Dueñas
18 de marzo de 1506
Mientras esperaba la llegada de la comitiva, Fernando de Aragón sintió más que nunca su soledad. Hacía cinco meses que había contraído matrimonio por poderes con Germana de Foix y poco más de un año que había enviudado de su primera esposa. Se preguntaba cómo era posible que él, dueño del Mediterráneo, de buena parte de la Península y de los territorios de Ultramar, él que había mantenido el pulso firme en la batalla y la cabeza clara a la hora de gobernar, se sintiera tan desvalido.
No se arrepentía de haber tomado la decisión de contraer nuevo matrimonio, pero no podía evitar sentirse inquieto ante la situación que se le avecinaba. Una y otra vez se preguntaba dónde estaba el hombre galante que se consolaba de la lejanía de la reina con otras damas de la corte o con alguna que otra lozana moza. Los físicos le habían asegurado que era propio de la edad, pero él sabía que el problema estaba en su ánimo. Estaba solo. Los proceres castellanos le habían vuelto la espalda por pactar con el rey de Francia, en Aragón le recriminaban su interés por Castilla, sus hijas estaban muy lejos de su lado y, ocupado como siempre había estado en guerras e intrigas, carecía de consejeros fieles que le brindaran apoyo y cercanía.
Y ahora, a sus casi sesenta años, se veía obligado a ejercer de esposo de una jovencita de apenas dieciocho. Confiaba en la recomendación del sabio mallorquín que le había hablado del poder omnímodo del polvo de cantáridas. Le había asegurado que tal sustancia le ayudaría a recobrar la misma efervescencia amorosa de que había hecho gala durante su juventud. También le había asegurado que doña Germana, a la que conocía por haber servido a su padre el conde de Etampes, era una jovencita coqueta y amante de los placeres de la vida.
Bien diferente de Isabel, tan serena, tan recatada, tan discreta... Nunca lo unió a ella la pasión o el deseo. Solo esporádicamente aquella muñeca delicada, de carnes blancas y miembros breves, había despertado sus instintos, pero siempre se sintió unido a ella por un lazo aún más fuerte: el poder. Tanto Isabel como él amaban el ejercicio del poder por encima de todo. La conquista los estimulaba, la certeza de estar en posesión de la verdad los reafirmaba, y el saberse poderosos colmaba todas sus expectativas. Juntos, ejercían el mando como dos jugadores expertos que, ante un damero, se disponen a mover las piezas de ajedrez.
Nunca habían disentido a la hora de planificar cuidadosamente sus alianzas. Siempre habían sabido qué hacer para que, en un futuro, su sangre y, con ella, sus leyes y sus principios, se extendieran por el mundo conocido como una incontrolable mancha de aceite. Pero, se decía, tanta arrogancia había provocado las iras de la providencia y, sin un heredero varón a su imagen y semejanza, su legado acabaría por ir a parar a las manos de ese petimetre ambicioso y presumido de su yerno Felipe.
«Quel beau prince!», se decía que había exclamado el rey francés al conocerlo, alabando su elegancia y su prestigio como hijo del emperador. Rápidamente el pueblo, el mismo que a su hija la llamaba la Loca, había adoptado la frase para apodarle el Hermoso.
Si al menos Isabel viviera... Ella le habría aconsejado cómo proceder. Tal vez hubiera aceptado nombrar heredero a Fernando, su nieto, el hijo de Juana, aquel que se educaba a su lado como en su momento lo hizo Miguel de la Paz. El debía gobernar sus reinos y no Carlos, heredero de mayor derecho por primogenitura pero que, junto con sus hermanas Leonor, Isabel y María, crecía en Flandes imbuido de las costumbres y los usos flamencos. Pero la muerte de la reina lo pilló de improviso, se dijo Fernando. No tuvo tiempo de preguntarle. Aunque lo cierto, rectificó, es que no lo hizo porque, pese a las advertencias de los físicos de la corte, nunca creyó que su estado fuera tan crítico.
No obstante, aún estaba a tiempo de salvar Aragón de las garras de Felipe, o lo que era lo mismo, de las de su padre Maximiliano, emperador del Sacro Imperio. Germana de Foix era el instrumento del que se valdría para ello. No importaba el enfado de los proceres castellanos, temerosos de que una alianza francoaragonesa amenazara definitivamente sus fronteras, ni el dolor que su matrimonio hubiera causado a sus hijas. ¡Dios Santo, qué dura la carta recibida de Catalina! ¡Qué desproporcionada la reacción de Juana negándole la palabra! Solo María lo había comprendido. Se notaba que estaba cerca de un trono...
El sonar de las fanfarrias le anunció que la que ya era su esposa se acercaba. Se asomó a la gran balconada y le pareció distinguir a una muchacha muy joven, rubia y delicada —«como Isabel», pensó— que se movía con desenvoltura entre lacayos, camareras y dueñas. El esplendor de la comitiva le hizo sonreír. ¡Bien había querido el rey francés deslumbrar a castellanos y aragoneses!
Fue la voz de Arnau, su paje, la que lo sacó de su ensimismamiento:
—Señor, tal como me pedisteis, os he preparado esta tisana en la que he disuelto polvo de cantáridas.
Sin decir palabra, Fernando tomó la copa y bebió de un sorbo la pócima.
Luego, confiando en el poder afrodisíaco de la misma, salió al encuentro de su joven esposa. No había que escatimar esfuerzos: Aragón necesitaba un heredero y él se lo daría. Los Habsburgo no iban a engordar su Imperio con las orillas mediterráneas.