen hasta que empiezas a jugarlos.
—¿Y cómo vas, comparado con la casa?
—Unas doscientas libras por delante.
—¿Tanto tan rápido? —dijo Cole, impresionado.
—¿Por qué no? —replicó el molario—. Lo perdí igual de rápido.
—Vale. Vayamos a donde el duque. Allí puedes comprarme un asqueroso estimulante y después ver cómo destruyo mi salud bebiéndomelo.
—Bien —dijo Forrice—. Ahora que he averiguado cómo va, puedo volver después y hacer saltar la banca en cualquier momento.
—No hagas que parezca tan fácil y no fanfarronees —le advirtió Cole— o encontrarán un modo de echarte de las mesas.
—¿Tú crees?
Cole asintió.
—Las sociedades han estado penalizando la excelencia desde que existen.
Dejaron La Luciérnaga y se dirigieron al El Rincón del Duque. Estaba atestado, como de costumbre y Cole percibió cierta tensión en la sala mientras él y Forrice se abrían paso hacia la mesa del duque.
Había un teroni sentado a ella: alto, esbelto, con los penetrantes ojos dorados que eran tan característicos de su especie. Como la mayoría de los teroni llevaba unas amplias botas que cubrían sus enormes pies, el mono de color rojizo que era el uniforme estándar de los militares teroni, y las armas usuales sujetas a las caderas y el tronco. Los teroni tenían un pelo grueso, brillante, y éste no era distinto. Cole buscó alguna insignia de rango, pero no llevaba ninguna.
—Ven a unirte a nosotros, Wilson —dijo el duque—. Hay alguien que me gustaría que conocieras.
Cole avanzó y se plantó ante el teroni.
—Capitán Cole y comandante Forrice —dijo el teroni en un terrestre con apenas acento—. Volvemos a encontrarnos.
—¿Volvemos? —dijo Cole, frunciendo el ceño—. No recuerdo haberle visto antes.
—No nos hemos encontrado en persona, capitán Cole, pero nos hemos comunicado.
—¿De verdad?
—¿En el cúmulo de Casio? —sugirió Forrice.
El teroni asintió.
—Soy Jacovic, comandante de la Quinta Flota. Creo que hablamos unos momentos después de que depusiera a su capitán.
Cole lo miró en silencio durante un momento. Jacovic y el duque se pusieron visiblemente tensos, y entonces Cole entendió la tensión que había en la sala. Dos capitanes que se habían encontrado previamente como enemigos estaban en la misma sala por primera vez desde aquel encuentro.
Finalmente, Cole sonrió y extendió la mano.
—Permítame el privilegio de estrechar su mano, comandante —dijo—. Es una costumbre humana, pero espero que la acepte.
Jacovic, visiblemente aliviado, tomó la mano de Cole.
—El honor no está reservado sólo a una raza —dijo Cole— y ustedes lo mostraron en abundancia.
—¿A qué te refieres? —preguntó el duque.
—La Teddy R. fue enviada a patrullar el cúmulo de Casio, un área excepcionalmente aislada. Nuestra única misión era proteger un par de depósitos de combustible y no permitir que el enemigo accediera a ellos. Era sólo una manera de quitarnos de en medio. Nadie esperaba que los teroni realmente aparecieran allí. —Se detuvo, recordando la situación—. Entonces, de repente, la Quinta Flota Teroni entró en la constelación. Sólo éramos una nave y el comandante Jacovic tenía quizás doscientas.
—Doscientas cuarenta y seis —precisó Jacovic.
—Nuestro capitán, una polonoi llamada Podok, sabía que no podía hacerles frente, así que decidió que había que evitar que se apropiaran del combustible a toda costa. —Los músculos del rostro de Cole se tensaron—. Apuntó nuestros cañones hacia uno de los dos planetas, asesinando a tres millones de habitantes, sólo para asegurarse de que el comandante Jacovic no podía usar el combustible. Estaba a punto de hacer lo mismo con el segundo planeta y matar a cinco millones de personas cuando la relevé del mando.
—Sabía que te habías amotinado —remarcó el duque—. No sabía por qué.
