Epílogo

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Mi nombre es Elvira y ni apellido tengo. Nací en tierras castellanas, muy cerca de la ciudad de Ávila, y crecí solo por la bondad de mis señores, que supieron acogerme cuando mi padre, agobiado en su viudez, me dejó en palacio para que sirviera en las cocinas de la buena reina de Castilla doña Isabel de Trastámara.

Fue ella la que, adivinando en mí condiciones que hasta yo misma desconocía, decidió incorporarme como camarera a su cuarto. Allí, bajo la mano firme de doña Leonor de Maldonado, aprendí todo cuanto sé ahora. De ella, de su ejemplo, asimilé los dos principios que han guiado mi vida: la lealtad para con mis señores y el estar siempre dispuesta para ayudar a quien lo necesite.

Fue la obligación la que me trajo a tierras portuguesas, acompañando primero a la infanta Isabel, más tarde atendiendo a su hermana doña María y, a su fallecimiento, a su sobrina Leonor, mi reina, quien tuvo a bien premiarme con su confianza. Por eso, cuando hubo de partir obligada por los negros pensamientos del rey, me entregó su tesoro más preciado, su hija María, hoy duquesa de Viseu, a quien he criado como si carne de mi carne fuera.

¡Qué injusta fue la vida con doña Leonor! La incontrolada pasión de un hombre la arrojó de su reino y la desmedida ambición de otro la obligó a permanecer a su lado. Ni don Juan, mi señor y rey, ni don Carlos, su hermano y emperador, procuraron por su felicidad. Ambos, cegados por la pasión y la ambición, le negaron voz y voto y la convirtieron en un peón al que manejar a voluntad, sin tener en cuenta su bien ni sus sentimientos.

Trágico destino el de mi señora, hoy titulada reina de Francia por su matrimonio con don Francisco I, pero sola y marginada en una corte donde se la considera una extraña. Allí malvive, enferma y delicada, humillada de continuo por su esposo, eternamente perdido en los brazos de la duquesa d'Étampes o de madame de Chateubriand.

Me pregunto qué pecado propio o ajeno han tenido que purgar las hijas y nietas de la reina doña Isabel. Ahora, cuando la enfermedad me obliga a descansar y solo puedo dar vueltas a mi cabeza, no dejo de pensar en ella. ¡Cómo hubiera sufrido de haber visto el destino que los hados trazaron para sus hijas! Doña Isabel y doña María, muertas en plena juventud; doña Juana, perdida en la sinrazón y enterrada en vida en su retiro de Tordesillas. Y qué decir de la menor, Catalina, humillada públicamente por el matrimonio sacrílego de su esposo Enrique VIII con su concubina Ana Bolena y recluida, como su hermana, en su prisión de Kimbolton, entre las brumas de tierras británicas, y sin siquiera el consuelo de haber perdido la razón y creerse acompañada por sus fantasmas.

¡Pobres infantas de oropel, enseñadas por los mejores maestros y bendecidas por los mejores presbíteros, destinadas a la gloria pero castigadas con el oprobio y la soledad! Desde mi ignorancia, maldigo a quienes las sacrificaron en aras de la política o el poder. Caiga la justicia divina sobre quienes no dolieron prendas a la hora de arrebatarles hijos, negarles amores y privarlas del respeto que sobradamente merecían. Quiera Dios que algún día las hijas de sus hijas, las nietas de sus nietas, venguen su nombre. Que la historia condene a sus verdugos y, a cambio, las haga justicia.

Esa es mi última voluntad. Yo que no tengo fortuna que legar ni hijos que la hereden, pido a cambio que generaciones futuras reconozcan públicamente la iniquidad con que mis señoras fueron tratadas. Si lo consigo, quedará saldada la cuenta que tengo pendiente con ellas por el mucho bien que me hicieron.

Ruego también a quien recoja estas mis últimas voluntades reparta mis escasas pertenencias entre los más necesitados y haga decir por el bien de mi alma todas las misas que puedan costear mis dineros. Pido perdón a todo aquel al que haya ofendido, ya que si lo hice fue sin voluntad de hacerlo, y encomiendo mi alma a Dios Todopoderoso, a su Santa Madre y a todos los coros celestiales en la esperanza de recibir de su indulgencia la comprensión para mis muchas debilidades y pecados. Que así sea. In nomine Patris, fillii et Spiritus Sancti.

Dada en Lisboa, a diez días del mes de diciembre del Año del Señor de MDXXXV.