—En cualquier caso, contacté con el comandante Jacovic y le dije que podía quedarse el combustible si prometía no hacer daño a los habitantes. Aceptó, mantuvo su palabra y nos permitió salir sanos y salvos de la constelación.
—La verdad es que me dijo que o aceptaba sus términos o destruiría el planeta como su capitán había destruido el primero —dijo Jacovic—. Por lo que he sabido de usted desde aquel día, no creo que lo hubiera hecho. Pero me gustaría oírlo de su propia boca. ¿Estabas echándose un farol?
Cole sonrió.
—Puede ser.
Jacovic le devolvió la sonrisa.
—Me alegro mucho de encontrarlo por fin, capitán Cole.
—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó Cole—. ¿Y por qué viaja de incógnito?
—No estoy viajando de incógnito —dijo Jacovic—. Ya no soy miembro de la Armada Teroni, ni siquiera de la Federación Teroni.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Forrice.
—Abrí los ojos.
—¿Perdón? —dijo Cole.
—Probablemente aún no ha oído hablar de la batalla de Gabriel —dijo Jacovic.
—No, no tenemos muchas noticias de qué pasa en la guerra aquí, en la Frontera Interior, y lo que llega normalmente es bastante viejo.
—Tuvo lugar hace unos cuarenta días, y duró veintidós.
—¿Dónde está Gabriel? —preguntó Forrice—. No me suena.
—No hay razón por la que debiera sonarle —respondió Jacovic—. Ni por la que debiera sonarle a nadie. El sistema Gabriel —ése es el nombre que le dan ustedes, nosotros tenemos otro— consiste en siete gigantes gaseosos inhabitables que rodean a una estrella de clase M que no está en la República ni en nuestra Federación.
—¿Así pues, quién ganó? —preguntó Forrice.
—Deja que lo adivine —dijo Cole, estudiando el rostro de Jacovic—. Nadie.
—Así es —dijo Jacovic—. Cuando acabó, nosotros habíamos perdido cincuenta y tres naves y la República cuarenta y nueve. Ciento dos naves y quizás doce mil teronis y humanos y ¿por qué? Por un sistema que no posee un único planeta habitable, ni nada que ningún bando pueda usar. Entonces, me di cuenta de la idiotez de esta guerra, de la rotunda locura que ha conducido a cada bando a sacrificar miles de vidas por un sistema inútil, simplemente para que el otro bando no pueda reclamarlo. Y aquel día me arranqué los galones de mi uniforme y vine a la Frontera Interior.
Cole se volvió hacia Forrice.
—Te dije hace un año y medio que tenía más sensatez que cualquiera de los políticos y almirantes de nuestro lado.
—El comandante Jacovic acaba de llegar aquí, a la Estación Singapore, en la última hora —les informó el duque—. Deduzco que no ha traído a nadie con él.
—Cada teroni es libre de tomar sus decisiones —dijo Jacovic—. Yo he tomado la mía. Y no me llame «comandante»; ahora soy sólo Jacovic.
—¿Qué va a hacer ahora? —preguntó Cole.
—No he tenido tiempo de considerarlo aún —respondió Jacovic—. He pasado toda mi vida adulta en el ejército. Tendré qué descubrir qué otras cosas se me dan bien.
—No necesariamente —dijo Cole.
Jacovic lo miró con aire interrogativo.
—Conozco una antigua nave militar que necesita un tercer oficial competente —continuó Cole—. Y un capitán que estaría orgulloso de tenerlo a su servicio.
—¿Con quién está en guerra esa nave? —preguntó el teroni.
—Con el destino.
—Ésa es la respuesta perfecta —dijo Jacovic—. Estoy más que deseoso de alzarme en armas contra el destino. Me sentiré honrado al unirme a la tripulación de la Theodore Roosevelt.
Esta vez fue Jacovic quien extendió la mano, y Cole quien se la estrechó. Pero realmente no importó quién la tendió primero. Por primera vez en veintitrés años, un humano y un teroni establecían contacto de buen grado y amigablemente.